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Pensamiento :: 27/03/2019

Los nuevos ropajes del capitalismo

Evgeny Morozov
Morozov quita la máscara a los teóricos partidarios del capitalismo digital

I. En una serie de artículos notablemente premonitorios, el primero de los cuales fue publicado en el periódico alemán 'Frankfurter Allgemeine Zeitung' en el verano de 2013, Shoshana Zuboff señaló un fenómeno alarmante: la digitalización de todo otorgaba a las empresas tecnológicas un inmenso poder social.

Desde las modestas puntas de lanza colocadas en el interior de nuestros navegadores, conquistaron, al estilo Blitzkrieg, nuestras casas, automóviles, tostadoras e incluso colchones. Cepillos de dientes, zapatillas de deporte, aspiradoras: nuestros antiguos y mudos acompañantes domésticos pasaron a ser nuestros jefes “inteligentes”. Estos modelos de negocio convirtieron los datos en oro y favorecieron su expansión.

Google y Facebook estaban reestructurando el mundo, no sólo resolviendo sus problemas. El público en general, seducido por jóvenes con capucha que hacían de embajadores del mundo de la tecnología, y lobotomizado por las charlas TED, no tenía ni idea de todo ello. Zuboff observó una lógica en este lío digital; las firmas tecnológicas seguían imperativos razonables —y terroríficos. Atacarlos por violaciones a la privacidad significaba perder la perspectiva sobre la escala de la transformación —un trágico error de cálculo que ha afectado a buena parte del activismo en contra las Big Tech que observamos en la actualidad.

Este error analítico también ha llevado a muchas personas inteligentes y bien intencionadas a insistir en que Silicon Valley debería —y podría— arrepentirse. Insistir, como hacen estos críticos, en que Google debiera comenzar a proteger nuestra privacidad es, para Zuboff, “como pedirle a Henry Ford que fabrique a mano cada Modelo T o pedirle a una jirafa que haga más corto su cuello”. Los imperativos del capitalismo de vigilancia son casi siempre de tipo evolutivo: ninguna política inteligente, ni siquiera en el Congreso, ha tenido éxito a la hora de acortar el cuello de la jirafa (sin embargo, ha hecho maravillas con Mitch McConnell).

El sucinto término que ha empleado Zuboff para describir este régimen, “capitalismo de vigilancia”, se ha popularizado. Que este término haya sido utilizado previamente —y de una manera mucho más crítica— por los marxistas en la Monthly Review es un pequeño inconveniente genealógico para Zuboff. Su nuevo y muy esperado libro The Age of Surveillance Capitalism documenta exhaustivamente sus siniestras operaciones.

Desde Pokemon Go hasta las smart cities, desde Amazon Echo hasta las smart dolls, los imperativos del capitalismo de vigilancia, así como sus métodos —caracterizados por la mentira constante, el ocultamiento y la manipulación— se han vuelto omnipresentes. Los buenos viejos tiempos de solitaria ebriedad ya se han ido: incluso las botellas de vodka se han vuelto inteligentes y ofrecen conectividad a Internet. En cuanto a los termómetros rectales inteligentes que también se mencionan en el libro, probablemente no quieran saberlo. Solamente esperen que su cartera digital tenga suficientes Bitcoins para apaciguar a los hackers.Los imperativos del capitalismo de vigilancia, así como sus métodos —caracterizados por la mentira constante, el ocultamiento y la manipulación— se han vuelto omnipresentes

El libro de Zuboff deja claro que las promesas que realizan los “capitalistas de la vigilancia” son tan dulces como su cabildeo es despiadado. Las compañías tecnológicas, bajo la pomposa fachada de disrumpir todo para el beneficio de todos, han desarrollado una serie de trucos retóricos y políticos que los aíslan de cualquier presión desde abajo. Por supuesto, también ayuda que la única presión proveniente de abajo sea la que se dirige hacia los botones y pantallas de sus dispositivos de succión de datos.

Si Donald Trump no hubiera sido elegido presidente – supuestamente debido a ese mago accidental de los datos que es Steve Bannon, a sus desventurados colegas en Cambridge Analytica y a un grupo de rusos que lograron usar Facebook como siempre ha estado pensado para ser usado – el poder de Silicon Valley podría haber permanecido como un tema aislado: apropiado para la cháchara nerd de Twitter del renegado circuito think tank, pero bastante inútil para cualquier otra cuestión.

Zuboff se incorporó en esta conversación que estaba teniendo lugar en todo el globo hace cinco años, justo cuando comenzaban a borbotear los primeros signos de descontento sobre el poder de las Big Tech. Silicon Valley no era ajeno a las críticas, pero la de Zuboff no era un crítica corriente.

Una de las primeras mujeres en ocupar el cargo de profesora en la Harvard Business School también había trabajado como columnista para 'Fast Company' y 'Businessweek', dos bastiones del tecno-optimismo que no son conocidos precisamente por su sentimiento anti-capitalista. Si los miembros del establishment comenzaban a aporrear a Silicon Valley, al parecer, algo estaba realmente podrido en el reino digital. ¿Qué era?

Si bien el uso de Zuboff de la frase “capitalismo de vigilancia” apareció por primera vez en 2014, los orígenes de su crítica se remontan más atrás. Se pueden rastrear hasta finales de 1970, cuando comenzó a estudiar el impacto de la tecnología de la información en los lugares de trabajo -un proyecto de cuarenta años que, además de desembocar en varios libros y artículos, la ha inundado de esperanzas utópicas y amargas decepciones-.

El desajuste entre lo posible y lo real ha enmarcado el contexto intelectual en el que Zuboff —anteriormente una optimista cautelosa sobre el capitalismo y la tecnología— construyó su teoría del capitalismo de vigilancia, la herramienta más oscura y distópica dentro de su arsenal intelectual hasta la fecha.

Las deprimentes conclusiones de su último libro están muy lejos de lo que Zuboff sostenía hace apenas una década. Tan atrás como data el 2009 argumentó que empresas al estilo Amazon, eBay y Apple estaban “liberando cantidades masivas de valor al darles a las personas lo que querían en sus propios términos y en su propio espacio”. Zuboff llegó a este soleado diagnóstico a través de su análisis global sobre cómo la tecnología de la información estaba cambiando la sociedad; a este respecto, formaba parte de una cohorte de pensadores caracterizados por argumentar que una nueva era —algunos la llamaron “post-industrial”, otros “postfordista” — estaba sobre nosotros.

Es dentro de este análisis — y de las expectativas optimistas que engendró en sus inicios— donde surgió la crítica actual de Zuboff hacia el capitalismo de vigilancia. También esta es la razón por la que su último libro utiliza ( tanto en cuanto al contenido como al lenguaje) un tono melodramático: Zuboff, junto con todo el establishment empresarial estadounidense, enamorado de las promesas de la Nueva Economía, había esperado que ese horizonte nos trajera algo muy diferente.

II. Su primer libro, 'In the Age of the Smart Machine', recibió una gran aclamación en 1988. En él, Zuboff desplegó un aparato conceptual y formuló un conjunto de preguntas que reaparecerían en todos sus escritos posteriores. Echando mano de años de trabajo etnográfico de entornos industriales y de oficina, el libro pintaba un futuro ambiguo.

