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Europa :: 10/09/2020

Meritocracia: Cuando un grupo social acumula el conocimiento, el poder y el dinero

Pierre Rimbert
La burguesía intelectual, una élite hereditaria

La sociedad, se lee a menudo, se divide entre el 1% de la población más rica y el 99% restante. Pero esta división efectista obvia las desigualdades asociadas a los títulos académicos, ocultando el papel desempeñado por la burguesía intelectual que, aun cuando sirve a ese 1%, gusta de situarse en el campo de los oprimidos. Ese grupo social proveniente de la "meritocracia" transmite sus privilegios a sus descendientes, igual que la aristocracia en otro tiempo.

En el verano de 1957, el sociólogo inglés Michael Young camina por una playa de Gales. Durante mucho tiempo investigador en el seno del Partido Laborista británico, cuyo manifiesto redactó en 1945, hace tiempo que está retirado de la política. En la arena, rumia: once editores han rechazado su último manuscrito. De repente, divisa en la orilla a una pareja de amigos, se detiene, habla con ellos de ese texto que nadie quiere. Coincidencia, sus acólitos editan libros de arte y deciden incluir la obra en su catálogo. Su título: El triunfo de la meritocracia (1). Young acuñó el término, que anticipa sus sarcasmos, a partir del latín y el griego. Quinientos mil ejemplares vendidos en pocos años hacen que el término "meritocracia" pase al lenguaje corriente. A costa de un enorme malentendido.

Ya que la obra de Young, que sigue la estela de 1984 de George Orwell y de Un mundo feliz de Aldous Huxley, describe una distopía: la pesadilla de un mundo moderno dirigido "no tanto por el pueblo como por la gente más inteligente". En suma, el gobierno de los intelectuales. La acción se sitúa a principios del año 2034 y el narrador, un sociólogo infatuado, resume con entusiasmo la transformación de la sociedad británica del siglo XX en una tiranía ejercida por los titulados de la educación superior. Con la excusa de la "igualdad de oportunidades", el escalafón jerárquico se organiza en función de la inteligencia; el orden social se perpetúa mediante la escuela, que transforma los privilegios de clase en "dones" y "méritos". "Los talentosos -se regocija el narrador- han tenido la oportunidad de elevarse al nivel que corresponde a sus capacidades y las clases inferiores se han reservado a los menos capaces". Así legitimado, el régimen honra a sus héroes. "Se ha incrementado el número de científicos y tecnólogos, artistas y docentes. Su educación se ha ajustado a sus altos destinos genéticos. Su poder de hacer el bien se ha incrementado. El progreso es su triunfo; el mundo moderno, su monumento".

En esta distopía, llama la atención la composición del gobierno de los "inteligentes": profesionales indistintamente literatos o científicos encargados de generar conocimiento, reproducir la elite y administrar el Estado y las empresas. En Francia, el Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos (INSEE, por sus siglas en francés) los reúne en la categoría "Ejecutivos y profesiones intelectuales superiores". Encontramos entremezclados directores de recursos humanos y prefectos, notarios y astrónomos, periodistas y magistrados, publicistas y cirujanos dentistas. Ninguna otra categoría socioprofesional ha aumentado tan rápido sus efectivos desde la publicación del libro de Michael Young. Encarnación sociológica de las sociedades "postindustriales" orientadas hacia el conocimiento, eran 900.000 en 1962 (el 4,6% de la población activa francesa); actualmente son 5 millones (el 18%).

La fracción superior de ese grupo, surgida de las escuelas y universidades más selectas, representa entre el 5 y el 10% de la población activa occidental. Incluye el famoso 1% de los más ricos, pero lo rebasa holgadamente. De lo que aquí se hablará es de esa intelligentsia opulenta. Ya ejerzan como profesionales liberales o copen la cúspide de la organización de las empresas, esos individuos prósperos perciben cada mes los dividendos de su capital educativo y cultural. Detentan el poder de prescribir, "saben de qué sufrimos y hacen valiosos diagnósticos", ironiza el ensayista estadounidense Thomas Frank (2). Quizá los llamaríamos "intelectuales" si, desde el caso Dreyfus, la denominación no hubiera adquirido el sentido que hoy le damos.

