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Cuba :: 14/01/2018

La leyenda de Camilo

Hugo Montero
En esa trinchera de barro quedaba la raíz de un tal Camilo Cienfuegos. Ahora, nacía la leyenda

“Que no, Reinaldo. No hay modo. Ya te dije, chico. La planificación está cerrada. Además, no queda lugar, somos demasiados ya– explica Fidel, procurando no perder la paciencia ante la obstinación de Reinaldo Benítez, uno de los expedicionarios anotados para la aventura que dará inicio en pocos días.

–Pero es que… Fidel. Este muchacho es de confianza. Lo conozco desde hace mucho tiempo, de Lawton ya. Es un revolucionario, más allá de que no provenga de las filas del 26 de Julio, yo creo que…

–Reinaldo, mira. Déjame decirte una cosa. Ya me han quedado claras tus razones y las de tu amigo. Lo voy a pensar, ¿está bien? Si llega a surgir una baja en este corto tiempo, analizamos sumar a tu compañero a la expedición. Es todo lo que puedo prometerte ahora –consiente Fidel, dispuesto a ceder a cambio de una pausa en la insistencia de Reinaldo.

Satisfecho por ese guiño a medias del líder rebelde, Reinaldo vuelve presuroso a su casa, donde lo espera el candidato por quien peleó un lugar en la expedición, pronta a partir en menos de diez días desde un puerto mexicano, rumbo a Cuba.

–¿Pero qué dijo Fidel, coño? ¿Estoy adentro? ¿Me aceptaron? –bombardea con preguntas el interesado en sumarse a ese grupo de rebeldes que, desde hace meses, intensifica la preparación y el entrenamiento mientras planifica en secreto el regreso a la tierra prometida.

–Pues que hay que esperar, eso es todo –responde seco Reinaldo, como para no alentar las esperanzas de aquel joven de amplia sonrisa, estampa desgarbada y fino bigote, a quien conocía desde sus años de juventud. Entonces, habían compartido ocasionales almuerzos en las pausas de trabajo: el de Reinaldo, empleado en el comercio El Encanto; el de su amigo, sastre en la tienda El Arte. Desde aquellas charlas informales los dos compartían opiniones sobre el complejo momento político y, particularmente, coincidían en subrayar el desprecio popular por las arbitrariedades de la dictadura de Fulgencio Batista, dueño y señor de Cuba desde el golpe de Estado que encabezó en 1952.

Después, el tiempo fue separando sus caminos. Reinaldo se integró de lleno a un movimiento rebelde ligado a la juventud del Partido Ortodoxo, conducido por un joven abogado de poderosa oratoria y firmes convicciones llamado Fidel Castro, que el 26 de julio de 1953 asaltó el cuartel militar de Moncada, en Santiago de Cuba. Pero tan temeraria acción no terminó bien para el centenar de rebeldes que participó del intento: una serie de contingencias impidió que coparan la segunda fortaleza militar del país, y fueron rápidamente capturados por las fuerzas de seguridad, Reinaldo Benítez entre ellos. Seis rebeldes murieron durante el breve combate, pero otro medio centenar fue fusilado por los esbirros de Batista, dispuestos a cobrarse la afrenta de aquellos irreverentes, que aún detenidos y torturados en las cárceles de la dictadura, mencionaban al apóstol José Martí como el verdadero ideólogo de su aventura.

Los años en las mazmorras del Presidio Modelo, en Isla de Pinos, no hicieron más que potenciar los sueños de aquellos hombres. Finalmente, el 15 de mayo de 1955 y después de una fuerte presión popular por obtener su amnistía, los moncadistas recuperaron su libertad y prepararon su salida del país, rumbo a México. No sin antes escuchar a Fidel prometer ante la prensa incrédula: “En 1956, seremos libres o seremos mártires”.

Desde que los sobrevivientes del Moncada pusieron un pie en el Distrito Federal, comenzaron los preparativos para cumplir con su audaz promesa: volver a Cuba y derrotar la tiranía de Batista. Con ese objetivo, en noviembre de 1956, todo está previsto para iniciar el operativo de regreso: el plan contempla viajar en barco desde Tuxpan hacia el oriente cubano, pero lo cierto es que las dimensiones del yate adquirido por los rebeldes no ofrece un espacio generoso para tantos voluntarios.

