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Pensamiento :: 16/08/2007

Abominar del historiador. Perspectivas para la deconstrucción de la práctica historiográfica dominante

Pedro García Olivo ? La Haine
Como se observará, desde esta óptica, determinada por Nietzsche, Freud y Marx para objetos diferentes, asumida por Foucault entre otros, toda la problemática de la ?teoría del reflejo? (o teoría clásica del conocimiento) aparece como ?reminiscencia? de una episteme absolutamente anacrónica

Primer descrédito: el Mito de la Cientificidad

“Hoy sabemos que aquel Reino de la Razón
no era más que el Reino de la Burguesía.”
F. Engels

I)

Distanciándose de la pertinaz sujeción al Trascendentalismo (mística de la Verdad, fetiche de la Ciencia, “presencia” del Objeto, idealidad y permanencia del Concepto,...)(1), F. NIETZSCHE porfió por la modificación de la perspectiva:

“El origen del lenguaje no sigue un proceso lógico, y todo el material
sobre el que, y a partir del cual, trabaja y construye el hombre de la verdad,
el investigador, el filósofo, procede, si no de las nubes,
en ningún caso de la esencia de las cosas...

La omisión de lo individual y de lo real nos proporciona el ‘concepto’
del mismo modo que también nos proporciona la forma,
mientras que la naturaleza no conoce formas ni conceptos,
así como tampoco ningún tipo de géneros,
sino solamente una “X” que es para nosotros inaccesible e indefinible...

Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor,
que acierta a levantar sobre cimientos inestables
y, por así decirlo, sobre agua en movimiento,
una catedral de conceptos infinitamente complejos...

Entre dos esferas absolutamente distintas, como lo son el sujeto y el objeto,
no existe ninguna causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresión,
sino, a lo sumo, un extrapolar abusivo, un traducir balbuciente
a un lenguaje completamente extraño...”(2)

Y, de la misma manera, si bien con herramientas críticas diferentes, K. MARX se aplicó a la demolición de ese “paradigma clásico” todavía hoy sostenido por la concepción dominante de Ciencia (3):

“La pregunta de si una verdad efectiva llega al pensamiento humano
no es una pregunta de la teoría, sino de la práctica.
El hombre ha de comprobar en la práctica la verdad,
es decir, la realidad y el poder, la temporalidad de su pensamiento.
La polémica sobre la realidad o no realidad de un pensamiento, fuera de la práctica,
es una pura pregunta escolástica...

La vida social es práctica en esencia. Todos los misterios que inducen la teoría al misticismo tienen su solución radical en la práctica humana, en la comprensión de esta práctica.”

Frente al “misticismo” de la Teoría del Conocimiento, se sentaban así las bases de un par de tradiciones críticas: la Arqueología del Saber y la Epistemología de la Praxis. La Historia Académica, sin embargo, se permitió desconsiderarlas de forma casi absoluta, como si nunca nadie hubiera dudado, bajo ningún concepto, de la fiabilidad de sus presupuestos rectores ...(4) Peor aún: en la medida en que los más venerados “metodólogos” marxistas -a quienes, en tanto esforzados denegadores del positivismo conservador, se les presumía una superior formación teórica- sintieron la tentación de examinar el sentido de las nuevas corrientes sublevadas contra la metafísica, sólo consiguieron evidenciar las estremecedoras lagunas intelectuales que los confirmaban como “historiadores de oficio”, levantando sucesivas empalizadas mixtificadoras con que resguardar a la disciplina histórica de los amenazantes vientos del “relativismo”, el “irracionalismo” o la pretendida “reacción” filosófica (5).

En un pequeño opúsculo, y casi glosando una de las más sugerentes intuiciones nietzscheanas, M. FOUCAULT caracterizó así el punto de partida de todo “proyecto arqueológico”:

“No hay nada absolutamente primario que interpretar,
porque en el fondo ya todo es interpretación;
cada signo es en sí mismo, no la cosa que se ofrece a la interpretación,
sino la interpretación de otros signos.
En efecto, la interpretación no aclara una materia
que con el fin de ser interpretada se ofrece pasivamente;
ella necesita apoderarse, y violentamente, de una interpretación que está ya allí,
que debe trastocar, revolver y romper a golpes de martillo...

Es también en este sentido en el que Nietzsche dice
que las palabras siempre fueron inventadas por las clases superiores;
no indican un significado, ‘imponen’ una interpretación...

No se interpreta en realidad lo que hay en el significado,
sino que se interpreta ‘quién’ ha propuesto la interpretación.

El principio de interpretación no es otra cosa más que el intérprete,
y éste es tal vez el sentido que Nietzsche dio a la palabra ‘psicología’.”(6)

Como se observará, desde esta óptica, determinada por Nietzsche, Freud y Marx para objetos diferentes, asumida por Foucault entre otros, toda la problemática de la “teoría del reflejo” (o teoría clásica del conocimiento) aparece como ‘reminiscencia’ de una episteme absolutamente anacrónica (7).

La Epistemología de la Praxis opera un desplazamiento análogo desde el dominio logocéntrico del Objeto (como “presencia”, como “sustancia” que exige un Sujeto fundador y un acto original de “constitución”, como “entidad” emancipada de la historia que hace valer su permanencia e identidad a lo largo del tiempo...) hasta el terreno inmediato de la “praxis” –pura contingencia, variabilidad y transformación sin límites, acto sin norma, diferencia en perpetuo movimiento. El criterio de validez del saber ya no se solidarizaría con los motivos metafísicos de la “fidelidad a los hechos”, la “objetividad”, la “imparcialidad científica”, la “verdad”..., sino con los temas, necesariamente políticos, de la “resistencia”, la “impugnación social”, la “fertilidad práctica”, la “operatividad movilizadora”... Con ello, se vivifica el saber, abandona aquella “mímica de sepulturero” con que torturaba al sujeto de la protesta –y se identifica con ese sujeto y con su lucha hasta el punto de desaparecer como coacción externa, luz autónoma o tradición independiente (8). Y sólo en virtud de esa fusión los portadores de los nuevos discursos se hallarían enteramente a salvo de la certera imprecación que MARX lanzara sobre los filósofos neohegelianos: “Sólo luchan contra frases. A estas ‘frases’ por ellos combatidas no saben oponer más que otras ‘frases’, y no combaten en modo alguno el mundo real existente.”(9)

Por muchas dificultades que encuentre el proyecto del mutuo acercamiento entre estas dos tradiciones críticas, por trabajoso que resulte pensar sus articulaciones, hay “algo” en la Teoría del Reflejo, en el paradigma clásico, que, al desairarlas simultáneamente, establece el fundamento de una convergencia en la huida... A ese “algo” aborrecible (a saber, la neutralización del concepto de cultura) sigue apegada, sin embargo, la historia académica –incluso, o sobre todo, en su refundación ‘progresista’ (10).

