Sabino Fernández Campo, un general asturiano y ex jefe de la Casa del Rey, ha declarado: "La retirada de la estatua de Franco me pareció intolerable. Si seguimos quitando símbolos no sé a dónde vamos a llegar" (La Hora de Asturias, Nº 121, abril de 2005).
Este hombre, ya jubilado en sus funciones al servicio de Franco, primero, y después, al servicio de la Monarquía, no se ha jubilado en lo que se refiere a la vida social y parlanchina. Es un miembro de la jet, asturiana y aparece sin cesar en la prensa de aquel "Principado".
Dentro del cuento de hadas en el que duerme la nación asturiana con gente de este tipo, el señor Fernández Campo ostenta el título de conde por los servicios prestados a la Corona, y con sus frases consigue convertir la realidad asturiana, llena de princesitas y hadas (aquí decimos xanas) así como "Premios Príncipe de Asturias", en un verdadero cuento de terror.
El Conde nos chupa la sangre democrática con sus palabras, y convierte los Picos de Europa en los Cárpatos, y Asturias se transforma en Transilvania. Pues el Conde está aquí para meternos miedo: "Se están reviviendo innecesariamente unos odios que estaban superados".
Miedo. Miedo. El viejo Conde nos mete miedo. El franquista, y con él todos los mayordomos de este Borbón puesto por Franco, sólo entienden de esto, del miedo. Pero la estatua de Franco, símbolo horrible para una democracia, posee una ventaja sobre el viejo Conde.
La estatua, como cosa material y no como símbolo, al menos permanece muda. En cambio, la sombra de la efigie que proyecta este señor, más que venir de la Zarzuela, se ve que posee otro origen: El Pardo. O las tapias sangrientas de los cementerios. O los campos de concentración. O las fosas henchidas de muertos. Está muy claro, muy claro, señor Conde. Sólo un bando sigue teniendo el derecho a odiar.
Carlos X. Blanco ye profesor de filosofía na Universidá.
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