De allí la decisión de Fidel de no aceptar al ignoto expedicionario propuesto por Reinaldo: en el yate Granma, no hay más lugar. Aunque Reinaldo jure hasta por su madre que su amigo es flaco y no ocupará mucho espacio. Aunque insista que se trata de un joven de valentía probada y firmes convicciones revolucionarias, aunque subraye su pasado como manifestante callejero y señale la cicatriz de un balazo en una pierna como prueba irrefutable de su coraje, lo cierto es que Fidel espera hasta último momento antes de comunicarle la decisión de sumar a su amigo, luego de la deserción de un par de expedicionarios.

A punto de salir corriendo a la calle para comentar la buena nueva, Fidel frena el entusiasmo de Benítez con una observación y una pregunta.

–Espérate, Reinaldo. Oye, ya tú sabes: eres responsable por tu amigo. Dile que lo esperan en el campamento de Ciudad Victoria… Por cierto, ¿cómo dices que se llama?

–Su nombre es Camilo Cienfuegos.

***

¿Qué representa Nueva York y su paisaje de rascacielos, multitudes en el Times Square y parques congelados, para dos cubanos que apenas superan la barrera de los veinte años y no disimulan el hambre de aventuras que los empuja a salir a las calles ese frío abril de 1953? Justamente, eso: una oportunidad. Pero ellos lo saben bien. Aquel famoso american dream oculta fuertes limitaciones, particularmente si el soñador en cuestión es un recién llegado de procedencia latina, que desconoce el idioma, que ahorró de a moneditas para pagarse el pasaje y tramitar una vista de turista que expira a los 29 días. Porque eso eran ellos: unos pobres twenty nine, fisgones de paso por la ciudad de la furia, cenicientas fugaces en ese baile de empleos estables y hogares con modernos electrodomésticos que nunca estarán a su alcance, anhelando que nunca llegue la medianoche y su carruaje se transforme en calabaza. Porque si eso sucede, si se hacen las doce o, lo que es lo mismo, si su visa expira y siguen ocultos en alguna húmeda habitación de pensión, allí estarán esperándolos los implacables agentes de inmigración, a la pesca de cuanto latino insolente se atreva a soñar sin respetar la magnánima ley capitalista.

Pero no hay manera. No hay forma de negarles la ilusión a ese par de amigos que viajan de La Habana a Miami, que después ponen un pie en la gélida Nueva York, y salen a buscar trabajo contra todo. Contra los obstáculos de un idioma que apenas comprenden, contra su condición de ilegales, contra los inspectores de la Migra que les pisan los talones, contra su propia juventud y su falta de experiencia en oficios calificados, contra la nostalgia por los paisajes de su Lawton natal que pega a traición por las noches, a la hora de sentarse a escribirle una carta a la familia. Pero ni Rafael Sierra ni Camilo Cienfuegos tienen ganas de rendirse. Allí están, después de tanto viaje, y no van a resignarse. En todo caso, Camilo no deja pasar la chance y, en buena medida gracias a su pasado como sastre y a una supuesta tía que lo posiciona como su falso sobrino, se gana un puesto en un taller de ropa femenina: “Estoy en el taller del cual les hablé, haciendo faldas de mujer… pues creo que faldas de hombre no hay”, bromea en una de las tantas cartas con destino a su patria, con un estilo jocoso que se identifica rápidamente en cada uno de sus mensajes. “Aquí se compra cualquier cosa, deja ver si yo me compro el puente de Brooklyn”, apunta sorprendido en otro fragmento, para más adelante subrayar un elemento decisivo de su estancia en Nueva York: “Cuando aquí llueve hace un frío que uno se convierte en pingüino… Hoy que se bañe un toro, porque lo que es este cubano no toca ni la pila [la llave de la ducha]”.

En aquellos días de mañanas congeladas, en las que Camilo se mira al espejo y se define como la reencarnación de aquel otro cubano famoso de ese lado del mundo, Scarface (“Yo también tengo la cara cortada, pero del frío”, describe), la rutina se limita a refugiarse del frío bajo las frazadas de la pensión de turno, compartir la cena con Rafael en base a una dieta que contiene un potaje de garbanzos, arroz, ensalada, bistec de puerco, pan, agua y café; salir corriendo ante la menor señal de inspectores de migraciones en los alrededores, y anotarse en el servicio social bajo el nombre de Ramón Ruiz y la falsa nacionalidad puertorriqueña, en otro intento por burlar a los sabuesos del papeleo americano.

