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Europa :: 23/06/2021

Sobre la recuperación de Maquiavelo por Gramsci

Francisco Fernández Buey
El 21 de junio de 1527 moría en Florencia Nicolás Maquiavelo. Fue autor de destacadas obras que marcaron para siempre el pensamiento político de Occidente

Política como ética de lo colectivo

Para entender la concepción gramsciana de la política como ética de lo colectivo hay que fijarse en tres aspectos. El primero y principal es la pasión (razonada) con que Gramsci defendió siempre la veracidad en política. El segundo aspecto es la comparación que fue estableciendo, en las notas de los Cuadernos de la cárcel, entre filosofía de la praxis y maquiavelismo. Y el tercero, su diálogo (tentativo) con el Kant del imperativo categórico en el contexto de una interesante discusión sobre irrealismo y relativismo ético.

Ya de joven Gramsci había escrito, con mucho fervor moral, que la verdad debe ser respetada siempre, independientemente de las consecuencias que tal respeto pueda traer. La búsqueda de la verdad y la aspiración a la veracidad en el quehacer político son congruentes con la explicitación de las propias convicciones y éstas deben ha llar en su propia lógica la justificación de los actos que el hombre con convicciones cree necesario llevar a cabo. La mentira y la falsificación –declaraba este Gramsci joven– sólo producen, en cambio, castillos en el aire que otras mentiras y otras falsificaciones harán de caer.[1] Más tarde Gramsci hizo suya la máxima de Lassalle, según la cual la verdad es siempre revolucionaria. «Decir la verdad y llegar juntos a la verdad» fue para él la sustancia moral del programa comunista en la época de L’Ordine Nuovo. En los cuadernos y en las cartas escritas desde la cárcel reiterará que decir la verdad es consustancial a la política auténtica, la táctica de toda política revolucionaria. La exaltación de la veracidad, ya no sólo frente a la mentira o el engaño explícitos, sino incluso frente a la falsa piedad y la compasión mal entendida, es el hilo rojo a través del cual, en su epistolario, trata de fundir una relación afectiva sana y la vida buena en la esfera pública. Se podría decir que es la veracidad de Gramsci, esta pasión suya por buscar y decir la verdad, lo que más conmueve en las Cartas de la cárcel, probablemente porque el lector atento capta enseguida que ahí, en esta pasión vivida en condiciones tan penosas, está una de las causas de su tragedia.

Pero, ¿cómo cuadran y se complementan la exaltación de la veracidad, esta insistencia en la necesidad de decir la verdad en política, con la atracción que Gramsci ha sentido por Maquiavelo? ¿No es Maquiavelo el padre moderno de la «doble verdad» en política, el representante por antonomasia de una concepción de la política en la que el decir la verdad no tiene cabida porque se equipara a ingenuidad?

Gramsci ha defendido firmemente la principal lección de Maquia velo: la distinción de planos, de carácter analítico, entre ética y política, con la consiguiente afirmación de la autonomía del ámbito de lo político.[2] Esta distinción implica que la actividad del hombre político ha de ser juzgada por la aptitud o inaptitud de sus propuestas y proyectos en la vida pública, esto es, con relativa independencia del juicio que expresemos acerca de la buena o mala fe del individuo, de la persona, que es un juicio moral. Esta distinción es básica para el filósofo político y para la forma laica del hacer política, aunque todavía ahora choque con importantes reticencias en las democracias real mente existentes. La afirmación metódica de la autonomía del ámbito político implica que el hombre político no puede ser juzgado prioritariamente por lo que éste haga o deje de hacer en su vida privada, sino teniendo en cuenta si mantiene o no, y hasta qué punto lo hace, sus compromisos públicos. En este ámbito el juicio –piensa Gramsci– es político y, por tanto, lo que hay que juzgar es la coherencia, la conformidad de los medios a determinados fines. Lo cual no quiere decir que la coherencia política se oponga por principio al ser honesto, como pretenden los tergiversadores de Maquiavelo y los pseudo-maquiavelianos. El reconocimiento de que el juicio en este plano es político va acompañado por la afirmación de que la honestidad de la persona es precisamente un factor necesario de la coherencia política.

