Hace casi un mes, Medio Oriente parecía promisorio para Trump. El pasado 16 de mayo, acompañado por una comitiva integrada por los CEOs de las treinta empresas estadounidense con mayor impacto en la economía global, había concluido una gira de cuatro días por tres de los países árabes considerados como aliados.
El balance de la visita a Arabia Saudita, Qatar y Emiratos Árabes Unidos no podía resultar mejor. Además de los acuerdos comerciales, se firmaron un plan de inversión emiratí por 440 mil millones de dólares en el sector energético estadounidense, y la mayor operación de venta de armamento en la historia por un precio de 142 mil millones de dólares a la monarquía saudí.
Fue también la mejor representación de que en la región más convulsionada del planeta, sacudida primero por los ataques sionistas a Siria y Líbano, el atentado reivindicativo de Hamas del 7 de octubre de 2023, y luego por el cruento genocidio israelí contra la población de Gaza, todavía había margen para realizar negocios altamente rentables tanto para las corporaciones como para los gobiernos que se sirven de su poder económico.
Con los enormemente ricos regímenes del Golfo Pérsico alineados con EEUU, y con el régimen israelí intentando implantar por la fuerza su poder militar en los territorios palestinos y en los países vecinos, el último punto a resolver en la actualidad en Medio Oriente es qué hacer con Irán. Principalmente, cómo incentivar una crisis que pueda resquebrajar al gobierno progresista.
En tanto que, a nivel internacional, el ariete utilizado desde EEUU e Israel para deslegitimar a Irán se centra en la desconfianza en torno a la producción de armas atómicas, armas que Israel posee desde hace décadas. Un temor que es además acicateado por la negativa de Irán a reconocer el derecho a existir del Estado de Israel.
Para el régimen de Benjamin Netanyahu la política de enriquecimiento de uranio llevada adelante desde Teherán es sencillamente inaceptable. No valen ni el compromiso para su uso exclusivamente civil, ni la vigilancia por organismos internacionales ni tampoco, los acuerdos a los que Irán pueda arribar con los EEUU y con las principales potencias europeas.
Con todo, a estas alturas, el principal problema para Washington y Tel Aviv no es tanto el gobierno iraní, sino los países y organizaciones que, como Hezbollah y Yemén, reciben solidaridad de Irán y que, potencialmente, pueden trasladar los conflictos a cualquier rincón de Medio Oriente.
El pretendido deslinde de la Casa Blanca del injustificado ataque israelí de la madrugada del 13 de junio dice mucho sobre la visión preponderante de Washington sobre Medio Oriente. Y también sobre la división de tareas consensuada entre EEUU e Israel.
Para Trump, más allá de las diferencias políticas y culturales, existen interlocutores racionales con los cuales llevar adelante negocios redituables y emprendimientos conjuntos. Los Acuerdos de Abraham, firmados durante su primer mandato, revelan esa vocación común por extender el mercado capitalista a cambio de favores políticos y alineamientos ideológicos. Una condición esencial para una nueva firma de acuerdos de este tipo.
En cambio, para lidiar con gobiernos insumisos a la lógica occidental y con organizaciones armadas, el mejor contendiente es Israel que no busca pacificar la región sino, a lo sumo, ejercer el control mediante su enorme despliegue militar, que ahora, tras la respuesta iraní, se está mostrando como un tigre de papel. Pero si desde Washington las diferencias resultan claras, en el mismo escenario bélico, estas distinciones no siempre resultan tan evidentes…
Para la política interna israelí, el ataque a Irán se convirtió en toda una prioridad ya que las últimas semanas fueron las más difíciles para asegurar la supervivencia del régimen de Netanyahu.
Una propuesta de convocar a nuevas elecciones, presentada por el principal partido de oposición, contó inicialmente con el apoyo de dos de los agrupamientos religiosos y conservadores que componen la alianza del régimen, pero que rechazan la iniciativa de que los ultraortodoxos deban cumplir con el servicio militar obligatorio como cualquier ciudadano israelí.
La derrota de la oposición por escasísimo margen el jueves por la mañana le proporciona aire a Netanyahu pero lo fuerza a recomponer urgentemente su alianza de extrema derecha nacionalista. El ataque a Irán, concretado luego de la votación, era el factor que se esperaba para que el primer ministro comience la tarea de recomponer las filas internas en medio de las amplias críticas por su brutal campaña de genocidio en Gaza y por la falta de voluntad política para negociar la liberación de los rehenes sobrevivientes todavía en manos de la organización popular Hamas.
La nueva ofensiva de Israel vuelve a destacar el escenario bélico en un primer plano. No sólo resulta desdibujado y hasta deslegitimado el papel mediador asumido por Trump en las negociaciones con Irán por el uranio enriquecido: también marca los límites precisos a las ambiciones y a la inagotable sed de réditos políticos y de ganancias económicas. Más temprano que tarde, la Casa Blanca asumirá que no sólo debe negociar con los países árabes sino también con Israel al que, sin embargo, anualmente le brinda un amplísimo apoyo económico para asegurar su sistema defensivo y el mejoramiento constante de su capacidad armamentista. Que, como dijimos, no parece que sirva para gran cosa.
Por estas horas, no sería extraño que el líder republicano también reflexione sobre la posibilidad de un cambio en el régimen israelí, frente a un aliado que, más allá de las coincidencias ideológicas, hoy le está causando más complicaciones que beneficios a su propio proyecto económico.
En medio de la disputa entre los “grandes jugadores” y de las ambiciones de los “tomadores de decisiones”, hoy Medio Oriente, con Rusia apoyando a Irán, se encuentra un paso más cerca de la guerra total. Difícilmente un “ataque preventivo” logre evitar el desastre que se aproxima…