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Pensamiento, Estado español :: 28/06/2008

Cadáver de Guardia Civil envuelto en las llamas de la sabina. Homenaje a los maquis de ayer y a los de mañana

Pedro García Olivo - La Haine
El rojo corazón fragante de la misteriosa conífera sabe de alegrías humanas y de humanos tormentos. Arropa al aterido campesino en las crudas largas noches invernales; pero también sirve de tijera y destral a la mujer que no quiere ser madre.

“Si es escaso el perfume verdadero, también lo es el verdadero veneno. Lo atestigua la sabina, escasa, veneno y perfume. Aquella síntesis de los contrarios que de vez en cuando la áspera Naturaleza ilumina bruscamente (y que Blake evocó de este modo: ‘La versión del Demonio es que el Mesías fue quien cayó y formó un cielo con lo que había hurtado al Abismo’) halla en la sabina su expresión más turbadora. En su tronco rizoso, donde parecen cicatrizar las heridas de todo un siglo, celebran sus bodas la belleza y la muerte... La historia de la sabina se mezcla con la de las gentes del país hasta un extremo de magia y locura: ya no es savia, sino sangre, lo que nutre al majestuoso y entenebrecido árbol; y ya no es un corazón humano, sino el corazón granate de la sabina (un corazón duro, antiguo, brilloso, brutal y halagador a la vez), el que late en el pecho de estos hombres.

El rojo corazón fragante de la misteriosa conífera sabe de alegrías humanas y de humanos tormentos. Arropa al aterido campesino en las crudas largas noches invernales; pero también sirve de tijera y destral a la mujer que no quiere ser madre. Su minúsculo y terrible fruto protege la vida que vive, y mata la vida que no deja vivir. Sangra en su corazón grana el protector licor que apaga la vida titilante, y alimenta su prieta madera el fuego destructor que abriga y salva. Por esta extraña intimidad con la alegría y el tormento de los hombres, la sabina, a punto de desaparecer, vive en los relatos y en los recuerdos; se hace eterna como el mito y el fantasma.

Como el eco de un quejido sostenido, ululante de cuentos y de leyendas, la temible dulce sabina, horrorosamente bella, escasa como el veneno y como el perfume, adorna estos páramos olvidados y casi ausentes, veteándolos de verde opaco y de abromado gris vibrante.

1947. Jabaloyas, no muy lejos de Arroyo. Los escudos de las casas, la nobleza de los materiales y el porte general de los edificios revelan que este pueblo perdido de la sierra brilló un día como sede de la aristocracia guerrera. Las montañas que aherrojan la aldea por el oeste expelen un irrespirable aire invernizo. Despiadado hálito de las nieves, se diría que el viento cruza las calles con un cuchillo entre los dientes. Viejos cantoneantes defienden sus gargantas, de la hoja de ese cuchillo, con raídas bufandas de lana. El reloj de la iglesia medieval anda a marcar las siete. Junto a la plaza, antigua y desierta, bulle una cantina. Frío anochecido. Difuso arrebol en lontananza. Un hombre de la Contrapartida, guardia ataviado al modo de los maquis, atraviesa con paso firme la plaza y entra decidido en la tasca. Por sus ropas sucias de tiempo, mal zurcidas, su morral abultado, el barro de sus botas, la barba rala de meses que oculta sus facciones duras y un mirar menos fiero que desconfiado, se le toma por lo que no es. Sólo una duda: ¿cómo se atrevió a entrar, si no es de sabina el humo que envuelve la plaza? Cuestión de arrojo, tal vez. Acogido por el mesero con discreción y tímida simpatía, se le da asiento junto al hogar. Espoleados por el hambre y las horas, los hombres apuran sus vasos de vino y abandonan la taberna. Sólo quedan, junto al fuego, el forastero de aspecto sufrido y, al otro lado de la barra, un tanto desconcertado, el mesero que con aquella vacilante cordialidad le atendía. Tras servirle la común ‘tajada’ de lomo de cerdo y una jarra de vino de la tierra, decide este último, para salir de una duda terrible que le oprime el pecho y corta la respiración, arrojar al fuego una raja de sabina. Con toda ceremonia, y de un modo anormalmente pausado, casi gesticulante, el hombre alimenta el fuego con la insinuante conífera. Se alarma al instante, pues no percibe respuesta alguna en el rostro del extraño. No se dilata su pupila, no sonríen sus labios, no descansa su espíritu. Continúa en su silla, raramente tenso, callado y ni siquiera meditabundo... Quizá sea un hombre entrenado en el difícil arte de no dejar traslucir sus sentimientos. Quizá no se fíe. O no baje nunca la guardia. No deseará transparentar lo que sin duda debe saber: que la sabina crepitante rocía la calle con su inolvidable fragancia, y es ésa la señal que espera el maquis verdadero para cerciorarse de que no hay peligro, de que puede entrar confiado en el bar como entra en las recónditas grutas de los rodenos, sabiéndose allí, podría decirse, amigo entre sus amigos... Consumiéndose en el espanto de esa duda afilada, punzante, inaguantable, sale maquinalmente del garito.

