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Barcelona, Estado español :: 05/05/2018

"Carrers Albert Camus, espais de revolta"

Pepe Gutiérrez-Álvarez
Camus mostró su apoyo incondicional a la República exiliada en general y a la CNT y al POUM en particular

El pasado jueves 19 se presentó en la Biblioteca Andreu Nin de Barcelona el proyecto de “Carrers Albert Camus, espais de revolta”, como parte de una campaña de recuperación de la memoria de nuestro Partenón de nombres comprometidos con la ciudad y con sus combates. Como no podía ser menos, se trató de un acto controvertido aunque nadie asumió las descalificaciones que desde la izquierda de la “guerra fría” se habían hecho contra el autor de La peste. Por el contrario, se recordó que Camus se sintió parte de las aspiraciones más avanzadas de la II República –su primera obra trataba de la Comuna de Asturias-, que no pudo ser voluntario por enfermedad, que mostró su apoyo incondicional a la República exiliada en general y a la CNT y al POUM en particular. Se habló de sus escritos libertarios citando la edición de La Linterna sorda de la España libre y se citó sus palabras: “La muerte de Andreu Nin señaló un viraje en la tragedia del siglo XX, que es el siglo de las revoluciones traicionadas”.

También hubo palabras para los autores monárquicos de la casa Cebrián y de esa élite de izquierdistas arrepentidos que ahora pastan en los abrevaderos de Ciudadanos, recordando la existencia de una tentativa derechista de asimilación por parte de la nueva derecha, aunque para ello tengan que crear un Camus del revés, el rostro de alguien que no levantaría un dedo por los refugiados por las pateras, por citar un único ejemplo, aunque el debate entró por muchas puertas.

Pocos escritores de su tiempo han sido tan controvertidos en vida como lo fue Albert Camus, casi al igual que lo fue George Orwell, con el que mantuvo no pocos paralelismos. En esta controversia, tan cuestionables son las voces que buscaron su descrédito, aunque a veces fueron peores los elogios que recibió en los reaccionarios años noventa, un tiempo en el que el sistema basado en la explotación del hombre por el hombre llegó a parecer fuera de cuestión.

Es verdad que a lo largo de esa década El primer hombre (Tusquets Editores, Barcelona, 1994) fue todo un evento en varios idiomas, algunas de sus obras más reconocidas se pasearon triunfalmente por los teatros y El extranjero se convirtió en un best seller, en tanto que, por estos lares, Alianza comenzaba la edición de sus obras completas que en castellano fueron apareciendo fuera de España, sobre todo en Argentina a través de la editorial Losada. A esto habría que añadirle una atención redoblada en los medios, si bien en mucho de los casos se trataba más de cumplir con la consigna sistémica de defenestrar a Sartre –máximo símbolo del intelectual comprometido con causas contrarias al Imperio- que de valoraciones específicas sobre el autor de La peste. Una muestra de esta exigencia nos la ofreció Fernando Savater, quien después de escribir que, tal como sucedía con Picasso, hasta los errores de Sartre no dejaban de contener aciertos, se arrodilló después diciendo que Sartre se había equivocado en todo, lo que se llevaba por delante no solamente sus dudosas relaciones con el estalinismo sino también su compromiso con el Tribunal Russell contra los crímenes made in USA en el Vietnam, uno de los momentos clave de la conciencia humana del siglo XX.

El caso era que el novelista y dramaturgo seguía en el candelero, seguía atrayendo una multitud de lectores en Francia y un poco en todas partes. Llegó a parecer que se erigía a Camus como el paradigma políticamente correcto, el ejemplo vivo de un compromiso cívico, que, colocado desde cierto ángulo, conseguía el aplauso de socialistas invertidos como Mitterrand o Felipe González sin olvidar a Joaquín Almunia, señores ilustrados del PP como sectores de intelectuales y filósofos como el citado Savater que, por citar un ejemplo, se mofaba de los zapatistas mexicanos; todos ellos mimados por unos medios de comunicación que convertían a Sartre en un vulgar estalinista y celebraban el pensamiento débil y el final de la historia.