De acuerdo al argumento de Zuboff, la tecnología de la información podría exacerbar las peores características de la automatización, despojar a los trabajadores de su autonomía y condenarlos a tareas indignas. Pero, si se usan sabiamente, podrían tener el efecto contrario: aumentar las capacidades de los trabajadores para el pensamiento abstracto e imaginativo y revertir ese proceso de descualificación que los marxistas han criticado con sus escritos sobre el trabajo bajo el capitalismo.

Estructuradas en torno a la tecnología de la información, las empresas modernas, en el juicio de Zuboff, debían que elegir entre “automatizar” o “informatizar”. Este último fue el término que empleó para describir la innovadora capacidad para recopilar datos relacionados con el trabajo intermediado por una computadora (el “texto electrónico”).

Durante la era previa de la administración científica de Frederick W. Taylor, dichos datos se recopilaban manualmente a través de la observación o los estudios de tiempos y movimientos. Al extraer el conocimiento tácito de los trabajadores sobre el proceso de trabajo, los gerentes, instigados por los ingenieros, podrían racionalizarlo, reducir dramáticamente los costos y elevar los estándares de vida.

Gracias a los avances en la tecnología de la información, la creación del texto electrónico se volvía barata y ubicua. Si este texto se pusiera a disposición de los trabajadores podría incluso socavar la base del control gerencial: la suposición de que el gerente sabe más. El texto electrónico engendró lo que Zuboff, siguiendo a Michel Foucault, describió como “poder panóptico”.

Acoplado a las prácticas autoritarias del lugar de trabajo anterior, altamente centralizado, este poder afianzaría con toda probabilidad las jerarquías existentes; los gerentes se esconderían detrás de los números y gobernarían de forma remota en lugar de arriesgarse a la ambigüedad de la comunicación personal. Intensificado por la democracia en el lugar de trabajo y reglas igualitarias de acceso al texto electrónico, sin embargo, este poder podría permitir a los trabajadores cuestionar las interpretaciones de los gerentes sobre sus propias actividades y hacerse con un poco de poder institucional.

In the Age of the Smart Machine, un libro sobre el futuro del trabajo e, inevitablemente, sobre su pasado, guardaba un enorme silencio sobre el capitalismo. Dejando de lado su extensa bibliografía, este ambicioso tomo de casi quinientas páginas menciona la palabra “capitalismo” solo una vez —en una cita de Max Weber—. Esto resultaba extraño, pues Zuboff se resistía a defender a las empresas que estudiaba. Tampoco se hacía ilusiones sobre la naturaleza autoritaria del lugar de trabajo moderno, rara vez presentado como un lugar para la autorrealización de los trabajadores, o se deleitaba vituperando a los gerentes obsesionados consigo mismos y hambrientos de poder.

Aunque a pesar de comentarios críticos como estos, Zuboff entrenó su lente analítica con los conflictos institucionales que tenían lugar en torno al conocimiento y su papel a la hora de perpetuar o socavar las jerarquías organizacionales. La propiedad privada, la clase, la propiedad de los medios de producción —la fuente de los conflictos más tempranos con el trabajo— fueron en su mayoría excluidos de su marco de análisis. Y esto respondía más a un propósito que al mero descuido.

Después de todo, el objeto de estudio era comprender el futuro del lugar de trabajo mediado por la tecnología de la información. El enfoque etnográfico de Zuboff fue adaptado meramente para entrevistar a los gerentes y trabajadores acerca de los motivos que separaba a los unos de los otros en lugar de esbozar los imperativos económicos que conectaban a cada empresa con la economía global. Así es que la máquina inteligente figurada por Zuboff operaba en buena medida fuera de las restricciones invisibles que el capitalismo imponía a los gerentes y propietarios.

Si bien la palabra “capital” lograba mejores resultados —el libro la menciona una docena de veces—, Zuboff no lo ve, como suelen hacer muchos en la izquierda marxista, como una relación social o un elemento eternamente antagónico al trabajo. En su lugar, emuló a los economistas neoclásicos al entenderlo como maquinaria o dinero depositado en inversiones; el “trabajo”, a su vez, era tratado principalmente como una actividad física.

Aunque Zuboff también mencionaba el papel histórico de los sindicatos, sus lectores no necesariamente captaron el carácter antagónico del “trabajo” y el “capital” —en lugar de eso, escucharon todo tipo de historias acerca de conflictos circunstanciales entre trabajadores y gerentes dentro de los lugares de trabajo individuales—.

Apenas resulta sorprendente este hecho: Zuboff no era marxista. Además, era una aspirante a profesora en la Escuela de Negocios de Harvard. Sin embargo, su defensa de lugares de trabajo más equitativos y dignos sugería que ella podría ser, al menos en algunos temas, una compañera de viaje para la causa de izquierdas. Lo que la diferenció de las voces más radicales en estos debates fue su insistencia continua en los efectos ambiguos de la tecnología de la información. La elección entre “automatizar” e “informatizar” no era sólo un subproducto analítico de su marco o una mera propuesta retórica. Más bien, lo presentó como una elección real y existencial que afrontan las empresas modernas a la hora de lidiar con la tecnología de la información.

Tales elecciones binarias —entre el “capitalismo distribuido” y el “capitalismo gerencial”, y entre el “capitalismo orientado a la ayuda: capitalismo de ‘bienestar’ o de ‘reparto de limosna’ que defiende a aquellos que tradicionalmente han estado más desprotegidos]” y el “capitalismo de vigilancia”— también motivarían los libros posteriores de Zuboff. Pero incluso en su etapa temprana no quedaba claro si estaba acreditada para dar el salto analítico a partir de la observación, basada en el trabajo etnográfico, apuntando que algunas de las empresas estudiadas se enfrentaron a la opción entre “automatizar” y “informatizar”, y concluir de manera general que las condiciones externas del capitalismo moderno, y cada vez más el capitalismo de la alta tecnológica, universalizaron esa elección para todas las empresas y representaron un nuevo punto crítico en el desarrollo capitalista.

Aceptada sin miramientos, la posibilidad de una elección real, en lugar de un postulado entre “automatizar” e “informatizar”, socavó las críticas tradicionales del capitalismo como un sistema estructural y, por ende, fuente inevitable de explotación o descualificación. En la nueva era digital observada por Zuboff, una alianza astuta y armoniosa entre trabajadores y gerentes podría permitir a las empresas inteligentes e ilustradas desbloquear el poder emancipador de “informatizar”.

Aquí podríamos vislumbrar a grandes rasgos los contornos del enfoque de Zuboff sobre el capitalismo: sus males, algunos de los cuales reconocía alegremente, no eran el subproducto inevitable de fuerzas sistémicas, como la búsqueda de rentabilidad. Más bien, eran la consecuencia evitable de arreglos organizacionales particulares, los cuales, aunque tenían cierto sentido en épocas anteriores, podían quedar obsoletos debido a la tecnología de la información. Esta esperanzadora conclusión se derivaba casi en su totalidad de la observación de las empresas capitalistas, ya que el capitalismo mismo —considerado como una estructura histórica, no como una mera agregación de actores económicos— se encontraba casi ausente del análisis.