Lavaplatos, mozo, planchador, sastre, cocinero, limpiador de oficinas, no hay empleo que Camilo rechace, pero tampoco hay trabajo que perdure más allá de algunas semanas. O su fachada boricua se cae a pedazos, o los agentes husmean en las cercanías, o se incendia el restorán, o surgen nuevas chances en Chicago y San Francisco, lo cierto es que la odisea de aquel cubano no se limita a perseguir su quimera bajo la sombra de la Estatua de la Libertad.

Camilo también se hace su tiempo para escribir. Y el único modo que encuentra para pelearle al frío y a la melancolía de las noches, es sentarse y anotar sus ideas en un papel. No hay calor más agradable que aquel que crece desde sus tripas cuando evoca a Cuba y, particularmente, cuando lee las nuevas atrocidades de la dictadura de Batista en los diarios que le envía su hermano Osmany por correo. Entonces, ya no importa que la mano se congele o que los pies duerman el sueño del frío.
Camilo necesita decir. ¿Y qué dice Camilo, en mitad de ese viaje iniciático, después de una larga jornada de trabajo? Dice cosas como el artículo que sigue.

***

“Sean mis primeras líneas en este gran periódico La Voz de Cuba, que se publica en esta tierra acogedora de los Estados Unidos, para poner en alto y a la luz del sol, nuestro sentimiento, herido en los más profundo, debido al latigazo rastrero y cobarde de un hombre que ha perdido clamor hacia el suelo que en hora mala lo vio nacer, cobarde, ladrón y asesino, que se llama Fulgencio Batista. Este dictador que conduce con mano militar a nuestra querida Patria hacia el caos y la desgracia política, económica, cultural y moral, apelando a sucios manejos, se niega cobardemente a llevar a la República por el camino legal y de justicia y el único camino que existen son unas elecciones rápidas y honradas sin que aparezca en las boletas su triste nombre, manchado de sangre y deshonor. Un nombre que millones de cubanos maldecimos y aborrecemos contada nuestra fuerza de cubanos sencillos y honrados, algo que este generalucho despreciable siempre ha carecido.
Basta ya, general Batista, basta ya de largas y tumbos. El pueblo de Cuba, allá en nuestra tierra y nosotros aquí alejados y separados por la distancia, pero unidos por los mismos sentimientos y dispuestos en cualquier momento a regresar a nuestra tierra amada para unirnos a nuestros padres, hermanos, amigos, para juntos ofrendar nuestras vidas tal como lo hicieron nuestros gloriosos mambises que son nuestros guías.
Si Martí, Maceo y Gómez y otros muchos pudiesen levantarse de sus tumbas, así lo harían para de nuevo combatir y que de una vez y para siempre se estirpe de Cuba la raíz corrompida de hombres como Fulgencio Batista”.                             

***

Sin temor a sonar pedante, sin vacilar sobre la certeza de semejante compromiso, Camilo anota su disposición a regresar y ofrendar su vida por la libertad de su patria. Está claro que, entre todas las virtudes de aquel joven cubano, la del amor propio es una de las que mejor lo define: “Ya yo tengo algo que vale mucho, siempre lo he tenido, pero ahora más, es lo siguiente: plena confianza en mí mismo. Sé que adonde quiera que vaya podré abrirme camino”, señala en otra carta. De momento, busca abrirse camino como camarero en el Hotel Fairmont, y una de las primeras tareas del día es dejarle a su amigo Rafael –sin tanta suerte a la hora de buscar empleo–, con ingenio y de forma solapada, una bandeja con un contundente desayuno, ideal para darle pelea al hambre del resto de la jornada.

Pero pese a las penurias, el humor nunca deja de emerger en sus mensajes familiares: “Acabamos de arribar a esta bonita ciudad de Kansas, un poco kansados… Iremos a Los Ángeles y a Hollywood. Tengo pensado en la Meca del cine filmar mi primera película en 3D. ¿Qué les parece? ¿O les gustaría más verme en Cinemascope?”. Divertido, pide noticias sobre su perro, bautizado por él mismo con el nombre de Fulgencio, en despectivo homenaje al tirano. Una broma que por poco le cuesta cara a su familia: particularmente, cuando la policía secreta del régimen revisó la correspondencia de los Cienfuegos y descubrió que el mencionado Fulgencio no era otro que la mascota babosa de la casa.

