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Argentina :: 28/10/2017

Ciro Bustos, el lugarteniente del Che

José Steinsleger
"Al sacralizar la epopeya que tiene su culminación en Bolivia, todo lo que queda antes o después en el tiempo, todo lo que no fue canonizado, carece de importancia"

En la noche del 21 de diciembre de 1970, el pintor argentino Ciro Bustos se echa en la litera con un libro que ha leído y releído en varias ocasiones: Operación Masacre, de Rodolfo Walsh. Quizás, en algún momento, se lo pase a su compañero de prisión, aunque no se lo merezca. Porque el intelectual y aventurero Regis Debray (francés de alma y corazón) nunca le ha prestado sus libros.

Sentenciados a 30 años de prisión por participar en la guerrilla del Che (1967), Bustos y Debray cumplen condena en una jaula especialmente diseñada en el cuartel de la IV División del Ejército de Bolivia, asentada en Camiri, pequeña ciudad subtropical y petrolera del sureste, a mil 100 kilómetros de La Paz.

En eso, Bustos oye los motores del viejo avión DC-10 que, regularmente, abastece a los técnicos de la Gulf Oil Co en la región. Sólo que… ¿a esas alturas de la noche, y con las dificultades de aterrizaje en un valle angosto situado entre montañas? No es lo habitual, pero tampoco es su problema.

Minutos después, un oficial con el que el pintor ha mantenido cierta relación de confianza (el teniente Ortiz), susurra a través de la jaula: “Ciro… ¡Ciro, soy yo!... ¡Prepárese, que se van ustedes!… ¡Se van libres!” Simultáneamente, sin disparar un tiro, un comando militar ocupa el cuartel en segundos.

Ciro no lo piensa dos veces. Mete en un bolso la escasa ropa, las fotografías familiares pegadas en la pared de la jaula, los cigarrillos, la radio, los libros, y el abrigo que el Che le regaló el día que abandonaron la guerrilla. En cambio, creyendo que los sacan de prisión para matarlos, Debray se pone a discutir con el mayor Rubén Sánchez, jefe del comando liberador.

Los presos son conducidos al despacho del comandante de la IV División que, enterado del operativo y a medio vestir, les dice que por mandato del presidente de la república y comandante en jefe, general Juan José Torres, “…las fuerzas armadas, en nombre del pueblo boliviano al que sirven, resolvió conmutar la condena de prisión perpetua, ponerlos en libertad y expulsarlos del país”.

El comando embarca en el avión a Bustos y Debray, y en la prisión quedan los guerrilleros Paco y León (José Castillo Chávez y Antonio Domínguez Flores). En sus memorias, Ciro Bustos escribe: Ellos no habían sido juzgados ni condenados: únicamente eran rehenes a disposición del Ejército; no contaban con ninguna protección y sabían que, al menor gesto, los platos rotos los pagarían ellos.

Los liberados llegan ilesos a Iquique, ciudad norteña de Chile, país en el que apenas meses atrás (septiembre de 1970), el socialista Salvador Allende ganó los comicios presidenciales. Sin embargo, la atención de los medios avisados se concentra en la figura del francés, recibido por una comitiva eufórica de jóvenes militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR).

Ciro escribe que, en su caso, fue conducido al edificio de Carabineros (Policía de Chile) y allí, inesperadamente, tropieza con el misterioso periodista anglo-chileno George Roth. Por su cuenta, Roth se había internado en Bolivia con salvoconductos del alto mando militar “para entrevistar al Che”, siendo después detenido y liberado por la guerrilla junto con Bustos y Debray, para finalmente caer los tres en manos del ejército (abril de 1967).

Ciro comenta que Roth, “…ya había comprendido que existía una intención en marcha de cavar el vacío bajo mis pies”. Así pues, en vuelo especial, los liberados llegan a Santiago donde Debray es recibido formalmente por una comitiva oficial. En cambio, “… personal policial de civil se hizo cargo de mí para conducirme directamente al edificio central de la policía de investigaciones criminales, donde fui sometido a un extenso interrogatorio por el subjefe del cuerpo, luego de una larga amansadora sentado en un pasillo”.

