La escalada bélica en Medio Oriente, que viene alcanzando niveles de alta peligrosidad para la región y para el mundo, tiene como protagonista excluyente al régimen de Israel, con el apoyo incondicional de los EEUU y, en grado menor, la Unión Europea. A partir del ataque reivindicativo de Hamas el 7 de octubre de 2023, el régimen de Benjamin Netanyahu comenzó una ofensiva desproporcionada que, por un lado, ha sometido a la población entera de la Franja de Gaza (ya previamente calificada como un "campo de concentración a cielo abierto") a una campaña de exterminio que ha sido denunciada, con fuertes fundamentos, como genocida, y una agresión con métodos terroristas contra el llamado "eje de la resistencia", cuya última etapa fue el ataque contra la República Islámica del Irán con el pretexto de acabar con su programa nuclear.
En el curso de esta ofensiva, Israel ha bombardeado hasta dejar en ruinas la Franja de Gaza, sin respetar ningún parámetro humanitario: atacó no solo las fuerzas milicianas del gobierno de Gaza, sino que destruyó la infraestructura civil. También ha asesinado a los principales dirigentes de los aparatos armados que se le opusieron a través de bombardeos supuestamente "quirúrgicos" que, usando bombas anti búnker de fabricación estadounidense, no solo acabaron con la vida del dirigente buscado, sino con las decenas o centenas de personas que estaban en el lugar. Por ejemplo, para matar al líder de Hezbollah, Hassan Nasrallah, asesinaron a decenas de personas e hirieron a cientos, muchas de ellas civiles, que estaban en el edificio.
El régimen de Israel ha llevado a cabo atentados que si los hubiera cometido alguna fracción islamista serían calificados sin dudas de terrorismo, como hacer explotar 4.000 dispositivos de mensajería de cuadros del Hezbollah libanés, volar la embajada iraní en Damasco, asesinar a un líder de Hamas en territorio iraní o hacer detonar coches-bomba en las calles de Teherán. No se queda atrás la destrucción de estructuras militares, bases, arsenales, hasta puertos en Siria, dejados sin defensa por el desbande del ejército sirio poco después del golpe contra Bashar Al Assad, entre muchos otros y abundantes ejemplos.
Este tipo de política exterior terrorista no es nueva para el régimen israelí. El servicio secreto Mossad es famoso por sus operaciones de asesinato selectivo en el exterior de dirigentes palestinos o de otras facciones árabes enemigas. Mucho menos llaman la atención los "ataques preventivos", basta como ejemplo la Guerra de los Seis Días de 1967, que llevó a la ocupación de los territorios palestinos que hoy están bajo dominio israelí, y también la península del Sinaí -devuelta a Egipto tras los acuerdos de Camp David de 1977- y los Altos del Golán sirios, aún ocupados. Lo que sí parece alcanzar un grado superior es la radicalidad no solo en los hechos, sino en lo discursivo, especialmente en la expresión abierta del supremacismo sobre la población palestina y la decisión de reducir al sometimiento y la imposibilidad práctica de tener medios de defensa a los demás países de la región.
El antecedente de Sudáfrica
Sin embargo, esta política tiene un antecedente histórico en la segunda mitad del siglo XX: el régimen racista de apartheid sudafricano que, mientras duró, mantuvo una estrecha alianza con Israel. La comparación entre ambas situaciones ha sido hecha con bastante frecuencia, pero generalmente haciendo referencias al trato a las poblaciones sometidas, el pueblo palestino en el caso israelí, y la mayoría negra -de diversos grupos étnicos- en Sudáfrica.
Pero también hay grandes semejanzas en la política exterior agresiva, basado en la superioridad militar y tecnológica y el terrorismo como arma para mantener a raya a los opositores, con el fin último de evitar el fortalecimiento de la oposición interna y sostener por la fuerza un régimen de opresión basada en la supremacía de una población implantada, más allá de los argumentos históricos o religiosos que intenten justificarlo.
El régimen sudafricano, un aliado incómodo y oculto
La comparación entre Israel y el apartheid sudafricano se ha hecho corriente y las razones para identificar las semejanzas entre ambos sistemas se acumulan, desde la segregación racial y religiosa hasta las masacres y episodios reiterados de limpieza étnica, junto con la existencia de una ideología supremacista y que justifica esas políticas incluso con argumentos "civilizatorios". Las continuidades entre el pensamiento de Daniel Malan, B.J. Vörster o Pieter Botha, por citar algunos de los más importantes dirigentes del racismo sudafricano, con las expresiones cotidianas de la élite israelí son claras y hablan por sí mismas.
Además, el apartheid, con sus "bantustanes" -tan parecidos a lo que deja el régimen sionista como margen de acción a la declinante Autoridad Nacional Palestina o al gobernante Hamas en Gaza-, sus fronteras internas y sus pasaportes raciales, no solo mantenía los privilegios de la minoría de origen europeo heredera de la colonización de esa parte de África, sino que era indispensable para sostener su economía, basada tanto en el dominio por esa minoría dominante de los ingentes recursos naturales de Sudáfrica (que continúa en gran parte) como en el trabajo en condiciones de súper explotación de la mayoría africana. Los palestinos, en diferente grado, de acuerdo a su condición legal y lugar donde viven, son también una mano de obra barata indispensable para la marcha de la economía israelí y mantener el nivel de vida de los ciudadanos de primera.