Debemos a Th. W. ADORNO una temprana aproximación al origen y alcance de dicha “neutralización”, así como una toma reactiva de posición filosófica ante la ignominia de la Razón Instrumental que, a partir de ese desarme, dominará los discursos y las prácticas de la Modernidad:

“Algo esencial ha cambiado en la relación entre lo cultural y el poder organizado.
La cultura, como aquello que apunta más allá del sistema de la conservación de la especie,
incluye un momento de crítica frente a todo lo existente, frente a todas las instituciones...
Sin embargo, el concepto de cultura se ha ‘neutralizado’ en gran medida gracias
a la emancipación de los procesos vitales que había recorrido
con la ascensión de la burguesía y de la Ilustración: se ha embotado su filo ante lo existente...

El proceso de neutralización, la metamorfosis de la cultura en una cosa independiente,
que ha renunciado a toda relación con la “praxis” posible,
permite entonces adaptarse sin contradicciones y sin peligro
a la organización de lo que se purifica incansablemente;
y cabe leer algo de tal neutralización de lo cultural,
así como de la compatibilidad de lo neutralizado y la administración,
en el hecho de que actualmente puedan fomentarse y presentarse por instituciones oficiales
manifestaciones artísticas extremosas, e incluso que deban hacerlo así
si es que éstas han de despuntar no obstante que denuncien lo institucional, lo oficial.

Mientras el concepto de cultura sacrifica su relación posible con la “praxis”
se convierte en un momento de la organización.” (11)

Como corolario de esta “integración” del concepto de cultura, todo el área de la cientificidad, con sus prácticas específicas y sus instituciones productoras, cae bajo el “maleficio de la cosificación” (12), encajándose en lo existente y contribuyendo a la reproducción de los órdenes políticos establecidos (13). En palabras de M. HORKHEIMER:

“Actualmente el acento descansa en lo instrumental;
la totalidad de una ciencia forma parte de una herramienta social,
todo hombre amenaza convertirse en herramienta...

Más también en esta evolución actúa, subyacente, la Ilustración.
La exigencia de educar a los estudiantes en la fidelidad frente a los hechos...
-en lo cual reside hoy el pathos de la formación académica- tiene también un sentido humano:
han de desvanecerse las quimeras, los seudo-saberes, las supersticiones,...

Pero si la imparcialidad abstracta se transmuta
en un concentrarse testarudamente en lo dado en cada caso...,
entonces la fidelidad frente a los hechos se muda en limitación por medio de los hechos
-y la limitación es lo contrario de la libertad.

El triunfo de la ciencia natural y de la técnica, desde hace cien años, ha ocultado
la opresiva circunstancia de que la ‘Universitas’ no ha sido capaz
de resistir suficientemente a esta fuerza dialéctica...

La Universidad se encajaba en lo existente con docilidad,
y cuanto más machaconamente alardeaba de autonomía e independencia
tanto más acomodaticia a lo establecido se mostraba.”(14)

No debe extrañarnos, entonces, que las tradiciones críticas enfrentadas al momento epistemológico de la comentada neutralización de la cultura (es decir, la teoría clásica del conocimiento, degradada aún en “teoría de la ciencia” por el positivismo moderno)(15) tiendan de algún modo a converger y afiancen esa proclividad al re-encuentro en la remisión, matizada pero inevitable, a las posiciones de Adorno y Horkheimer (16). Como ha señalado J. HABERMAS:

“Existen muchas similitudes entre la dialéctica negativa y los procedimientos de deconstrucción,
entre la crítica de la razón instrumental y el análisis de las formaciones del discurso y del poder.

El componente lúdico-subversivo de una crítica de la razón
que es consciente de su propia autorreferencialidad paradójica
y la explotación de las posibilidades empíricas que fueron reveladas

en un primer momento por la estética de las vanguardias:
ambos aspectos caracterizan un pensamiento y una presentación de corte nietzscheano, que establece la afinidad espiritual de Adorno con Derrida, por un lado, y con Foucault, por otro.

Lo que separa a Adorno de estos dos pensadores, como de Nietzsche mismo
-y esto me parece políticamente decisivo-, es lo siguiente:
Adorno no se desprende meramente del contradiscurso
que ha ocupado la modernidad desde sus comienzos;
más bien, en su desesperada adhesión al procedimiento de la negación determinada,
permanece fiel a la idea de que
no hay más cura para las heridas de la Ilustración
que la radicalización de la Ilustración misma.”(17)

Y si la relación de la Arqueología del Saber (tradición que se nombra de diversas maneras: Teoría Francesa, Escuela Genealógica, Proyecto Deconstructor,...) con el criticismo de la Escuela de Frankfurt (denominado a veces Dialéctica Negativa o Teoría Crítica) apenas requiere tales matizaciones, viéndose “reeditada” en nuestros días con la obra-puente de P. Sloterdijk, aún más perceptible resulta la “continuidad” de los intereses teóricos de Adorno y Horkheimer en los representantes de la llamada Epistemología de la Praxis –que buscan igualmente apoyo fundamentador en las tesis de K. Korsch y A. Gramsci (18).

Por último, y como muestra de la mencionada “convergencia” (testimonio, además, de las inquietudes proscritas en la forja de la Historia Científica), podemos recoger un texto sobradamente esclarecedor, procedente de una conferencia de FOUCAULT, verdadera ‘consigna’ político-teórica de la fecunda Teoría Francesa (19):

“Quisiera sugerir una manera distinta de avanzar
hacia una nueva economía de las relaciones de poder que sea a la vez más empírica,
más directamente ligada a nuestra situación presente
y que implique además relaciones entre la teoría y la práctica.