Solamente algunas voces como la de Manuel Vázquez Montalbán disentían de esta unanimidad declarando: que no estaba conforme con la angelización de Camus mientras que con Sartre se operaba una demonización como arquetipo de intelectual engañado por el comunismo oficialista y por la Unión Soviética, algo por lo demás bastante discutible. Este era un Camus celebrado por su rechazo al comunismo –confundido deliberadamente con el estalinismo-, y por haber desertado de la causa antiimperialista en el momento de la batalla de Argel, algo que resulta cuanto menos discutible ya que Camus no disentía tanto en los fines –la independencia del pueblo argelino- como en los métodos. Tamaña consagración de un Camus liberalcomportaba el olvido, cuando no la negación, de muchos de sus compromisos, por ejemplo, a favor de la República española cuando el franquismo era aceptado en el club del mundo libre de la mano de Churchill y de la administración pentagonista de Eisenhower.

En las jornadas previstas la Fundación Andreu Nin (FAN) vamos a hablar del Camus socialista a pesar de los socialistas, como se ha podido decir de Charles Péguy que fue un cristiano a pesar de los cristianos, de un anarquista un tanto tory al decir de Orwell sobre Jonathan Swift. Si rompió sucesivamente con los comunistas y con los socialistas que sucedieron a Mendes France, fue porque observó sus extravíos, o sea que lo hizo en nombre del comunismo que Camus abrazó en la mitad de los años treinta y de un socialismo de izquierdas próximo al anarquismo, aunque, obviamente, desde esta perspectiva habrá que entrar a debatir no pocas contradicciones. Habrá que observar que para Camus, el Dios que cayó era una versión deforme del comunismo y que su opción por la libertad –que incluía el derecho a equivocarse- no le llevó a los brazos del desorden establecido, como por ejemplo fue el caso de Arthur Koestler.

Sus escritos políticos se inscriben en una curva de crisis y decadencia del estalinismo, algo que percibió mucho antes que Sartre, que siguió apoyando al PCF porque pensaba que representaba a la clase obrera, una clase obrera que hasta 1967 creyó en la URSS (una creencia que conoció una curva de alza en la época de Kruschev para caer en picado tras la ocupación de Checoslovaquia). Son posicionamientos que se insertan en una larga posguerra que llegó a parecer concluida entre 1989 y 1991, aunque a finales de esta misma década, los desastres provocados por el tardocapitalismo acabarían provocando un nuevo ciclo de respuesta social, ahora desde un nuevo comienzo en el que el estalinismo representaba justamente lo contrario: todo lo que no había que hacer en nombre del socialismo.

Este es un Camus que conserva una actualidad viva por la mera razón de que la historia no se acabó, ni mucho menos. De hecho, apenas si había comenzado. La piedra cayó pero Sísifo la está levantando de nuevo y no le faltan motivos. Una crisis ecológica sobre la cual es difícil exagerar y que la persistencia de la crisis económica y el auge de los nacionalismos y los integrismos hacen temer un oscuro fin de milenio. La lucha contra la injusticia, la opresión y el oscurantismo es una empresa que justo acaba de comenzar. Rieux sabía que lo peor siempre es posible, "que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante décadas aletargado entre los muebles y la ropa, que espera pacientemente en las habitaciones, en las bodegas, en los baúles, en los pañuelos y entre los papeles, y que tal vez llegue un día en que, para desgracia y escarmiento de los hombres, la peste despierte a sus ratas y las envíe a morir en una ciudad feliz".

La tentativa de establecer un canon que situará al Camus mero anti-Sartre se ha tenido que hacer deformando su trayectoria. Diluyendo el hecho incuestionable que Camus fue un hombre de izquierdas desde sus inicios, y lo siguió siendo con sus dudas y contradicciones, a su manera, como diría Orwell, otro que tal. En Le Premier Homme, Camus rememora que sobre todo fue hijo de de emigrantes, que creció entre los pobres y que fue un producto de la escuela pública, unos elementos que estaban siendo barridos por el desplazamiento del nosotros al yo (los primeros), por una política de privatización de los bienes públicos cuyas consecuencias cada se hacen más evidentes. Camus se educó a través de la cultura desde abajo, que no podía ser manipulada ni sometida por el Estado y los partidos, aunque estos fuesen nominalmente socialistas o comunistas. De hecho, el gran estupor de su generación era que nada, ni el cristianismo, ni la democracia, ni el socialismo ni el comunismo, eran lo que pretendían ser.

