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Chile :: 14/11/2019

Chile: Misma hora, misma plaza, misma represión

Federico Galende y Luciano Galende
El martes miles de chilenes salieron a la calle. El humo quema en la cara y los famosos guanacos bañan los cuerpos con agua picante

En un país que hasta hace unas semanas iba a ser sede de la cumbre de los países más ricos del planeta y la sede mundial del medioambiente, lo que se conoce como material particulado se expande por todas partes: llueven las lacrimógenas, el aire es irrespirable, el humo quema en la cara y los famosos guanacos bañan los cuerpos con agua picante. Del viejo paraíso neoliberal no queda mucho. Ni siquiera las fachadas de los prestigiosos edificios céntricos, rodeadas de chapas, pintarrajeadas y sepultadas bajo frases garabateadas al paso. Ayer miles de chilenos salieron a la calle como lo vienen haciendo desde el inicio del estallido y al menos en Santiago los pacos reprimieron con violencia renovada, como si el llamado de Piñera a llenar las calles de carabineros los hubiera envalentonado.

Las ciudades -ayer páginas en blanco custodiadas por un sistema injusto y prolijo- hablan por sí mismas: señalan que la tarde anterior hubo un carnaval hasta que el gobierno mandó su aguafiesta. Son los guanacos, los zorrillos, los pacos. Los llaman así, el pueblo los enfrenta y los tutea. La mayoría con palabras gentiles y persuasivas; la minoría, a piedrazo limpio y encapuchada. Pero hay que decirlo: del otro lado vienen los perdigones, las balas, las lacrimógenas que duran una eternidad en el aire. Se percibe con razón que el pueblo no es una cosa, es una resta dolida que lo multiplica todo y tiene una que otra orilla desenfocada.

Son las orillas en las que se concentran el poder, el gobierno y los medios, que no están en las calles porque la gente no los quiere o los insulta y recurren por eso a la imagen de un aficionado asustado o de un carabinero que filma dejando la fiesta multitudinaria fuera de cuadro. “Desmanes” y “vandalismo”: son las palabras que más se escuchan en los noticieros, debutan como los conceptos flamantes de una derecha desesperada. Pero la gente apaga las radios, escucha otras cosas, de manera inédita confía hoy más en el vecino con el que se cruza en la panadería que en los titulares de los kioscos de diarios.

Durante los últimos días se nota que ha ido creciendo el miedo. No es para menos: se denuncian mujeres violadas, torturas; es un hecho que hay muertos, que hay cientos de ojos perdidos, que los perdigones rozan las sienes y pasan cerca de todo el mundo. El mensaje, repudiable y abyecto, que envía el golpe de estado en Bolivia, con un pueblo ahogado en las calles y la codicia acudiendo una vez más a los militares, no ayuda mucho. En fin, la sensación que se tenía el martes era la de que el miedo empezaba a pisarle los talones a la alegría. Restringe, amedrenta, desacelera.

Las amenazas de siempre, la prepotencia que este pueblo da la impresión de conocer de memoria.

Pero esto no niega en ningún sentido que en las calles del país hubo y sigue habiendo una fiesta: el paro general del martes tuvo una adhesión inesperada, la gente tapizó las calles, el carnaval sigue siendo el envés sano y feliz de un descontento que revienta en un sinfín poético de performance y expresiones.

¿Qué es lo que pasa en las plazas? Pasa que las multitudes llegan de todas partes, que son un coloso, que hay batucadas y bailes, que cada quien lleva su cuchara de madera, su cacerola y el cartel en el que anotó una consigna que desordena los idiomas del poder y crea una lengua poética transversal. Esos carteles hablan también a las claras de lo que significa esta lucha, una lucha que no tiene una consigna en común, sino que tiene en común la multiplicación de todas las consignas. La gente anota, escribe, diseña oraciones y arma pequeños letreros tomando como referente el sentir colectivo.

Y es que es mucho y parece que se aguantó demasiado: el robo de las AFP, una salud privada que vive de fabricar enfermos, una educación corrompida que sirve diplomas a jóvenes sin futuro, una constitución dictada por el asesor de un tirano que confesó idearla como una cancha inclinada, la mantención del agua en manos de un monopolio privado que cobra lo que quiere y seca los arbolitos del pequeño agricultor para regar las estancias de los ricos que desvían los canales. Y un setenta por ciento que vive con el sueldo mínimo y al que no alcanza a sacarle el dobladillo para una semana.

Cuando el dolor, el enojo y el sinsentido del existir se juntan, cuando desespera el haber venido a este mundo solo para trabajar y pasar hambre, cuando la vida consiste solo en el mero hecho de no estar muerto, lo que queda de espíritu vital estalla. Es lo que quiere decir el célebre “hasta que valga la pena vivir”: un espíritu que se afirma recurriendo a su legítimo derecho a los nervios.

La consigna aparece por todos lados: decora las persianas de los supermercados cerrados, lo grita la gente, está en los labios y flamea en las banderas. Lo mismo con “el derecho a vivir en paz” o “Chile despertó” o “no estamos en guerra”. La gente estaba sola, enfrascada en sus luchas personales, en su día a día, y un roce instantáneo encendió la mecha. Es la mecha de la dignidad, la de un cuerpo colectivo y pensante que se acoraza contra las penas aisladas, contra las aflicciones de quienes hasta hace unos días no tenían a quién recurrir.