III. Una de las claves para comprender la última teoría de Zuboff sobre el capitalismo de vigilancia es la noción “excedente conductual”, un término más sofisticado que el vulgar “agotamiento de datos”, utilizado por muchos en la industria tecnológica. Esta se remonta a la distinción entre informatizar y automatizar expuesta en su primer libro. Recordemos que el texto electrónico, que reaparece en su último libro como el “texto en la sombra”, tiene un inmenso valor para los diferentes actores a menudo antagónicos.

Cuando las “firmas orientadas hacia la ayuda” lo implementan para empoderar a los clientes —como hace Amazon, por ejemplo, con las recomendaciones de libros extraídas de las compras de millones de clientes—, el texto electrónico sigue el camino utópico de “informatizar”, alimentando lo que Zuboff denomina “ciclo de reinversión conductual”. Por el contrario, cuando las empresas de tecnología utilizan los datos extraídos para dirigir anuncios y modificar el comportamiento, crean un excedente conductual —y este avance fundamental crea el “capital de vigilancia”—.

Google es el archi-ejemplo de la teoría de Zuboff. En sus primeros años, cuando necesitaba un modelo de negocio —la concesión de su tecnología de búsqueda a otros sitios fue uno de sus primeros, pero insuficientes, generadores de ingresos— Google tenía el potencial de convertirse en la empresa “orientada a la ayuda” favorita de Zuboff: su único incentivo para recopilar datos era la mejora del servicio. Una vez que abrazó la publicidad personalizada, las cosas cambiaron. Google quería más datos de usuarios para vender anuncios, no solo para mejorar los servicios. Los datos que recopila como excedente de la necesidad objetivamente determinada de servir a los usuarios —un umbral importante que 'The Age of Surveillance Capitalism' introduce, pero nunca teoriza explícitamente,— el excedente conductual de Zuboff. Como firma capitalista, Google quiere maximizar esa plusvalía expandiéndose en profundidad —perforando cada vez más en nuestras almas de datos y hogares—, pero también en amplitud, ofreciendo nuevos servicios en nuevas esferas y diversificando sus “activos de vigilancia”.

A lo largo de más de setecientas páginas, Zuboff describe este “ciclo de desposesión” en toda su ignominia: nos roban regularmente, secuestran y expropian nuestras experiencias, nuestras emociones son saqueadas por “mercenarios de la personalidad”. Ella retrata vívidamente el insoportable “entumecimiento psíquico” inducido por los capitalistas de la vigilancia. “Olvida el cliché de que si es gratis, ‘Tú eres el producto’”, exhorta. “Tú no eres el producto; tú eres el cadáver abandonado. El ‘producto’ se deriva del excedente que se le arrebata a tu vida”. Sin embargo, lo peor está por llegar, argumenta, a medida que los gigantes tecnológicos dejan de predecir el comportamiento y pasan a diseñarlo. “Ya no es suficiente automatizar los flujos de información sobre nosotros,” advierte; “el objetivo ahora es automatizarnos a nosotros”.

Esta nueva infraestructura global diseñada para dirigir el comportamiento produce “poder instrumentario,” ya que el “poder panóptico” del primer libro de Zuboff trasciende las paredes de la fábrica y penetra en toda la sociedad. A diferencia del poder totalitario, este evita la violencia física; inspirado por las brutales percepciones sobre el conductismo de B.F. Skinner, en cambio, nos lleva hacia los resultados deseados (piensen en las compañías de seguros que cobran primas más altas a los clientes con mayores riesgos). “Por consiguiente, la computación reemplaza la vida política de la comunidad como base para la gobernanza”, concluye Zuboff. En lugar de fundar un periódico fascista, probablemente hoy en día Benito Mussolini abrazaría el capital riesgo, lanzaría aplicaciones y dominaría el arte marcial del growth hacking.

Zuboff se enzarza en muchas peleas culpando a la emergente “tiranía” de los auxiliares intelectuales de Silicon Valley, un grupo extraño de idiotas útiles y empresarios malintencionados colocados en instituciones cuasi académicas como el Media Lab del MIT. Nombrar este sistema de destrucción de almas como lo que es, argumenta, es el requisito previo para una estrategia de contraataque efectiva, ya que su “normalización nos aboca a cantar sobre nuestras cadenas”. No es una tarea fácil, ya que el poder ideológico ejercido por las Big Tech —con sus think tanks, lobistas, conferencias tecnológicas— es inmenso.

Sin embargo, los debates actuales sobre políticas no logran comprender la dimensión sistémica del problema. ¿Importa si nuestro comportamiento es modificado por diez o dos “capitalistas de la vigilancia”? Insistir en “el cifrado avanzado, el anonimato mejorado de los datos, o la propiedad de estos” es erróneo, argumenta Zuboff, ya que “tales estrategias solo reconocen la inevitabilidad de la vigilancia comercial”.

Ahora bien, Zuboff propone algunas intervenciones, aunque repitiendo la demanda de su libro anterior de un derecho al refugio e insistiendo en el derecho al “tiempo futuro”. En Europa, el derecho al olvido —que permite a los usuarios solicitar que cierta información obsoleta o errónea desaparezca de los resultados de búsqueda— se mueve en esa dirección.

Aunque Zuboff también espera que un nuevo movimiento social promueva instituciones democráticas más fuertes y garantice que la experiencia humana no se reduzca a un “mercancía ficticia” —de manera muy parecido a los tempranos “movimientos dobles”, descritos por Karl Polanyi en La Gran Transformación, que desafiaron la mercantilización del trabajo, la tierra y el dinero—. Los capitalistas ilustrados, como Apple, se encargarían de hacer el resto.

IV. Más que pasar lista a las víctimas del capitalismo de vigilancia, el nuevo libro de Zuboff busca descifrar su significado histórico de una manera más amplia. En una sola frase: “Google inventó y perfeccionó el capitalismo de vigilancia de la misma manera que hace un siglo General Motors inventó y perfeccionó el capitalismo gerencial”. Esta frase no trata de sugerir que lo que es bueno para Google también es bueno para América —a pesar de que esa propuesta hubiera generado un amplio consenso entre muchas personas designadas por el gobierno de Obama—.

Más bien, Zuboff sostiene que el capitalismo de vigilancia no es el mismo capitalismo de siempre pero con una mayor vigilancia; más bien, es un nuevo “orden económico,” una “forma de mercado,” una “lógica de acumulación.”

Para comprender el funcionamiento interno de este nuevo régimen, también debemos entender el del que lo precedió. Alfred Chandler, el bardo de Harvard del “capitalismo gerencial”, fue un interlocutor importante y frecuente en el temprano trabajo de Zuboff. Si bien apenas le otorga una mención en su último libro, su marco, que plantea una ruptura entre el capitalismo empresarial y su sucesor basado en la vigilancia, es inequívocamente chandleriano.

Profesor de historia de los negocios, Chandel sostuvo que, a partir de mediados del siglo diecinueve, la “mano invisible” del mercado, entonces compuesta por empresas pequeñas y predominantemente de gestión familiar, estaba siendo dominada cada vez más por la “mano visible” de profesionales y gerentes contratados que trabajaban para grandes corporaciones.

