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EE.UU. :: 29/06/2025

La victoria de Zohran Mamdani, golpe al lugar central de Israel en la política estadounidense

Abdaljawad Omar
La victoria de Zohran Mamdani sobre Andrew Cuomo como alcalde de Nueva York podría marcar un punto de inflexión en la política de EEUU

Refleja una creciente fatiga con el papel de Israel en la vida estadounidense y la lenta implosión del sionismo bajo el peso de sus propios excesos.

A primera vista, podría parecer irrelevante, incluso absurdo, que una contienda por la alcaldía de Nueva York, o el destino electoral de una concejala en Brooklyn, dependa de la postura de uno respecto a Palestina. Después de todo, ¿qué tiene que ver la gobernanza municipal (zonificación, saneamiento, asequibilidad de la vivienda) con la devastación de Gaza, la hambruna de un pueblo, el espectáculo a cámara lenta de la muerte bajo los bombardeos? Y, sin embargo, esta aparente desconexión --entre la intimidad de los problemas locales y la enormidad de la violencia geopolítica-- es precisamente la condición bajo la cual opera la política estadounidense.

Es también dentro de esta disyunción entre escala e intensidad, entre distancia geográfica y proximidad ideológica, que algo más fundamental se hace visible.

En este contexto, la victoria de Zohran Mamdani sobre una figura tan emblemática de la continuidad institucional y el poder dinástico como Andrew Cuomo no es una mera anécdota electoral. Es un acontecimiento político. Uno que debe interpretarse no a través de la métrica de la personalidad o la mecánica de campaña, sino a través de la gramática simbólica de lo que ahora es decible, representable y electoralmente viable. El triunfo de Mamdani presagia un horizonte cambiante: Palestina, durante mucho tiempo considerada un «tercer carril» de la política estadounidense, ya no electrocuta a quienes se atreven a tocarla. Quizás aún no sea un consenso moral generalizado, pero ya no es una garantía de suicidio político.Anuncio

Para ser claros, Mamdani no se presentó como un agitador del antisionismo impenitente. Cedió, simbólica y retóricamente, a las inquietudes de una parte del electorado sionista liberal. Buscó un punto medio, moderando sus compromisos morales con gestos tranquilizadores, adoptando una postura que no se apartaba de su historia de solidaridad con Palestina ni abrazaba plenamente la claridad inflexible que Palestina a menudo exige. Y eso también es revelador.

Es precisamente esta ambivalencia calibrada --esta oscilación entre la afirmación y la tranquilidad-- la que provocó críticas, incluso entre la propia base de Mamdani y entre quienes trabajaron con él en la construcción y difusión del movimiento palestino. Las ambigüedades de su campaña en torno al «derecho a la existencia» de Israel y su vacilante invocación de una larga tradición política propalestina generaron inquietud. Para algunos, evocaba la coreografía habitual de la retirada moral: un gesto de concesión que corre el riesgo de metastatizarse en una postura, luego en una posición y, finalmente, en un principio. El temor, expresado no por cinismo sino por la memoria histórica, es que una concesión invite a otra y que, con el tiempo, el peso acumulado de estas concesiones arroje a Mamdani al mismo establishment que su victoria pareció desafiar.

En otras palabras, existe una profunda ansiedad ante la posibilidad de que la dialéctica de la incorporación ya esté en marcha: que el sistema, incapaz de neutralizar por completo a Palestina como política, la absorba como discurso, purificado, desprovisto de garra y legible solo mediante la gramática del «equilibrio», el «dos sidismo» y la falta de empatía por Palestina. El éxito electoral de Mamdani puede marcar el fin simbólico de Palestina como un tema de tercera línea, pero también plantea la inquietante posibilidad de que esta normalización tenga como precio su radicalismo. Entrar en la corriente política también implica arriesgarse a ser filtrado por ella y, además, cederle demasiado terreno.

