2020 no es 2015. Si lo sabíamos cronológicamente, ahora lo sabemos también política y socialmente.
Entre 2015 y 2020 transcurre una vida completa: una megaenfermedad que resetea nuestras relaciones, varias tormentas alternadas con sequías recurrentes, incremento salvaje e injustificado (porque Guatemala es un país de recursos abundantes) de la desnutrición y el hambre…cinco años de gobiernos sin el pueblo y contra el pueblo.
Sucedió o sucede el fortalecimiento brutal del capital mafioso, en alianza estrecha con el sector empresarial organizado que acciona para suprimir el mandato de la Comisión Internacional contra la Impunidad, CICIG, y anular la lucha anticorrupción. ¿Y el Estado? en modo de clamorosa ausencia, tanto como garantía de derechos como para la acción en situaciones límite: pandemia, desastres socionaturales, emergencia alimentaria por desnutrición y pérdida de cultivos.
Se impone estos años el rearme autoritario y promilitar: cada vez más, el manejo de la administración pública, incluso del espacio público, se asemeja al manejo de un cuartel: estados de emergencia, toques de queda, incorporación de militares retirados o en activo a la gestión de instituciones estatales, con el fin de administrar la continuidad de intereses y la continuidad del poder actual.
2020 tampoco es 2015 en cuanto a las demandas, las actorías sociales, los liderazgos emergentes, las nuevas caras presentes, con formas de actuación e identidad característica.
Durante 2015, grandes movilizaciones nacionales (independientemente de las limitaciones en cuanto al impulso de una agenda de transformación) implicaron el surgimiento de nuevos sujetos urbanos, la concienciación de sectores de clase media (después revertida) y la articulación parcial de demandas de lucha contra la corrupción y por la reforma contenida del Estado, con las demandas históricas y de transformación estructural (refundación del Estado, Asamblea Constituyente Plurinacional). Las demandas centrales fueron la lucha contra la corrupción y por la renovación y dignificación de la clase política y la institucionalidad.
En este 2020 que acabó en el mes de marzo con la pandemia y volvió a reiniciarse en noviembre de 2020 con una nueva fase de movilizaciones, ubico preliminarmente estas variantes:
2020, estado de la cuestión. En el haber, el acumulado para un nuevo ciclo masivo de movilizaciones, que aporta en la medida en que las actorías nuevas y las tradicionales confluyan, dialoguen y generen acciones comunes, desde las diversidades, con la capacidad de prever riesgos, dibujar escenarios complejos y complementar estrategias y acciones.
Hay una gran experiencia y construcciones que ayudan a repensarnos desde los territorios y comunidades más que desde espacios institucionales; a seguir construyendo o viviendo comunidades y sus métodos de consenso y participación; a articular sujetas y sujetos plurales; a construir un nuevo pacto que sustituya al «no pacto» constitucional y su inviabilidad como promotor de justicia y derechos. Es tiempo de profundizar nuevas formas de organización y acción, para avanzar hacia una nueva vida.
En el debe de este momento histórico tenemos el hartazgo y el cansancio hasta la extenuación, caldo de cultivo para tensiones y manifestaciones extremas de indignación. La sensibilidad social está a flor de piel.
El Estado no ha cumplido, las autoridades han hecho de la política y el presupuesto un botín, sin pudor ni recato. Nos deben fondos, derechos y también dignidad.
Esto es el reinicio, todavía no sabemos hacia dónde vamos. Posiblemente solo compromisos reales de cambio, pasos en firme hacia nuevas construcciones de la sociedad y nuevas formas de concebir la política, puedan contener la indignación desparramada.
Los actores de poder sienten retumbar las voces que nunca quisieron oír y las demandas que siempre se negaron a atender.
CALPU