Chandler se mostró muy interesado en esta transformación: una coordinación administrativa desde arriba en el interior de la enormemente expandida corporación moderna redujo drásticamente los costos de coordinación, lo que permitió el tipo de actividad económica que era difícil de lograr en un mercado caótico de pequeños productores que en su mayoría tenían que negociar entre sí.

La narrativa de Chandler contenía un poder explicativo de enorme amplitud. Sostuvo que, desde de la década de 1850 en adelante, las compañías presentes en industrias intensivas en capital aprovecharon el poder del rápido desarrollo de las tecnologías de transporte y comunicación para aumentar drásticamente la escala de sus operaciones.

La revolución tecnológica les permitió acceder a mercados nuevos y cada vez más homogéneos, asegurar un suministro mayor y continuo de materias primas, así como automatizar parte del proceso de producción. Esta mayor escala, a su vez, condujo a dramáticas reducciones en los costos, lo que dio lugar a precios más bajos, en buena medida para el deleite de las nuevas generaciones de consumidores.

Una expansión corporativa tal requirió de una administración cuidadosa y activa, especialmente a medida que quedaba claro que muchas funciones antaño externas a la empresa —desde la distribución hasta la comercialización, una vez que estaban a cargo de proveedores independientes de servicios de nicho— se podrían realizar de manera más efectiva y segura si se llevaban a cabo en el interior de la empresa bajo un proceso conocido como “integración vertical”. Los propietarios capitalistas, si esperaban continuar en el juego, no tenían otra opción que contratar ayuda externa.

Así nació la clase gerencial de EEUU. El supuesto de su funcionamiento fue, desde el principio, simple pero poderoso: lograr una mayor eficiencia significaba hacerse más grande. Aquellos incómodos marxistas, siempre aferrados a algo llamado “capitalismo monopolista”, simplemente no habían conocido nunca al tipo de líderes encantadores y concienzudos que pasaban por las clases de estrategia de Chandler en la Escuela de Negocios de Harvard. El poder de mercado de estos era una ganancia para la sociedad. Mientras Marx, afirma que la clase obrera representaba los intereses universales de la humanidad, para Chandler era la clase gerencial.

Chandler fue alumno del gran sociólogo estadounidense Talcott Parsons, quien promovió el enfoque funcionalista en la sociología. De acuerdo a sus presunciones, los sistemas sociales tenían ciertas necesidades, y su cumplimiento —asumido por las diversas partes constituyentes— era parte integral del funcionamiento continuo de dicho sistemas.

A medida que se produce un cambio histórico más amplio, las necesidades de los sistemas sociales también cambian —y también lo hacen las funciones y operaciones de sus partes constituyentes—. Así es que comienza un proceso de adaptación. Los historiadores que trabajan dentro del marco parsoniano suelen estudiar este proceso registrando los muchos éxitos o fracasos de la adaptación en el contexto de un entorno externo cambiante.

Como buen parsoniano, Chandler hizo precisamente eso al postular que el capitalismo gerencial —la respuesta evolutiva correcta al entorno cambiante de mediados del siglo diecinueve— emergió cuando las empresas siguieron los imperativos del cambio tecnológico. Lo hicieron redefiniendo la frontera entre el mercado y la empresa (a través de la integración vertical) e inventando nuevas estructuras organizativas (como la empresa multidivisional) con el objetivo de alcanzar una mayor eficacia.

En el caso estadounidense, esta adaptación sólo tuvo lugar en las empresas que pudieron lograr lo que Chandler denominó “economías de velocidad”. Estas empresas podrían hacer un mejor uso de la capacidad de producción existente simplemente asegurando un suministro continuo de materias primas y una distribución más rápida de productos finales. Los mercados eran menos eficaces en estas dos tareas; por lo tanto, estas funciones debían ser incorporadas internamente —es decir, bajo el control de los gerentes

Sin embargo, como Chandler descubrió, otros países desarrollaron sus propias formas de capitalismo gerencial, las cuales no requerían de “economías de velocidad”. Su teoría se expandió al marco convencional de las “economías de escala” y “alcance” (donde, por ejemplo, una empresa podía hacer un mejor uso de sus “capacidades organizativas” existentes expandiendo constantemente su línea de productos). Las empresas que explotaron por completo estas economías obtuvieron las ventajas de ser las primeras y dominaron sus industrias, lo que, según Chandler, impulsó la eficiencia y la innovación general.

Es importante comprender el vector general presente en el argumento de Chandler antes de regresar al de Zuboff. Chandler comienza dirigiendo su atención hacia lo que parece ser un fenómeno innegable: la existencia de grandes empresas comerciales con estructuras organizativas similares —la sustancia del “capitalismo gerencial”—. Se presume que esta disposición social es más eficiente que aquella que la precedió —el capitalismo familiar—. Esta efectividad, a su vez, se puede explicar por el importante tamaño de las empresas estudiadas, mientras que el tamaño en sí mismo se explica por la capacidad de los gerentes para coordinar las cosas mejor que los mercados.

Vistiéndose con el manto de historiador, el teórico empresarial chandleriano se adentra en los archivos a fin de ilustrar el modelo analítico elaborado en otros lugares. Pero la historia empresarial escrita de esta forma es en realidad una sociología funcionalista disfrazada —y de una forma un tanto vulgar—. Emplea vastas cantidades de evidencia histórica simplemente para encontrar pruebas de la validez de los modelos analíticos preseleccionados y nunca cuestionados, agrupando estos bajo rúbricas como la de capitalismo gerencial.

Más que historia, esto es una expedición de pesca [intento por descubrir evidencias allí donde pudiera haberlas]. ¿Qué otra cosa podrías ser cuando no se permite que ninguna evidencia histórica socave el mecanismo causal original detrás del modelo analítico —el que postula que el cambio es impulsado por la adaptación y la evolución, no por las luchas de poder y la revolución—?

Como resultado de esta desventaja analítica autoimpuesta, las relaciones de poder casi siempre desaparecen de vista. El escalofriante empuje formalista en la versión de Chandler-Parsons de la historia nos lleva a una especie de extraña democracia, una en la que todos se ven obligados a adaptarse y no surge ningún esfuerzo colectivo organizado para conseguir que algunos actores históricos se adapten más o mejor que otros.

La historia de los negocios chandlerianos es solo historia en la medida en que se basa en datos históricos para probar lo que postula, a saber, que el capitalismo gerencial está impulsado por los imperativos del capitalismo gerencial y que sobrevive quien los comprende y se adapta a ellos. Por supuesto, podemos encontrar muchas evidencias históricas para ilustrar esta tesis.

Sin embargo, si las grandes empresas y sus gerentes no se ven arrastrados al marco del capitalismo gerencial desde el principio, entonces podríamos descubrir muchas otras narraciones históricas y modelos analíticos para explicar su existencia. Los historiadores habitúan a probar estos modelos entre sí y se conforman con el que explica más con menos. Pero los chandlerianos generalmente omiten este paso —una omisión crucial que a menudo se vuelve invisible a medida que colocan una sarta de datos, gráficos, tablas y definiciones para describir el funcionamiento interno del único régimen que han elegido analizar—.