Su victoria, entonces, no es solo un respaldo a Palestina como causa, sino un testimonio del cambio de estatus de Palestina como cuestión. Ya no es una línea infranqueable, sino un terreno de disputa, uno en el que los candidatos pueden intervenir, evadir, afirmar o desviar sin ser descalificados automáticamente. Ese cambio habla de la fuerza acumulada de décadas de organización, de las consecuencias morales de la insoportable visibilidad de Gaza y del cansancio de los votantes más jóvenes y de muchos progresistas ante las frías evasivas procedimentales de sus predecesores.

En ese sentido, el éxito de Mamdani no se trata solo de lo que dijo, sino de lo que ya no necesita callarse. Los silencios forzados se están resquebrajando, no con una ruptura revolucionaria, sino con el lento y demoledor desgaste del consenso imperial. Lo que antes debía ocultarse ahora puede nombrarse tentativamente, incluso si también se hacen concesiones simbólicas. Lo que una vez marcó el límite exterior de lo aceptable ahora se pliega --de manera torpe y cautelosa, pero definitiva-- al dominio de lo político.

Para ser claros, existen contingencias, muchas, de hecho. La victoria de Mamdani no puede obviarse de las particularidades de esta contienda. Después de todo, se enfrentaba a un exgobernador caído en desgracia, cuyo nombre --antaño sinónimo de dominio ejecutivo en Nueva York-- ahora perdura con el hedor rancio del escándalo y la teatralidad agotada de la redención del establishment. Además, la campaña de Mamdani fue inusualmente precisa en su arquitectura. Se movió con claridad, disciplina y una cadencia comunicativa distintiva: seria pero serena, clara pero tácticamente ágil. Su atractivo no se cultivó mediante la demagogia ni el carisma sectario, sino mediante una fidelidad casi anacrónica al programa: autobuses públicos gratuitos, ampliación de las guarderías, estabilización de alquileres; no como demandas políticas aisladas, sino como parte de un imaginario moral y político más amplio, moldeado por sus compromisos socialistas.

El hecho de que este mensaje haya resonado, no solo en enclaves progresistas, sino en diversos sectores urbanos --jóvenes, inmigrantes, inquilinos, trabajadores culturales, desencantados políticamente-- es en sí mismo una señal: no de una candidatura mesiánica, sino de un anhelo más profundo. Un anhelo de coherencia, de principios y de una política que no tema nombrar al poder, pero que sea lo suficientemente disciplinada como para hablar de lo que se puede construir.

Pero lo que también se hace cada vez más palpable --aunque todavía se habla de ello en voz baja o con tono de desautorización-- es una fatiga creciente dentro de los propios EEUU. Una especie de agotamiento político y psíquico, tenue al principio pero ahora inconfundible, que ha comenzado a acumularse en torno al lugar de Israel en la vida pública estadounidense. Entre los comentaristas, los podcasters y la constelación de personajes mediáticos que orbitan en los centros de los medios alternativos, surge una incomodidad --incluso una irritación-- con la obsesiva centralidad de Israel para la identidad estadounidense, sus rituales políticos y las compulsivas exhibiciones de lealtad que exige. No es solo la confrontación dentro de la derecha con un «América Primero» lo que excluye a Israel y lo integra en el significado de «América Primero». No se trata solo de las voces emergentes que centran a Palestina, aunque todavía al margen, pero con un poder creciente.

Es también en el surgimiento mismo de la cuestión --la cuestión del «derecho a existir» de Israel, de la lealtad obligatoria del político, de las declaraciones ritualísticas de apoyo-- que se hace evidente un malestar más profundo. Lo que antes se consideraba establecido, axiomático y sagrado, ahora se ve agobiado por su propia carga performativa. Estas preguntas ya no flotan como verdades evidentes; caen bajo el peso de su propio agotamiento. Incluso plantearlas ahora es registrar que algo ha cambiado: que estas afirmaciones, repetidas hasta la saciedad, se han convertido en indicadores no de claridad moral, sino de bancarrota ideológica.

Cada vez más, la insistencia en Israel como prueba de fuego ya no se percibe como una señal de seriedad moral, sino como el reflejo desgastado de una clase dirigente --política, mediática, institucional-- cuyas coordenadas éticas se desmoronan bajo el peso de sus propias contradicciones. La repetición de la lealtad funciona ahora menos como un indicador de convicción que como un síntoma: de miedo, de decadencia ideológica, de un aferramiento desesperado a un orden cuyos mitos fundacionales comienzan a desmoronarse.