Ese nuevo modo de investigación consiste en tomar como punto de partida
la forma de ‘resistencia’ a cada uno de los diferentes tipos de poder...” (20)

Bastaría con desplazar ligeramente los acentos para que esta “sugerencia” de Foucault se reconociera, como ante un espejo, en las prescripciones más características de los enfatizadores radicales de la praxis. Uno de ellos, E. SUBIRATS, ha escrito, por ejemplo, lo siguiente:

“El ataque a esta razón (moderna), que históricamente coincide con el logos de la dominación,
es la primera tarea que ha de abordar la filosofía crítica.

Ésta, en la medida en que asume
la defensa del individuo determinado ante los poderes establecidos
y hace suya la causa de la conservación del sujeto empírico
que el progreso capitalista amenaza y destruye efectivamente,
tiene que identificarse también con el sujeto de la protesta
y las formas más radicales de resistencia frente a estos poderes...

Su solidaridad con el individuo social, para el que pretende ser un medio de su defensa,
sólo se concreta allí donde su crítica y las categorías teóricas que emplea
se articulan de una manera transparente con formas de resistencia colectiva...”(21)

II)

Las nociones de Ciencia, Razón, Objetividad o, simplemente, Verdad, asumidas por la narrativa de la “metodología de la historia” se sitúan, no obstante, muy lejos de lo que acabamos de presentar como Arqueología del Saber y Epistemología de la praxis. En todos los casos, la consagración logocéntrica (metafísica) de los conceptos fundamentales de la literatura metodológica requirió, indefectiblemente, una cancelación de la ‘historia’ y de la ‘política’ como instancias temporalizadoras (22), y articuló sustitutivamente un universo del discurso epistémico pretendidamente a salvo de la erosión del devenir y de la implicación en las luchas sociales (23). Se podría aplicar así, a los metodólogos de la historia, aquello que F. NIETZSCHE escribió a propósito de los filósofos:

“¿Qué es lo que pertenece a la idiosincrasia del filósofo?
Pues, por ejemplo, su carencia de sentido histórico,
su odio a la idea misma de devenir, su afán de estaticismo egipcio.

Los filósofos creen que ‘honran’ algo cuando lo sacan de la historia,
cuando lo conciben desde la óptica de lo eterno, cuando lo convierten en una momia...

Todo lo que han utilizado los filósofos desde hace miles de años
no son más que momias conceptuales; nada real ha salido con vida de sus manos.

Cuando esos idólatras adoran algo, lo matan y lo disecan...”(24)

Al eternizar sus recomendaciones procedimentales y hacerlas derivar indefinidamente de una concepción pétrea, cósica, ahistórica, de la Razón y de la Ciencia, estos metodólogos olvidaron además, a pesar de su ocasional presunción de progresismo, una de las más importantes observaciones marxianas: “Los hombres, al establecer las relaciones sociales con arreglo al desarrollo de su producción material, crean también los principios, las ideas y las categorías conforme a sus relaciones sociales. Por tanto, estas ideas, estas categorías, son tan poco eternas como las relaciones sociales a las que sirven de expresión. Son productos históricos y transitorios.”(25). Y, en este sentido, de igual modo que, en el decir de F. Engels, “hoy sabemos que aquel Reino de la Razón no era más que el Reino de la Burguesía”(26), tampoco nos cabe ya duda de que el Imperativo del Rigor en que se fundaba la mítica de la Objetividad Científica no era otra cosa que el Imperativo de la Legitimación que sostenía, al nivel de las superestructuras, las formas establecidas de subjetivización y reproducción capitalistas (27).

Como señalamos en un artículo anterior, el mayor interés -para nuestros propósitos- de la “Teoría de la Posmodernidad” radicaba en su contribución, somera y hasta tardía, al establecimiento de los parámetros históricos del ‘proyecto moderno’ y de la cadena conceptual en que habría de fosilizarse: Objetividad, Disciplina, Ciencia, Verdad, Razón,... En otra parte nos referimos asimismo a las principales obras comprometidas en esa “historización” de la Ciencia Moderna. Interesa ahora destacar que la literatura de la metodología de las historia, reconocible o no bajo tal título, se ha desentendido por completo de dicha tarea; y no tanto por ‘desidia’ o por cierta ‘jerarquía’ extravagante de los intereses, como por el escaso “sentido histórico” de sus realizaciones: la “historia de la ciencia histórica” ha sido resuelta como un difícil ascenso a la cima del rigor, sin que en ningún momento se planteara la determinación histórico-social de eso que celebraba como “método científico” (28).

Al abordar la historia del saber historiográfico como ‘progreso’ o evolución meramente técnico-procedimental (29), al superponer simplemente a ese núcleo positivista cierta “panorámica” diacrónica de los temas más tratados, de las teorías sociales e históricas asumidas en cada momento y, como mucho, de la efectividad legitimatoria coyuntural de las sucesivas “tendencias”, la crítica historiográfica académica se condena, a su vez, a la racionalización de los modos imperantes (30), a la justificación de la forma hegemónica de discurso histórico (regido aún, como señalamos, por la ordenación ‘burguesa’ del saber)(31). Como alternativa, sólo un replanteamiento de la problemática epistemológica -“política” en un determinado sentido- de la Historia Científica, especialmente atento a los “aprioris” históricos de cada episteme (32), convencido de la fatal contingencia de todos los conceptos, interesado también por las condiciones materiales de la producción del saber y las relaciones entre las prácticas discursivas y las restantes prácticas sociales (33), puede devolver a la “crítica de la historiografía” aquella ‘perspectiva histórica’ que F. Nietzsche echaba de menos en la “historia de los historiadores” y nosotros, concretamente, en las ‘exposiciones del método’.

Y, como condición primera de tal ‘rectificación’, habrá que liberar al más general de los conceptos, el de Razón, del yugo de la “teoría del conocimiento”, devolviéndolo, sin compasión ni acritud, a la infamia de sus orígenes. Un desplazamiento análogo deberán conocer las nociones dependientes (subordinadas) de Verdad y Objetividad (34). Preparando el terreno de esta “desacralización” (35), E. SUBIRATS anotó lo siguiente:

“En Kant, la separación entre la conservación del individuo empírico y los intereses de la razón
alcanza una forma ejemplar que va a ser definitiva para toda la época moderna.
La razón en Kant ya no trabaja en modo alguno para satisfacer las necesidades
o reproducir la existencia de los individuos concretos,
es decir, históricos, determinados, de carne y hueso,
que actúan y viven en una sociedad dada.

