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EE.UU. :: 19/02/2012

Madonna y la peligrosa senectud... del imperio estadounidense

José Manuel Lechado
Al menos a Madonna sólo va a verla el que le place, pero la neurosis nacional estadounidense puede proporcionarnos a todos, queramos o no, un mal final de fiesta

El día 5 de febrero de 2012 Madonna ofreció en el descanso de un partido de fútbol americano un espectáculo fastuoso que, cómo no, suscitó la atención de la crítica, el entusiasmo de los fans y el ataque de los detractores. El show, de trece minutos de duración, no fue más allá de un popurrí de viejos éxitos en el que Madonna, además de lucir ciertas habilidades para el baile y una mejor coordinación entre el movimiento mudo de sus labios y el sonido que sale por los altavoces, proporcionó al público un espectáculo abrumador, superficial, vistoso, agradable, nada comprometido, impecable, bien organizado y, aunque hueco en lo artístico, lleno de contenido.

Con mucho contenido en realidad, porque pese a lo vacuo, el pequeño gran concierto de Madonna fue un resumen de lo que ha sido y es —todavía— el desempeño político de su nación, los Estados Unidos de América, y los peligros que una vejez mal llevada trae consigo.

Madonna no es diferente a otros artistas pop de su país, aunque ella es sin duda, como arquetipo del american dream, el mejor ejemplo de cómo en «América» se puede triunfar sin verdadero talento. No es que la señora Ciccone sea una versión femenina de Forrest Gump, pero es innegable que su mayor virtud no es artística, sino esa visión clara que posee para la mercadotecnia, las relaciones públicas y la organización. En suma, la esencia del método yanqui: si no hay maestría en uno mismo, se aprovecha la ajena para seguir adelante a toda máquina.

Durante el «descanso» agotador del partido en el Lucas Oil Stadium de Indianápolis Madonna llevó a los extremos ese crescendo imparable que ha caracterizado toda su carrera. Sin buena voz y sin saber cantar, con unas habilidades limitadas como bailarina, sabe no obstante vender el «producto Madonna» rodeándose de un equipo de excelentes profesionales que disimulan los fallos y potencian las virtudes de la jefa como animal de escenario. Buenos coreógrafos, un fantástico cuerpo de baile, músicos profesionales de primera división, iluminadores…

Del mismo modo los Estados Unidos —una nación fundada por lo más puritano, carca e inculto de la emigración europea— han basado su progreso, de forma muy inteligente desde luego, en el valor de talentos foráneos que completaran lo que al país le faltaba. Nada hay que objetar a quien sabe rodearse de los mejores. Sin embargo, hay algo más: la Madonna de la Super Bowl, pequeña diva escoltada por cientos de figurantes coordinados con la precisión de un desembarco de marines, no podía esconder, en medio de la tormenta de luz y sonido, la tradicional prudencia del «tendero yanqui», la cautela de un imperio que merced a un excesivo apego a su estrategia de riesgos calculados ha atesorado un poder enorme que ahora empieza a mostrar las primeras quiebras fruto de su falta de base, del mismo modo que Madonna pone de relieve su carencia de recursos vocales cuando renuncia —cada vez menos— al playback.

La prudencia es característica fundamental de este imperio moderno que, a falta de otras virtudes guerreras, ha basado su poderío en una arrolladora superioridad técnica. No es nada nuevo: la estrategia yanqui, en el comercio, en la guerra o en el show-business, siempre consiste en abrumar a base de inventos y superproducción: es la esencia del capitalismo llevada a su máximo. Anclados en los vicios de los puritanos y otros fanáticos religiosos que huyeron de Europa en busca de una vida mejor, la pasión del buen yanqui por el poder y el dinero choca siempre con su extraordinario temor.

Del mismo modo que los colonos sólo fueron capaces de levantar su nación exterminando a los pueblos paleolíticos que la habitaban desde tiempos remotos, sus sucesores nunca han destacado por su valor en la guerra, a pesar de haber procurado participar en todas. Por citar un ejemplo mitificado: antes de la gran fiesta de Normandía el ejército estadounidense había permanecido casi tres años asomado al balcón inglés esperando a que el ejército soviético acabara con las armadas nazis. Y peor papel hizo, diga lo que diga su épica cinematográfica, en el escenario del océano Pacífico, donde al cabo de cuatro años de escaramuzas infructuosas contra el diminuto Japón, no vio más salida que hacer un alarde con genuino sabor americano y pulverizar dos ciudades niponas en el esplendor brutal de la tecnología más moderna de la época. Hasta la fecha, los Estados Unidos de América cuentan en su haber con la triste marca de haber sido los únicos que han usado armas de destrucción masiva como argumento de política exterior. Quizá por eso las temen tanto, porque saben del asunto.

El conciertito de Madonna en Indianápolis ha sido un poco como una bomba atómica, una más de las que la diva lanza de vez en cuando para reactivar su carrera. Cada vez más potentes, eso sí, por aquello de que el público se acostumbra al ruido y hay que ir siempre un poco más lejos. Madonna no sólo se rodea de equipo humano, sino de un impresionante despliegue de tecnología que anula en gran medida el factor humano. En cierto modo un concierto de Madonna es un espectáculo automático, psicodélico, un trip de luces y estruendo en el que los personajes, minúsculos, que deambulan por el escenario, son lo de menos. La diva de Michigan consigue cumplir, antes que su país, el sueño deshumanizador del capitalismo y su concepto torcido de un progreso cuya apuesta principal es la tecnología, el desarrollo técnico a ultranza como elemento de dominación, control y artículo de comercio.