En la vida moderna esta confusión entre el plano ético y el plano político tiene dos consecuencias. La primera, y más fundamental, es la permanencia de una concepción muy extendida (lo que Maquia velo llamaba la hipocresía cristiana) tendente a desvalorizar la política como actividad en nombre de una moral universalista y absolutizadora, de una moral declamatoria pero que luego no se practica. La persistencia de esta tendencia se encuentra reforzada, en el mundo contemporáneo, por el hecho de que, efectivamente, existe en la sociedad una amplia capa de políticos profesionales (lo que hoy se llama «la clase política») que vive en y de la política con mala fe, sin convicciones éticas, haciendo de las actuaciones y decisiones públicas un asunto de interés privado.

Ahí anida la corrupción. Y esto conduce a la identificación vulgar de la política con la mentira, el engaño y la doblez, con el falso maquiavelismo. Gramsci rechaza esta muy ex tendida identificación y recuerda al respecto un viejo chiste judío:

«¿A dónde vas?» –pregunta Isaac a Benjamín–. «A Cracovia» –responde Benjamín–. «¡Qué mentiroso eres! Dices que vas a Cracovia para que yo crea que vas a Lemberg, cuando sé muy bien que vas a Cracovia. ¿Qué necesidad hay de mentir?». De donde deduce, primero, que en lo que hace a la política como praxis se podrá hablar de reserva (de la prudencia clásica), pero no de mentira en un sentido mezquino; y, segundo, que decir la verdad, en el sentido de ser veraz, es precisamente una necesidad cuando se trata de política alternativa a la politiquería, es decir, de la actividad política que tiene en cuenta y prioriza los sentimientos y las creencias de las gentes.[3]

Todavía hay otro aspecto importante por considerar en la reflexión de Gramsci; a saber: que es precisamente la ampliación de esta con fusión de planos entre los de abajo lo que acompaña y facilita siempre la generalización y manipulación del sentimiento que provoca la corrupción política en la llamada opinión pública, impulsándola hacia la negación y liquidación genérica de la política en cuanto tal. La oscilación entre el hacer política sin convicciones éticas y la manipulación moralista de la opinión pública contra toda política es, para Gramsci, la consecuencia última del primitivismo, del carácter muy elemental de una cultura que aún no distingue con claridad entre los planos ético y político. Dicho de otra manera: lo que a veces se ha presentado y se presenta pretenciosamente como escepticismo o como cinismo respecto de determinadas actuaciones en la esfera pública no es tal, no es en realidad crítica de la política en acto, sino más bien falta de cultura política inducida por aquellos que quieren mantener a los de abajo al margen de la participación política.

Tampoco la tradición social-comunista, la filosofía de la praxis o el materialismo histórico en alguna de sus versiones, se ha librado del todo de esta confusión de planos entre ética y política. En los Cuadernos de la cárcel Gramsci ha denunciado la existencia de una mala tendencia en el materialismo histórico que, en la vulgarización de éste, enlaza con las peores tradiciones de la cultura media italiana y las favorece. Alude en ese contexto a la improvisación, al talentismo, a la pereza fatalista, al diletantismo fantasioso, a la falta de disciplina intelectual, a la irresponsabilidad y a la deslealtad moral e intelectual.[4] Esta crítica trae a la memoria los mismos rasgos psico-sociológicos que Gramsci había denunciado, unos años antes, en su análisis sobre los orígenes socioculturales del fascismo en Italia. En aquella circunstancia, Gramsci había escrito, efectivamente, que el desorden intelectual conduce al desorden moral y que éste ha sido uno de los componentes del ascenso del fascismo. Enlazando con esta preocupación, en los Cuadernos de la cárcel afirma la necesidad de una crítica interna, severa y rigurosa, sin convencionalismos ni diplomacias, de una crítica doble: crítica de los prejuicios y convenciones, de los falsos deberes y de las obligaciones hipócritas, pero también crítica del escepticismo de pose, del relativismo absoluto y del cinismo esnob.