La razón kantiana, y su muy penoso trabajo, sólo se cumple en favor de un sujeto vacío
(el sujeto trascendental) que es puro poder, pura potencia de dominación, y nada más:
un sujeto lógico y, según la misma formulación de Kant, un punto vacío...

Este punto vacío, portador de la razón y de sus intereses,
coincide históricamente y define concretamente al sujeto burgués.” (36)

En la proporción en que ese trabajo crítico y deconstructivo arroje algún resultado, imponga sus conclusiones y conquiste cierta credibilidad, podrá afirmarse que, por una vez, nuestra ciencia ha dejado de estar “hecha por hombres en quienes el deseo de conocer ha muerto” (37) o, dando un paso más (el paso decisivo), relegaremos al pasado la breve y radical observación nietzscheana: “la forma moderna de hacer ciencia embrutece”(38)... Sin embargo, no nos está permitido alimentar un optimismo excesivo en este punto: una tal trasgresión del proyecto moderno, una violación así de profunda de la mítica metodológica, “no es pensable en el seno de la sociedad burguesa” (39). Por ello, sólo se trabaja a favor de esta “corrosión” programática desde los márgenes, desde la periferia, del saber institucionalizado –terreno de juego de una escritura inclasificable, movediza, desapacible y necesaria como la renuncia a la existencia ordenada en el capitalismo extensivo que la engendra y reprime. Y en ese territorio, hostil y seductor como las superficies desiertas, se conserva (rara flor bajo un sol de infierno) la vieja aspiración de ANTONIN ARTAUD:

“Insistir en esta idea de la cultura en acción
y que llega a ser en nosotros como un nuevo órgano,
una especie de segundo aliento.”(40)


NOTAS:

(1) Estos planteamientos se reproducen con especial nitidez en J. TOPOLSKY (Metodología de la Historia, Cátedra, Madrid, 1973), C. M. RAMA (Teoría de la Historia. Introducción a los estudios históricos, Tecnos, Madrid, 1974), y L. FEBVRE (Combates por la Historia, Ariel, Barcelona, 1975), por citar a autores de diversa formación, entre muchísimos otros. Habitualmente, la presunción de “cientificidad” se acompaña de una especie de mala conciencia académica, de una sospecha íntima de la debilidad de los fundamentos de la disciplina, que impulsa al historiador a matizar inmediatamente el sentido en que su saber es una “ciencia” –o a reconocerlo, no sabemos si por falsa y estratégica modestia o por sincero rubor, en una cierta situación de ‘desventaja’, incluso de ‘inferioridad’: “La historia es todavía, entre las ciencias humanas, una cenicienta sentada debajo de la mesa”, escribió, con la expresividad que le caracterizaba, L. FEBVRE (op. cit., p. 27). Y según P. VILAR, “la historia-ciencia todavía se está construyendo” (Iniciación al vocabulario del análisis histórico, Crítica, Barna, 1980, p. 11). Además, frecuentemente se evita el término “ciencia”, molesto por las polémicas que suscita a cada paso, para reproducir su contenido bajo otra expresión, menos gastada, más humilde: éste es el caso de la “historia razonada” de P. VILAR, idéntica en lo fundamental a la Historia Científica tal y como la venimos determinando (forma epistémica del discurso historiográfico dominante en la sociedad capitalista). Análoga posición se descubre en Miseria de la Teoría, de E. P. THOMPSON, quien se declara “dispuesto a admitir que la tentativa de designar la historia como ‘ciencia’ ha sido siempre poco provechosa y fuente de confusiones” (Crítica, Barna, 1981, p. 69). Y, en la medida en que J. FONTANA deja traslucir -en Historia: análisis del pasado y proyecto social, Crítica, Barna, 1982- su concepción general de la disciplina, y a pesar de sus escasas referencias a la “ciencia”, cabe resituarlo también entre los inadvertidos adoradores de la historia académica, como progresivamente comprobaremos.

Por último, en Historia y Verdad, A. SCHAFF llevó a cabo un discutible restablecimiento de la epistemología marxiana -exégesis que no compartimos-, tendente a salvar de nuevo la consideración de la Historia como “ciencia” matizadamente ‘objetiva’ entregada a la acumulación infinita de ‘verdades parciales’. Pese a la pretensión de haber instaurado una problematización “marxista” de la epistemología, superadora del positivismo y del idealismo, las propuestas schaffianas -acogidas entusiásticamente, como lluvia en tiempos de sequía, por buena parte de la historiografía marxista- no se distinguen, en lo esencial, de la teoría clásica del reflejo. En su opinión, por ejemplo, “la lengua es, en un sentido específico del término, un ‘reflejo’ de la realidad (...). La imagen de la realidad... se forma en términos de un conocimiento posible gracias al pensamiento y al lenguaje” (Ensayos sobre Filosofía del Lenguaje, Ariel, Barna, 1973, p. 23). El eco de tales planteamientos se advierte con toda claridad en las reflexiones metodológicas de THOMPSON (“el conocimiento histórico es, por su naturaleza, provisional e incompleto, aunque no por ello falso; selectivo, aunque no por ello falso...”, op. cit., pp. 68-69) o VILAR (“una teoría no invalida, sino que engloba, lo adquirido por la ciencia anterior”, Crecimiento y desarrollo, Ariel, Barna, 1980, p. 376). Y, en general, a la sombra de la Escuela de Annales (y apoyándose eventualmente en racionalizaciones como la de Schaff), la mayor parte de los historiadores académicos han conferido a su disciplina un estatuto ‘científico’ singularizado, diseñado a medida, inscribiendo todo su replanteamiento del “valor del saber” en el terreno de juego de la teoría clásica del conocimiento.

(2) NIETZSCHE, F., Sobre Verdad y Mentira en sentido extramoral, Teorema, Valencia, 1980, pp. 8-14.

(3) MARX, K., “Once tesis sobre Feuerbach”, en Karl Korsch o el nacimiento de una nueva época, Anagrama, Barcelona, 1973, pp. 91-94.

