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Mundo :: 14/01/2021

Estados alterados (I)

Mabel Thwaites Rey
Reconfiguraciones estatales, luchas políticas y crisis orgánica en tiempos de pandemia :: (Prólogo)

Con este libro se busca realizar un aporte al rico debate que se desarrolla en América Latina sobre el devenir actual y las perspectivas de corto y mediano plazo, no sólo desde espacios académicos sino en la gran variedad de procesos sociopolíticos que aspiran a transformar las realidades desde la lucha colectiva y en clave emancipatoria. Con sus luces y sombras, la crisis multidimensional que hemos vivido con fuerza en 2020, ha puesto en evidencia que lo estatal continúa siendo un eje estructurador y explicativo fundamental, a la vez que un complejo territorio en disputa.

Prólogo

El annus horribilis 2020 deja un mundo arrasado por la pandemia del Covid-19 y, expuestas de modo descarnado, todas las fragilidades, miserias y profundas desigualdades acumuladas por un sistema socioeconómico que deteriora la naturaleza, corroe la salud y desprotege a los sectores más vulnerables de la población de todo el planeta, cuya pobreza se profundiza sin cesar. Aunque desde hace muchos años era previsible un cataclismo semejante como consecuencia del cambio climático y el calentamiento global, la catástrofe irrumpió a través de un virus que se expandió por el mundo a la velocidad de los aviones. Este peligro, sin embargo, ya había sido advertido por los científicos, porque durante los últimos cuarenta años se produjeron diversas enfermedades ocasionadas por la transmisión vírica de especies animales salvajes al ser humano, tales como el Sida, el Ebola, el SARS, el MERS y la gripe aviar.

Todos estos males no son producto del azar, sino que deben su expansión a las condiciones de producción impuestas por el capitalismo. La industrialización de las actividades agropecuarias a gran escala de las últimas décadas viene implicando la deforestación masiva -sobre todo en el sur global-, con su impacto negativo sobre el hábitat de las especies salvajes. Desplazadas de su medio natural, son empujadas a aproximarse a los asentamientos humanos para sobrevivir, irradiando bacterias a animales domésticos y personas, lo que provoca la expansión de las nuevas enfermedades derivadas del quiebre de la biodiversidad. A su vez, la densificación de las urbanizaciones y el aumento de las aglomeraciones insalubres, sumadas a la conectividad crecientemente veloz de la población mundial -posible por el desarrollo de la aviación comercial-, favorecen el debilitamiento de la respuesta inmunitaria de las poblaciones y la multiplicación de los contagios de enfermedades desconocidas.

La globalización acelerada de los últimos 40 años implicó una interconexión exponencial de la producción y el consumo, que se realizan según patrones mundiales y en función de nuevas estrategias de división internacional del trabajo. Insumos y mercancías viajan de un lado al otro del planeta en complejas cadenas productivas, que desconectan a los productores directos de los consumidores de cada territorio estatal nacional. Porque la globalización neoliberal, que domina el mundo desde los años ochenta, asentó las bases de acumulación del capital en localizar segmentos productivos en territorios con mayores ventajas en términos laborales, impositivos y medioambientales. China creció en este período como proveedor de numerosos bienes a costos imbatibles para las industrias del resto del mundo, por lo que al aparecer el Covid-19 en la ciudad industrial de Wuhan, el impacto internacional fue inmediato. El cierre de regiones enteras para evitar la propagación del virus trastocó las cadenas de suministros globalizadas y paralizó el comercio mundial, que se derrumbó en pocas semanas. Los esquemas pensados para la máxima rentabilidad se toparon con la imposibilidad de la conexión veloz en base a la cual se diseñaron y entraron en colapso.

Pero más aún. La pandemia dejó expuesta la fragilidad extrema de los sistemas sociales que deben garantizar alimento y salud a sus poblaciones. Precisamente, la falta de planificación y la subinversión en la sanidad pública se manifestó como un rasgo distintivo en la inmensa mayoría de los Estados nacionales, incluidos los más desarrollados. El desborde de los hospitales en ciudades prósperas -como se vio en Europa y EEUU-, las feroces disputas al pie de aviones entre países -e incluso regiones de una misma nación- por el acceso a respiradores y material de protección sanitaria, la insuficiencia de medicinas e insumos básicos pusieron de manifiesto la total desconexión entre el mercado y las necesidades vitales de los pueblos.

El desconcierto ante el avance del virus y la necesidad de contenerlo para preservar vidas humanas chocaron de lleno con el imperativo sistémico de continuar con la generación de capital, que impone la disposición de los cuerpos en los lugares de trabajo. De inmediato se hizo evidente la contradicción entre disponer confinamientos para proteger la salud y permitir la circulación plena de bienes y servicios para sostener la acumulación. En cada país del mundo se debatieron y aplicaron estrategias diversas, sopesando tanto los recursos disponibles para enfrentar la pandemia, como los costos de detener total o parcialmente la maquinaria productiva. Las clases dominantes presionaron desde un inicio para no cerrar o reabrir la economía, desconsiderando las amenazas a la vida humana y al bienestar que esto representa. Y si bien todos los Estados tuvieron que adoptar medidas de contención del virus que afectaron la actividad económica, algunos gobiernos minimizaron los riesgos sanitarios para preservar la economía, lo que, a la postre, les supuso mayores tasas de enfermedad y mortalidad sin por ello frenar la caída de su producto bruto interno.