Liberado por segunda vez, Bustos abandona el edificio de la calle Teatinos, y se sienta en el cordón de piedra de un cantero de flores. No sabe qué hacer, adónde dirigirse, está sin un centavo. Cuenta: Terminando de limpiarme los dedos manchados de tinta con papel higiénico, gentilmente proporcionado por la autoridad nacional, a punto de caer del cansancio, un taxi paró en la esquina... y entre voces de atención y alegría, un par de niñas corría dando saltitos sobre una pierna hacia mí: eran mis hijas, seguidas de la madre, Ana María, y un desbocado Gustavo Roca (abogado de la familia, y amigo de la infancia del Che).

Ciro Bustos tenía por entonces 34 años. No obstante, de ahí en adelante (y hasta su muerte, acaecida a los 85 años en Malmö, Suecia, el primero de enero último), su persona será difamada por las fuerzas interesadas en la división de las izquierdas, y la crónica estupidez de ciertas izquierdas que, cuando carecen de orientación, guardan silencio, murmuran o, simplemente, escriben la historia a modo. Y es que todas las historias oficiales, a más de mezquinas y oportunistas, son inapelables.

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"Confirmó el ejército de Bolivia el fin de Guevara. La muerte de Ernesto Guevara fue confirmada oficialmente en Bolivia". A ocho y seis columnas en primera plana, así titularon La Razón y La Nación de Buenos Aires, y con larguísimos textos de letras diminutas, la noticia que en los días siguientes pegaría varias veces la vuelta al mundo (10/11 de octubre de 1967).

Medio siglo después, con 25 kilos de más en la mochila, el articulista revisa aquellos periódicos que guardó en su incipiente archivo, atesorándolos cual acta de nacimiento. Y también, de compromiso con los ideales de aquella muerte anunciada.

Así pensaba El Pelao Ciro Bustos (1932-2017), hombre clave del Che en los intentos guerrilleros de Argentina y Bolivia, durante el decenio de 1960. Pero cuando a mediados de 1987 pregunté al comandante Barbarroja (Manuel Piñeiro Losada, 1933-98) por qué Cuba guardaba silencio frente al cuasi heroico mutismo voluntario del Pelao, respondió que se trataba de un asunto que convenía no "menea'lo".

Finalmente, en vísperas del cuadragésimo año del asesinato del Che, el Pelao rompió el silencio con El Che quiere verte (Ed. Javier Vergara, 2007), un libro digno, crítico y doloroso. Entonces, el asunto volvió a menearse, y la bola de mierda (Bustos, dixit) que tirios y troyanos dejaron rodar y acrecentar durante 30 años (Ciro Bustos, el Judas del Che), empezó a disolverse poco a poco.

A pesar de ello, y a juzgar por los homenajes tributados al Che a 50 años de su asesinato (así como la miríada de artículos y ensayos que sugieren “ser como el Che”, anteponiendo la ética por sobre todas las cosas), parecería que todavía no hay orientación para que dicha bola acabe de disolverse. Retomemos la historia.

En marzo de 1958, el argentino Jorge Masetti, militante del nacionalismo católico y periodista de Radio 'El Mundo', de Buenos Aires, consiguió entrevistar a Fidel en la Sierra Maestra. Difundida a través de la precaria planta transmisora del Ejército Rebelde, por primera vez la voz de Fidel habló en directo al pueblo.

Retransmitida en Colombia y Venezuela, la entrevista no pudo oírse en Buenos Aires. Entonces, Masetti hizo lo que Rodolfo Walsh calificaría de hazaña de periodismo latinoamericano: vuelve a la Sierra Maestra y realiza todo el trabajo de nuevo. Ciro Bustos la oye en San Rafael (provincia de Mendoza), y siente que sus inquietudes políticas (así como las de Masetti) han pegado un golpe de timón.

El 15 de abril de 1961 (día del ataque aéreo yanqui a La Habana y preámbulo de la invasión mercenaria dos días después), Ciro deja Mendoza y llega a Cuba tras un viaje azaroso. Allí [dado que él era ceramista y dibujante] consigue trabajo para montar una pequeña fábrica artesanal de cerámica en Holguín, ciudad de la costa norte de la provincia de Oriente, cuna de la revolución.