Todo indica que el asunto no tiene vuelta, que nadie regresa a la misma casa, que no se vuelve al mismo país, que hay otro Chile.

Y la otra mecha: la que encendió el propio presidente cuando al día siguiente de una protesta que pintaba para serena le declaró la guerra al mismo pueblo que lo eligió en las urnas. Después reculó de a poco, empezó a carraspear más, a tratar de aclarar más la garganta que las ideas. Tardó en salir al ruedo tras el paro multitudinario. Se dice que repasó en secreto el rebaño armado hasta los dientes, que discutió con los ministros a puerta cerrada. La jornada fue intensa y mezcló una marcha -masiva, profusa, festiva- con el acuerdo a última hora de una oposición que buscó en conjunto una salida a la crisis por medio de un plebiscito, con asamblea constituyente incluida.

Así y todo, el martes a Piñera se lo notó tenso, nervioso, con la confusión propia del rey que no sabe ya si forma o no parte de la historia. El acuartelamiento de policías y militares emplazado desde la noche anterior hacía suponer que se venía un nuevo estado de emergencia, con el consabido toque de queda. Pero el trenzado entre una multitud que puso el trabajo a esperar y una oposición que logró un acuerdo de emergencia para abrir otro camino, lo impidió todo. Y por eso tuvo que conformarse Piñera con esta limosna: llamar a los reservistas del ejército y de Carabineros, jubilados con privilegios, mano de obra de urgencia.

Puso en la misma balanza las graves violaciones a los derechos humanos y los desmanes de una porción rebelde y desorientada. Pero pesó mal: dos palabras para el disparo directo a los ojos, para las torturas y las violaciones, y el resto una perorata infinita sobre los vándalos y la necesidad de someter a quien sea al rigor de una ley que brilla por su ausencia entre los poderosos.

No es fácil ahogar con palabras lo que se ve y se percibe por todos lados. Las protestas del martes fueron tupidas y en la Plaza Italia -rebautizada por la gente como Plaza de la Dignidad- había niños y niñas a quienes les quedaban grandes las gafas contra las balas, carteles con mensajes conmovedores, narices y cabezas con pañuelos o máscaras antigases. El rostro de Catrillanca sobrevolaba los árboles, las banderas whipalas del pueblo andino flotaban al viento, el ruido de las cacerolas ensordecía y los ojos con sangre pintaban performáticamente las caras de muchas y muchos. El limón, el bicarbonato, la menta: los arsenales pobres de una resistencia potente.

Uno de los edificios más odiados de la Capital -el de la Telefónica, emblema de una Dubai sembrada en el corazón de una ciudad humilde y sencilla- permanecía rodeado por una coraza de hierro. La perfirmance: cientos de hombres y mujeres de espalda pegándole con fuerza al metal levantando estruendos y ruidos. Simulan una infancia escolar rebelde y en penitencia, ilustran el ciclo de una potencia que asoma interrumpiendo el temor histórico, el individualismo, la desesperanza.

Hay más jóvenes que viejos, más aprendices que probos, más mujeres que hombres. Y es que una cosa arrastra a la otra y la bola de nieve de la alegría se va abultando: primerearon los secundarios en el 2006 con la revolución pingüina, siguieron los del 2011 y seis años más tarde cerraron las feministas y el Ni una menos. Cayeron los padres, los amos, los líderes y el pensador público, y salió a flote una forma de la política que consiste en el modo autónomo en que definen los cuerpos sus maneras de estar juntos.

Los roces prohibidos de ayer se convierten en abrazos sentidos y francos, los cuerpos se tocan, las imágenes, los textos y las voces se despliegan sobre la superficie de un pensamiento en común. Es un instante profano y creativo, y se tiene por ahora la sensación de que no son las expectativas las que organizan las marchas, sino las marchas las cocinas hirvientes de las expectativas.
Allí se cuece un futuro con lo que hay a la mano,

Serio problema para el gobierno, que se durmió en los laureles, retrocedió fanfarronamente por unas monedas y ahora no tiene cómo responder. Una jubilada a la que le preguntamos por qué está en la protesta no se cierne a su demanda de jubilada: dice que es por la salud, por la educación, por los sueldos, por el agua privada, porque no se soportan las cuentas, porque no va más.

La desigualdad intensiva, condición monetaria en este país del crecimiento económico impuesto a las mayorías por el látigo neoliberal, suma una dinamita al enojo: el reparto es escandaloso.

Y cuando los repartos son escandalosos y pasa el efecto de la anestesia de las tarjetas y de los créditos, los ojos de la gente se dirigen naturalmente a una minoría de privilegiados que cuenta billetes y luce su riqueza a destajo. Es lo que nos dicen un par de estudiantes a los que entrevistamos en una esquina: que tomaron una deuda a veinte años por un título con el que no saben qué hacer.

Eso: miran entonces a los poderosos. Y los poderosos son cada vez menos, se adelgazan y se tornan amenazantes. Y tampoco saben qué hacer, porque del otro lado se les enoja el mercado: sube el dólar, se licúa el paraíso, los números amenazan con el típico “riesgo país”, el ambiente se sobrecalienta.

Pero hay quienes lo distienden, quienes le ponen con toques de humor su merecido acento a las cosas: un vendedor ambulante promocionaba sus cervezas con este letrero: “más frías que el corazón de Piñera”.

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