La búsqueda de un equilibrio entre ética privada y ética pública (o sea, entre ética y política como ética de lo colectivo) se lleva a cabo en Gramsci a través de una crítica del maquiavelismo corriente y del marxismo vulgar. En ambos casos la degradación del punto de vista original, de Maquiavelo y de Marx, consiste, por así decirlo, en la confusión de la moral política con la moral privada, de la política con la ética.

La gran contribución de Maquiavelo habría consistido, para Gramsci, en haber distinguido analíticamente la política de la ética. Y en haberlo hecho, en los orígenes de la modernidad, no sólo, o no principalmente, en términos elitistas, en beneficio del Príncipe, sino en favor de los de abajo. De ahí su republicanismo. La pregunta es: ¿supone esta distinción un desprecio o una anulación de la ética, como se dice a veces? La respuesta de Gramsci es: no. Esa derivación es consecuencia de una mala lectura de Maquiavelo favorecida por los competidores históricos del maquiavelismo, empezando por los jesuitas, «que fueron en la práctica sus mejores discípulos».[5]

El uso peyorativo, vulgar, pero interesado, de la palabra «maquiavelismo» reduce la política a la imposición de la razón de estado con desprecio de todo principio ético. Pero Maquiavelo no es reducible al «maquiavelismo» vulgar o inventado. Maquiavelo es, para Gramsci, a la vez un científico de la política y un hombre político. Como científico, establece una distinción analítica entre la moral y la política, precisamente para dar autonomía a la política como ciencia, como reflexión racional. Esta distinción analítica, hecha por razones metodológicas, no niega toda moral. El mismo Maquiavelo, como hombre político, no puede dejar de ocuparse del «deber ser». Tanto para Maquiavelo en los orígenes de la modernidad como, por extensión, para todo aquel que pretenda reflexionar sobre el «nuevo príncipe» (sobre política, poder y deber en la modernidad tardía), la complicación del asunto viene dada por la pregunta acerca de qué tipo de «deber ser» es éste: si mero acto arbitrario y abstracto o voluntad concreta.[6] Cuando, en uno y otro caso, el «deber ser» es con templado como voluntad concreta se está afirmando la necesidad de otra moral, de una moral distinta de la dominante, cristiano-confesional, vaticanista o secularizada. Esta última, como vislumbró Maquiavelo, hace imposible la política laica, pues, quedándose en el anuncio del Paraíso (en sus múltiples formas), conduce al desastre en este mundo. Lo que Maquiavelo estableció es, por tanto, una relación entre ética y política más próxima a la concepción de los antiguos, para los cuales la política era también, como conocimiento y como práctica, más fundamental que la ética. Esto, que es obvio para todo lector culto de las obras de Aristóteles, queda olvidado o disfrazado en la versión vulgar, corriente, del maquiavelismo.

De la misma manera que la distinción analítica, maquiaveliana, entre ética y política (con la consiguiente denuncia de una ética, con creta, históricamente determinada, que no permite desarrollarse a la política como «ética pública») acabó dando lugar a la versión vulgar del maquiavelismo, así también la denuncia marxiana de la doble moral burguesa, de los falsos deberes y de las obligaciones hipócritas (con la consiguiente propuesta de una política revolucionaria, de una ética pública laica) no ha podido evitar la confusión. Así nace, de un lado, el politicismo, la pequeña política (que se desliza desde la negación de la universalidad de los valores hacia el escepticismo ético ab soluto); y, de otro, la politización de los viejos valores tradicionales (en el marco del propio partido político), con lo que se tiende a situar a los amigos políticos más allá de la justicia. Esta última derivación es, para Gramsci, lo que caracteriza a las sectas y las mafias, en las cuales lo particular (la amistad y la fraternidad propias del ámbito privado) se eleva a universal y no se distingue ya entre el plano de la moral individual y el plano del quehacer político, entre ética y política.[7]