La leyenda ensalza en el intelectual no solo al creador y depositario del conocimiento sino también al adversario del orden establecido, como resume el célebre ejemplo puesto por Jean-Paul Sartre, entrevistado por Radio Canada el 15 de agosto de 1967: un físico nuclear sigue siendo un "técnico del conocimiento práctico" en tanto contribuye a desarrollar la bomba atómica y se convierte en un intelectual en cuanto protesta contra ella. Pero ¿cuántos Sartre, Simone de Beauvoir y Pierre Bourdieu encontramos en medio de los millones de managers, juristas o urbanistas dóciles? No obstante, el mito ha sobrevivido, ya que los profesionales intelectuales escriben la historia de todos los grupos sociales, incluida la suya. Y es quedarse corto decir que se dan jabón. Maestros en el arte de universalizar sus intereses, pueden hasta reaccionar frente a una bajada de crédito en sus sectores lanzando un "llamamiento contra la guerra a la inteligencia", como sucedió en Francia en febrero de 2004.

Mientras que la desestructuración del campesinado, la revuelta de los "chalecos amarillos" o la precariedad de los asistentes de personas dependientes se analizan en el debate público con la ayuda de categorías genéricas como "los agricultores", "los obreros" o "los servicios asistenciales", las clases más instruidas se describen en su delicada singularidad, exponen sus corrientes de pensamiento, matizan sus desacuerdos. "Todo transcurre como si por lo general el materialismo más rudimentario se aplicara al estudio de las clases populares, mientras que las sutilezas teóricas destinadas a salvaguardar la autonomía del sujeto se reservaran a las clases instruidas", ha resumido el sociólogo Jean-Claude Chamboredon (3). Para restablecer el equilibrio, hay que considerar a los intelectuales en tanto grupo social, no como una serie de individuos únicos.

Aunque la historia recuerda con frecuencia el papel avanzado de las clases instruidas -eruditos enciclopedistas, abogados revolucionarios, escritores sediciosos, "húsares negros" [apodo de los maestros laicos de la Tercera República Francesa]...-, minimiza su participación en los episodios menos gloriosos. "Vichy fue la creación de expertos y miembros de las profesiones liberales más que de ningún otro grupo social", recuerda el historiador estadounidense Robert Paxton. "Y juzgar Vichy es juzgar a la elite francesa" (4). La implicación de los intelectuales en los sistemas de dominación data de antiguo y se remonta a las sociedades precapitalistas. En el Occidente medieval, el alto clero religioso, detentor del monopolio de acceso a las escrituras, legítima el poder de los terratenientes y él mismo posee una cuarta parte de las tierras; más tarde, los juristas, convertidos en consejeros y ministros, ponen los cimientos administrativos del Estado real (5). En la China imperial (221 a. C.-1911), "la clase de los funcionarios-letrados (o mandarines), capa social ínfima en cuanto a número, todopoderosa en cuanto a fuerza, influencia, posición y prestigio, es la única detentora del poder y la mayor propietaria -observa el sinólogo Étienne Balazs-. Posee todos los privilegios, y en primer lugar el de reproducirse: detenta el monopolio de la educación" (6).

El caso de la India precolonial también invita a relativizar las virtudes intrínsecamente progresistas que a veces atribuimos al conocimiento: el sistema de castas, violentamente desigual, descansa en gran medida en la dominación ejercida por intelectuales, los brahmanes, que disfrutan de una prerrogativa exclusiva de acceso al conocimiento sagrado. "Son ellos y no los reyes, los príncipes o soldados, los terratenientes o burgueses, los que garantizan en esa sociedad una forma particularmente operativa de 'domesticación de las masas'", escribe la investigadora Isabelle Kalinowski (7), traductora de Hinduismo y budismo, la minuciosa investigación del sociólogo Max Weber publicada en 1916-1917.

La era del capitalismo no ha transformado la naturaleza de ese trabajo; ha cambiado sus formas, a medida que la revolución industrial y la extensión de la educación reforzaban el peso de los titulados y acentuaban la heterogeneidad del grupo: la domesticación de las masas, y de un amplio segmento de los propios titulados, se produce en aras de la racionalidad económica y de las "competencias" validadas por el Estado que exige su aplicación.