(4) Llama la atención, en este sentido, la “ausencia” de tales tradiciones en la obra (globalizadora) de J. FONTANA y en los estudios más específicos de E. P. THOMPSON. Historia: análisis del pasado... por un lado anega en el silencio toda la aportación teórica de la Escuela Francesa (Foucault, Deleuze, Derrida, etc.) y, por otro, reconduce el sentido de la llamada “epistemología de la praxis” hasta atenuar su radicalidad crítica y hacerla servir a un irrelevante optimismo cientificista. De esta forma, evita toda alusión a la problemática de la “deconstrucción”, o a la polémica crucial del posmodernismo teórico, y descalifica el pensamiento innovador de F. Nietzsche como manifestación de una “corriente irracionalista autóctona” (p. 161). Complementariamente, las tesis de K. Korsch y A. Gramsci conocen una peculiar distorsión, tanto en la dirección de una superficial crítica de los reduccionismos analíticos en el caso del italiano (pp. 233-235), como en la de una pretendida adaptación del maxismo “a los cambios sobrevenidos en la sociedad capitalista y al avance de las ciencias” (¡!) en lo concerniente al autor de Marxismo y Filosofía (p. 233)... Un “silencio” semejante invalida también buena parte de las posiciones de E. P. THOMPSON, más interesado en defender su ‘peculiar’ crítica del “marxismo ortodoxo” que en atender a las corrientes exógenas desde las que se cuestiona su propia presunción de “heterodoxia”. Por último, en la medida en que P. VILAR tomó a su cargo la “revisión” de algunos exponentes de tales tradiciones, el resultado (lastimoso) sólo ha puesto de manifiesto su increíble capacidad de malinterpretar una tesis e incomprender a un autor –en otros términos, su escandalosa ineptitud filosófica. Este juicio, sólo aparentemente irrespetuoso, se ve corroborado por el análisis que la obra de M. Foucault merece en “Historia marxista, historia en construcción”; y, de manera todavía menos rebatible, en el ‘diálogo’ que VILAR mantuvo con algunos representantes del estructuralismo marxista. Hasta tal punto “malinterpretaba” a Althusser, que Poulantzas o Akoun se veían obligados a corregirle a cada paso y, finalmente, en vista de sus espectaculares lagunas intelectuales, guardar un revelador silencio (“El método histórico”, en L. Althusser, método histórico e historicismo, Anagrama, Barcelona, 1972, pp. 42-55).

(5) Junto a la descalificación del pensamiento nietzscheano como “orientación irracionalista” en Historia: análisis del pasado..., reténgase la siguiente cita de P. VILAR (para quien “se utiliza de nuevo contra los historiadores -nos dice- un mismo terrorismo verbal: esto es riguroso, eso es legítimo, aquello ‘cae’ en..., eso otro no tiene estatuto”): “Para progresar, las ciencias no han esperado nunca contar con la bendición de los epistemólogos... Me muestro, por el contrario, escéptico frente a las exigencias de los filósofos” (“El método histórico”, pp. 6-12).

(6) FOUCAULT, M., Nietzsche, Freud, Marx, Anagrama, Barcelona, 1981, pp. 36-40.

(7) Y, sin embargo, esa episteme, mil veces denegada desde el terreno de la filosofía crítica, continúa rigiendo los destinos de la Historia Disciplinaria, hallando en “el discurso del método” un surtidor privilegiado. Para E. P. THOMPSON, por ejemplo, y a pesar de su formación marxista, “los datos históricos están ahí, en su forma primaria, no para revelar su propio significado, sino para ser interrogados por individuos adiestrados en una disciplina hecha de atenta incredulidad” (Miseria de la Teoría, p. 52).

(8) La narrativa de la Historia Científica nada sabe de este desplazamiento operado por la “epistemología de la praxis”... Sigue apegada a la Teoría del Reflejo hasta el extremo no sólo de postular -por boca de sus vástagos conservadores- un ‘conocimiento por el conocimiento’ (la metafísica doblada a sí misma), sino también de interiorizar como “sentido común historiográfico” el respeto indefinidamente proclamado a los “hechos”, la recomendación eventual de la asepsia, la presunción de objetividad y, en general, la persecución ‘honesta’ de la Verdad del pasado... Ignorando que, como anota Foucault, “verdad no quiere decir el conjunto de cosas que hay que descubrir o hacer aceptar, sino el conjunto de reglas según las cuales se discrimina lo verdadero de lo falso y se liga a lo verdadero efectos políticos de poder” (Microfísica del Poder, La Piqueta, Madrid, 1980, p. 188), los historiadores académicos convierten en “ideología” todo ese andamiaje terminológico de la ‘objetividad’ y del ‘conocimiento científico’ o, mejor, lo transforman en “conciencia anónima” –“el momento de la pasividad o la repetición, en el que a lo sumo pueden recitar como una letanía mortal sus papeles aprendidos e interiorizados” (Maffesoli, M., Lógica de la dominación, Península, Barcelona, 1977, p. 115). Con mucha frecuencia, toda esa “racionalización específica” (Levi-Leblond) se vierte en las “introducciones”, en los “prólogos”, en los “prefacios”, casi más como acto de fe o juramento de fidelidad a la mítica ‘profesional’ que como discurso realmente “significativo”, portador de algún contenido, de algún mensaje distinguible del ruido disciplinario. Repárese, por ejemplo, en las siguientes “expresiones”, extraídas casi al azar de la producción historiográfica sobre la II República: “La cuestión que debe plantearse el historiador es cuándo y cómo se hizo imposible para una mayoría de españoles aceptar una República democrática” (CARR, R., “Introducción” a Estudios sobre la República y la Guerra Civil española, Ariel, Barna, 1973); “La historia general no ofrece un relato aséptico de los hechos” (JOVER ZAMORA, J., “El nacionalismo español”, Zona 31, abril-junio de 1984, Madrid, p. 8); “Los testimonios ya aparecidos... han permitido la elaboración de obras construidas con rigor histórico objetivo, como la de Arrarás (SECO SERRANO, C., “Estudio Preliminar” a Discursos parlamentarios de Gil Robles, Taurus, Madrid, 1971, VIII); “No creo que se progrese mucho en el establecimiento de los hechos y su encadenamiento” (MAURICE, J., “Lucha de clases, movimientos campesinos y Reforma Agraria en la España Contemporánea”, en Estudios sobre Historia de España. Homenaje a Tuñón, UIMP, 1981, p. 114).

(9) MARX, K. Y ENGELS, F., La ideología alemana, Grijalbo, Barna, 1972, p. 18.