V. El método de Zuboff, tanto en su último libro como en los dos que lo precedieron, es chandleriano hasta la médula. El capitalismo de vigilancia, al igual que su antecesor, el capitalismo gerencial, tiene imperativos que los exitosos capitalistas de la vigilancia deben seguir. Estos son: extraer datos y predecir el comportamiento. Aquellos que lo hacen correctamente —Google y Facebook— aprovechan las economías de escala (extraen la mayor cantidad de datos posible), el alcance (los obtienen de diversas fuentes) y la acción (producen los resultados deseados, como hacer que los usuarios hagan clic en un anuncio o se sometan a rastreadores cuando hacen fitness). Gran parte de The Age of Surveillance Capitalism está dedicado a explorar detalladamente estos imperativos y economías. Zuboff elabora sus dinámicas con gráficos reveladores y modelos lúcidos que muestran cómo se desarrollan las estrategias de estas empresas.

La explicación histórica que ofrece Zuboff al surgimiento y la consolidación del capitalismo de vigilancia también es de espíritu chandleriano. Al igual que las compañías del siglo diecinueve se enfrentaron a la elección entre el capitalismo familiar y el capitalismo gerencial, la “civilización de la información” de principios del siglo veintiuno se enfrentó a una elección entre el capitalismo orientado a la ayuda y el capitalismo de vigilancia. Este último ha triunfado debido a las afinidades selectivas entre los imperativos de los capitalistas de vigilancia, las necesidades de información del Pentágono posteriores al 11 de septiembre y al entorno propiciado por la desregulación neoliberal. Los partidarios del capitalismo de ayuda ,mientras tanto, no fueron capaces de iniciar una lucha política para fundamentar su régimen en instituciones políticas y sociales.

La novedosa elección surgida entre el capitalismo de ayuda y el capitalismo de vigilancia no fue producto del cambio tecnológico o de la competencia empresarial. En cambio, argumenta Zuboff, surgió de las necesidades cambiantes de los consumidores. Apoyándose en el trabajo de Joseph Schumpeter, otro de los mentores de Chandler, propone colocar al consumidor en el lugar de los cambios históricos: las cambiantes necesidades de los consumidores desencadenan nuevas estrategias de adaptación entre las empresas. Sin embargo, tales estrategias sólo serán sostenibles —convirtiéndose en una nueva forma de mercado— si se encuentran respaldadas por nuevas leyes e instituciones.

Paradójicamente, esta presión para institucionalizar nuevas formas de mercado no siempre ha procedido de los consumidores; más bien, de los “movimientos dobles” de aquellos afectados negativamente por el proceso de adaptación. (Son los trabajadores quienes tradicionalmente han estado en la vanguardia de tales luchas).

Sin embargo, esta paradoja es resuelta fácilmente dando por hecho que los intereses de los consumidores están siempre alineados con los de aquellos trabajadores que trabajan en fábricas grandes que propulsan la eficiencia; estos últimos crean productos de consumo más baratos que también son consumidos por estos mismos trabajadores. Zuboff respalda plenamente la conclusión de Schumpeter de que “el proceso capitalista, no por coincidencia sino por su mecanismo, aumenta progresivamente el nivel de vida de las masas”. Marx se resiente una vez más: los gerentes ya no representan los intereses universales de la humanidad, ahora estos tiene que ceder su rol a los consumidores.

Curiosamente, Zuboff no acepta la predicción de Schumpeter por la cual la combinación de la industria a gran escala chandleriana y la democracia de masas provocarán el colapso del capitalismo debido a que el espíritu empresarial se verá dominado por la burocracia excesiva y las demandas constantes de un mayor bienestar social. Más bien, ella ve los diversos tipos de emancipación social logrados por los movimientos dobles como una fuerza estabilizadora que permitirá a cada nueva forma de mercado, preñada de potencial revolucionario, cumplir sus promesas iniciales.

De hecho, ella sostiene que esto es lo que sucedió exactamente con el capitalismo gerencial. Ese régimen se basaba en las reciprocidades mutuas entre los capitalistas y la sociedad: los trabajadores recibían salarios decentes, cerraban la boca y a cambio obtenían productos relativamente baratos. Sin embargo, ese régimen no estaba escrito en una piedra y Zuboff creía en la posibilidad de cambio y mejora dentro del capitalismo, siempre y cuando estuviera guiado por las necesidades de los consumidores.

¿Por qué renegociar algo que ha sido tan eficaz? Según Zuboff, el secreto más oscuro detrás del capitalismo gerencial era su uso agresivo del marketing. Los dioses de las ventas y la mercadotecnia hicieron productos estandarizados, como el Modelo T de Ford, atrayendo a los consumidores, quienes tenían que estandarizarse a sí mismos. Pero la revolución de la información desencadenada en la década de 1990 presagió el fin de dicha estandarización forzosa, especialmente cuando los consumidores emancipados posteriores a 1968 se volvieron más sofisticados y exigieron nuevas experiencias.

La decepción de Zuboff respecto al capitalismo de vigilancia procede de la esperanza depositando anteriormente en un régimen que sucediera iba a mejorar el capitalismo gerencial. Su libro publicado en 2002, The Support Economy, escrito con su esposo James Maxmin, se asentaba sobre el argumento de que un orden económico emergente muy diferente, el “capitalismo distribuido”, sería justamente ese sucesor. Y los rápidos cambios en la tecnología de la información lo hacían aún más inminente.

En tanto que el ferrocarril nos trajo la “sociedad totalmente administrada” de Adorno, la red web nos daría una economía que respalda, no administra. Esta podría incluso resucitar federaciones de empresas similares a gremios, a los cuales Chandler había condenado al basurero de la historia, cuyas funciones fueron superadas por corporaciones centralizadas y verticalmente integradas.

El futuro del capitalismo distribuido auguraba la desintegración vertical: las empresas ya no ejecutarían sus propios sistemas de contabilidad, nómina o logística, sino que simplemente los agruparían en una única plataforma web compartida y accesible a todos los miembros de la federación. La desintegración vertical también significaba que los conflictos acerca del conocimiento que se avecinaban en el primer libro de Zuboff se desvanecerían pronto: las grandes empresas centralizadas que dieron lugar a tales conflictos se disolverían gradualmente, transformándose en entidades delgadas y horizontales desprovistas de la clase gerencial, siempre hambrienta de poder.

La mayoría de las empresas, argumentaban Zuboff y Maxmin, aún pensaban en los términos obsoletos de la producción en masa; utilizaban la tecnología de la información para secuestrar la autonomía de sus clientes y tratarlos con condescendencia.

En cambio, estas empresas debían adoptar el “capitalismo distribuido” y cultivar consumidores sofisticados y multidimensionales. Esto era de gran interés para la compañía, pues las acercaba a donde estaba el valor. Bajo el capitalismo gerencial, el valor era producido en en el “espacio de organización” de la empresa; bajo el capitalismo distribuido se encontraba afuera, en el “espacio individual.” La tarea de la empresa era capturarlo:

Una vez que se considera que el valor reside en los individuos, todo cambia. Las empresas ya no “crean” valor; sólo pueden esforzarse para darse cuenta del valor que ya existe en el espacio individual. De esta manera, el capitalismo distribuido expande aún más el concepto de propiedad. No solo se dispersa la propiedad de las participaciones, sino que el valor mismo se dispersa.