Los primeros análisis que describen a los intelectuales como una nueva clase social basada en el monopolio del conocimiento y que aspira al poder surgen en el siglo XIX, al mismo tiempo que las funciones públicas tituladas, las primeras grandes administraciones de empresas y los partidos obreros centralizados (8). Saint-Simon (1760-1825) sueña con un orden dominado por los sabios y los industriales (las abejas) que ponga de manifiesto la vanidad de la nobleza y el clero (los zánganos). Al otro lado del Rin, el Estado moderno imaginado por Georg Wilhelm Friedrich Hegel descansa sobre los hombros de funcionarios ilustrados que, según el filósofo, formarían una "clase universal" (Filosofía del derecho, 1821). Algunas décadas más tarde, en sus Escritos contra Marx, Mijaíl Bakunin se sublevará ante la perspectiva de un Estado socialista: "Todo eso exigirá una ciencia inmensa y muchas cabezas rebosantes de cerebro. Será el reino de la inteligencia científica, el más aristocrático, despótico, arrogante y despreciativo de todos los regímenes". Un "socialismo de los intelectuales" en lugar de un poder obrero, como lamenta en 1905 otro anarquista, Jan Waclav Majaiski, en La bancarrota del socialismo del siglo XIX.

"Terminar con las ideologías"

Las "cabezas rebosantes de cerebro" no poseen los medios de producción, sino un saber que venden a los propietarios, los cuales les delegan la supervisión de los negocios, el control de los productores y la organización del trabajo, así como la tarea de aumentar la productividad mediante la técnica. Pero la escuela produce demasiados y, en 1892, el socialista Karl Kautsky analiza el proceso de implantación-devaluación de los títulos académicos entre los trabajadores del conocimiento: "Los que aspiran a un empleo público deben esperar durante años, a menudo durante una decena de años, antes de obtener un puesto inferior, mal retribuido. Entre los demás, el paro y el surmenage se alternan. [...] Pronto, una única característica distinguirá a esos proletarios de los demás asalariados: nos referimos a sus pretensiones" (El programa socialista). Clase dominante en potencia o proletariado movilizable contra el orden que lo desclasa, la imagen que los titulados tienen de sí mismos oscila desde hace un siglo y medio entre esos dos destinos que, en la realidad, coexisten en todo momento.

Cuando Michael Young escribe El triunfo de la meritocracia a finales de la década de 1950, el tema de los intelectuales como clase dominante vuelve a la palestra, esta vez con un tono más positivo. En el Este, el sistema educativo soviético produce millones de ingenieros y directivos de la administración supertitulados, lo que se traduce en un "ascenso de los elementos sociales más instruidos" (9). En el Oeste, la organización científica de la producción industrial impulsada en la década de 1920 por Frederick Taylor y potenciada durante el New Deal de Franklin D. Roosevelt alcanza una velocidad de crucero. Se desarrolla una intelligentsia encargada de coordinar y planificar circuitos económicos tentaculares: la "tecnoestructura" descrita por el economista John Kenneth Galbraith en su libro El nuevo Estado industrial (1967).

Esta neoburguesía cultivada nutre tanto la base social de la Nueva Izquierda contestataria como la de la Administración Kennedy, brillantes titulados que reflexionarán sobre la guerra de Vietnam. Más allá de sus inclinaciones políticas, alimentan una misma desconfianza hacia los extremos del colectivismo y del tradicionalismo. La idea de "terminar con las ideologías" les resulta natural, ya que preludia el gobierno de los expertos, es decir, la multiplicación de carreras que les permiten a los intelectuales vender sus competencias académicas. Y mientras que la facción radical del grupo quema sus últimos cartuchos de los años 1968, una caterva de economistas, juristas y periodistas emprende la ofensiva que conducirá al "gran salto hacia atrás" liberal y a la creación de cientos de miles de puestos de altos directivos generosamente remunerados por las instituciones financieras (10). No obstante, hasta finales de la década de 1970, impera la convicción de que "la nueva clase es la fuerza más progresista de las sociedades modernas; ocupa un lugar central en toda posible emancipación humana en un futuro previsible", como escribe en 1979 el sociólogo Alvin Gouldner en una exitosa obra (11).