Para la Sudáfrica post apartheid, esta relación es tan evidente como para el ahora exfuncionario estadounidense y magnate Elon Musk (un sudafricano blanco descendiente de poderosos miembros del régimen racista) y para Trump, que alegando un inexistente "genocidio blanco" castigan al gobierno del Congreso Nacional Africano (CNA) por haber demandado a Netanyahu y sus colegas en el poder israelí por crímenes de guerra y genocidio contra la población de Gaza.
El activismo de las organizaciones populares sudafricanas -herederas de la lucha contra el régimen racista- en defensa de la causa palestina es notable y se refleja en las denuncias hechas contra Israel por el propio Cyril Ramaphosa, presidente de Sudáfrica, en la Corte Internacional de Justicia. La respuesta de Trump fue la expulsión del embajador sudafricano en los EEUU, las restricciones de visas a ciudadanos sudafricanos, la imposición de los aranceles de exportación más altos del continente africano y el otorgamiento de "asilo" a unos cuantos cientos de sudafricanos blancos que esgrimen estar en peligro de muerte por el "genocidio" que dicen está ocurriendo en Sudáfrica contra la minoría de origen europeo. Dicho "genocidio" sin muertos ni evidencias pretende igualarse con el genocidio real y televisado de los gazatíes.
Sin embargo, los puntos de contacto entre la vieja Sudáfrica racista y el Ente de Israel son mucho más claros en la agresiva política exterior de ambos regímenes que, no por casualidad, desarrollaron en los años 70 y 80 una estrecha alianza y colaboración política y militar. La escalada bélica de los últimos dos años en Medio Oriente pone de relieve las semejanzas, no solo en su trato de las poblaciones sometidas, sino también en el trato israelí hacia los Estados y pueblos vecinos, que hace recordar las prácticas del apartheid sudafricano hacia los llamados "países de la línea del frente" que lo rodeaban.
Ambos regímenes fueron estrechos aliados, especialmente a medida que la Sudáfrica blanca quedaba cada vez más aislada en la comunidad internacional, cosa que no le pasaba ni le pasa al régimen israelí, ya que los sudafricanos blancos difícilmente podían pretextar persecución ni genocidio ni explotar la culpa de nadie. La República de Sudáfrica soportaba un embargo de armas, de intercambios comerciales y hasta de eventos deportivos (violado groseramente por los Pumas argentinos, por ejemplo, que fueron a jugar rugby a Sudáfrica con el nombre de Sudamérica XV) que lo convirtió en un paria mundial, por lo menos en las relaciones abiertas (la CIA nunca dejó de apoyarlo a través de operaciones más o menos encubiertas).
Israel, en cambio, no solo no sufre aislamiento, sino que es apoyado, financiado y hasta ensalzado por la mayor parte de los países poderosos de Occidente. La alianza del apartheid con Israel, mayormente oculta, implicaba colaboración en tecnología militar, técnicas represivas, intercambios comerciales e, incluso, asistencia en el desarrollo de armas nucleares, que ambos obtuvieron y mantuvieron en secreto, sin ninguna inspección, sin firmar el Tratado de No Proliferación Nuclear (Sudáfrica recién lo hizo a la salida del régimen racista) y sin declarar su existencia jamás. Las bombas sudafricanas, se supone, fueron destruidas al terminar el apartheid, las israelíes siguen ahí.
Un cinturón de gobiernos dóciles para contener la rebelión interna
El apartheid sudafricano fue una potencia agresiva en el sur de África que usaba en su favor todas las herramientas legadas del colonialismo europeo, con algunas variantes importantes que lo aproximan a la situación que podemos observar entre Israel y Palestina. Sostener una sociedad brutalmente injusta basada en la segregación y en la explotación salvajes del trabajo de los pueblos sometidos, asegurando grandes negocios para la elite y un buen nivel de vida para el grueso de la población de origen europeo, era el fin que justificaba tanto el apartheid como la agresiva política exterior que la Sudáfrica blanca fue desarrollando a medida que la resistencia popular al régimen de segregación iba creciendo.
Esta situación, que había sido fácilmente desbaratada por la represión en los años 60, se tornó preocupante para el gobierno racista cuando se desmoronó el imperio colonial portugués y Angola y Mozambique pasaron a ser naciones independientes con movimientos de liberación de izquierda que apoyaban a la resistencia de la población negra sudafricana.
