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Estado español :: 04/11/2019

El feminismo que se mira en el espejo del conservadurismo

Nuria Alabao
Hoy el feminismo prohibicionista de la prostitución conecta con el ambiente reaccionario en auge. ¿Puede ser la afirmación identitaria un rasgo de la política emancipatoria?

La Universidad de A Coruña censuró el mes pasado unas jornadas sobre prostitución ante la presión del abolicionismo prohibicionista, un sector con poder. El suficiente para impedir hablar a mujeres que forman parte de organizaciones de prostitutas, sindicatos, ONG y académicas. La mayoría de ellas, putas, es decir, marcadas por el estigma y sin ese poder que puede decidir quién tiene derecho o no a hablar en la universidad. A diferencia de las que han conseguido impedirles hablar, algunas altos cargos del PSOE, aunque también se han manifestado favorables a la censura diputadas de Izquierda Unida. Probablemente hubiese sido más difícil impedir hablar a intelectuales famosas antiprohibicionistas como Judith Butler o Nancy Fraser, como explica Clara Serra. Otra vez, cuestión de poder, de capital simbólico, de quién tiene derecho a construir la esfera pública y quién es excluida de ella. Aunque el debate sea esencial y no esté ni lejos de estar cerrado, ni en la sociedad ni en el movimiento feminista.

Al final las jornadas han tenido que ser realizadas en otro lugar. Este ataque a la libertad de expresión, en un ámbito especialmente delicado como es el universitario en nombre del feminismo —o el intento de prohibición del sindicato de trabajadoras sexuales OTRAS— marca una frontera: nos encontramos en una importante encrucijada donde nos jugamos nada menos que la capacidad política del propio movimiento feminista o incluso su posible desactivación.

Esto ya pasó antes

Este ciclo de movilización ha tenido mucho que ver con el #MeToo y la violencia sexual y está tratando de empujar un cambio cultural esencial, no solo en las mujeres que nos rebelamos, sino también en las instituciones, entre ellas las que juzgan. Pero la reciente eclosión feminista también ha estado relacionada con la conciencia de la desigualdad en el trabajo y con la posibilidad de articular un conjunto de opresiones —raciales o de origen, de clase— en una lucha conjunta que la haga más potente. Sin embargo, la explosión de lo que parece ya la inevitable próxima sex war puede fagocitar toda esa potencia y romper la unidad de acción del 8M, por ahora, la herramienta de organización más consistente que tiene el feminismo en España.

Las sex wars no son algo nuevo. En EE UU se produjeron fuertes discusiones en el feminismo en torno a cuestiones como la pornografía, la prostitución o la transexualidad desde finales de los 70 hasta la mitad de los 80 aproximadamente. Un hecho que sirve para explicar por qué se relacionan las sex wars con la pérdida de capacidad política del movimiento de los 70 —de la segunda ola— es la alianza que se produjo entre feministas abolicionistas como MacKinnon y Dworkin con la administración conservadora y neoliberal de Reagan para censurar la pornografía.

Mediante esta extraña alianza que consiguió aprobar algunas restricciones, se legitimaba desde un discurso feminista, a la emergente Nueva Derecha —que en muchos de sus elementos prefigura a la extrema derecha actual— y que implicaba una reacción conservadora contra las conquistas del mayo del 68.

Para las feministas antipornografía el objetivo esgrimido para apoyar la censura era el de proteger a las mujeres. Pero la acción política nunca opera en el vacío y para los conservadores con los que se aliaron, la supresión de la pornografía, a la que acusaban de fomentar el sexo no reproductivo y fuera del matrimonio– formaba parte de una agenda más amplia que trataba de revertir las recientes victorias del feminismo mediante una cruzada moral contra el aborto, los derechos LGTBI y reproductivos y las conquistas de las mujeres en el ámbito laboral. En pocos años, las ideas de la Nueva Derecha, que convergían en algunas cuestiones con las de este feminismo, se volvieron hegemónicas y llevaron a Reagan al poder. La eclosión de estas sex wars se considera como el hecho que marca el fin de la segunda ola feminista.

El impulso de liberación del 68 —que implicaba también una reivindicación del disfrute del sexo para las mujeres— quedaba enterrado así por las propuestas del feminismo cultural y su alianza con el nuevo ambiente conservador. Esta corriente del feminismo radical —conocida popularmente como antisexo— considera que la opresión de las mujeres tiene su base en el campo sexual, un área de potencial sufrimiento para las mujeres donde los hombres tratan de mantener su poder y control ejerciendo violencia sexual. Para Paloma Uría, situar el sexo como base de la opresión, además de victimizar a las mujeres, conduce a un concepto puritano de la sexualidad. Esto implicaba concebir todas las relaciones entre hombres y mujeres como lastradas por la violencia, lo que extiende un cierto pánico y miedo a la sexualidad. Aunque podría no ser así, en la práctica se confirma que este tipo de feminismo “acaba reclamando, casi como única solución, que el Estado proteja a las mujeres de la violencia masculina. No puede haber planteamiento más contrario al espíritu revolucionario que inspiró al feminismo en sus inicios”, como dice Uría.