Basta con examinar el apoyo implícito del New York Times a Andrew Cuomo y su aversión apenas velada a Zohran Mamdani: un gesto no de desacuerdo político, sino de desprecio vengativo por el mero hecho de su historial propalestino. O podríamos recurrir, sin ilusiones, a figuras como Tucker Carlson, cuyos comentarios sobre la obsesiva centralidad de Israel en la vida política estadounidense, dirigidos al senador Ted Cruz, no nacen de la solidaridad con Palestina, sino del agotamiento; un agotamiento, sin embargo, sintomático de un malestar más amplio. Seamos claros: no se trata del surgimiento de una corriente dominante pro-palestina coherente. Lejos de eso. Pero lo que está empezando a erosionarse es la santidad del lugar de Israel en la vida moral estadounidense. El cambio, en esta etapa, no es de la marginalidad a la centralidad para Palestina, sino de la centralidad incuestionable a un incómodo desplazamiento para Israel.

Por ejemplo, deberíamos resistir la tentación de asumir que el incesante despliegue de acusaciones de antisemitismo por parte de la hasbará israelí busca principalmente silenciar las críticas a Israel. Por el contrario, lo que presenciamos es algo mucho más interesante: el exceso obsceno de esta estrategia retórica está empezando a ser contraproducente, no porque la gente se vuelva repentinamente más pro-palestina, sino porque se está cansando, incluso disgustando, de verse obligada a realizar el ritual de la excepcional preocupación por la centralidad simbólica de Israel. Seamos claros: este agotamiento no es el resultado de un despertar descolonial. Más bien, es el resultado inevitable de la sobreproducción ideológica. Cuando cada crítica se convierte en un potencial delito de odio, cuando cada llamado al alto el fuego se etiqueta como incitación y cuando cada protesta se presenta como una reunión antisemita, algo empieza a cambiar en el orden simbólico.

La misma maquinaria diseñada para preservar la posición hegemónica del régimen de Netanyahu en la vida moral estadounidense empieza a desmantelarla. Cuanto más insiste Israel en su estatus único, más visible se vuelve su violencia. Cuanto más acusa, más revela, cuanto más exige silencio o lealtad, más se debilita. Y aquí está el giro: la actual dislocación del lugar simbólico de Israel en el imaginario estadounidense no es solo resultado del activismo propalestino. También es, quizás principalmente, resultado de las propias acciones de Israel: su insistencia en el excepcionalismo, su continuo genocidio en Gaza y su intento de arrastrar a EEUU a una guerra regional.

En definitiva, el cambio que presenciamos no es el triunfo de una narrativa alternativa, sino la lenta implosión de la dominante bajo el peso de su propio exceso. Lo que vivimos no es simplemente una crisis de legitimidad, sino una crisis de legibilidad: un momento en el que las coordenadas que antaño hacían que el apoyo a Israel pareciera natural, moral, incluso inevitable, empiezan a desdibujarse. Y, paradójicamente, no es el discurso antisionista el que ha producido esta ruptura, sino el propio sionismo: su saturación del espacio simbólico, su exigencia de ser el centro de cada cálculo moral, su compulsión a hablar incluso cuando nadie pregunta. Esta es la lógica de la sobreproducción ideológica: cuando un sistema ya no puede sostener sus propias ficciones, no porque hayan sido refutadas, sino porque se han repetido con demasiada frecuencia, demasiado alto, con demasiada poca vergüenza.

En ese momento, la ideología deja de funcionar como creencia y empieza a cuajar en farsa. Y tal vez es ahí donde estamos ahora: no en presencia de una contrahegemonía victoriosa, sino en las ruinas de una narrativa que se agotó al insistir demasiado, demasiado a menudo y a expensas de todo lo demás.

Mondoweiss / Resumen Latinoamericano / La Haine

 

Enlace al artículo: https://www.lahaine.org/dM9d