Solo algunos países se propusieron eliminar el virus, cerrando drásticamente fronteras y actividades con cuarentenas estrictas, mientras la mayoría optó por "aplanar la curva" de contagios para intentar que no se saturaran sus frágiles sistemas de salud. Hubo quienes hicieron la apuesta temeraria de permitir los contagios para lograr la inalcanzable inmunidad de rebaño, provocando millares de muertes evitables. Las derechas sociales y políticas, en todos los casos, fogonearon contra la restricción a las libertades individuales que suponen las cuarentenas, el distanciamiento social y el uso de elementos de protección en lugares públicos. Y en el magma de respuestas caóticas y argumentos exóticos, los grupos terraplanistas, anti-vacunas y conspiranoicos ganaron un espacio mediático inusitado, llamando a marchas y concentraciones de protesta y a desafiar las medidas sanitarias.

Lo cierto es que los Estados capitalistas se vieron enfrentados a su dilema constitutivo: preservar el funcionamiento del sistema al mismo tiempo que preservar a las personas para que la rueda del capital siga girando. Como lo explica la Teoría de la Reproducción Social, la producción de fuerza de trabajo es inseparable de la reproducción social de los seres humanos, que no solo implica costos para el capital, sino que en gran parte se realiza por fuera de su órbita directa. Es decir, se realiza en las casas, en las comunidades y en instituciones públicas, que se han visto especialmente demandadas y recargadas en las tareas de cuidado durante la pandemia. Alimentar, asistir y atender a niños y niñas, personas enfermas o ancianas se volvió particularmente exigente en tiempos de confinamiento total y parcial y fueron las mujeres las que, por regla, afrontaron la tarea. La pandemia, de este modo, reforzó los patrones patriarcales y agregó tensiones a las complejas convivencias preexistentes en muchos hogares, incluida la violencia intrafamiliar.

A su vez, las restricciones a la circulación marcaron diferencias notables entre trabajadoras y trabajadores que pudieron cumplir sus obligaciones a distancia y quedarse en sus casas -con mayor o menor confort- y los que tuvieron que salir a trabajar porque sus ocupaciones son consideradas esenciales. Al frente de este grupo están quienes limpian, cocinan y atienden las necesidades físicas y mentales de otras personas -dentro y fuera de las instituciones de salud-, seguidos por quienes trabajan en los sectores de alimentación, higiene urbana, transporte y seguridad pública. La pandemia puso en evidencia que estos trabajos son los que garantizan la vida y no pueden suspenderse, pero, paradójicamente, son los de menor prestigio social, peores pagos y más precarios. La mayoría de ellos son realizados por mujeres, inmigrantes y personas racializadas, que en estos días asumieron grandes riesgos para su salud y la de sus familias para que el resto de la sociedad siguiera funcionando a resguardo. Estas personas esenciales no lo son por elección libre ni vocación heroica, sino porque sus condiciones de subsistencia precaria las obliga a salir a ganar el sustento diario en ocupaciones riesgosas, ya que carecen de una protección social que garantice su seguridad y las clases dominantes se encargaron expresamente de que así fuera y siguiera siendo.

Un aspecto destacable es la asombrosa velocidad en el desarrollo de las vacunas COVID-19, fruto de la ciencia, la cooperación humanista desinteresada de miles de investigadores en todo el mundo y de cierta planificación económica. En apenas nueve meses desde el descubrimiento de la enfermedad, son varias las vacunas candidatas a inocular exitosamente contra el virus. Todas ellas son el resultado de años de financiación del sector público y, en muchos casos, de la investigación realizada por laboratorios estatales o universidades públicas durante décadas, más los refuerzos económicos extraordinarios de los gobiernos para avanzar sin obstáculos en las costosas etapas necesarias para aprobar las vacunas. Pero más allá de lo satisfactorio de este logro -indudablemente colectivo como todo avance científico-, la irracionalidad, ineficiencia e injusticia del capitalismo aparece con toda crudeza en la disputa entre los laboratorios y su afán de lucro desmedido, y en la competencia feroz entre los Estados para hacerse de las dosis necesarias para su población.

Los países y regiones internas más ricas ya se lanzaron a la frenética carrera de obtener todas las dosis posibles, a costa de los menos favorecidos, con independencia de la necesidad real y urgente de sus poblaciones. Sin embargo, como sostienen los expertos, para que el virus se controle es preciso que se vacune toda la población vulnerable del planeta lo más rápido posible, lo que supondría un reparto equitativo, racional y concertado de las dosis producidas. Pero el desajuste entre la necesidad y el suministro que se augura, por el hecho de distribuir las vacunas en función de la riqueza para adquirirlas y no de los riesgos efectivos, prolongará innecesaria e irracionalmente la duración de la pandemia que nos amenaza a todos.