Los individuos “poseen” las fuentes de valor, ya que todo el valor se origina en sus necesidades y todo el efectivo procede del cumplimiento de esas necesidades… Como los orígenes del valor y la fuente de todo flujo de caja, los individuos ya no pueden ser descritos como “consumidores” anónimos colocados en el extremo más alejado de la cadena de valor, devorando el valor creado por los gerentes y cubierto por los accionistas. En cambio, son partes interesadas importantes en las nuevas estructuras colaborativas, pues se encuentran alineadas con los requisitos de la realización del valor que tiene esta relación.

Traducido al lenguaje de hoy, la premisa central de The Support Economy era que las empresas inteligentes deberían aprovechar la oportunidad de ofrecer “LaaS”: “Life as a Service” [La vida como servicio]. Esta era una respuesta racional a los individuos modernos que abrían sus talonarios de cheques y pasaban sus tarjetas de crédito, no porque hayan sido engañados por los imperativos de la producción en masa, sino porque, alentados por el aparato de apoyo de los capitalistas ilustrados, finalmente “fueron pioneros en abrazar las experiencias de consumo con la esperanza de encontrar lo que buscan”.

“Quienes hoy en día sueñan con la libre determinación psicológica”, argumentaban Zuboff y Maxmin, “quieren comprar algo que nunca ha estado a la venta” —el apoyo al ingenio y el sustento de una vida única—. Las virtudes del capitalismo distribuido y su superioridad sobre el capitalismo gerencial eran bastante claros: “Una vez ha dejado de ser una abstracción anónima, el individuo como creador de todo valor y fuente de todo efectivo disfruta de oportunidades estructurales para expresar su voz y participar en el gobierno”.

Sirviéndose de esa misma retórica contracultural del poder individual y la libre determinación, una compañía ganó miles de millones de dólares exhortándonos a todos a “pensar de forma diferente” —preferiblemente mientras pagábamos por sus caros productos. En su famoso anuncio de 1984, Apple hizo todo lo posible para convencer al público de que sus productos eran las armas más efectivas en la rebelión mundial contra la rigidez de la sociedad de masas. Zuboff cree que su marketing era auténtico y que existía algo genuinamente real en la propuesta de Apple de lanzar una nueva modernidad. Ya en The Support Economy, ella se mostraba ansiosa por “una Federación Apple”, la cual podría “atraer a personas y grupos interesados por su estilo tan inteligente como extravagante y sus valores potenciadores de la creatividad procedentes de la alta tecnología”.

Semejante Apple-philia también impregna su último libro. Una vez la compañía hubo cumplido su promesa, escribe Zuboff, “fue llamado a compadecer un capitalismo propio de la tercera modernidad que estaba guiado por las aspiraciones de libre determinación de los individuos autóctonos del entorno digital”. Lamentablemente, no surgió ningún Apple-ismo correspondiente al Fordismo de Ford —la verdadera tragedia de los años 2000—. En cambio, el modelo de Google ganó; al capitalismo gerencial le siguió el capitalismo de vigilancia, no el capitalismo distribuido.

VI. Las presuposiciones de fondo presentes en el argumento de Zuboff ahora se muestran de manera más explícita: el “capitalismo gerencial”, cimentado por un pacto social entre los capitalistas y la sociedad, fue útil en un momento determinado, pero a principios de la década de los 2000 llegó el momento de probar algo nuevo.

El capitalismo distribuido —re-imaginado como capitalismo “orientado a la ayuda” en su último libro— fue su heredero natural. Apple podría haber encabezado un nuevo pacto social, pero fracasó en dicha misión. Como contrapartida, Google se benefició de las preocupaciones en torno a los datos posteriores al 11 de septiembre al tiempo que décadas de victoriosas políticas de firma neoliberal facilitó evitar cualquier regulación. Dado que el capitalismo de vigilancia triunfo sobre el tipo “orientado a la ayuda”, un doble movimiento debiera surgir para crear las condiciones institucionales que permitirían al Apple-ismo llenar los espacios políticos y económicos desocupados por el Fordismo.

Antes de evaluar la validez y la importancia de estos argumentos es importante recordar cuánto le deben al armazón teórico chandleriano. La narrativa de Zuboff se sostiene porque puede postular la existencia de tres regímenes diferentes, cada uno con su propio conjunto de imperativos y economías diferentes. Estos regímenes describen las operaciones de grandes actores económicos: General Motors y Ford, en el caso del capitalismo gerencial; Google y Facebook, si hablamos del capitalismo de vigilancia; y Apple o las primeras pruebas de Amazon Alexa en el contexto del capitalismo orientado a la ayuda.

Por sí mismas, sin embargo, estas descripciones tienen poco peso, ya que podemos encontrar muchas formas alternativas de trocear la realidad económica y política. Enfoques alternativos semejantes podrían invocar diferentes conjuntos de imperativos, y aún así ofrecer mejores explicaciones de los motivos que impulsan a estos mismos actores económicos.

El marco chandleriano, basado en explicaciones funcionalistas, rara vez admite la existencia de narrativas alternativas. Su fuerte poder explicativo se deriva en parte de su postura autoimpuesta de funcionalismo omnisciente; a menudo, los chandlerianos no se molestan en introducir ningún tipo de explicaciones alternativas, aunque solo sea para descartarlas por ser inexactas. Como resultado, los tipos de preguntas relevantes que normalmente configuran la elección de esquemas explicativos —¿el marco analítico elegido explica la realidad mejor que las alternativas?, ¿tiene este el suficiente poder predictivo? — rara vez son formuladas.

Por lo tanto, los lectores de 'The Age of Surveillance Capitalism' buscarán, aunque en vano, la opinión de Zuboff sobre el “capitalismo de plataforma,” el “capitalismo cognitivo” o el “biocapitalismo” —algunas de las formas alternativas y sólidas de encuadrar el mismo conjunto histórico y cultural de problemas políticos.

Que estos otros esquemas rivales no expliquen el “capitalismo de vigilancia” como lo define Zuboff es obvio; el hecho de que no describan los mismos fenómenos que ella agrupa bajo esa etiqueta no es para nada obvio. Y aún así, el debate de Zuboff sobre explicaciones alternativas a la suya nunca llega. Tal vez, setecientas páginas no eran suficientes.

Un problema que también afectaba a sus libros anteriores. The Support Economy no hace mención alguna a los largos debates sobre el postfordismo (un término que nunca aparece como tal en el libro). De una manera similar, en In the Age of the Smart Machine se ignoran las críticas a la automatización, así como las numerosas sugerencias para utilizar la tecnología de la información de una manera más humana y no automatizada —sugerencias que, para entonces, ya habían sido elevadas por la ahora olvidada disciplina de la cibernética de gestión—. Zuboff trabaja de una manera muy diferente: bosqueja lo que cree que es un fenómeno único describiéndolo en profundidad, pero sin construir puentes (aunque solo sea para quemarlos) con las ideas alternativas sobre ese mismo fenómeno.

¿Necesita el mundo una nueva Chandler para comprender la transformación del capitalismo en la era digital? Si es así, Zuboff es la aspirante principal a ese cargo. Ahora bien, las grandes corrientes del cambio histórico nos indican claramente que necesitamos menos Chandler, no más. El marco chandleriano, a pesar de todas sus ideas analíticas, muestra una ceguera crónica sobre las relaciones de poder —un resultado de su innata falta de curiosidad por las explicaciones no funcionalistas—.