Tres hombres de incierta apariencia, con las ropas no tan sucias aunque sí mal zurcidas, los morrales ligeros de peso, apenas barro en las botas, barbas de pocos días y un mirar más fiero que desconfiado, cruzan la plaza, vieja y vacía. El mesero, que, con unos pocos mendrugos de pan florecido y acartonado, avía en esos momentos a un perro flaco sin raza, levanta la vista al desafiante trío y frunce el entrecejo. Apoyándose en el alféizar de la puerta, se arma de un valor arcaico y caduco:

- ¿Qué se os ha perdido por aquí?

La respuesta es inmediata, inapelable como la escarcha que se cierne sobre los sembrados:

- Huele tu hoguera a sabina. A ti te lo podemos decir: Guerrillera del Levante, partida del Morro del Gorrino.

- ¿También vosotros? No esperaba a más de una legación.

- ¿Qué dices?

- Tengo ahí a uno de los vuestros.

- ¿De los nuestros?

En el silencio estrellado de la noche, los hombres se intercambian torvas miradas. No hablan, pero sus ojos ya lo han dicho todo. El mesero empieza a entender.

- Entra y no digas nada. Sepárate de él. ¿A qué lado está? –inquiere el más alto, de tosco semblante y expresión deslavada, mientras sus compañeros continúan resistiéndose a aceptar la situación.

- ¿Estas seguro, Paisano? No tenemos por qué hacerlo... –interrumpe un guerrillero.

“Cuando las cosas se complican, El Paisano no tiene que esperar órdenes de ninguna parte, ni se retira; sabe lo que tiene que hacer sin que nadie se lo diga. Topar con uno de la Contrapartida es el mayor peligro que puede correr un guerrillero. Si hoy no nos sorprende a nosotros, mañana puede sorprender a cualquiera...”. Este debe ser el pensamiento en el que Cándido se demora apenas un segundo, buscando una justificación para la determinación interior que, antes de toda reflexión, se ha encendido en su pecho. Pero no dice nada. La ausencia de respuesta es ya más que una respuesta. Se dirige de nuevo al mesero:

- ¿A qué lado está?

- Conforme se entra, a la derecha. Junto al fuego.

Danza en la plazuela el embriagador sahumo de la sabina... Cala en el coraje de los maquis. Les trae el aroma de un pasado reciente y robado, aroma de lumbres extinguidas en la Colectividad y trabajos derrochados en el bosque. Al calor de la sabina soñaron un Mundo Nuevo. Decía ser un Nuevo Hombre el que se desojaba en sus brasas... Al calor de la sabina se despidieron, los más valientes y los más marcados, de sus seres queridos; y, sin confesarlo, casi se despidieron también de su Esperanza mancillada. Conquistaron el pan, como no hubiera querido Kropotkin, en la desamparante rudeza del monte, arrojando a las llamas de su abrigo leña de arbustos menos nobles y añorando en las dormidas al raso la acariciadora cálida fragancia de la conífera amiga. Ahora aún les servía de contraseña, como si no quisiera desligarse de su fúnebre destino, al menos en la cantina de Jabaloyas.

Danza en la calle el violento amable olor de la sabina quemada. Envuelve en perfume y veneno, envuelve en belleza y en muerte... Arde su corazón herido en el hogar, refocilando al expectante policía emboscado. “Mañana mismo –se dice- hay que detener a este hombre... O a lo mejor conviene vigilar la taberna y de momento esperar... ¿Y si, nada más irme, corre el sospechoso a la Casa Cuartel a denunciar el encuentro? No sé... Casi me sonrió...”

Como un huracán que arrancara la puerta y parara los corazones, irrumpe el trío en la taberna. Abre fuego sobre el hogar, la mesa, el vino, el agente... Mientras la mancha de sol poniente de la sabina se resiste a renegrear en la chimenea, la vida del Guardia Civil se esfuma como un mal sueño. Cae el cadáver sobre el fuego. Las brasas de la sabina se excitan ante la carne. En un ardoroso abrazo perfumado se consume el pecho del falso guerrillero. Desde entonces se dirá –como un epitafio grabado a cincel en la memoria de piedra de las gentes del país: “Se lo llevó la sabina”.

Este escrito deriva de una investigación de historia oral. Se atiene, en el contenido, a lo transferido en una serie de entrevistas y encuestas, realizadas en Ademuz en 1991, cuando todavía vivían no pocos ex-enlaces y ex-colaboradores de los maquis. Ha sido extraído de “El husmo. Los filos reseguidos del dolor”, libro que me editó “Las Siete Entidades” (Sevilla, 2002).


www.pedrogarciaolivoliteratura.com
 

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