Después, los días transcurren a veces con pequeños gustos: comprarse un sobretodo, pagar un ticket para ver en acción sobre el ring a Kid Gavilán, el Halcón cubano, o sacarse la espina y meterse a jugar pelota en los picados que se arman los domingos con amigos nicaragüenses, mexicanos y salvadoreños, en una suerte de potrero centroamericano en un parque vecino. En una de esas improvisadas reuniones de camaradería con otros latinos, Camilo cruza su mirada con la de Isabel, una bella salvadoreña que, desde esa tarde, elige combatir el hambre y el frío junto al cubano.

Pero una noche de rumba en un local nocturno, justo cuando se dispone a poner en práctica los nuevos pasos de baile ensayados en la semana, sucede lo inevitable: después de tanta pesquisa, la Migra se topa con la banda de cubanos ilegales y no hay manera de evitar que terminen su noche dentro de un carro-jaula, junto a otra decena de latinos con su misma (mala) suerte. El gris epílogo de su aventura americana es el patio de la prisión de Chulavista, no muy lejos de la frontera mexicana, donde permanecen tras las rejas durante 34 días, comiendo frijoles colorados y esperando hasta que el papeleo habilite la deportación a Cuba.

***

Había regresado a La Habana el 5 de junio de 1955, para sorpresa de toda su familia. Pero el Camilo que vuelve a casa parece cambiado: no por su estampa, de prolijo pelo corto y bigote fino. Algo más delgado, acaso, pero hay otra cosa, algo diferente en su mirada. Como si su frustrada experiencia en Estados Unidos hubiese potenciado sus ideas, y le abriese ahora, otra vez en Cuba, una ventana con vista a un paisaje incómodo, intolerable. La dictadura de Batista extiende sus brazos de miseria y represión en cada barrio, incluso en el suyo: la policía irrumpe en el hogar de los Cienfuegos en busca de insurgentes, y cuando no encuentra nada después de golpear, revolver y robar, deja a su paso un reguero de odio cada día más evidente. “Ya puedes imaginar que con tal recibimiento se hizo mayor el deseo de hacer algo contra la tiranía y cuantos actos se dieron nos tuvieron como participantes”, comenta en una carta.

Ahí está Camilo, uno más en las manifestaciones del Cerro, junto a los estudiantes que gritan “¡Revolución! ¡Revolución!” como única consigna: “Voces contra la bestia de Batista, los gritos de cientos de jóvenes, viejos, mujeres, eran gritos de pueblo, de pueblo sufrido que quiere morir o ser libre”, señala conmovido. Ahí está Camilo, poniéndole el cuerpo a los palos policiales y, más tarde, a los balazos que llueven sobre la columna juvenil. Entonces, el descontrol y la bronca: corridas, gritos, un balazo en la pierna izquierda de Camilo, los compañeros que lo suben a una ambulancia, una camilla de hospital, las lágrimas de su madre sentada a su lado, el puño cerrado de su padre, levantando la campera con la que su hijo había intentado frenar la hemorragia, masticando odio y mascullando a quien quisiera escucharlo: “Esta es la sangre de mi hijo, ¡pero es sangre para la revolución!”.

Semanas más tarde, apenas recuperado de la herida, otra vez a la calle. Otra vez a marchar contra el tirano y a llevarle flores a la tumba de José Martí. Otra vez los carros policiales y las corridas por los callejones, y otra vez Camilo detenido. Esta vez, registrado por el informe policial con su foto de prontuario, sosteniendo un cartelito que lo define: “Comunista”.

Ya no quedan ni atisbos de duda en Camilo. El único camino para resolver los problemas de Cuba pasan por la revolución, y revolución es un verbo que sólo conjuga un hombre por esos días grises: “Fidel es la esperanza de libertad para el pueblo cubano. Ya el pueblo está exhausto de políticos parlanchines y millonarios. Cuba necesita una gran lección y hay que darla. Pronto correrá la sangre en todos los ámbitos, truenan las voces, la juventud se apresta a la lucha, los falsos dirigentes levantarán su propio patíbulo, día tras día caen en las calles los que prefieren morir con dignidad que vivir sin decoro… Esos para mí, en mi corazón, ocupan un alto sitial. Es deber nuestro, si no seríamos mal nacidos, el de cooperar de un modo u otro a la causa cubana”, anota convencido.