(10) El éxito del paradigma clásico se aprecia no sólo en el campo de la práctica historiográfica, sino también, y a veces de forma llamativa, en la ‘percepción’ que determinadas personalidades del mundo de la cultura -o de la política- tienen de la disciplina histórica. Y no nos referimos ya a las típicas alocuciones del estilo de “la historia juzgará” o “la historia me absolverá”, sino a los comentarios más meditados con que algunos personajes destacados de la vida política y cultural nos ‘sorprenden’ de vez en cuando... Obsérvese, como exponente, la “opinión” con que E. TIERNO GALVÁN prologaba un libro de historia: “La consideración historiográfica sobre la II República española no ha sido, por parte de los especialistas españoles, tratada con la objetividad y neutral atención que los acontecimientos históricos requieren” (La II República, Ponencias del 2º Congreso Internacional sobre la II República, Barcelona, 1983, p. 9).

(11) ADORNO, Th. W., “Cultura y Administración”, en Sociológica, Taurus, Madrid, 1986, pp. 60-62.

(12) Ídem, p. 72.

(13) En relación con este punto, se debe responsabilizar a buena parte de la tradición teórica ‘progresista’ de la “corrupción” del concepto de praxis, con todas sus consecuencias sobre la definición de la funcionalidad social de la investigación historiográfica. Tal corrupción permitió, por ejemplo, que un teórico nominalmente marxista como J. TOPOLSKY escribiera, sin ningún reparo y casi sin respuesta adecuada, lo siguiente: “El conocimiento de las leyes (¡!) que rigen la vida social (objeto de la historia) ofrece la posibilidad... de actuar de forma práctica y, por tanto, eficaz de acuerdo con nuestros objetivos... La siguiente función social de la historia es satisfacer el deseo humano de conocerse a sí mismo...” (Metodología de la Historia, p. 518). J. FONTANA, por su parte, incurre en otra modalidad de desvirtuación del concepto de praxis, al hacer depender la posibilidad histórica de una realización del socialismo en primer lugar del desarrollo de una estrategia de comprensión del mundo –es decir, de un programa cultural desvinculado, en su obra, de los movimientos sociales que inspiran toda teoría y en cuya lucha ésta se valida. El “compromiso” se resolvería, en congruencia con el planteamiento de Fontana, como mera ‘toma de conciencia’ (crítica) o ‘ilustración’, y la producción de los conocimientos esenciales -condición primera del cambio- correspondería a la práctica del análisis histórico científico... Desde esa ‘cumbre’ del saber, desde ese círculo elitista, el conocimiento se extendería, como derramándose, para que la comunidad supiera “lo que necesita ser transformado” y pudiera planear la ‘sustitución’ del sistema por fin comprendido. Por añadidura, el nuevo orden perseguido (fruto de ese saber que desciende desde las alturas de una investigación marxista ‘renovada’) tiene ya, por anticipado, nombre propio: “socialismo”. Percíbase este modo de razonar (profundamente problemático por lo que todavía arrastra de “elitismo”, fe en la disciplinariedad científica y subrepticio teleologismo), tendente de modo implícito a un reforzamiento de la llamada “cultura de los expertos” y aderezado por una concepción aristocrática de las fuentes del conocimiento y de su circulación social, en las palabras del propio J. FONTANA: “Es necesario reconstruir la imagen global de la sociedad, como propuso un día el materialismo histórico... Sólo cuando seamos capaces comprender la coherencia del sistema en que vivimos podremos llegar a repensarlo, desmontarlo pieza a pieza y planear su sustitución por otro basado en un nuevo juego de valores, acordes con las características que ha de tener la sociedad del socialismo... De lo que se trata es de seguir utilizando las herramientas de análisis que nos proporcionó el marxismo, y todo lo que se les pueda añadir, en la tarea de comprender el mundo de hoy para denunciar lo que necesita ser cambiado. En esta tarea el papel de la historia, el papel de una comprensión renovada del pasado, ha de ser vital, porque servirá para desvelar las legitimaciones en que se apoya la aceptación del presente, y, sobre todo, porque ha de permitirnos reconstruir una línea de progreso que pueda proyectarse hacia la clase de futuro que deseamos.” (op. cit., pp. 260-261).

(14) HORKHEIMER, M., Teoría Crítica, Buenos Aires, 1974; y, en este caso, “Responsabilidad y Estudio”, en Sociológica, p. 77.

(15) Precisión recogida por J. HABERMAS en Conocimiento e interés: “Con el positivismo moderno se culmina el proceso de disolución de la teoría del conocimiento, cuyo lugar ha sido ocupado por la teoría de la ciencia (...), que se restringe a la regulación pseudonormativa de la investigación establecida.” (Taurus, Madrid, 1982, pp. 9-12).

(16) Por ejemplo, en “Por qué hay que estudiar el poder”, de M. FOUCAULT (en Materiales de sociología crítica, La Piqueta, Madrid, 1980, pp. 28-29)

Como se habrá observado, la metodología académica de la historia, convertida en “parte integrante de la visión ideológica del mundo” (M. W. Apple), avanza justamente en dirección contraria: fanatismo cientificista en P. VILAR (“Lo que es revolucionario son las ciencias”, en “El método histórico”, p. 6), concepción ‘optimista’ (voluntarista) de la disciplina histórica renovada como “herramienta” de futuro en J. FONTANA (“Necesitamos recomponer -partiendo de una adecuada comprensión del pasado, anota siempre- una visión crítica del presente que explique correctamente las razones de la pobreza, el hambre y el paro, y que nos ayude a luchar contra la degradación de la naturaleza, el militarismo, la amenaza atómica, el racismo y tantos otros peligros”, en Historia..., p. 262). El hecho de que la historia académica desenvuelva sus recomendaciones metodológicas en el terreno de juego exclusivo de la “teoría clásica del conocimiento” -por lo que sus categorías críticas pertenecen a dicha formación gnoseológica y fracasan a la hora de engarzar con las premisas teóricas de la tradición antilogocéntrica o de la epistemología de la praxis- se manifiesta, valga el ejemplo, en la “incomprensión” del alcance y sentido de la intervención de Adorno y Horkheimer en la crítica de la citada “neutralización de la cultura”. De ahí el flagrante error de J. FONTANA en su valoración de la Escuela de Frankfurt y, particularmente, del papel que en su seno desempeñó el autor de Teoría Crítica: “En manos de Horkheimer (la Escuela) derivó a los terrenos de la llamada ‘sociología crítica’, más académicos y nada comprometidos políticamente” (¡!) (p. 232).