Luego, Bustos dicta clases en la Facultad de Arte de Santiago de Cuba, donde se hace amigo de Alberto Granados, médico patólogo y compañero del Che en sus viajes en motocicleta por América del Sur. Granados le presenta al Che, quien lo incorpora a su equipo, integrado por hombres de absoluta lealtad. Masetti, entre ellos.

Un año después, Ciro ya es El Pelao y empieza a recibir entrenamiento militar con el grupo de 30 guerrilleros que entrarán en Argentina bajo el mando de Jorge Masetti, el comandante Segundo, hasta la llegada del Che. En el grupo están oficiales de la Sierra, como el joven Abelardo Colomé Ibarra (Furry), jefe de la policía revolucionaria de La Habana. Con el tiempo, Furry llegará a ser el general de más alto rango y más condecoraciones ganadas en combate. En 1976, será el comandante de las tropas cubanas que en número de 15 mil voluntarios arribaron a Angola, y en 1989 ministro del Interior.

Masetti encarga a Bustos estudiar, en la provincia argentina de Salta, un territorio de 40 mil kilómetros cuadrados, mayor que Sierra Maestra y toda la provincia cubana de Oriente, y que duplica la extensión de El Salvador. Furry queda a cargo de la retaguardia en la frontera argentino-boliviana, y Ciro como enlace con los grupos urbanos de apoyo. Y en dos ocasiones de alto riesgo, en una calle de la ciudad de Salta y al vadear un río en el monte, tendrá que atender a Furry, quien padece de epilepsia.

En septiembre de 1963, a miles de kilómetros de las urbes más pobladas, el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP) se pone en marcha. Pero “en seis meses de camino –cuenta Ciro– encontramos una sola familia, difícilmente catalogable de ‘campesina’ y aun de ‘pobres campesinos’”.

No sólo eso. En abril de 1964, creyendo que se trataba de una de las tantas bandas de contrabandistas que circulan en la zona, la Gendarmería Nacional se adueña del terreno. Sin disparar un tiro, Masetti desaparece en la selva para siempre y algunos guerrilleros son detenidos, enjuiciados y sentenciados.

Ciro consiguió salvarse gracias a las redes urbanas tejidas en distintas ciudades del país, Córdoba en particular. Y allí, el grupo Pasado y Presente (José Aricó, Oscar del Barco, Héctor Schmucler, Juan Carlos Portantiero y otros intelectuales que abandonaron el Partido Comunista) le hace ver que todo movimiento revolucionario que en Argentina prescinda del peronismo, tendrá la suerte echada de antemano.

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El fracaso del foco guerrillero en Salta (1963-64) y la derrota militar en el Congo (1965) redoblaron el espíritu revolucionario del Che. Así, en mayo de 1966 volvió a llamar a Ciro Bustos. Para entonces, el comandante ya estaba de regreso en La Habana, aunque oficialmente desaparecido (Carta de despedida, leída por Fidel en acto público, 3 de octubre de 1965, https://lahaine.org/fJ2k).

¿Sería osado, por ende, imaginar que el Che sentíase como diablo en botella? ¿Qué le depararía el destino? Posiblemente, parte de la respuesta figure en una carta a su madre desde México, poco antes de unirse a la expedición del Granma: Además, es cierto que después de desfacer entuertos en Cuba, me iré a otro lado cualquiera (15 de julio de 1956).

Hasta donde fue posible, Fidel apoyó al Che para instalar su foco guerrillero en Bolivia. Proyecto que encendió luces rojas en los tableros de yanquis y rusos. Y es que el clima de la época mostraba a millares de jóvenes latinoamericanos dispuestos a seguir al guerrillero heroico, donde fuera.

El Che era el Che: nada ni nadie podía detenerlo. Voluntad épica antes que voluntarista o utópica, pero geopolíticamente trastornada por el canibalismo de rusos, chinos y trotsquistas, disputándose los caminos de la revolución mundial. Trastornos ideológicos que sólo la Revolución Cubana y Fidel pudieron conjurar, abrevando en el pensamiento de José Martí.