Por eso, Camilo tiene un plan: aprovechar la condición legal como norteamericana de su flamante esposa Isabel, y regresar a Estados Unidos para después trasladarse hasta México. Pero en esta ocasión, su odisea persigue otro objetivo: el de rastrear al único contacto que puede acercarlo al Movimiento 26 de Julio, su amigo de la adolescencia, Reinaldo Benítez. Y el plan se pone en marcha en mayo de 1956, no sin antes anunciar su separación de Isabel y justificar esa decisión ante el disgusto de su familia: “Mi único deseo, mi única ambición es ir a Cuba a estar en las primeras líneas cuando se combata por el rescate de la libertad. Es imposible para mí permanecer alejado de los problemas. Cuba en estas horas negras necesita de cada ciudadano, de cada hombre, su mayor esfuerzo; el mío fue, es y será pequeño pero será íntegro para ella”, escribe desde Miami, ahora en busca de trabajo para ahorrar unas monedas.

Mientras trabaja en una lavandería juntando los pesos necesarios para viajar a México, donde sabe se prepara un grupo del 26 de Julio, Camilo le explica a un amigo la raíz de su decisión inconmovible y su confianza absoluta en aquel abogado revolucionario que no conoce personalmente: “No, no creo que la eliminación física de ese gran H. de P. de Batista sea la solución al problema cubano. Si es cuestión de atentados, hace falta uno grande para que con él desaparezcan tantas figuras civiles y militares que son nuestra vergüenza. No creo que si se eliminara Batista la íbamos a pasar mejor, no creo que los que están a su alrededor salgan corriendo, y como resultado tendríamos una junta militar que opacaría las barbaridades cometidas por el perro sato que ahora tenemos… A mi modo de ver las cosas, hay un sólo camino digno de terminar la situación actual, y con sus responsables: seguir la causa de Fidel. Llevar las cosas hasta un punto en que el Gobierno se vea obligado a las elecciones generales con verdadera pulcritud. De lo contrario, que corra la sangre. Fidel afirmó que este año seremos libres o él morirá. Yo desde hace mucho estoy con él, me lo había jurado y lo cumpliré… Voy con el único interés de ser útil, y hacer lo más que pueda”.

***

Ahí está Camilo, otra vez, sonriente. De pie frente al colectivo que habrá de cruzar la frontera desde San Francisco, perdido entre abrazos interminables con Rafael, su compañero de mil batallas, y con Isabel, su cómplice en aquel romance furtivo pero ahora, también, su amiga generosa. ¿Imagina, Camilo, el destino que lo espera en la próxima escala? ¿Es su saludo la despedida de un hombre dispuesto a cumplir un juramento, o el primer paso de un aventurero con el fuego creciendo desde las tripas? ¿Quién es ese joven cubano que elige el camino más difícil, el de poner sus actos a la altura de sus palabras, el de romper con la inercia de la búsqueda de salvarse individualmente y persigue la quimera trashumante de una revolución imposible?

A su hermano menor, le explica: “Yo mismo he pensado y estudiado los 24 años de mi vida, y he llegado a la conclusión de que nada valgo. ¿Qué tengo? ¿Qué he hecho? ¿Qué soy? Nada que si quiera valga la pena gastar tinta y papel en explicarlo. Más eso no significa que no haya hecho el esfuerzo, y luchado por conseguirlo. No te los enumeraré porque sería obviamente apasionado; una cosa que sí te puedo asegurar con franqueza, es que tanto en Cuba como en los Estados Unidos, o aquí, mi cerebro y mi corazón no están dormidos, sino alertas y dispuestos a enfrentarse a la vida y sus contratiempos, no importa cuáles sean”.

Ahora que su sonrisa se apaga a medida que el micro va dejando atrás la terminal, lo que cobra importancia es otra cosa, es esa certeza inasible de estar respondiendo a un llamado mudo: “Desde el mismo momento de pasar la frontera sentí una gran tranquilidad que significa ir a cumplir con lo que yo considero es hoy el deber primero, el deber para con la patria, creéme que si no hago esto no podría vivir tranquilo más nunca”, le explica a un amigo de Lawton.