Veinte años antes, Michael Young se mostraba menos optimista. Ya que, a medida que pasan las páginas, El triunfo de la meritocracia se transforma en pesadilla. El gobierno de las clases instruidas, que ha instalado a los hijos más brillantes del mundo obrero en puestos de poder para debilitar a la oposición, ya solo está compuesto por expertos. La masa de los no titulados convertidos en "inempleables" por los prodigios de la "automatización" -¡ya entonces!- se encuentra reclutada a la fuerza como personal doméstico de los intelectuales. "Una vez que todos los genios forman parte de la elite y todos los cretinos son obreros, ¿qué significa la igualdad?", se pregunta el narrador. En la ficción de Young, el gobierno de los intelectuales alcanza la madurez a principios del siglo XXI. Provista de privilegios en especie -apartamentos confortables, cenas exquisitas, vacaciones espléndidas-, la clase instruida escolariza a sus hijos en colegios diferentes y ya solo se reproduce entre sí. "La elite pasa a ser hereditaria; los principios de la herencia y del mérito se funden", observa el narrador, vagamente inquieto por el giro de los acontecimientos. Pero la historia no se detiene ahí...

Entretanto descubrimos el epílogo, hay que admitir que el mundo distópico expuesto en esta "socio ficción" escrita hace más de sesenta años se parece tremendamente al nuestro. Tanto en EEUU como en Europa, un abismo separa a la pequeña minoría de los titulados de selectivos estudios de posgrado (entre el 5 y el 10% de la población de los países occidentales) y los demás. El hincapié que se ha hecho estos últimos años en la contraposición entre el 99% de la población y el 1% de los más ricos desvía la atención del grupo más amplio, que se beneficia desde hace medio siglo de la competición meritocrática y sin el cual el 1% no puede establecer ni perpetuar su dominación. Aunque esta visión de la lucha de clases, que los meritócratas popularizan, presenta la ventaja de situar a estos últimos en el campo de los oprimidos junto a las trabajadoras de la limpieza, ignora dos fenómenos cruciales identificados por Young en su fábula de anticipación: el monopolio del poder político detentado por los intelectuales, y el carácter cada vez más hereditario de su dominación.

Para justificar la creación de la Escuela Libre de Ciencias Políticas -que se convertirá en Science Po-, el profesor Émile Boutmy hizo en 1871 esta célebre declaración: "Obligados a sufrir el derecho de los más numerosos, las clases que se autodenominan clases elevadas solo pueden conservar su hegemonía política invocando el derecho de su capacidad. Es necesario que, tras la resquebrajada muralla de sus prerrogativas y la tradición, el torrente de la democracia choque contra una segunda muralla hecha de méritos brillantes y útiles, de superioridades cuyo prestigio se imponga, de capacidades de las que no se pueda prescindir sin vesania" (12). Siglo y medio más tarde, observar un directorio de responsables políticos casi nos haría olvidar que los cargos de diputado, de jefe del Estado o de Gobierno no requieren formalmente de ninguna titulación.

Mark Bovens y Anchrit Wille, autores de una investigación sobre los dirigentes políticos de seis países europeos (Alemania, Bélgica, Dinamarca, Francia, Países Bajos, Reino Unido), confirman que los regímenes representativos actuales parecen "democracias de titulados". "Los titulados de la educación superior han terminado copando todas las instituciones y plataformas políticas, ya se trate de partidos, parlamentos y despachos, de grupos de presión, espacios de deliberación o hasta de consultas por Internet" (13). En 2016, el 100% de los ministros belgas y alemanes tenían estudios superiores, al igual que el 95% de los ministros franceses. En Reino Unido, el 60% de los ministros habían pasado por las universidades de elite de Oxford o Cambridge. Sin embargo, observan los investigadores, "los ciudadanos sin estudios superiores conforman alrededor del 70% del electorado". ¿Produce la excelencia académica realmente dirigentes más eficaces, parlamentarios más perspicaces? La cuestión -oh, sorpresa- no apasiona a los académicos y los pocos trabajos existentes revelan que los políticos titulados "no son menos absentistas, no contribuyen más a la producción parlamentaria ni son reelegidos más que el resto" (14). Se objetará con razón que el fenómeno no es nuevo. Y ese es justo el problema: las nacientes democracias habían prometido un gobierno "por y para el pueblo" basado en la instrucción universal.