Con la mira puesta en Argentina, el Che incorporó a Bustos al selecto grupo de guerrilleros que, poco después, aparecieron en Ñancahuzú (sureste boliviano). Bien… Sería largo extendernos en los pormenores de esta historia. Los interesados pueden recurrir al propio Diario del Che en Bolivia (1967), junto con el ensayo “La guerrilla del Che” de Régis Debray (1975), y “ El Che quiere verte”, memorias que Ciro publicara 40 años después (2007).

Todo lo demás, incluyendo las honestas y documentadas biografías del Che (Paco Ignacio Taibo II, John Lee Anderson), se basan en los textos referidos, y son como estos apuntes: interpretaciones al hilo que, por momentos, sintonizan con un comentario de Borges que Ciro incluye en el epígrafe de su libro: ignoramos si el universo pertenece al género real o al género fantástico.

El primer acto del drama empezó el 31 de diciembre de 1966, cuando a poco de su llegada a Ñancahuzú, el Che tiene una larga plática con Mario Monje, secretario general del Partido Comunista de Bolivia (PCB). Fatal y revelador choque, digámoslo así, entre el chovinismo de izquierda y el internacionalismo proletario: Monje exigió la dirección político-militar de la guerrilla, y el Che se negó. Por consiguiente, el PCB, que era prorruso, le soltó la mano con una maldición china: ojalá que vivas tiempos mejores.

El segundo acto tuvo lugar entre marzo y abril de 1967, con la deserción de dos guerrilleros bolivianos que se presentaron de inmediato a las autoridades militares, y la posterior detención de Bustos y Debray en el poblado de Muyo-pampa, quienes habían sido comisionados por el Che para fortalecer las redes de apoyo urbanas. Y, junto con ellos, un ignoto periodista anglochileno, George A. Roth, aquel presente griego que el Che registra en su Diario (19 de abril).

Durante un cuarto de siglo, las izquierdas melindrosas se hicieron eco de que Bustos, a pedido de sus captores de la CIA, habría delatado la presencia del Che, retratando a los guerrilleros de Ñancahuazú. Pero los historiadores cubanos Adys Cupull y Froilán González, acuciosos investigadores, desestimaron su rol en la captura y posterior asesinato del Che. Ambos autores prueban que Bustos habría sido víctima de una trama gestada por la CIA para desprestigiarlo, dado que no pudieron asesinarlo (La CIA contra el Che, Ed. Ciencias Políticas, La Habana, 1992).

Incluso la propia hija del Che, Aleida, acusó en varias ocasiones a Debray, como el culpable de haber indicado dónde se encontraba su padre (Proceso, 1040, 6/10/1996). Sin embargo, en una pasteurizada entrevista de la revista cubana Tricontinental (137, junio de 1997), nada menos que el comandante Barbarroja (Manuel Piñeiro Losada, ex jefe del legendario Departamento América) volvió a la carga, acusando a Bustos de delator.

Pocos meses después, en octubre, el pintor y lugarteniente del Che rompió el silencio. En un largo diálogo (https://lahaine.org/aB9a, pág. 23) sostenido con el periodista boliviano Jaime Padilla en su casa de Malmö (Suecia), Bustos leyó el último tramo de una carta enviada al historiador Froilán González, en febrero de 1995:

“El problema es, que al sacralizar la epopeya que tiene su culminación en Bolivia, todo lo que queda antes o después en el tiempo, todo lo que no fue canonizado, carece de importancia […] de una carta a Furry (general Adalberto Colomé Ibarra) en el 87, sólo obtuve la convicción de que había sido leída, porque recuperé mi imagen al aparecer en tu libro con la foto que es publicada por primera vez, sin censurar mi presencia…”

Sigue: "Como espectador más o menos involucrado, he aprendido de qué manera se escribe la historia. Cómo los intereses personales o nacionales predominan sobre la realidad de los hechos. Y me enorgullezco de no haber ganado un céntimo, de no haber vendido un cuadro, ni una camiseta, especulando con ello. Pero encuentro que a estas alturas, es pueril y poco honesto decir que nadie me ha atacado. Y, por tanto, no se me puede defender."

La Jornada

 

Enlace al artículo: https://www.lahaine.org/lN6