Pero en México, sin dinero ni para comer, apenas consigue algunas monedas apelando a su simpatía y a algunos trucos de magia que practica en la calle. La búsqueda de Reinaldo se vuelve más compleja de lo imaginado. Hábil conspirador, su viejo amigo se escurre y encontrar una huella le lleva varias semanas. Tozudo, Camilo no abandona su pesquisa hasta dar con la habitación de su hotel y dejarle un mensaje. Después, una ráfaga de acontecimientos determina sus pasos: la cita con Reinaldo, el pedido de sumarse al 26 de Julio, la paciencia que se agota, el rechazo de Fidel y de Raúl ante la propuesta que les acerca el propio Reinaldo, la comprensible dificultad de aceptar a alguien que no llega recomendado por ningún contacto cubano y con una cicatriz de bala en la pierna como único aval revolucionario, la vacante que surge de improviso y la oportunidad para Camilo. Sus días de entrenamiento con hombres que no conoce, sus noches de soledad y nostalgia por el terruño cubano.

Hasta esa noche, la del 25 de noviembre de 1956, en un pequeño embarcadero de Tuxpán. La niebla que gana las orillas, el murmullo de un puñado de cubanos que se congrega alrededor de un yate turístico de estrechas dimensiones, donde van amontonándose casi uno encima del otro.
Ahí está Camilo, sonriente, otra vez. Tiene su lugar. Es uno de los 82 expedicionarios que atiborran la cubierta del Granma y se preparan para soltar amarras. A unos pasos de distancia, Fidel imparte las órdenes finales. En un par de minutos, la noche se habrá devorado al barquito donde viajan hacinadas las esperanzas de libertad de millones de cubanos. La bruma confunde las imágenes que siguen. El silencio del mar en el corazón de esa tiniebla, el oscilante tránsito que va ganando mareados a babor y a estribor, un médico argentino que agota las pastillas para combatir las náuseas, el oleaje bravo, las horas que pasan, la silueta verde del Gran Caimán apenas asomando en el horizonte, los cayos que amenazan con provocar el naufragio del Granma, los gritos de los compañeros en el agua, el suelo cubano sin épica alguna, los disparos del ejército de Batista, la muerte rondando la expedición que se dispersa, el palpitar de un corazón que se agita, la calma extraña que lo invade, como si Camilo fuera un combatiente curtido en otros batallas, como si hubiese nacido para tener un fusil entre las manos y el enemigo a metros de distancia, castigando a balazos todo lo que se mueve.

Las órdenes que no se escuchan, las ráfagas de metralla, el caos absoluto, los caídos, el miedo que llega para quedarse, los rumores. Acaso, una voz baja que apenas esboza la frase prohibida: habrá que buscar la forma de rendirse, desliza esa voz, derrotada por la lógica, abatida por las balas del más elemental sentido común que impone una única salida a aquella emboscada mortal. Entonces, recién entonces, después de hacer del silencio su compadre de odisea, después de escaparle al mareo en alta mar y de buscar un rincón para ensayar un sueño que no termina por llegar, después de dibujar la silueta de Cuba de mil maneras diferentes en su imaginación, de prestar atención a las órdenes de Fidel y al comportamiento de todos durante el desembarco, Camilo se hace oír. Pero la suya no es la voz de aquel joven cubano en busca de aventuras por la Quinta Avenida. Ahora, lo que se impone en el paisaje de humo, sangre y desesperación es el vozarrón de un combatiente curtido por el futuro. Un vozarrón que, en mitad del tumulto, grita una frase breve, indestructible:

–¡Aquí no se rinde nadie, carajo!

¿Quién se atreve a objetar aquella sentencia? Atrás de aquel grito de guerra queda el joven soñador que buscaba ganarse unas monedas para cumplirle el sueño a su padre y ponerle su propio comercio. Atrás queda el divertido personaje que estallaba en carcajadas cuando jugaba con sus amigos y que no duda en arriesgarlo todo cuando se presenta alguna oportunidad. En esa trinchera de barro quedaba la raíz de un tal Camilo Cienfuegos. Ahora, nacía la leyenda.

Revista Sudestada

 

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