¿Cómo se perpetúa la dominación de una pequeña capa social de sabios-dirigentes cuando la universidad fabrica sin pausa ejércitos de aspirantes? Desde principios del siglo XIX, el porcentaje de titulados de la educación superior ha pasado en EEUU y Europa de menos de un 1% de la población adulta a aproximadamente un 35%. Para mantener la barrera, basta con subir el nivel instaurando nuevos obstáculos culturales y financieros, infranqueables no solo para los menos instruidos sino también para los titulados supernumerarios. En EEUU, la criba combinada del conocimiento y el dinero garantiza una selección social tan efectiva que, tal y como había predicho Young, la flor y nata de los meritócratas se reproduce ahora de generación en generación, como una clase dominante hereditaria. Todos los titulados no son ricos, pero casi todos los ricos son titulados: en 2017, el 98,4% de los estadounidenses que ganaban más de dos veces y media el salario medio anual -esto es, 94.300 dólares (83.500 euros)- tenía un título igual o superior al bachelor (título de grado). En lugar de títulos de nobleza, los padres transmiten a su progenitura los títulos universitarios más prestigiosos y costosos, en la estela de los milmillonarios de Silicon Valley, que destinan su fortuna a fundaciones filantrópicas, y a sus hijos a Stanford o Harvard.

"El mérito es una estafa"

El modo de vida indolente, los gastos ostentosos, la contratación de nodrizas, típicos de la burguesía ilustrada del siglo XIX, se han transformado en prácticas opuestas: la flor y nata de los intelectuales adinerados trabaja con ahínco y consume una parte creciente de sus ingresos y su tiempo en formación, bienestar, cultura, así como en la salud de sus pequeños. Niñeras bilingües, guarderías de elite a 50.000 dólares anuales, lecciones particulares de bellas artes desde los tres años, escuela primaria de elite con sección de lenguas extranjeras y ciencias que solo acepta el 5% de las candidaturas (aquellas, sobre todo, redactadas por un asesor contratado a tal efecto por la familia)...; el desarrollo precoz del "capital humano" justifica todas las inversiones.

En 2014, explica la socióloga Elizabeth Currid-Halkett, "el 1% de los más ricos se gastaron 3,5 veces más en educación que en 1996 (en valores absolutos y en porcentaje de gasto). Y 8,6 veces más que la media nacional" (15); el 5% de los más ricos sigue su ejemplo. Esos gastos de reproducción dinástica, que también incluyen los del preceptor (a cuyo servicio las familias más determinadas ponen un asistente personal), las escuelas privadas cuya frecuentación implica residir en un barrio de postín, los viajes culturales, la enseñanza de violín y otras prácticas distintivas recomendadas para acceder finalmente a Harvard, Yale, Princeton o Stanford, donde solo las tasas académicas oscilan entre los 40.000 y los 70.000 dólares anuales, alcanzan sumas gigantescas -en 2019, el salario anual medio en EEUU era de 63.700 dólares-. Para un hogar perteneciente al 1% de los más ricos, considera el profesor de Derecho Daniel Markovits, el incremento de gastos educativos con respecto a una familia de clase media equivale a una herencia de aproximadamente 10 millones de dólares (9 millones de euros) por hijo. "El mérito es una estafa -zanja-. Y toda una civilización sobrevive a esa conclusión" (16).

Estas cifras solo reflejan la parte visible del iceberg. Ya que la transmisión del capital cultural comienza desde la cuna en forma de tiempo de atención parental, en particular el de las mujeres. Los intelectuales, explica la socióloga Elizabeth Currid-Halkett, pasan entre dos y tres veces más tiempo que los demás jugando con sus hijos recién nacidos y educándolos. Ellas les dan pecho con mayor frecuencia y durante más tiempo, convencidas de que esa práctica incrementa las capacidades cognitivas, hasta el punto de que el trabajo de "asesor de lactancia" está en auge. A los tres años, un vástago de profesionales liberales ha oído de media veinte millones de palabras pronunciadas por un humano más que un niño de clase media; su vocabulario es un 49% más variado. Al entablar en la relación con sus descendientes una intención educativa que preludia la de los docentes, los padres desarrollan su sensibilidad emocional, concentración y disciplina. "A los 18 años, un niño rico habrá recibido 5.000 horas más de atención que un niño de clase media en forma de historias leídas, conversaciones, eventos culturales, entrenamiento deportivo, etc. -precisa Markovits-. Un niño de clase media de la misma edad habrá pasado 5.000 horas más frente a una pantalla que un niño rico".