(17) HABERMAS, J., “Perfil filosófico-político”, pp. 97-102.

(18) Véase, en relación con este punto, los trabajos de J. SEIFFERT, G. VACCA, O. NEGT Y E. SUBIRATS, recopilados en Karl Korsch o el nacimiento de una nueva época, Anagrama, Barcelona, 1973.

(19) Cabría sostener que, entre el abanico de tales “inquietudes” proscritas, se sitúa por ejemplo la restitución de la profunda significación filosófica (epistemológica, política) de la Ilustración, que ha marcado el funcionamiento legitimatorio de las disciplinas científicas modernas de un modo permanente y apenas discutible, pero completamente ‘desapercibido’ por los más críticos metodólogos de la historia. Esta cuestión ha escapado por entero al afán “desmitificador” y “repolitizador” de J. FONTANA, que restringe el alcance la Las Luces al modo de los viejos ‘manuales’ de “historia de la cultura”: “Consideramos que caen dentro del ámbito de la Ilustración los sistemas de ideas de quienes, conscientes del estancamiento de la sociedad feudal, trataron de reformarla desde dentro para que pudiera seguir subsistiendo... Al viejo esquema reformista fracasado le sucederá un programa revolucionario burgués, estudiado para hacer posible un cambio controlado. Desde este momento, sin embargo, nos encontramos fuera del marco de la Ilustración” (¡!) (Historia..., p. 59). A partir de este supuesto, se comprenderá fácilmente la razón por la que FONTANA no fue capaz de insertar su problematización de la “historia-herramienta” en el contexto exigido de la crisis del Proyecto Moderno. Una cuestión tan insoslayable como ésa (que determinó el surgimiento de la polémica crucial del Posmodernismo, desarrolló los motivos del programa deconstructor, desacreditó eficazmente las categorías centrales de la racionalidad política clásica, amenazó la subsistencia misma de la “estética” y condenó definitivamente a la disciplinariedad científica moderna por su solidaridad de fondo con la cadena conceptual de la Ratio burguesa) ha resultado hasta hoy profundamente extraña a los más afamados ‘renovadores’ de la práctica historiográfica. De ahí la insuficiencia crítica de las propuestas (candorosas) de J. FONTANA y las insuperables aporías en que se resuelven. De ahí también el absurdo escandaloso de pretender fundar una “historia razonada” sin revisar antes la validez de esa Razón soberana, o de declarar “en construcción” una ‘historia marxista’ en la coyuntura misma de la ‘deconstrucción’ del marxismo –absurdos que laten en la mayor parte de las proposiciones de P. VILAR y asoman incluso en los títulos de sus trabajos. Por último, la mencionada “ausencia” (grávida de consecuencias teóricas), insolente en un estudio de la naturaleza de William Morris, pone frecuentemente en boca de THOMPSON enunciados francamente risibles: “No puedo seguir hablando de una sola tradición marxista común. Hay dos tradiciones... Entre la teología y la razón no cabe ningún espacio para negociar” (Miseria, p. 290).

(20) FOUCAULT, M., “Por qué hay que estudiar el poder”, pp. 28-29.

(21) SUBIRATS, E., Contra la razón destructiva, Tusquets, Barcelona, 1979, pp. 9-10.

(22) Como ya hemos anotado, la noción de Verdad se absolutiza en la literatura metodológica hasta el punto de que el Conocimiento se concibe como un proceso infinito de acumulación de verdades parciales. Desde esta perspectiva, subyacente a toda práctica historiográfica académica, la idea de una “lucha” entre diferentes tipos de ‘verdad’, o la elemental suposición de una “mortalidad” de las pretendidas verdades (contingencia, temporalidad, de los productos del conocimiento), se sustituye por la ontoteleología feroz de un saber en incesante enriquecimiento que opera por adición de pequeñas (inamovibles, ‘definitivas’ a su manera) verdades “incompletas”. Para E. P. THOMPSON, en este sentido, “los historiadores del futuro, que sabrán cómo han ocurrido las cosas, tendrán con ello una poderosa ayuda para comprender, no por qué tenían que acaecer de esa manera, sino por qué acaecieron de hecho así” (Miseria, p. 83). Idéntica petrificación padecieron las nociones de Ciencia o, como vimos, Razón... P. VILAR, por ejemplo, entiende la Ciencia como una especie de organismo en perpetuo desarrollo, inmune a toda sospecha de ‘contingencia’ o ‘culpabilidad’, a su modo totalizador y transhistórico: “Todas las ciencias se han elaborado a partir de interrogantes dispares a los que se fue dando sucesivas respuestas cada vez más científicas” (Iniciación..., p. 27); “Marx, no nos cansaremos de repetirlo, coronaba varios siglos de esfuerzo humano hacia la constitución de una sociología. Su pensamiento, pues, no era una ‘innovación’ filosófica, sino una conclusión científica. De ahí su duración” (op. cit., p. 376). Obsérvese, en fin, la consideración no-histórica, sacralizada, de la Razón en la siguiente (y muy desafortunada) apreciación de THOMPSON: “Lo que está a la orden del día, dentro de la tradición marxista, es la defensa de la Razón misma...” (Miseria, p. 13).

(23) De esta forma, el pensamiento gnoseológico-metodológico se ubica en las antípodas de toda tradición crítica deconstructiva, como antinomia exacta de la siguiente consideración: “No hay ningún pensamiento que goce por su cuenta, independientemente de sus relaciones con la praxis, de la propiedad de ‘no ser falso’; de modo que sobre él, y sólo sobre él, fuera posible, según aquella ilusión, medir y denunciar el pensamiento falso” (ROSSI-LANDI, F., Ideología, Labor, Barcelona, 1981, p. 157).

(24) NIETZSCHE, F., El ocaso de los ídolos, p. 59.

(25) MARX, K., Miseria de la Filosofía,, Progreso, Moscú, 1981, p. 88.

(26) ENGELS, F., La subversión de la ciencia por el señor Dühring (Anti-Dühring), Crítica, Barcelona, 1977, p. 18.

