En efecto: "el 2 de octubre no se olvida". Así se ha proclamado desde aquel doloroso miércoles del año 1968, hace ya casi seis décadas, y tal parece que es completamente cierto. Según los datos de la Comisión de Verdad, el saldo de muertos supera los 300 (para las fuentes oficiales oscilan entre 20 y 28 muertes), además de 700 heridos y 5 mil estudiantes detenidos.
Obviamente, la "matanza de Tlatelolco" no fue la única agresión al pueblo en ese dramático año, pero sí la más emblemática.
El día después de la masacre
El 3 de octubre de 1968 amaneció enlutado. Las balas del gobierno aún humeaban en la Plaza de las Tres Culturas, pero la prensa oficial amaneció obediente: "Enfrentamiento entre estudiantes y Ejército", "Grupos armados provocan disturbios". Titulares cobardes que borraban a los muertos y culpaban a las víctimas.
La ciudadanía, con miedo, bajaba la voz en la calle, mas en los hogares se hablaba en susurros de la matanza: vecinos recogiendo cadáveres, madres buscando a sus hijos desaparecidos, cuerpos trasladados en camiones militares hacia la nada. El régimen, satisfecho, desplegó más soldados por las calles, reforzó el silencio con bayonetas y decretó que todo había terminado.
Sin embargo, no terminó. Porque el 3 de octubre no hubo paz, pero lo que sí: miedo impuesto y un intento de sepultar la verdad bajo periódicos manchados de tinta oficialista. En cada cuartito obrero, en cada aula vacía, en cada voz temblorosa se decía: "los mataron", germinaba la semilla de la memoria.
El Estado quiso hacernos olvidar en un día lo que nos arrancó con sangre el anterior. No lo logró. El 3 de octubre fue el comienzo del duelo de un pueblo que aprendió que a un régimen autoritario se le desenmascara y se le condena para siempre.
Cierto es que muchos fueron víctimas de la represión desde mucho antes. No sólo en la capital... en Guadalajara, por ejemplo, la operación represora tuvo lugar entre la tarde del viernes 6 de septiembre y la mañana del lunes 9. En ese caso no fueron las fuerzas del orden las que intervinieron, sino la llamada Federación de Estudiantes de Guadalajara (la terrible FEG), capitaneada desde hacía un tiempo por Carlos Ramírez Ladewig, el hijo que pretendió seguir los pasos de su progenitor, un connotado político derechista de antaño, ex gobernador de Jalisco, a la sazón ya aparentemente retirado.
El vástago reprimió con eficiencia cualquier disonancia y el presidente Díaz Ordaz pudo hacer uso de la principal aula de la Universidad de Guadalajara, para vergüenza de la misma, cuantas veces quiso. Incluso desde dicha tribuna, en medio de tanta represión, lanzó su famosa y cínica frase de que su "mano estaba tendida" a la que miles de mexicanos le respondieron que "se le hiciera la prueba de la parafina".
1968: tragedia y resistencia
A 57 años de la masacre de Tlatelolco, el recuerdo de la tragedia sigue siendo tan doloroso como inspirador. Hoy está más claro que nunca el fracaso del régimen autoritario en su intento de extirpar las aspiraciones populares de democracia real y una vida pública más justa e incluyente que era, a final de cuentas, la promesa de la Revolución Mexicana, traicionada por cacicazgos y burocracias.
El movimiento sofocado por las balas en 1968 encontró nuevas formas de expresión en las décadas posteriores, desde los grupos guerrilleros aplastados por la guerra sucia hasta el sorpresivo Consejo Estudiantil Universitario de 1986, en el cual nació políticamente la primera mujer en gobernar el país, Claudia Sheinbaum Pardo.
El espíritu de 1968 también animó al amplio frente opositor que en 1988 derrotó en las urnas al Partido Revolucionario Institucional, cuando esta formación autoritaria ya había renunciado a las banderas de justicia social con las que se legitimó por mucho tiempo. Como la protesta estudiantil de 20 años atrás, la movilización ciudadana de 1988 expresaba la resistencia de una sociedad que no estaba dispuesta a aceptar el despojo de sus derechos ni la cancelación de sus expectativas de justicia.
El fraude electoral de 1988, operado por el salinismo y convalidado por el Partido Acción Nacional, abrió paso a una aciaga etapa de cogobierno entre lo peor del priísmo y la derecha desembozada. Esa simbiosis consolidó un sistema que, bajo la fachada de democracia representativa, operaba en realidad como un mecanismo de exclusión social. Se construyó un cascarón institucional adornado con órganos electorales, comisiones y tribunales presuntamente independientes, pero cuyo objetivo central no era materializar la voluntad popular, sino neutralizarla y sustituirla con la lógica de los mercados.
Ese poder tecnocrático, que se mostró incapaz de atender el reclamo social, fue en cambio sumiso ante los intereses financieros internacionales y los grandes capitales nacionales, a los cuales entregó recursos estratégicos, bienes públicos y empresas construidas con el esfuerzo de generaciones. El saldo fue una democracia de cartón, en la que se votaba con regularidad, pero las decisiones fundamentales eran tomadas por élites insensibles, corruptas y profundamente alejadas del pueblo.
La tecnocracia volvió a recurrir al fraude electoral en 2006 para impedir la llegada de una opción de cambio. Sin embargo, el país ya no era el mismo. La sociedad, golpeada por el empobrecimiento masivo, la inseguridad desbordada y la ruptura del tejido comunitario causados por cuatro décadas de neoliberalismo, se organizó para rechazar de manera pacífica y multitudinaria a un prianismo en pleno colapso moral. En 2018 se abrió un nuevo periodo histórico en el que, con aciertos y errores, el Estado ha buscado conjugar la democracia formal con su sentido más profundo: la justicia social.
Por supuesto, la tarea está lejos de haberse cumplido y el México por el que dieron su vida los estudiantes de 1968 aún no existe plenamente. Sin embargo, a diferencia de décadas anteriores, hoy el país parece avanzar en la dirección de ese ideal en lugar de alejarse de él. Con las dificultades y contradicciones del presente, existe una oportunidad inédita para retomar las banderas de aquellos jóvenes cuya memoria sólo puede honrarse trabajando para que la justicia y la democracia sean realidades palpables para cada habitante del país.