A nuestra región, la pandemia la tomó en un momento de especial fragilidad estructural y convulsión política. Es un dato que América Latina obtuvo, durante la primera década del Siglo XXI, beneficios de la explotación de sus bienes naturales y que, sobre todo los gobiernos incluidos en el Ciclo de Impugnación al Neoliberalismo (CINAL) aprovecharon la circunstancia para apropiarse de una porción de la renta y destinarla a financiar políticas distributivas. Sin embargo, no quisieron, no supieron o no pudieron usar esa ventaja para desactivar la matriz productiva neoliberal -dominante desde los años noventa-, entre cuyas características centrales están el predominio de la financiarización globalizada y la intensificación de la explotación de bienes naturales. Las políticas económicas aseguraron las ventajas de corto plazo del ciclo, lo que redundó en que se acentuaran las tendencias a la reprimarización y el extractivismo preexistentes. Esta bonanza brindó la posibilidad de eludir, por un tiempo, el conflicto abierto con las clases propietarias mientras se incluía, con políticas sociales, a los sectores más desfavorecidos. A la vez, sirvió para profundizar los rasgos estructurales y desplazó la posibilidad de encarar modelos alternativos.

La reversión del ciclo de auge económico, como consecuencia del impacto de la crisis de 2008 en la economía mundial, empezó a hacerse sentir en la región en la segunda década del Siglo XXI, generando desestabilización política y agitación social. A partir de 2015, las derechas sociales y políticas que habían resistido, con mayor o menor belicosidad, tanto las impugnaciones que les planteaban los movimientos sociales como el despliegue de medidas de carácter popular, lograron reagruparse y retomar la conducción estatal, en un clima de revancha social y regresividad económica y sociocultural muy acentuada. Se abrió así un período de confrontación y de disputa hegemónica en gran parte de los países de la región.

Si el CINAL tuvo desde 2015 un reflujo gubernamental en Brasil, Ecuador y Argentina, más el golpe en Bolivia en 2019, ese mismo año la región comenzó a sacudirse con nuevos alzamientos populares que la pandemia no logró desactivar y que muestran una renovada vitalidad impugnadora del credo neoliberal. En Haití, Colombia, Ecuador, Chile y Perú, las resistencias de los pueblos en lucha alcanzaron nuevos niveles de radicalidad y conciencia. Mientras en México (2018) y Argentina (2019) se lograba derrotar electoralmente a las derechas cerriles, la resistencia en Bolivia hizo posible el desalojo del gobierno usurpador en 2020 -mediante elecciones tan limpias como contundentes- y las protestas populares continuaron en el resto de los países durante este annus horribilis. La marea verde feminista, que empezó a crecer exponencialmente a partir de 2018, ocupó un lugar central en varios países de la región para empujar las luchas anti-patriarcales de corte anti-capitalista, especialmente en Argentina y Chile. Las campañas por el aborto legal, seguro y gratuito y contra todo tipo de violencia machista se fundieron con los reclamos por políticas de cuidado de los feminismos populares en expansión por toda la región. Los Estados se han visto así interpelados en múltiples frentes y con grados crecientes de organización, conciencia y radicalidad.

Como se puede leer en las páginas que siguen, la pandemia se desplegó con toda su crudeza en la región, poniendo al rojo vivo las laceraciones de las sociedades más desiguales del planeta. Las respuestas de los gobiernos al desafío del Covid-19, variaron desde el negacionismo criminal de Bolsonaro en Brasil, la militarización del control en Perú, la ambigüedad de México, el titubeo zigzagueante de Chile, el desmanejo y represión de Ecuador, el confinamiento temprano seguido de la claudicación ante la oposición derechista en Argentina, entre otras.

Las ayudas económicas variaron de acuerdo a la capacidad de las arcas públicas de cada Estado para financiarlas y de los actores políticos y sociales para arrancarlas, pero resultaron insuficientes para detener la profundización de la pobreza y la desigualdad. La férrea oposición de las grandes fortunas a hacer contribuciones extraordinarias para paliar los estragos de la pandemia, habla no solo de la magnitud de la injusticia social de nuestras sociedades sino de la carencia de rumbo y cortedad de miras de las burguesías que en ellas se enseñorean. También la oposición a las medidas sanitarias por parte de segmentos belicosos de la población con gran amplificación en los grandes medios, encabezados por distintas variantes derechistas, libertarios, terraplanistas, anti-vacunas y conspiranoicos de distinta laya, completan un cuadro preocupante de confrontación.

Con claroscuros y matices diferenciados, América Latina sigue siendo un espacio abigarrado de experiencias y posibilidades en disputa, en el que no parece haber lugar para la rendición. Lo que vendrá tras esta crisis sanitaria, económica y social será el resultado, seguramente, de las contradicciones que se despliegan cada día, en cada lucha, en cada rebeldía, en cada decisión de resistir, en cada voluntad de avanzar y no dejarse vencer en un mundo en el que el destino anti-capitalista parece, cada vez más, el único posible y necesario de construir.

Mabel Thwaites Rey

 

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