La segregación de la "clase creativa" tiene su correlato en el plano espacial cuando los hogares que acumulan todos los recursos se agrupan en determinados barrios de metrópolis progresistas y abiertas que procuran un estilo de vida más sano, una red social más amplia y mayores oportunidades de éxito que las del 90% de los estadounidenses menos ricos (17). "Las inversiones masivas de la elite en educación -observa Markovits- han reportado sus frutos. En la actualidad, la brecha escolar entre los estudiantes ricos y pobres es mayor que la que separaba a blancos y negros en 1954", el año en que la Corte Suprema declaró inconstitucional la segregación racial en la escuela. "La desigualdad económica produce hoy en día una desigualdad educativa mayor que la del apartheid estadounidense".

Protegidos tras la muralla de la exigente educación que erigen en norma a través de la prensa y la cultura, los intelectuales más prósperos juzgarán con menosprecio a los padres forzosamente menos abiertos, menos progresistas y menos generosos que no adoptan los mismos ritos culturales, sociales y alimentarios. Y dictarán sentencia: "Solo tenían que haber estudiado", conminación que resume por sí sola la vertiente "social" de los programas liberales.

Con todo, nos equivocaríamos si asociáramos la vida de las elites meritocráticas a un fluido y apacible discurrir. El darwinismo social que descarta de entrada a la mayoría de niños nacidos en familias pobres sitúa también a los hijos de los ricos en un estado de competencia permanente. Ya sea en su iniciación al griego antiguo a los tres años de edad o en jornadas de doce horas como asociados de un despacho de abogados, los meritócratas han descubierto a sus expensas que el capital, incluso cultural, precisa del trabajo -¡el suyo!- para producir beneficios. Esta sujeción a empresas a menudo desprovistas de utilidad social, que erigen la autodestrucción por agotamiento en criterio de excelencia profesional, incita a una fracción, minúscula pero en aumento, a desertar y pasarse al artesanado o la ayuda humanitaria y, más raramente, a la protesta social. Semejantes arrebatos continúan siendo la excepción. Una vez se tiene asegurada la entrada en una escuela de elite, el destino está trazado.

En EEUU, la mitad de los estudiantes de las doce universidades más prestigiosas pertenece al 10% de los hogares más ricos. En Francia, la secesión de la burguesía ilustrada no ha llegado a ese punto. En primer lugar, porque el porcentaje de ingresos detentado por este último decil permanece estancado desde principios de la década de 1970 -al otro lado del Atlántico, ha aumentado un 13%-. En segundo lugar, porque los hijos de las familias acomodadas experimentan con frecuencia una fase de precariedad al principio de su carrera, lo que les lleva a no reconocer ningún "privilegio" de clase aunque posean el escaso recurso que, junto con la propiedad, estructura la jerarquía social: buenos títulos académicos. Por último, el bajo coste de la educación superior francesa contrasta con los exorbitantes gastos exigidos en EEUU. No obstante, el exclusivismo burgués de las escuelas de elite no es menos pronunciado: la Escuela Nacional de Administración (ENA) cuenta con un 6% de obreros y empleados pese a que más de la mitad de la población activa pertenece a esas categorías. En cuanto a la Escuela Politécnica, el 1,1% de los alumnos tienen padres obreros frente al 93% que tienen padres ejecutivos o de "profesión intelectual superior" (18). Este apartheid meritocrático va en aumento desde la década de 1950. Salta a la vista la paradoja de una institución basada en la promesa de universalizar el conocimiento y convertida a medida que se expande en el centro de triaje encargado de separar al 10% que dominará a todos los demás (19).