En España, y según la misma autora, a partir esta corriente del feminismo durante algunos años también se hicieron manifestaciones contra cines X, aunque el origen de muchas militantes feministas que venían de la lucha antifranquista —y contra su censura— dio un alcance limitado a este tipo de expresiones de carácter punitivista. Sin embargo, este debate junto con el de la prostitución también fracturó al movimiento feminista español y catalán a finales de los 80, cuyas acciones habían tenido hasta entonces carácter unitario.

Identidad y feminismo reaccionario

Hoy el feminismo prohibicionista de la prostitución conecta con el ambiente reaccionario en auge. Si el 68 supuso una lucha directa contra el orden cultural jerárquico y patriarcal y la búsqueda de más libertad la tonalidad afectiva de la política hoy está marcada por la necesidad de comunidad, que ha devenido en diferentes cruzadas de afirmación identitaria o de imposición de valores; en guerras culturales ya sean protagonizadas por la izquierda o por la derecha. Pero ¿puede ser la afirmación identitaria un rasgo de la política emancipatoria?

No hay vida política sin comunidad, la pregunta es cómo se construye y sobre todo, a quién se excluye. Más que por la creación de comunidades alternativas con sus propios valores —característica de la historia del movimiento obrero no partidario— donde se daba forma a instituciones propias —ateneos, escuelas, sindicatos—, hoy las comunidades de pertenencia a menudo se definen por lo que excluyen básicamente a partir de formas expresivas y de comunicación —en redes, medios—. Esto conlleva una acción política que consiste en auténticas cruzadas morales de afirmación personal y de la propia comunidad política —como hace también la extrema derecha— basadas en la ética personal que trata de hacerse extensiva al resto por la fuerza.

Buena parte de ellas, como las relacionadas con las sex wars, acaban referenciadas en el Estado en la demanda de políticas públicas de carácter penal o prohibiciones como solución a todos los problemas sociales.

Precisamente, la cuestión de la prostitución está funcionando como una de estas identidades políticas antes que como un movimiento. Lo que hemos llamado feminismo cultural —que hoy se autodenomina feminismo radical— con su teoría de la sexualidad como espacio permanente de peligro para la mujer ha devenido un poderoso aglutinante. Para ello se define una categoría estática de mujer que se opone a otra identidad blindada que sería la masculina, como explica Uría, y a la que se define casi como enemigo. Pero si el feminismo se construye como una identidad, se cierra, pierde su capacidad de hacer alianzas: con los hombres —que también tienen mucho que ganar con la revolución feminista— pero también entre nosotras.

Esta política como identidad tiene otra consecuencia oscura: los intentos de excluir a las transexuales, algo difícil de justificar en el marco del feminismo pero que adquiere pleno sentido para las que viven la categoría política de mujer como una cuestión identitaria. Lo que primero fue una discusión aparentemente teórica está sirviendo hoy para ir en contra de los avances legislativos para las trans como es la despatologización de su identidad —que no tengan que ser consideradas enfermas para poder cambiar sus nombres o ser operadas—. Otra batalla en la que este feminismo reaccionario se alinea con la ultraderecha. Es el mismo que dice que las luchas de las disidencias sexuales —LGTBIQ— no deberían incumbir al feminismo. Todo ello como si el feminismo fuese un lugar de privilegio que hubiese que proteger de la inclusión de otras personas o luchas, cuando precisamente es la suma de más demandas y movilizaciones la que potencia al movimiento.

Exclusión y cierre son definitorios de las políticas identitarias. Según Paloma Uría, esta clausura lo convierte en reactivo, doctrinario y dogmático. (Las que fijan la ética feminista y dan carnets.) Porque, ¿qué tipo de política se pude hacer desde la identidad si está en juego lo que te define? “Es un feminismo que decide cuáles son los intereses de la mujer, establece la ética feminista, fija la sexualidad feminista normativa y, finalmente, sentencia quién o qué es feminista o no lo es”, dice Uría. Quien se sale de la doctrina es ajusticiada en la plaza pública.