Camus nunca traicionó sus orígenes, nunca cambió de valores. Era el mismo cuando ingresó en el Partido Comunista francés (1935), entonces en plena inocencia izquierdista, que el que lo abandonaría en 1937, con los procesos de Moscú y la persecución del POUM –del que dijo que “había salvado el honor del socialismo”- como trasfondo, justo en la misma fase histórica que lo haría también Orwell y por los mismos motivos.

Su madre era de origen menorquín y en 1935, Albert visitó Menorca, su único viaje por España. Como lo evidencia su primera obra de teatro, Camus asistió con entusiasmo al UHP asturiano de 1934, creyó en el Frente Popular aunque supo de sus limitaciones anticoloniales. Camus aceptó de muy mala gana la supeditación del PCF al Partido Radical de Edouard Herriot, portavoz de los grandes intereses coloniales. También vivió como propia la lucha de la República, en particular de su extrema izquierda anarquista, contra el ejército fascista; otro paralelismo con Orwell aunque desde la distancia. La tuberculosis de Camus era mucho más acentuada, y no le fue permitido hacer su guerra de España. Nunca se resignó a la victoria de Franco. Por entonces, era un modesto pero inquieto militante cultural. Su Teatro del Equipo presagiaba en no poca medida el TNP de Jean Vilar. Desde la mitad de los años treinta profesó un antifascismo militante y conoció de cerca la evolución del PCF, pero no se cerró a otras informaciones de manera que no tardó mucho en apreciar lo que significaba el estalinismo, y desde este punto de vista hoy está claro el impacto que le causaron el André Gide de Retour de l´URSS o Jean Grenier (que fue su profesor y al que Camus admiraba) y su Essai d’orthodoxie.

La desconfianza se acentuó con ocasión del pacto germano-soviético, de casos como el de Paul Nizan, todo lo cual confluyó en una ruptura definitiva en 1945, justo cuando el PCF se impone como el partido más influyente de Francia con el turbio Maurice Thorez al frente. A partir de entonces, el ideario socialista de Camus será antitotalitario, un concepto que originariamente poco tiene que ver con su interesada utilización ulterior, sobre todo por el Pentágono que trata de autoritarios a Franco o Pinochet y como totalitarios a todos los que se le oponen, omitiendo la letra A del análisis de la propia Hannah Arendt, a saber, que el colonialismo había sido la madre de todos los totalitarismos.

Como periodista, Camus trabajó para Argel républicain y en 1939 recorrió la Cabila y escribió sobre una geografía de la miseria en términos que recuerdan los de Frantz Fanon. Camus pasó por la escuela del reportaje. De su experiencia conservó un marcado sentido de lo concreto, un respeto muy anglosajón por la noticia. La miseria, son los cuchitriles; una revolución, ejecuciones en masa. Era de los que ante un acontecimiento se dicen que hay que ir a ver antes de tomar partido. Entre 1936 y 1937 apareció Bodas, gracias a la cual se entiende que 15 años más tarde escribiera una obra del alcance de El hombre rebelde.

En julio de 1940 fue testigo directo de la caída de la III República, lo que le dejó estupefacto. Los hechos reforzaron su creciente desconfianza hacia la vieja clase política. Hombre de talante muy poco patriotero y belicoso, fue sin embargo, uno de los pocos que permanecieron contrarios a la tentación petainista. Camus imputó la derrota al espíritu de propiedad dominante entre los franceses. "Francés de nacimiento", se convierte en francés por “elección deliberada". En el momento en que se unió a la Resistencia en 1943, su antifascismo pudo más que la cultura pacifista de la que se había empapado su generación; la barbarie hitleriana no permitía dudas. Sus famosas Cartas a un amigo alemán, que empezaba entonces a redactar, transmiten el sentido fraternal de su compromiso, contrario a la demonización de lo germano, sin establecer distinciones, algo que fue propio de cierta izquierda, de estalinistas profesionales como Ilya Ehrenbourg.