Los afortunados elegidos quizás se reconozcan en esta descripción del escritor estadounidense Matthew Stewart, publicada en 2018 en las distinguidas columnas de la revista The Atlantic: "Nosotros, el 9,9% de la población [...], nos paseamos en vaqueros y camisetas heredadas de nuestros comienzos supuestamente modestos. Preferimos referirnos a nuestro estatus hablando de nuestros cuerpos alimentados con alimentos bío, de las hazañas de nuestra progenitura y de la rectitud ecológica de nuestros barrios. Hemos aprendido a blanquear nuestro dinero mediante nuestras elevadas virtudes. Sobre todo, hemos aprendido a transmitir todas esas ventajas a nuestros hijos". Stewart resumía de un solo trazo la verdad objetiva que los ejecutivos y profesionales intelectuales persisten en negar: "Hacemos funcionar la máquina que transfiere los recursos del 90% de la población hacia el 0,1% de la población. Hemos disfrutado satisfechos de nuestra parte del pastel" (20). Aunque, sin duda, la piel blanca y el género masculino constituyen en las sociedades occidentales privilegios en cuyo reconocimiento se avanza, la pertenencia al 10% de los más formados es otro, cuya existencia, sin embargo, relativizan gustosamente sus beneficiarios.

Oposición a las elites liberales

La creciente influencia de los intelectuales prósperos ha reconfigurado profundamente el paisaje político occidental. Tras la Segunda Guerra Mundial, los ciudadanos menos titulados y menos ricos, así como una pequeña fracción de los profesionales intelectuales vinculados al sector público, votaban a partidos de izquierda. Esta coalición se ha desintegrado. Desde la década de 1990, socialistas, demócratas y verdes forman "partidos de titulados" que las clases populares han abandonado en gran medida, tal y como lo han analizado Thomas Frank y, más tarde, Thomas Piketty. En noviembre de 2016, por primera vez, no solo los estadounidenses más formados sino también los más adinerados votaron mayoritariamente por los demócratas. Obreros y empleados abandonan el juego electoral o desvían sus sufragios hacia partidos que, si bien no representan sus intereses económicos, se definen por oposición a las elites liberales. "Si queremos comprender el ascenso del 'populismo' -escribe Piketty-, es importante comenzar analizando ese ascenso del 'elitismo'" (21).

Esta línea divisoria es un regalo caído del cielo para los comentaristas impacientes por liquidar divisiones que consideran superadas. "En numerosos países -explica el semanario liberal The Economist (6 de junio de 2020)-, la vieja división izquierda-derecha, basada en la economía, ha sido sustituida por una división liberal-conservadora basada en la cultura". Pero lejos de excluirse, cultura y economía se superponen. En Francia, la posesión de un título de máster está estrechamente ligada al origen social: en 2017, el 40% de los hijos de profesionales liberales tenían un título de bac+5 [estudios de posgrado] o de ingeniería, frente a menos del 4% de los hijos de obreros cualificados del sector logístico. El gobierno de los intelectuales adinerados se inscribe en el marco de una lucha de clases de lo más tradicional.

En EEUU, la ola de "muertos por desesperación" (suicidio, alcohol, drogas) es un trágico ejemplo de ello: según los investigadores Anne Case y Angus Deaton, ese aumento de decesos entre la población blanca en la franja de edad comprendida entre los 45 y los 54 años, calculado en 600.000 entre 1999 y 2017, afecta casi exclusivamente a los no titulados. Desde 1990, su tasa de mortalidad ha crecido un 25% mientras que la de los titulares de un bachelor ha disminuido un 40%. "Para los no titulados, el nivel de sufrimiento, problemas de salud y trastornos mentales aumenta mientras la capacidad para trabajar y socializarse disminuye. La brecha aumenta también en materia de ingresos y estabilidad familiar. El bachelor se ha convertido en el principal indicador del estatus social" (22).

En su distopía escrita setenta años antes, Michael Young no decía otra cosa. Pero su obra termina con una nota optimista. En mayo de 2033 estalla un poderoso movimiento "populista" desencadenado por las mujeres, apartadas del reparto de poderes meritocráticos en provecho de los hombres. "Por primera vez, una minoría disidente de la elite se ha aliado con las clases inferiores, hasta ahora tan aisladas y dóciles", escribe el pretencioso narrador de Young, sin precisar si los insurrectos llevaban chalecos amarillos. Estallan disturbios. Los empleados de una tienda de lujo destruyen su establecimiento. Encuentran destripado al ministro de Educación. Se organiza una huelga general para el 1 de mayo de 2034, la primera en más de 40 años.