Quemas en la plaza

Precisamente esta “actuación” de la identidad tiene mucho que ver con las reacciones furiosas a las que estamos asistiendo estos días contra las trabajadoras sexuales que reivindican derechos y las feministas que las apoyan. Las redes sociales son un auténtico avispero donde mujeres que se llaman así mismas feministas acaban, no solo convirtiendo en víctimas a todas las prostitutas y negando su capacidad de agencia —y sorprendentemente también su derecho a expresarse en público— sino también deshumanizándolas completamente. Esto implica los menosprecios e insultos brutales que estas activistas tienen que soportar, y no solo en redes, también los han tenido que sufrir en manifestaciones feministas como sucedió el año pasado en la manifestación del 25N en Sevilla —paradójicamente convocada contra la violencia—.

Este ambiente provoca que compañeras que se consideran abolicionistas pero no están a favor de medidas punitivistas o prohibicionistas —porque empeoran la vida de las prostitutas— confiesan en privado que no se atreven a pronunciarse públicamente por las consecuencias: los ataques, pero también por los procesos de exclusión que se pueden producir —“te dejan de invitar a charlas o de publicar” e incluso, “te retiran la palabra”—. Sí, las comunidades políticas, tienen medios de hacerte regresar al carril, o por lo menos, acallarte si no estás en la nueva ortodoxia, y todavía más si ese campo está relacionado con el poder como sucede en este caso, por la vinculación con determinados partidos de gobierno.

¿A quién es funcional esta sex war?

Respecto a los intereses del PSOE, en esta temática, José Ángel Brandariz lo explica en el marco de la restauración política que ha sucedido a la crisis y su momento de apertura, el PSOE tiene la voluntad de afirmarse como partido de Estado y de orden, “para probar que tiene condiciones para cooptar y desactivar los disensos”. La cuestión de la prostitución es perfectamente útil para dividir al movimiento feminista en un momento en el que quizás la potencia de la huelga feminista se ve poco conveniente, demasiado radical en sus contenidos. Es contra este “feminismo del 8M” —como le llama acertadamente Martínez Almeida—, el de base, el de los contenidos que posicionan demandas materiales y de justicia social, contra el que el PSOE actúa.

Precisamente, el abolicionismo es útil para apropiarse del capital político del feminismo —al tiempo que se manifiesta como herramienta perfecta de división— que pretende el arrinconamiento de las posiciones más transformadoras– y para borrar cualquier otra cuestión de la agenda. El año pasado ya se intentó actuar en las asambleas de preparación del 8M y este año está claro que hay intenciones de volverlo a intentar. ¿Acaso no sería útil para un partido de gobierno el finiquitar la manifestación unitaria y así, despotenciar esa jornada de lucha con dos convocatorias distintas?

Más allá de los partidos, para el movimiento feminista en su conjunto, el feminismo identitario puede suponer el canto del cisne: por su división, su deriva autoritaria —que invita poco a la suma y la alegría de intentar cambiar las cosas juntas y que expulsa a las que no están dispuestas a guerras sin cuartel— y su encapsulamiento temático en un debate sin solución ni posibilidad de acuerdo —al menos si no se plantea en otros términos—.

Las formas reaccionarias de anulación de las discusiones impiden los matices en un tema que es realmente muy complejo, por ejemplo, hacen que nos perdamos los diferencias en las demandas de las trabajadoras sexuales —no todas proponen lo mismo—. Otra consecuencia fatal de la anulación del debate es la imposibilidad de acordar una agenda para confrontar la trata de personas con fines de explotación sexual, en un momento en que la fuerza del movimiento podría dirigirse hacia esa urgente cuestión.

La lección del feminismo estadounidense nos enseña que si quiere prolongar la potencia del movimiento feminista y su capacidad de seguir ejerciendo de primera línea de batalla contra la extrema derecha hay que apostar por un feminismo —y una izquierda— radicalmente democráticos. En las formas entre nosotras, pero también en la defensa de la libertad de expresión y el resto de derechos individuales.

Un feminismo que no apoye leyes o acciones destinadas a cercenarlos en un momento de emergencia de las fuerzas reaccionarias, porque siempre van a acabar volviéndose contra las de abajo. Como también nos enseña la historia, es necesario preservar la autonomía e imaginación política del movimiento para no diluir su fuerza únicamente en demandas al Estado. No todo lo puede arreglar el sistema penal, hay que apostar por seguir construyendo en lo social. Aquellas medidas destinadas a penalizar la prostitución callejera o a impedirla —contenidas en el programa del PSOE— entran de lleno en este marco punitivista que siempre es funcional a la exclusión de las sin poder. Reforzar el sistema penal en nombre del feminismo además, fortalece el marco securitario de la ultraderecha —muchos ultras europeos, incluido Vox piden aumento de penas por agresiones sexuales en nombre “de las mujeres” y apoyarían fervientemente el prohibicionismo de la prostitución—.

Por último, como dice Silvia Federici, “el movimiento feminista debe comprender que no se puede cambiar el mundo solo cambiando nuestras identidades, que se deben cambiar las condiciones materiales de nuestra vida”.

Sinpermiso

 

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