Esta parte de la reflexión de Gramsci sobre ética y política sigue siendo interesantísima y de mucha actualidad. Por varias razones. Desde el punto de vista historiográfico, por lo que tiene de recuperación de Maquiavelo, de afirmación del carácter «revolucionario» del «maquiavelismo» auténtico, frente a sus críticos interesados. Des de el punto de vista de la teoría política, porque contribuye a elevar el principal descubrimiento de Maquiavelo a sentido común ilustra do, lo cual permitirá hablar con propiedad de una cultura política nacional-popular a la altura de los tiempos. Y desde el punto de vista de la evolución histórica de los marxismos, porque conduce a una ampliación radical del concepto maquiaveliano de la relación entre ética y política, a la idea de un «príncipe moderno», que no es ya in dividuo singular, sino organización colectiva, la cual tiene que saber distinguir también, analíticamente, entre ética y política en su seno. Pero hay más. Esta parte de la reflexión gramsciana, basada en la comparación entre maquiavelismo y marxismo, permite pensar con provecho en uno de los grandes asuntos de la vida pública contemporánea, el de la relación entre política y delito.

Es conocida la atracción que se siente por el «comunitarismo» tradicional de las mafias y las sectas, de las organizaciones cerradas, en los momentos de crisis cultural y de identidad colectiva, o de crisis de la política (y hoy vuelve a hablarse de «la muerte de la política»).

Esta atracción va acompañada por la tendencia, sobre todo en los casos de corrupción política, a poner a los propios (a los amigos políticos del propio partido) más allá de la justicia, exigiendo reiteradamente que se trate a éstos en la esfera pública como los trataríamos en familia. Aquella atracción y esta tendencia juntan el atávico moralismo, que niega jurisdicción a la justicia de los hombres cuando se trata de «los nuestros», y el moderno sectarismo mafioso, que retrotrae el juicio sobre los delitos públicos de los políticos a la comparación interesada sobre la moralidad privada de los individuos («la moralidad de los nuestros está fuera de toda duda y por encima de lo que decidan los tribunales», se suele decir en tales casos).

Tiene interés subrayar que, tanto en su diálogo con Maquiavelo como en su diálogo con Kant sobre la relación entre ética y política, Gramsci vuelve a encontrar en el materialismo histórico de Marx (una vez liberado de sus interpretaciones vulgares) el hilo que con duce a la afirmación de la superioridad de la concepción de los antiguos en este punto: la priorización de las virtudes propias del ámbito de la polis, la priorización de las virtudes políticas. El ser humano sigue siendo un zoon politikon, un animal político. Pero el moderno «primitivo» no siempre lo sabe.

Maquiavelo se lo recordó. Gramsci pretende, además, organizarlo para que pueda llevar a cabo su propia reforma moral e intelectual. Por eso el fundamento de la moral superior, de la moral sin más, sería para él la socrática búsqueda del conocimiento crítico, la superación de la ignorancia y del desorden intelectual que nos lleva a obrar mal.

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Notas:

[1] «Per la verità» [1916], en Cronache torinesi: 1913-1917, al cuidado de S. Ca prioglio, Einaudi, Turín, 1980, pág. 5. De entre los estudiosos de Gramsci quien mejor ha tratado este punto ha sido A. A.

Santucci, «Per la verità: intellettuali, classe, potere», en Senza comunismo, Editori Riuniti, Roma, 2001, págs. 65-76.

[2] Q. 1598-1601.

[3] Q. 699-700.

[4] Q. 749.

[5] Q. 1857.

[6] Q. 1577-1578.

[7] Q. 750-751.

Extracto del epígrafe Política como ética de lo colectivo del libro de Francisco Fernández Buey Leyendo a Gramsci.

 

Enlace al artículo: https://www.lahaine.org/dY0F