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Estado español :: 22/07/2010

169 diputados

Carlos Taibo
Socialistas y populares nos ofrecen más de lo mismo: que los beneficios se privaticen mientras las pérdidas se socializan

Merece reflexión lo que ha ocurrido en las últimas semanas, al calor del despliegue de un draconiano plan de ajuste, con los cuadros del Partido Socialista Obrero Español. Por concretar el argumento en lo sucedido en un recinto relevante, el Congreso de Diputados en Madrid, téngase presente que ni uno solo de los 169 representantes socialistas que toman asiento en esa institución ha tenido a bien expresar, en público, ninguna disensión, ni mayor ni menor, en lo que hace al contenido del mentado plan. Hablamos de las mismas personas —no se olvide— que unos días antes sostenían una y otra vez que el Gobierno socialista no toleraría en modo alguno recortes en los derechos sociales...

No sé si a estas alturas tiene algún sentido examinar las escasas y precarias explicaciones ofrecidas para justificar un cambio tan drástico, y tan patético, de actitud. Para que no queden cabos sueltos rescatemos, aun con todo, las dos que parecen disfrutar de mayor presencia. La primera señala sin más que el plan de ajuste es una imposición de la Unión Europea. Aunque el argumento en sí resulta irreprochable, deja en mal lugar, claro, a nuestros gobernantes y a sus acólitos: si, por un lado, revela bien a las claras que los primeros —los gobernantes— no habían hecho sus deberes, por el otro pone de manifiesto su incapacidad para preservar, retórica aparte, un proyecto distinto del que preconiza una UE visiblemente neoliberalizada. La segunda de las explicaciones, ya muy sobada, se asienta en la superstición de que los numerosos y graves problemas que arrastra la economía española nada tienen que ver con las políticas abrazadas por los dirigentes socialistas: muy al contrario remitirían —se nos dice— a fenómenos externos y responsabilidades ajenas, como los vinculados con la crisis estadounidense, la herencia recibida en 2004 del Partido Popular o, en suma, las impresentables prácticas de los especuladores que se mueven por todas partes.

Sobran las evidencias para repudiar, y hacerlo sin ningún margen para la duda, la tesis que acabamos de poner en boca de otros. Baste con recordar al respecto que el Gobierno español, con José Luis Rodríguez Zapatero a la cabeza, no sólo permitió las prácticas especulativas y el engordamiento de la burbuja inmobiliaria: antes bien, estimuló con claridad uno y otro proceso. Más allá de ello, y en lo que se refiere a los últimos años, ha asumido medidas tan impresentables como las que se han traducido en la desaparición del impuesto sobre el patrimonio, la concesión de 400 euros de rebaja fiscal a todos los ciudadanos —beneficiando por igual, lamentablemente, al más rico y al más pobre—, una subida del IVA en la que es imposible apreciar ninguna vocación redistributiva, la preservación de una laxísima legislación en lo que respecta a los paraísos fiscales o, en fin, la extrema inanidad de una lucha contra el fraude que permite que las prácticas delictivas sigan siendo una realidad. Para que nada falte, el mismo Gobierno que a la postre ha reducido los salarios de los funcionarios y ha congelado las pensiones no ha tenido mayor problema en asignar sumas hipermillonarias al rescate de instituciones financieras en crisis.

Conviene prestar atención a un dato que descuella, con todo, por encima de los demás: faltan las noticias que den cuenta de la apertura de causas legales contra aquellas personas que es razonable suponer fueron en su momento responsables de prácticas financieras y contables poco edificantes. Alguien podrá preguntarse si ello es así de resultas de una actitud impresentablemente relajada del lado de los jueces. Pues no parece que sea ése el problema: lo que ocurre, tanto más indignante, es que las normas legales que nuestros gobernantes decidieron alentar y aplicar son extremadamente permisivas en lo que hace a las conductas correspondientes. Al fin y al cabo, eso es lo que ha venido a significar la tan traída y llevada desregulación que ha marcado indeleblemente la lógica neoliberal: si las normas legales reguladoras desaparecen, lo hacen también, como por ensalmo, los delitos. De nuevo se me permitirá que subraye que lo anterior remite, en lo que atañe a nuestros gobernantes, a algo más que una mera complicidad con conductas reprobables.

Para cerrar el círculo, no está de más que hagamos un glosa de la singularísima actitud que, en relación con todo esto, ha asumido el Partido Popular. Una de sus dimensiones la configura el hecho, paradójico, de que en estas horas se niegue a apoyar un plan de ajuste que en los hechos, y mal que bien, ha defendido calurosamente durante mucho tiempo. Para dar cuenta de una conducta tan sorprendente no hay que ir muy lejos: por detrás están, claro, las miserias del juego político, con las elecciones en la trastienda. Mayor relieve corresponde, aun así, a la segunda dimensión: sólo los más ingenuos parecen llamados a abrazar la conclusión de que, cuando el Partido Popular gobernó, con José María Aznar, en Madrid sus prácticas fueron diferentes de las alentadas más adelante por su rival socialista. No parece fuera de lugar recordar al respecto, por cierto, que con ocasión del primer mandato presidencial de Rodríguez Zapatero los populares repetían incansables que las cosas en economía iban bien —qué tino en el diagnóstico, por cierto— porque el Gobierno socialista se limitaba a aplicar las mismas recetas preconizadas por sus antecesores...

Puestos a reseñar una sorpresa más, la última, ahí está la que ofrece la certificación de que tirios y troyanos, socialistas y populares, al final nos ofrecen, con solemne descaro, más de lo mismo: si la globalización en curso ha acarreado que los beneficios se privaticen mientras las pérdidas, en cambio, se socializan —ya lo saben funcionarios y pensionistas—, ninguna garantía hay de que los desmanes y dislates de los últimos años no se van a repetir a la vuelta de la esquina.

El Correo Vasco

 

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