Por lo tanto, esto limita las posibilidades de que los chandlerianos detecten los imperativos a menudo tácitos pero inevitables que impone el sistema capitalista. Como resultado, todas estas teorías —“capitalismo gerencial”, “capitalismo orientado a la ayuda”, “capitalismo de vigilancia” — tienen mucho que decir sobre los adjetivos empleados para clasificarlas, pero guardan silencio sobre los asuntos del capitalismo en sí y generalmente lo reducen a algo relativamente banal, como el hecho de que existen mercados, productos y pactos sociales ocasionales entre los capitalistas y el resto de la sociedad.

El marco chandleriano, a pesar de todas sus ideas analíticas, muestra una ceguera crónica sobre las relaciones de poder y esto limita las posibilidades de que detecten los imperativos a menudo tácitos pero inevitables que impone el sistema capitalista

La recepción de la obra de Chandler es un buen ejemplo a destacar. Para sus críticos, el relato de Chandler sobre el capitalismo gerencial era solo un cuento de hadas bien elaborado, uno que permitió a las élites estadounidenses legitimar sus normas mediante mitos que rivalizan con los que ahora brotan de Silicon Valley. Chandler elogió a los cuadros gerenciales de EEUU, los presuntos campeones de la eficiencia, por servir, no los intereses del capital, sino a los de la sociedad. Zuboff ha comprado muchos de estos cuentos de Chandler, refutando solo la durabilidad del capitalismo gerencial ante el cambio tecnológico, sus estragos en el mundo oculto de los consumidores y su cultura organizacional jerárquica y altamente sexista.

Quienes criticaron a Chandler lo acusaron del delito metodológico de revertir la causalidad de la explicación histórica. Ciertamente, lo que impulsó la expansión de la industria estadounidense fue la búsqueda de ganancias y poder, no una búsqueda de eficiencia; esto último, donde surgiera, fue un subproducto de lo primero.

Centradas en la rentabilidad a largo plazo, las empresas intentaron incrementar su participación en el mercado mediante prácticas anticompetitivas, como devoluciones, sobornos y contratos exclusivos. Los bajos precios no se lograron, o no principalmente, a través de la eficacia , sino también mediante la externalización de los costos de producción en la sociedad (por ejemplo, la contaminación), la supresión de los derechos laborales y la obstrucción de modelos alternativos y no comerciales de organización social.

Estas nuevas actividades, en ocasiones subversivas, requirieron de una nueva clase gerencial. Sin embargo, el cabildeo, el sabotaje y el activismo contra los trabajadores fuera de la empresa importaban tanto como lo hacía la administración inteligente dentro de esta.

Tales acciones apenas fueron impulsadas por consideraciones de eficiencia, incluso cuando lograron incrementar el tamaño de las empresas. Muchas de las fusiones horizontales celebradas por Chandler fueron, también, impulsadas únicamente por la necesidad de consolidar el poder, o simplemente sobrevivir; en realidad, a menudo redujeron la eficiencia. Los grandes negocios deben ser evaluados no solo en términos de las eficiencias producidas, sino también en términos de las eficiencias que bloquean.

Para los críticos, la pregunta principal no era si las manos que coordinaban la sociedad eran visibles (à la Chandler) o invisibles (à la Adam Smith) sino, más bien, si estaban sucias. Y, en su mayor parte, lo estaban —especialmente cuando se trataba de obtener un suministro continuo de materias primas del exterior—.

En ese contexto, las odas de Chandler al capitalismo gerencial fueron solo la otra cara de las teorías sobre el subdesarrollo promovidas por los economistas críticos de América Latina: el buen funcionamiento del capitalismo gerencial estadounidense se produjo en detrimento de muchas economías extranjeras, quienes fueron altamente disfuncionales y tardaron en desarrollarse. Dichas economías se habían convertido en meros apéndices del sistema de producción estadounidense y fueron incapaces de desarrollar su propia industria.

El desacuerdo más importante emerge entonces en relación a quién “construyó” el capitalismo gerencial. Para Chandler, el impulso exógeno del desarrollo tecnológico y los imperativos de la sociedad de masas. Para sus críticos, quienes preferían términos como “liberalismo corporativo”, fueron los capitalistas, quienes al encontrar aliados en el aparato del Estado se apropiaron de tecnologías abiertas a distintas finalidades y las emplearon para diseñar su estrechas agendas corporativas. Los gerentes fueron la consecuencia, no la causa, de tales desarrollos.

Dado que Zuboff, al igual que Chandler, no tuvo que lidiar con estas críticas, en su anterior trabajo pudo darse el lujo de adentrarse nostálgicamente en las “correspondencias constructivas entre productor-consumidor” del capitalismo gerencial. No le eran ajenas las tesis del “liberalismo corporativo,” pues llegó a citar a Martin Sklar, uno de sus principales defensores, en The Support Economy.

Ahora bien, no hizo uso de tales críticas. En cambio, el capitalismo gerencial continuó siendo para ella un compromiso entre consumidores, trabajadores y productores donde todos ganan; uno cimentado mediante instituciones democráticas, pero, desafortunadamente, carente de oportunidades para la autorrealización individual

De manera contraria, una explicación completa de los métodos y costes del capitalismo gerencial debe mirar más allá del eje consumidor-productor-trabajador. ¿Qué significaba para las relaciones de raza, la estructura familiar, el medio ambiente o el resto del mundo? ¿Qué ocurre con la libre determinación de las personas fuera del mercado? ¿No debería evaluarse el supuesto régimen que lo sucedió, ya sea enraizado en la defensa o la vigilancia, en una escala mucho mayor que contemple sus costos potenciales?

Sin embargo, estas consideraciones adicionales nunca entran en escena, ya que el tono general funcionalista del argumento dicta los criterios bajo los que debe evaluarse el atractivo del nuevo régimen.

VII. Es bastante más sencillo familiarizarse con las paradojas presentes en el pensamiento de Zuboff considerándola una homóloga estadounidense del marxismo autónomo italiano. Si Toni Negri enseñara en la Escuela de Negocios de Harvard, probablemente sonaría como Shoshana Zuboff. Al estudiar las ruinas de la sociedad industrial a fines de la década de 1970, los italianos — conocidos por el trabajo de Negri, pero con otros muchos pensadores interesantes— llegaron a conclusiones muy similares a las suyas.

Al igual que Zuboff, entendieron la tecnología de la información como una fuerza potencialmente liberadora que podría ayudar a desatar las habilidades cognitivas y comunicativas de los trabajadores después del largo período de supresión al que se expusieron bajo el régimen físico-laboral del taylorismo.

Del mismo modo en que el estandarizado consumidor de masas de Zuboff fue reemplazado por el idiosincrásico consumidor individual que crea valor fuera de la fábrica, también al “trabajador de masas” taylorizado del autonomismo le ocurrió lo propio con el “trabajador social”.

