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Europa :: 18/07/2019

Viaje por la inflación alemana

Walter Benjamin
El 15 de julio de 1892 nacía en Berlín Walter Benjamin, uno de los críticos más lúcidos de la modernidad. Su marxismo rompió radicalmente con la ideología del progreso

Incorporando elementos de otras tradiciones y del pensamiento libertario. Texto publicado originalmente en 1924.

I. En el legado de frases hechas que revelan a diario la forma de vida del burgués alemán —esa aleación de estupidez y cobardía—, hay una, la de la catástrofe inminente —el «esto no puede seguir así»—, que resulta particularmente memorable. Ese desvalido apego a las ideas de seguridad y propiedad de los últimos decenios, impide al ciudadano medio percibir los mecanismos estabilizadores, altamente novedosos y significativos, sobre los que reposa la situación Como la relativa estabilización de los años anteriores a la guerra le favorecía, se cree obligado a considerar inestable cualquier situación que lo desposea. Pero las situaciones estables no tienen por qué ser, ni ahora ni nunca, situaciones agradables, y ya antes de la guerra había estratos para los que las situaciones de estabilidad no eran sino miseria estabilizada.

La decadencia no es en nada menos estable ni más sorprendente que el progreso. Sólo un cálculo que admitiera reconocer en ella la única ratio de la situación actual, podría, liberándose del enervante asombro ante algo que se repite diariamente, considerar las manifestaciones de la decadencia como lo estable por antonomasia, y únicamente la salvación como algo extraordinario, casi rayano en lo portentoso e incomprensible. Los pueblos de Europa central viven como los habitantes de una ciudad sitiada que empiezan a quedarse sin alimentos ni pólvora, y para los cuales, según todo cálculo humano, apenas cabe esperar salvación. Caso éste en que la rendición, tal vez incondicional, debería ponderarse muy seriamente. Pero el poder mudo e invisible que Europa central siente frente a ella no se sienta a negociar. Así pues, ya sólo queda, en la espera permanente del asalto final, dirigir la mirada hacía lo único que aún puede aportar salvación: lo extraordinario. Pero ese estado de atención extrema y resignada que la situación exige, podría, ya que mantenemos un misterioso contacto con las fuerzas que nos asedian, provocar realmente el milagro. Por el contrario, quienes aún esperan que las cosas no sigan así, acabarán por descubrir algún día que para el sufrimiento, tanto del individuo como de las comunidades, sólo hay un límite más allá del cual ya no pueden seguir: la aniquilación.

II. Una extraña paradoja: al actuar, la gente sólo piensa en su interés privado más mezquino, pero al mismo tiempo su comportamiento está, más que nunca, condicionado por los instintos de Y, más que nunca, éstos vagan a la deriva, ajenos a la vida. Allí donde el oscuro instinto animal — como relatan innumerables anécdotas— encuentra una salida ante el peligro inminente y en apariencia invisible, esta sociedad en la que cada cual sólo tiene en mente su propio y vulgar provecho, sucumbe también como una masa ciega, con torpeza animal, pero sin ese saber torpe de los animales, a cualquier peligro, incluso al más próximo, y la diversidad de los objetivos individuales pierde toda su importancia ante la identidad de las fuerzas condicionantes.

Siempre ha sido evidente que el apego de la sociedad a una vida consuetudinaria, pero perdida hace ya tiempo, es tan rígido que, incluso en caso de extremo peligro, hace fracasar el uso propiamente humano del intelecto; la previsión. Y a tal punto que, en ella, la imagen de la estupidez alcanza su culminación: inseguridad, e incluso perversión de los instintos vitales básicos, e impotencia y hasta deterioro del intelecto. Esta es la disposición anímica de la totalidad de los ciudadanos alemanes.

III. Todas las relaciones humanas de cierta intimidad son iluminadas por una penetrante y casi intolerable evidencia, ante la cual apenas logran mantenerse firmes. Pues al ocupar el dinero de forma devastadora el centro de todos los intereses vitales, por un lado, y constituir justamente, por el otro, la barrera ante la que fracasan casi todas las relaciones humanas, van desapareciendo más y más, tanto en el ámbito de la naturaleza como en el de las costumbres, la confianza espontánea, la calma y la salud.

IV. No en vano suele hablarse de miseria «desnuda». Lo más siniestro de su exhibición, que empezó a ser costumbre bajo la ley de la necesidad y sólo muestra, sin embargo, una milésima parte de lo que oculta, no es la compasión, ni la conciencia —igualmente terrible— de la propia intangibilidad que se abren paso en el observador, sino su vergüenza. Resulta imposible vivir en una gran ciudad alemana en la que el hambre obliga a los más miserables a vivir de los billetes con que los transeúntes intentan cubrir una desnudez que les hiere.