El apartheid intervino abiertamente en la guerra civil de Angola apoyando -junto a EEUU- a la UNITA (Unión por la Independencia Total de Angola), fuerza de derecha enfrentada al Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA,) apoyado por Cuba y la URSS, combatiendo también al movimiento por la independencia de Namibia (la SWAPO), ex colonia alemana que ocupaba ilegalmente desde la primera guerra mundial. Esto marcó el escenario bélico por los años siguientes, hasta la caída del régimen del apartheid, jaqueado por una rebelión cada vez más abierta de su población negra, pero también habiendo sufrido una importante derrota militar contra las fuerzas del MPLA y Cuba en el sur de Angola en 1988. Entre esos años, el régimen sudafricano intentó mantener bajo su dominio militar amplias zonas de los países circundantes, asestando todo tipo de golpes a los gobiernos que apoyaban a los movimientos anticoloniales y a la oposición interna, basada en su superioridad militar y económica.
Los racistas sudafricanos se veían a sí mismos, además, como una avanzada del mundo libre contra el comunismo, y un baluarte de la civilización occidental, que usaba su poder militar para aterrorizar a los países fronterizos. El objetivo declarado era formar una serie de gobiernos dóciles que hicieran de tapón para los vientos anticoloniales y revolucionarios que llegaban desde el resto de África, para evitar que los movimientos de izquierda llegaran al poder y, especialmente, para quitar todo apoyo a los opositores al apartheid dentro de Sudáfrica. Los métodos empleados no diferían mucho de los utilizados actualmente por el régimen sionista, con objetivos similares.
El terrorismo como política exterior
Tanto Sudáfrica como Israel compartieron una misma visión estratégica que llevó a una suerte de diplomacia del terror destinado a disciplinar a sus vecinos y castigar a los opositores en donde quiera que estuvieran, sin ningún tipo de límite ético a sus métodos y acciones, con el objetivo de asegurar la estructura social opresiva de sus respectivos Estados. Esto incluyó invasiones (en el caso sudafricano, a Angola y la ocupación de parte de su territorio), bombardeos, masacres, operaciones comando en territorio de terceros países, asesinatos políticos, infiltración masiva de organizaciones, torturas, etc., tanto por sus propias fuerzas militares como por aliados que respondían a sus políticas. La UNITA angoleña y los falangistas cristianos del Líbano son claros ejemplos de estos aliados, cada uno con sus propios objetivos, pero claramente subordinados, en especial en el plano militar.
Una comparación entre la actuación de ambos regímenes pone de relieve varias coincidencias inquietantes:
Este breve listado da cuenta de las semejanzas en el uso de la fuerza y el terror como elemento prioritario de la política exterior de ambos regímenes hacia sus respectivas regiones, basado en el uso abusivo y discrecional del poderío militar, no respetar leyes ni tratados internacionales y en la utilización del terrorismo como una herramienta más en las relaciones exteriores. No se trata solo de un régimen social explotador y bestial basado en una ideología supremacista, sino de un despliegue de los poderes estatales, basado en la superioridad de un aparato militar hipertrofiado, con el objetivo de presionar, amenazar, amedrentar y, llegado el caso, derrotar a los países vecinos, con el doble fin de crear un área de seguridad alrededor de las fronteras y de quitar apoyo y esperanzas de triunfo al movimiento de resistencia en la sociedad dominada.
Nada de esto tiene posibilidades de sostenerse, ni ahora ni en el pasado, sin el apoyo abierto y encubierto de los grandes capitales y los poderes de las potencias occidentales, empezando por los EEUU. Incluso en la aislada Sudáfrica racista, el flujo de capitales, inversiones y armamento nunca se detuvo. Para los EEUU de la guerra fría, era un aliado y un bastión en la lucha contra el comunismo. Los sudafricanos del apartheid se enfrentaron directamente con las tropas enviadas por la Revolución Cubana, en uno de los ejemplos más claros de internacionalismo con un propósito que iba mucho más allá de la mera geopolítica, contribuyendo decisivamente a la derrota del ejército que hasta ese momento imponía su voluntad a todo el sur del continente africano.
Las armas y el apoyo soviético también fueron decisivos para el desenlace de la guerra, que abrió el camino para que el apartheid evaluara costos y beneficios y decidiera ceder y evitar perderlo todo. Esa derrota militar marcó la frontera que no podían pasar y desde la cual debieron retroceder.
Israel sobrevivió a las transformaciones del mundo en la posguerra fría, haciendo fracasar los acuerdos de Oslo y cualquier otra iniciativa. Fue corriendo el arco cada vez más lejos, hasta llegara a situaciones intolerables como la que se vive actualmente en Gaza, y a ver caer uno tras otro a sus principales enemigos. Siguiendo la escalada, atacó incluso a Irán, un país notablemente más fuerte que Siria o Líbano.
A diferencia de la vieja Sudáfrica racista, no encontró oponentes militares que lograran derrotarlo o hacerle evaluar que los costos de la guerra permanente son demasiado altos para los fines perseguidos, hasta la derrota ante Irán. igualmente, parece dispuesto a ir cada vez más lejos y los costos que sus aliados de Occidente están dispuestos a pagar son cada vez mayores. Mantener el enclave disciplinador de gran parte de la región comienza a ser oneroso. Sin embargo, los límites que frenen a Israel todavía están por verse.
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