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Brasil :: 30/12/2017

La función constituyente del Poder Judicial en Brasil

Amílcar Salas Oroño
El (nuevo) papel de los sistemas judiciales en América Latina: el “Lawfare” como técnica de los tiempos. Moro, el Garzón brasileño

Ciertamente no reviste demasiada novedad insistir en la importancia que ha tomado, progresivamente, el Poder Judicial en los destinos políticos brasileños – algo que también se verifica en otros países de la región –. Ya hay un buen acerbo de consulta para desentrañar el (nuevo) papel de los sistemas judiciales en América Latina: que el “Lawfare” como técnica de los tiempos; que la interpenetración estadounidense en las juridicidades de los países periféricos mediante acuerdos de cooperación investigativa; que los sistemas de control y espionaje; que los cursos de formación para jueces, fiscales y, cuando no, para esos comunicadores propaladores de un periodismo maniatado en torno a la corrupción. Sin embargo, pareciera que el caso brasileño ha llevado las cosas a un punto más intenso: entre otras cosas, porque sería el primer ejemplo en el que el principal candidato/político opositor y expresidente por dos mandatos, Lula da Silva, síntesis de un bloque histórico-social que sólo fue desplazado mediante un golpe parlamentario y no mediante elecciones, sería impedido judicialmente para competir por la Presidencia el año que viene. El próximo 24 de enero, en una inusitada maniobra de agilidad procesal preparatoria, el Tribunal Regional Federal (TRF) N.º 4 decidirá sobre la condena de 9 años y 6 meses dada a Lula por el Juez de 1º instancia, el “paladín” Sergio Moro.

Un proceso judicial completamente desvirtuado

No hay demasiados indicios positivos que permitan especular sobre la imparcialidad del TRF N. º4 para con un miembro del Partido dos Trabalhadores: en otros casos las revisiones han implicado sentencias más duras – como a J. Dirceu- y si bien está el antecedente de J. Vaccari, el ex tesorero del partido que fue absuelto en dos condenas, este vio incrementar de 10 a 24 los años de reclusión en un tercer proceso. El proceso por el cual Lula fue condenado, bajo las figuras de corrupción pasiva y lavado de dinero, adolece de una cuestión central: no está para nada claro el hecho delictivo, no hay forma de comprobar ni que el triplex de Guaruja fuera de los Da Silva en su momento y, mucho menos, queda claro en qué se benefició la empresa OAS haciendo las mejoras que realizó en el departamento en cuestión. El argumento, como dijo uno de los fiscales, está en la presunción de culpabilidad, una fórmula un tanto extraña ya repetida, con otras palabras, por el propio Juez S. Moro. Con Lula no hubo, y en eso coinciden la mayoría de los juristas brasileños y de otros países que siguen el caso, ni isonomía pública ni amplia defensa, principios fundamentales del sistema judicial y cuestiones que, por su peso específico, deberían ya dejar en circunstancia de nulidad todo el proceso en su contra. Es lo que también permite afirmar la existencia de una animosidad judicial manifiesta y una persecución política sostenida sobre su figura.

No es el mejor de los momentos respecto de las garantías jurídicas en Brasil. Hay una excepcionalidad constitucional que afecta el orden social en general, y los pormenores de su dialéctica cotidiana. Tampoco hubo garantías en el impeachment a Dilma Rouseff: fue el abuso de un instrumento constitucional en función de intereses corporativos, sectoriales, geopolíticos. Es sólo realizar un ligero registro y balance de cómo está la calidad institucional en varios Estados o Municipios para comprender la degradación republicana de estos dos años de golpismo en el Gobierno federal: los bajísimos niveles de legitimidad política de los representantes elegidos, los desastres administrativos y presupuestarios a nivel subnacional (y ni hablar de las cuentas e indicadores del Gobierno Temer) y el aumento creciente de la violencia microsocial, en todas las regiones del país, agregan un paisaje muy poco estimulante.

Es el orden social y político constituido desde y por el Poder Judicial. Arbitrario y con suspensiones democráticas extraordinarias y estructurales, según las circunstancias; nada es gratuito, los efectos están a la vista. La cobertura general fue dada cuando ni se inmutó con la sustracción ilegal del mandato a una presidenta por parte del Parlamento. Pero, sobre todo, la edificación del nuevo orden es un proceso artesanal y más elemental del día a día, el que se construye a partir de las fechorías en sus primeras instancias, como el caso Lava-Jato, que ha cambiado la organización de la competencia económica en Brasil (en sus tres ámbitos claves: petróleo, carnes y construcción civil). Complementadas por una Corte Suprema con bajísimo prestigio y actuación – con la muerte dudosa de uno de sus miembros a principios de año-, que no otorga ninguna directriz normativa ni mucho menos una hermenéutica sobre cuáles serían los valores sociales estimados por la ciudadanía, entre otros defectos.

Un Poder Judicial que se expande como regulador del todo social, y, en consecuencia, disciplina: por primera vez Brasil se ha convertido este año en el tercer país del mundo en términos de población carcelaria (más de 726 mil); casi las ¾ partes son hombres negros, jóvenes, la mayoría con causas por tráfico de drogas y en un alto porcentaje sin condena definitiva. Arbitrariedad, disciplina y encierro. Una sociedad que se va delineando lentamente, para pocos, para las elites; no es casualidad que la tarea de su constitución la realice el Poder del Estado más conservador y de naturaleza aristocrática.

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