Ecosistema vecinal

x Damego

La Historia de la Humanidad, así como las vidas de los hombres, es como un río que fluye sin retorno posible hacia una mar desconocida, inconcebible en el espacio e imprevisible en el tiempo.

No creo que exista un sentimiento apocalíptico generalizado con cada fin de siglo, ni siquiera con cada fin de milenio. Lo que ocurre en realidad es que llegado ese momento hacemos balance, un balance en el que nunca nos cuadran las cuentas. Y nunca el desequilibrio entre el "debe" y el "haber" nos ha parecido tan desmesurado e injusto como al final del caduco milenio que se nos ha escapado irremisiblemente de las manos.

Nunca hasta ahora las guerras, el hambre y la miseria que campean por los arrabales de nuestra "aldea global" habían sido monstruos tan gratuitos, inadmisibles y detestablemente consentidos -e incluso amamantados en ocasiones- por los poderes políticos de los barrios altos, cuyos moradores, por otra parte, nunca habían estado tan abrumadoramente informados sobre lo que ocurre al otro lado del muro, lejos -a veces no tanto- de los paraísos artificiales donde se asientan sus venerables posaderas.

Puede parecer muy loable estimular y subvencionar el esfuerzo individual y la iniciativa privada con el fin de paliar esas lacras sociales de las que todos nos sentimos culpables -ya se han encargado de convencernos de ello a través de los poderosos medios de comunicación- ; pero también puede parecer un parche a todas luces insuficiente y engomado con el cinismo de las Administraciones Estatales, que son las que en realidad poseen la capacidad y el deber de hacer más equitativo el reparto de la riqueza entre los habitantes del Planeta, a sabiendas de que todos somos deudores de los "terceros", de los "cuartos", de los numerosos mundos marginados, a la hora de ostentar nuestros privilegios económicos como ciudadanos del "primer" o "segundo" mundo -¿quién habla de éste?

Allá donde pueda hacerse algo, algo habrá que hacer. Mejor que permanecer sentados. Pero no nos engañemos utilizando la limosna como medio para lavar nuestras enfangadas conciencias. El problema de la insolidaridad comienza aquí mismo, en casa del vecino padre de tres hijos que se ha quedado sin trabajo a sus cuarenta y tantos o en el "chaval" treintañero del quinto que vive prisionero en casa de sus padres, juega a la lotería de las oposiciones con su carrera de económicas desde hace ocho años y trabaja mientras tanto de "soplagaitas" para pagarse los vinos. Un "chaval" cada vez más humillado, cada vez más desesperado, que no dudará en meterte una anaconda en el buzón de tu casa, por ejemplo, el día en que su prejubilado papá pase a mejor vida gracias a su bendita cirrosis. Estamos inmunizados contra este tipo de problemas. Nos importan un güevo las carencias y necesidades de nuestros vecinos. Esto es una selva y ambos lo saben. Cualquier día te pueden dar un buen susto.

Siempre resulta más sencillo y aséptico apadrinar por teléfono a un niño lejano y desconocido, con quien jamás tendrás la mala fortuna de tropezarte en la calle y mucho menos al abrir la puerta de tu casa cuando suene el timbre, que enterarte -al menos enterarte- de que unas calles más abajo, al pie de la colina, intentan sobrevivir montones de niños explotados, prostituidos, en la más absoluta marginación, esperando -son niños, aún esperan- que alguien les tienda una mano limpia y sincera para poder estrenar una sonrisa.

La Historia de la Humanidad nunca había viajado por un río tan sucio como a finales de este siglo veinte, contaminación incluida. El tiempo es una buena depuradora. Veamos lo que pasa con el siglo estrenado. Las soluciones, las que sean, también el tiempo nos las ofrecerá, pasarán necesariamente por la búsqueda del equilibrio en nuestras cuentas, para que el "debe" de los pobladores de los barrios altos no termine arruinando nuestro delicado ecosistema vecinal.

 
         
   
 

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