El narrador, desorientado y de repente menos infatuado, confía en la rápida sofocación del movimiento. Su relato se interrumpe abruptamente. En el manuscrito, una nota lacónica del editor indica que no ha sobrevivido a la insurrección.

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Notas

(1) Michael Young, The Rise of the Meritocracy 1870-2033. An Essay on Education and Equality, Thames and Hudson, Londres, 1958.

(2) Thomas Frank, Pourquoi les riches votent à gauche, Agone, Marsella, 2018.

(3) Jean-Claude Chamboredon, "La délinquance juvénile, essai de construction d'objet", Revue française de sociologie, vol. 12, n.º 3, 1971.

(4) Robert Paxton, La France de Vichy, Seuil, París, 1973 (ed. original: 1972).

(5) Pierre Bourdieu, Sobre el Estado, Anagrama, Barcelona, 2014.

(6) Etienne Balazs, La Bureaucratie céleste. Recherches sur l'économie et la société de la Chine traditionnelle, Gallimard, París, 1968.

(7) Isabelle Kalinowski, "'Ils ne songent pas à désirer le nirvana'. La sociologie des intellectuels dans Hindouisme et bouddhisme de Max Weber", en Johan Heilbron, Rémi Lenoir y Gisèle Sapiro (bajo la dir.), Pour une histoire sociale des sciences sociales, Fayard, París, 2004.

(8) Cf. Lawrence Peter King e Ivàn Szelényi, Theories of the new Class. Intellectuals and Power, University of Minesota Press, Minneapolis, 2004.

(9) Marc Ferro, prólogo a la nueva edición de La Révolution de 1917, Albin Michel, París, 1997.

(10) Cf. Serge Halimi, Le Grand Bond en arrière, Fayard, París, 2004.

(11) Alvin Gouldner, The Future of Intellectuals and the Rise of the New Class, MacMillan, Londres y Basingstoke, 1979.

(12) Dominique Damamme, "Genèse sociale d'une institution scolaire. L'Ecole libre des sciences politiques", Actes de la Recherche en Sciences Sociales, n.º 70, París, 1987.

(13) Mark Bovens y Anchrist Wille, Diploma Democracy. The Rise of Political Meritocracy, Oxford University Press, 2017.

(14) Nicholas Carnes y Noam Lupu, "What Good Is a College Degree? Education and Leader Quality Reconsidered", The Journal of Politics, vol. 78, n.º 1, Chicago, 2016.

(15) Elizabeth Currid-Halkett, The Sum of Small Things, Princeton University Press, 2017.

(16) Daniel Markovits, The Meritocracy Trap. How America's Foundational Myth Feeds Inequality, Dismantles the Middle Class and Devours the Elite, Penguin Press, Nueva York, 2019.)

(17) Véase Benoît Bréville, "Cuando las grandes ciudades emprenden su propio camino", Le Monde diplomatique en español, marzo de 2020. Véase también Richard V. Reeves, Dream hoarders. How the Americain Upper Middle Class is Leaving Everyone Else in the Dust, Brookings Institution Press, Washington, 2017.

(18) Cf. en lo que respecta a EEUU: Raj Chetty et al., "Income Segregation and Intergenerational MobilityAcross Colleges in the United States", NBER Working Papers, febrero de 2020. En lo que respecta a Francia: Pierre François y Nicolas Berkouk, "Les concours sont-ils neutres? Concurrence et parrainage dans l'accès à l'École polytechnique", Sociologie, París, n.º 2, vol. 9, 2018.

(19) Cf. Emmanuel Todd, Où en sommes-nous. Une esquisse de l'histoire humaine, Seuil, París, 2017.

(20) Matthew Stewart, "The Birth of a New American Aristocracy", The Atlantic, Washington, junio de 2018.

(21) Thomas Piketty, Capital e ideología, Deusto, Barcelona, 2019.

(22) Anne Case y Angus Deaton, Deaths of Despair and the Futur of Capitalism, Princeton University Press, 2020.

mondiplo.com

 

Enlace al artículo: https://www.lahaine.org/dG9f