Más grande, más lejos, más, más y más. Es la filosofía de un país en el que incluso las cisternas de los retretes son el doble de grandes que en el resto del mundo. ¡Los americanos cagan más y mejor que nadie!

Nada parece bastante para una nación que, como Madonna en su declive, ve alejarse el momento histórico. Si aceptamos que, en cierto modo, el siglo XVI fue español, el XVII francés o el XIX inglés, el testarudo imperialismo de Estados Unidos se desespera viendo pasar la oportunidad de marcar un siglo con su impronta. Así es: fracasado el intento en el XX, que será recordado como el siglo soviético, el XXI se le está escapando al imperio norteamericano en un mundo que ya huele a tienda china. Si con la caída de la URSS la potencia norteamericana se las prometía muy felices, en los más de veinte años transcurridos no sólo no han conseguido su objetivo, sino que han dilapidado su prestigio y se han granjeado el odio de gran parte de la humanidad, incluidos países que antes fueron amigos.

A Madonna, dormida en los laureles del desierto pop de los noventa, el nuevo siglo le ha sorprendido con un público nuevo y una avalancha de divas que hacen que su reinado se tambalee. La única respuesta posible es una andanada de vatios para recuperar audiencia a base de dejar sordo y ciego al respetable. La política exterior estadounidense posterior a la Guerra Fría ha seguido esta misma línea. Con una economía en franca decadencia, una industria poco competitiva, desmantelada o deslocalizada y unas finanzas endeudadas hasta el cogote, los campeones del mundo libre sólo son capaces de apostar por más estruendo para disimular el tremendo vacío.

No se trata de solucionar nada, sino de que parezca que la máquina sigue funcionando. Mientras China sigue el camino difícil pero fructífero de la negociación para extenderse por Asia, África y América sin disparar un solo tiro, los Estados Unidos agotan a destajo la que consideran su única salida: el complejo industrial-militar, con un ejército cada vez más potente, más caro y más inútil a largo plazo que es, para unos Estados Unidos conscientes de su decadencia, lo que la cirugía estética y la derrama de bailarines para Madonna.

Parece claro que para una nación que hizo del espectáculo una industria grandilocuente la caída deberá ser estruendosa. Nada de agotarse con calma; nada de buscar una solución talentosa o aportar nuevas (y buenas) ideas; menos aún aceptar la posibilidad de ocupar un lugar tranquilo como uno más entre los países del mundo. El mito americano es el del matón de taberna del Far-West pero, como todo crédito, también este se acaba.

Ahora que Madonna, mito creado por ella misma, se ve y se sabe vieja (un pecado en un mundo en el que la juventud es el gran valor), la competencia de nuevas divas tan huecas como ella pero más jóvenes le obliga, como a los propios Estados Unidos, a huir hacia delante. El espectáculo de la Super Bowl y su coreografía facilota y hortera copiada de Busby Berkeley es un bonito derroche de medios unido a una falta completa de arte, pero también es la cristalización a gran escala de la horterada nacional yanqui que trata de disimular la depresión de un país que se va acabando poco a poco y por su propia culpa.

Eso sí, Louise Veronica Ciccone sólo es una diva y sus espectáculos producen un daño menor, a lo sumo el aborregamiento de su público, la pérdida de audición de los espectadores o la ilusión de creer que se está viendo a una artista y no un producto de consumo. Sin embargo, las consecuencias del show-business político yanqui tienen consecuencias más graves, y para todos, nos guste o no su espectáculo.

El imperio en decadencia mantiene en la actualidad un ejército desproporcionado para sus necesidades defensivas reales, además de carísimo. El gasto militar estadounidense no disminuyó con la retirada del enemigo soviético, sino todo lo contrario. ¿Para qué sirve ese ejército desmesurado? ¿Quién es el peligroso rival del campeón de la democracia? El rival está dentro: es la propia esencia del capitalismo. Las armadas yanquis son menos fuerza guerrera que negocio, un gran y fructífero negocio, una industria que no se deslocaliza y proporciona pingües beneficios a una oligarquía financiera que ya ni siquiera se molesta en disimular sus chanchullos con un discurso patriótico: el dinero es su único dios y la Ambición Rubia es sacerdotisa preclara de esa fe.

El dinero, último refugio de un imperio que se regodea en su decadencia abrazado al único poder real que le queda: el dólar. Pero la máquina de imprimir billetes verdes tiene también fecha de caducidad porque, como en los conciertos de Madonna, las entradas le salen carísimas al público y antes o después el mundo querrá oír otra canción.

Eso sí: al menos a Madonna sólo va a verla el que le place, pero la neurosis nacional estadounidense puede proporcionarnos a todos, queramos o no, un mal final de fiesta.

* José Manuel Lechado es escritor
La Haine

 

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