V. «Pobreza no es vileza». Pero ellos sí que envilecen al pobre. Lo hacen y le consuelan con la frasecilla de marras. Es una de aquellas que en otra época pudieron tener validez, pero cuyo plazo ha expirado hace ya tiempo. No otra cosa ocurre con aquel brutal «quien no trabaja, que no coma». Cuando había trabajo y se podía comer, también había pobreza, pero ésta no envilecía al individuo al abatirse sobre él por una mala cosecha o cualquier otra fatalidad. Sí envilece, en cambio, esta indigencia en la que han nacido millones y en cuyas redes van cayendo otros cientos de miles a medida que empobrecen. La suciedad y la miseria crecen a su alrededor como muros construidos por manos invisibles. Y así como el individuo que está solo puede soportar muchas cosas, pero siente una justa vergüenza si su mujer ve cómo las soporta y ha de padecerlas ella misma, así también a ese individuo se le permite aguantar mucho mientras esté solo, y todo, siempre que lo oculte.

Pero nadie deberá hacer nunca sus propias paces con la pobreza, si ésta, cual gigantesca sombra, se abatiera sobre su pueblo y su casa. Tendrá entonces que mantener sus sentidos muy despiertos frente a cualquier humillación que le toque en suerte, y someterlos a una disciplina hasta que sus sufrimientos hayan abierto no ya el abrupto camino de la aflicción, que lleva cuesta abajo, sino el sendero ascendente de la rebeldía. Aunque aquí no cabe esperar nada mientras todos y cada uno de los destinos más terribles y oscuros, discutidos cada día, e incluso cada hora, por la prensa, analizados en todas sus causas y consecuencias ficticias, no ayuden a nadie a descubrir las fuerzas oscuras a las que su vida ha sido esclavizada.

VI. Al extranjero que siga someramente la andadura de la vida alemana e incluso haya recorrido por poco tiempo el país, sus habitantes no le parecerán menos extraños que los de una raza exótica. Un francés perspicaz dijo una vez: «Es rarísimo que un alemán tenga las ideas claras con respecto a sí mismo. Y si alguna vez las tiene, no lo dirá. Y si lo dice, no se hará entender». La guerra ha aumentado esta desoladora distancia, y no sólo por las atrocidades, reales o legendarias, que solían contarse de los alemanes.

Lo que más bien acaba de rematar el grotesco aislamiento de Alemania a los ojos de los demás europeos, lo que en el fondo les hace pensar que tienen que vérselas con hotentotes (como muy acertadamente se ha dicho de los alemanes), es la violencia —de todo punto incomprensible para el que está fuera, y totalmente inconsciente para el prisionero— con que las condiciones de vida, la miseria y la estupidez someten a la gente, en este escenario, a las fuerzas de la comunidad, como sólo la vida de cualquier primitivo se halla condicionada por las leyes de su clan. El más europeo de todos los bienes, esa ironía más o menos conspicua con que la vida del individuo pretende seguir un curso distinto del de la comunidad en que le ha tocado recalar, es algo que los alemanes han perdido totalmente.

VII. La libertad de la conversación se está perdiendo. Así como antes era obvio y natural interesarse por el interlocutor, ese interés se sustituye ahora por preguntas sobre el precio de sus zapatos o de su paraguas. Ineluctablemente, en cada tertulia acaba insinuándose el tema de las condiciones de vida, del dinero. Y no es que se hable tanto de las preocupaciones y padecimientos de cada cual —tema en el que quizá podrían ayudarse unos a otros—, como de la situación en general. Es como estar prisionero en un teatro y tener que seguir, de grado o por fuerza, la obra que se está escenificando; como tener que convertirla constantemente, de grado o por fuerza, en tema de pensamientos y conversaciones.

VIII. Quien no se resiste a percibir el deterioro acaba reivindicando, sin demora, una justificación especial para su permanencia, actividad y participación en este caos. Hay tantas consideraciones sobre el fracaso general como excepciones para la propia esfera de acción, domicilio y La voluntad ciega de salvar el prestigio de la propia existencia, más que de liberarla al menos —mediante una valoración distanciada de su impotencia e intrincamiento— del telón de fondo de la ofuscación general, se va imponiendo casi en todas partes. Por eso está el aire tan cargado de teorías sobre la vida y concepciones del mundo, y por eso éstas parecen aquí, en este país, tan pretenciosas. Pues al final casi siempre sirven para legitimar alguna situación particular, totalmente insignificante. Por eso también está el aire tan cargado de las quimeras y espejismos propios de un futuro cultural que, pese a todo, irrumpiría floreciente de la noche a la mañana: porque cada cual se compromete con las ilusiones ópticas de su punto de vista aislado.

IX. Los hombres que viven apriscados en el redil de este país han perdido la visión para discernir los contornos de la persona humana.
Ante ellos, cualquier espíritu libre parece un ser extravagante. Imaginemos las cadenas montañosas del macizo alpino recortadas no contra el cielo, sino contra los pliegues de un paño oscuro. Sólo confusamente se dibujarían las poderosas formas. Del mismo modo, una pesada cortina ha cubierto el cielo de Alemania y ya ni siquiera vemos el perfil de los más grandes hombres.