Resulta significativo que Camus fuera, en la clandestinidad, redactor jefe de Combat, periódico marcado por los inconformistas de los años treinta. La Resistencia, primordialmente dominada por comunistas oficiales y por gaullistas, tenía un discurso dominante que Camus no aceptó. Una vez tuvo lugar la Liberación de París –tarea en la que los anarquistas españoles tuvieron un papel distinguido que luego no se quiso reconocer-, fue un acontecimiento que le llenó de unas ilusiones de las que no tardaría en cuestionarse. Las FFI (Fuerzas Francesas del Interior) representaban para él algo completamente renovador. Pensaba que por fin había llegado el advenimiento de una sociedad democrática pura. Pero el idealista tuvo que cambiar de tono rápidamente. El regreso de los patrones y de los funcionarios indignó al editorialista de Combat, que provocó un áspero altercado con el gaullista católico François Mauriac, que entre otras cosas, reflejó su desencanto con el curso de la República.

Llegado el momento, ni para gaullistas ni para el PCF era la hora de ninguna revolución. En 1945 tuvo que reconocer que las aspiraciones maximalistas que había ensalzado quedarían muy lejos de la realidad. Se lo reprochó cándidamente a De Gaulle y a los partidos mayoritarios. La bomba de Hiroshima arrojó una luz siniestra sobre la victoria de los países libres, nuevamente, Camus no se dedicó a mirar hacia otro lado como haría la mayoría. El mundo, pensó Camus, había dado un paso más hacia la barbarie.

En noviembre de 1946, volvió a romper otra lanza con la serie de El Hombre rebelde, que apareció editada en 1951. Algunos intelectuales inclasificables como Georges Bataille, Paul Ricoeur y Albert Béguin manifestaron su interés por la obra y su contenido. En es este contexto donde tiene lugar la célebre polémica con Francis Jeanson, sobre todo con Jean-Paul Sartre. Aunque ambos ocupaban en apariencia una misma plataforma, ambos eran destacados como novelistas, dramaturgos, ensayistas, al igual que eran símbolos de la cultura de la Resistencia, en realidad eran muchas las cosas que le separaban. Sobre todo su percepción del compromiso del intelectual, que el autor de La náusea entendía en relación con la clase obrera y con el que creía, era su partido, en tanto que Camus, ya de vuelta de fidelidades dudosas, pensaba que dicho compromiso era con sus propias convicciones. El primero se había hecho omnipresente en el escenario privilegiado de la alta cultura francesa, mientras que el segundo se ausentó del panorama intelectual. Su mínima presencia en los medios de comunicación entre 1945 y 1955 le impidió rentabilizar mejor sus pronunciamientos: uno representó la discrepancia como compañero de ruta del PCF, el otro optó por las herejías.

Así, aparte de su compromiso con los anarquistas españoles, Camus definió el siglo XX como el siglo de las revoluciones traicionadas, y prologó la obra de Alfred Rosmer, Moscou sous Lenine. Les origines du communisme (Paris, 1953; hay una traducción castellana en ERA, México, 1982, y otra reciente en la Fundación Engels), un testimonio de primera mano de la primera fase de la revolución rusa, escrita por un hombre de trayectoria paralela a la de Victor Serge y a la de Andreu Nin.