Esta figura de nueva creación también creaba valor fuera de la empresa, pero bajo lo que los autonomistas denominaron la “fábrica social”. Esta suposición aparentemente inocua desafió las teorías ortodoxas de izquierda que reducían la clase trabajadora a los obreros de la fábrica mientras ignoraban el inmenso esfuerzo que tenía lugar en los márgenes invisibles de la fábrica social —por ejemplo, el trabajo doméstico de las mujeres—, esencial para asegurar que la producción continuara.

Cuando los trabajadores asalariados comenzaron a rebelarse en 1970, los capitalistas fueron expulsados de las fábricas. No sufrieron mucho, pues pronto aprendieron a apropiarse del valor escondido en los márgenes de la “fábrica social” mercantilizando muchas de las actividades que anteriormente eran provistas por el estado de bienestar o mediante acuerdos informales. Así se produjo el nacimiento de la “economía de servicios”.

Cuando los capitalistas fueron expulsados de las fábricas aprendieron a apropiarse del valor escondido en los márgenes de la “fábrica social” mercantilizando muchas de las actividades que anteriormente eran provistas por el estado de bienestar o mediante acuerdos informales

Pero aquí los programas normativos divergen. Anteriormente, Zuboff esperaba que los más ilustrados entre aquellos capitalistas pudieran marcar el inicio de la siguiente etapa humana —aquella de la “economía del apoyo”—. Los autonomistas, por entonces marginados o exiliados tras décadas de tumultos, vieron la extracción de valor de la fábrica social como otra forma de renta: un impuesto innecesario sobre la actividad social de la autónoma y desobediente “multitud,” su sujeto político colectivo preferido.

Tuvieron algunos otros problemas. Dado que el trabajo era cada vez más colaborativo e intangible, ya no era posible pagar a los trabajadores —y mucho menos a los que se encontraban en los márgenes de la fábrica social que rara vez recibían compensación alguna— por su contribución individual y fácilmente visible a la producción. Para restablecer la justicia, los autonomistas italianos demandaron rentas básicas universales (RBU).

No postularon los mismos imperativos que Zuboff, pero la suposición de la que partía su teoría era tan funcionalista como la de Chandler o Parsons: lo que impulsaba al capitalismo no era tanto su necesidad de expandirse, sino la capacidad del trabajo para colocarse un paso por delante del capital, amenazando su dominio con cada movimiento. Donde Zuboff presuponía que los consumidores desean y los capitalistas se adaptan, los autonomistas sostuvieron que los trabajadores avanzan y los capitalistas se adaptan —generalmente retrocediendo—.

Esta explicación de las cosas tenía un gran poder retórico, pero fue de poca ayuda a la hora de trazar estrategias políticas: entender el período comprendido entre 1970 y 2010 como un retroceso del capitalismo desorganizado a manos de una multitud bien organizada requiere de mucha imaginación creativa. Los autonomistas tenían una gran tesis, con imperativos y demás, y recurrieron a la historia y a los acontecimientos de actualidad para encontrar pruebas suficientes que la demostrara.
Pero, como en el caso de los funcionalistas chandlerianos, su forcejeo con explicaciones alternativas a menudo dejaba mucho que desear.

A medida que las fábricas comenzaron a cerrar y a trasladarse al Este, los italianos también cambiaron de enfoque. Tras cierto tiempo produjeron la teoría del “capitalismo cognitivo,” que predicaba la emancipación inminente de los trabajadores cognitivos e inmateriales de las ariscas y viejas cadenas del taylorismo. Ya no existía ningún puerto seguro hacia el que los capitalistas pudieran retirarse: la digitalización de todo significaba que la multitud había ganado la guerra. Y, como los residentes de la fábrica social estaban esperando sus reparaciones, ¿por qué no abogar por medidas de transición como un ingreso básico universal?

En su segundo libro, Zuboff también parecía haber perdido todo interés en la producción. Aunque dedicó largas páginas al poder de las federaciones de empresa, The Support Economy hacía invisible la producción. ¿Significaba una admisión tácita de que la ambigüedad presente en su primer libro se había resuelto, y no a favor de los trabajadores? Quizás. Ni el trabajo de oficina ni la producción industrial habían adoptado la “informatización”. Los trabajadores de otros sectores pronto se vieron atrapados en los nuevos templos del “poder panóptico,” como los almacenes de Amazon.

A los trabajadores de oficina no les fue mucho mejor, encadenados digitalmente algunos de ellos a “escritorios inteligentes” que monitorizaban cada uno de sus movimientos. La Industria 4.0 de Alemania —la iniciativa de producción digitalizada más avanzada del mundo— es la culminación del Taylorismo, no de la democracia en el lugar de trabajo.

Con la producción fuera de la imagen, la cambiante naturaleza del consumo fue la encargada de justificar el optimismo inicial de los numerosos profetas de la sociedad postindustrial. Es posible que nuestra vida laboral no haya desembocado en un aumento del empoderamiento, pero quizás podamos recuperar cierta dignidad a través del “consumo individual”, uno de los conceptos clave en The Support Economy. No era necesario encontrarse en la Escuela de Negocios de Harvard para apreciar estos cambios.

De hecho, muchos en la izquierda se subieron al carro. Marxism Today, una publicación teórica ahora extinta del Partido Comunista de Gran Bretaña, fue el más exuberante de todos abriendo finalmente el camino hacia la “Tercera Vía” de Tony Blair y profesando el compasivo neoliberalismo anti-thatcherista y el comunitarianismo amable amigo del consumismo.

Con la producción fuera de la imagen, la cambiante naturaleza del consumo fue la encargada de justificar el optimismo inicial de los numerosos profetas de la sociedad postindustrial. Los italianos no llegaron tan lejos, pero ampliaron el concepto de la fábrica social para incluir el consumo: en su esquema, los consumidores eran en realidad “prosumidores” comprometidos con el “trabajo inmaterial” por ejemplo, produciendo involuntariamente el valor intangible de las marcas.

Sin embargo, el “prosumo” no fue la única función social asignada a los miembros de la “multitud”; mucho menos algo que celebrar. Diagnosticar el prosumo como una fuente de extracción de valor no era respaldarlo, sino argumentar que las formas estándar de contabilizar el valor, incluidas las predilectas de muchos marxistas ortodoxos, eran inadecuadas.

Aquí afloran una vez más las diferencias normativas. Para Zuboff, una profesora de negocios, una reorientación de la ética corporativa era lo correcto; el desdén propio de la producción en masa debía ser reemplazado por el apoyo y la defensa de los propios intereses de los consumidores. Los emancipados consumidores pagarían para satisfacer sus necesidades mientras los capitalistas ilustrados ajustan sus modelos de negocios en consecuencia: no existían alusiones al conflicto social porque, en la teoría de Zuboff, el “prosumo” y sus equivalentes (The Support Economy nunca usa ese término) es lo que los consumidores quisieron en todo momento.

Los italianos se mostraron en desacuerdo e insistieron en buscar formas de redistribuir parte del valor hacia aquellos que trabajaban en la fábrica social. Además de una (RBU), querían un mayor bienestar (la condición previa para un desarrollo social sano), pero re-inventándolo como una “Commonwealth” y un modelo administrativo radicalmente democratizado en el que los ciudadanos —no los burócratas— estarían a cargo.

* Evgeny Morozov, investigador marxista bielorruso de las nuevas tecnologías
kritica.info

 

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