(27) El historiador desiste de internarse por esos derroteros (la identificación del componente ‘político’ de los conceptos fundacionales de la prescriptiva metodológica). Una vez más, la espectacularidad de la teoría social e histórica -más o menos explícitamente portada por las investigaciones, legible en las hipótesis y en las conclusiones- deslumbra a los críticos disciplinarios, especialistas en denunciar la “ideología”, la legitimación directa o coyuntural, la racionalización política inmediata..., y los aleja del horizonte crucial de la episteme, las técnicas de interpretación, los bajos fondos políticos del método de análisis y de los conceptos que lo rigen. La combinación de expreso cientificismo y enguillotamiento del análisis de la legitimación -atento sólo a la vertiente “coyuntural”- se reproduce en todas las manifestaciones académicas de un cierto criticismo historiográfico (que asume la forma no tanto de estudios monográficos como de referencias dispersas a obras específicas o a tendencias ya de hecho devaluadas). Reténgase, como ejemplo, el carácter de los siguientes comentarios: “La II República, unida al carro de la Guerra Civil, supo mucho de justificaciones (de vencedores y de vencidos) y poco, muy poco, de interpretaciones científicas, de ciencia histórica o ciencia política” (M. RAMÍREZ); “Esta situación se debe en gran parte a la instrumentalización de la historia por las clases dominantes. Estas tenían interés en agitar el espectro de la barbarie campesina para ocultar el significado clasista de estas luchas” (J. MAURICE); “Subordinar todo el resto de los factores sociales al núcleo de lo político-diplomático-militar revelaba una actitud providencialista y apologética del poder” (ALVAREZ JUNCO); “El recurso a la explicación psicologista es una ingenuidad, cuando no una sencilla manipulación de los hechos reales” (J. AROSTEGUI);... En todos los casos, lo lamentable no radica ya en la “trivialización” de las denuncias (irrelevantes sin ser falsas), sino en la detención del análisis en ese punto anecdótico, en la incapacidad de trascender un horizonte crítico tan superficial...

(28) Este proceder condujo a una “reificación” del concepto de ‘saber histórico’, ignorando las conclusiones y las perspectivas de una “historia discontinua de las ciencias” que, habida cuenta de la ineptitud de los historiadores académicos, se estaba elaborando contemporáneamente desde el campo de la filosofía (historia asociada a los nombres de Cavaillés, Bachelard y Canguilhem, por ejemplo)..

(29) Ante la sospecha de una cierta debilidad metódica general, la policía izquierdista de la Historia Científica proclamará un “progreso” todavía inconcluso y situará la “tierra prometida” del método científico en un futuro accesible y profiláctico: “La conquista científica del método así definido está aún en vías de elaboración...” (Iniciación..., p. 47). Y la historiografía liberal -o conservadora-, todavía más tenazmente cientificista, localizará esa meta del “máximo rigor posible”, no ya en la virtud mágica de una determinada concepción de la historia y de la sociedad (“De hecho, ante un mismo y único desafío, el marxismo y la historia como ciencia son solidarios”, había escrito, en Crecimiento y Desarrollo, P. VILAR), sino en el perfecto despliegue positivo de unos métodos asépticos cuya completa definición todavía aguarda el paso de los años –pues “precisar el utillaje conceptual, heurístico y metodológico necesario para hacer frente, con el pleno rigor científico exigible, a esta profunda dimensión del trabajo historiográfico es algo que, ciertamente, no se presta a la improvisación” (JOVER ZAMORA, J. M., “Corrientes historiográficas en la España Contemporánea”, Boletín Informativo de la Fundación, 36, marzo de 1975, p. 247).

(30) A la vista de este resultado, cabría respaldar la “protesta” de A. ARTAUD contra la reconducción subyacente de la cultura: “Protesta contra la limitación insensata que se impone a la cultura, al reconducirla a una especie de inconcebible panteón; lo que motiva una idolatría de la cultura. Protesta contra la idea de una cultura separada de la vida, como si la verdadera cultura no fuese un medio refinado de comprender y ejercer la vida” (El teatro y su doble, Edhasa, Barcelona, 1973, p. 101).

(31) Que no se vea aquí una recaída en el sociologismo vulgar; simplemente, una tal ordenación del saber arrastrará forzosamente la ‘marca’ de la dominación burguesa bajo la que se forja –y para la que habrá de trabajar. Como subrayó K. MARX: “Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder ‘material’ dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder ‘espiritual’ dominante (...). Los individuos que forman la clase dominante... regulan la producción y distribución de las ideas de su tiempo” (La ideología alemana, pp. 50-51). A partir de ahí, en 1920 -adelantándose a la irrupción generalizada de la desconfianza frente a la investigación científica-, A. A. BOGDANOV llegó a sostener lo siguiente: “En una sociedad dividida en clases, también la ciencia se convierte de instrumento de organización del trabajo en instrumento del dominio de clase” (La ciencia y la clase obrera, Anagrama, Barcelona, 1977, p. 58).

(32) Véase, a este respecto, las obras clásicas de M. FOUCAULT, desde Las palabras y las cosas (S. XXI, México, 1978) hasta la ya citada Nietzsche, Freud, Marx, pasando por El Orden del Discurso (Tusquets, Barcelona, 1984) y La Verdad y las Formas Jurídicas (Gedisa, Barcelona, 1978).

(33) A E. VERON, entre otros, debemos cierto desarrollo de la “recategorización” de la ‘ciencia’ como práctica social. En Conducta, estructura y comunicación, argumentó así una de las consecuencias de tal desplazamiento: “El problema de la objetividad científica es un problema intrínsecamente social, que sólo puede plantearse adecuadamente desde el punto de vista del funcionamiento de la ciencia como sistema de comunicación interpersonal e institucional, es decir, de la ciencia como institución social (Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1977, p. 293).

(34) “La cuestión política, en suma, no es el Error, la Ilusión, la Conciencia Alienada o la Ideología; es la Verdad misma...” (FOUCAULT, M., Microfísica del Poder, p. 189).

(35) Como ha observado M. W. APPLE, “la racionalidad de la ciencia y la técnica constituyó un dispositivo ideal para crear una nueva visión de ‘lo sagrado’ que reconstituyera los vínculos afiliativos” (Ideología y currículo, Akal, Madrid, 1980, p. 108).

(36) SUBIRATS, E., Contra la Razón..., pp. 40-41..

(37) BATAILLE, G., La experiencia interior, Taurus, Madrid, 1984, p. 182.

(38) NIETZSCHE, F., Ecce Homo, Busma, Madrid, 1984, p. 105.

(39) BODGANOV, A. A., op. cit., p. 78.

(40) ARTAUD, A., El teatro y su doble, p. 8.

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