X. El calor se está yendo de las Los objetos de uso cotidiano rechazan al hombre suave, pero tenazmente. Y al final éste se ve obligado a realizar día a día una labor descomunal para vencer las resistencias secretas — no sólo las manifiestas— que le oponen esos objetos, cuya frialdad tiene él que compensar con su propio calor para no helarse al tocarlos, y coger sus púas con una destreza infinita para no sangrar al asirlos. Que no espere la menor ayuda de quienes le rodean. Revisores, funcionarios, artesanos y vendedores, todos se sienten representantes de una materia levantisca cuya peligrosidad se empeñan en patentizar mediante su propia rudeza. Y hasta la tierra misma conspira en la degeneración con que las cosas, haciéndose eco del deterioro humano, castigan al hombre. Al igual que ellas, la tierra lo consume, y la eternamente ausente primavera alemana no es más que una de las innumerables manifestaciones similares de la naturaleza alemana, que también se va descomponiendo. En ella se vive como si, contrariando todas las leyes, la presión de esa columna de aire cuyo peso cada cual soporta, empezara, de pronto, a hacerse sentir por estos pagos.

XI. Al despliegue de cualquier movimiento humano, ya provenga de impulsos espirituales o incluso naturales, se opone la desmedida resistencia del La escasez de viviendas y el encarecimiento del transporte se están encargando de aniquilar por completo ese símbolo elemental de la libertad europea que, bajo ciertas formas, le fue dado incluso a la Edad Media: la libertad de cambiar de domicilio. Y si la coacción medieval ataba al hombre a agrupaciones naturales, ahora se halla encadenado a una comunidad antinatural. Pocas cosas fortalecerán tanto la funesta violencia del impulso migratorio y su propagación como el estrangulamiento de la libertad de cambiar de domicilio, y nunca ha sido mayor la desproporción entre la libertad de movimiento y la riqueza de los medios de locomoción.

XII.Con la ciudad ocurre lo mismo que con todas las cosas sometidas a un proceso irresistible de mezcla y contaminación: pierden su expresión esencial y lo ambiguo pasa a ocupar en ellas el lugar de lo auténtico. Las grandes ciudades, cuyo poder incomparablemente apaciguador y estimulante encierra al creador en un recinto de paz, y, junto con la visión del horizonte, también logra quitarle la conciencia de las fuerzas elementales siempre en vela, aparecen penetradas e invadidas por el campo en todas partes. No por el paisaje, sino por aquello que la naturaleza libre tiene de más amargo: la tierra laborable, las carreteras, el cielo nocturno no cubierto ya por el temblor de un velo La inseguridad, incluso de las zonas animadas, sume por completo al habitante de la ciudad en esa situación opaca y absolutamente aterradora en la que, bajo las inclemencias de la llanura desierta, se ve obligado a enfrentarse a los engendros de la arquitectura urbana.

XIII. Cierta noble indiferencia hacia las esferas de la riqueza y la pobreza ha abandonado totalmente las cosas que se Cada una marca con un sello a su propietario, quien no tiene otra elección que presentarse como un pobre diablo o un estraperlista. Pues mientras que el verdadero lujo es de tal índole que el espíritu y la sociabilidad logran penetrarlo y hacer que sea olvidado, lo que aquí se va imponiendo como artículo de lujo ostenta una macicez tan impúdica que cualquier irradiación espiritual se quiebra contra ella.

XIV. Desde los más antiguos usos de los pueblos parece llegar hasta nosotros una especie de amonestación a que evitemos el gesto de la codicia al recibir aquello que tan pródigamente nos otorga la Pues con nada nuestro podemos obsequiar a la madre tierra. De ahí que sea conveniente mostrar un profundo respeto al aceptar sus dones, restituyéndole, antes de apoderarnos de aquello que nos pertenece, una parte de todo lo que continuamente recibimos de ella. Este profundo respeto se manifiesta a través de la antigua costumbre de la libatio. Y quizá fuera esta antiquísima y noble práctica la que se mantuvo, transformada, en la prohibición de rebuscar las espigas olvidadas y recoger las uvas caídas, ya que éstas resultan provechosas para la tierra o los ancestros dispensadores de abundancia. La usanza ateniense prohibía recoger las migajas durante las comidas, porque pertenecían a los héroes. Si algún día la sociedad, impulsada por la necesidad y la avidez, llegase a un grado tal de degeneración que no pudiera recibir los dones de la naturaleza sin recurrir a la depredación, que arrancara los frutos aún verdes para colocarlos ventajosamente en el mercado y tuviera que vaciar cada fuente sólo para hartarse, ese día su tierra se empobrecerá y el campo dará malas cosechas.

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