En esta época, los testimonios sobre nuestra barbarie (la estalinista), ya no se podían ocultar bajo el manto del antifascismo. Al calor de esta evidencia, Camus fue uno de los desertores del campo de la victoria (por decirlo a la manera que había hecho Richard Rees, el primer biógrafo de Orwell) que se interrogaron por el coste humano de los procesos revolucionarios, que en sus reproducciones ulteriores (democracias populares, China, Yugoslavia) seguían sometidos a las normativas estalinianas del Estado con partido único que sustituye a los trabajadores y niega las libertades más elementales. Ya en 1946, Camus planteó el problema del homicidio como consustancial a la historia y pidió a los progresistas que fueran coherentes: si legitimaban los métodos revolucionarios, que se ofrecieran voluntarios para empuñar los fusiles de las ejecuciones. Camus, tan obsesionado como puede estarlo una mente laica por el problema del mal, observaba su omnipresencia. De La peste a La caída prolifera la falta y no se presiente redención alguna, parece que la revolución no llevaba a la liberación y por sus escritos más bien parece que Camus a quien espera es a Godot.

Entonces Dios había muerto y los seres humanos quedaban ahora a merced de la culpabilidad. El marxismo se había esclerotizado y los intelectuales del partido proclamaban que el mal social radicaba en el capitalismo, en tanto que la derecha, tendía a concentrar todas sus fobias en el comunismo soviético. El pensamiento totalitario tendía a ofrecer una definición simplista y maniquea de una crisis general de la que no se podía salir siguiendo una opción única. Con mayor o menor acierto, Camus problematiza los caminos de la libertad. Defendía las libertades, no la injusticia. Por eso no dejaba de hablar de mistificación para referirse a él. En resumen, se ganó el oprobio limitándose a decir que el totalitarismo es la enfermedad crónica del comunismo y el imperialismo su etapa más consumada. Su crítica armoniza con lo que escribirían más tarde otros herejes, si bien los ejemplos son diversificados, de ahí que cuando estalla la revuelta, como sucederá en el mayo del 68, las perspectivas y las propuestas son casi infinitas.

En 1945 Albert elogió la política económica de Pierre Mendès France, el más digno representante de la socialdemocracia francesa. Luego, sus compromisos fueron variados cuando no contradictorios. No parece que fuera enteramente consciente de lo que significaba el socialismo de Guy Mollet. Cuando estalló la batalla de Árgel, Camus se pronunció contra la independencia de Argelia, su idea no era en este caso muy diferente a la de Maurice Thorez: una federación entre Francia y Argelia. No podía olvidar que se sentía argelino, mediterráneo, africano, que sus raíces estaban en Tipasa y Argel, y que no podía soportar convertirse en extranjero. Sin embargo, después de haber denunciado las atrocidades de la pacificación, le horrorizó la crueldad de la resistencia, rechazó los atentados ciegos del FLN, actos que le permitieron matizar el análisis del terrorismo que había esbozado en Los justos: el partido de vanguardia armado sirve de matriz, de laboratorio para el Estado totalitario que institucionaliza sus procedimientos asesinos, un rechazo que no le impide reconocer quiénes eran los tiranos en aquel momento. La crueldad del oprimido no podía explicarse sin el horror de la ocupación, la misma que torturó y asesinó por doquier, que aplastó a un millón de argelinos. Y lo hizo François Mitterrand, un colaboracionista arrepentido, el mismo hombre que en 1964 escribió una denuncia radical del gaullismo, El golpe de Estado permanente.

A Camus la Ocupación nazi le había demostrado que la no-violencia no se podía plantear como una opción ética al margen de las circunstancias, y que en algunos casos era insostenible. Pero aunque, para él, la violencia podía ser un método, no podía ser una política. Había que preservar su carácter excepcional, el problema era que no se lo reconocía a los argelinos –liderados por antiguos soldados que habían luchado en la II Guerra Mundial con el uniforme francés y nadie les había reconocido su aportación- y pensó que la solución estaba en la tregua civil que propuso en 1955 y 1956. Que de esa manera se habría ahorrado mucha sangre. Pero Francia no estaba dispuesta a perder sus colonias, no lo había estado en Vietnam, ni lo estaría en Argelia; lo dejó cuando no tuvo más remedio, pero entonces lo hizo para defender sus prerrogativas con otros medios. La guerra pues fue total. Algunos autores han visto en esta posición suya un anuncio de otras situaciones históricas -como la sudafricana-, que parecían abocadas al horror, pero que acabaron con una “tregua” y un armisticio.

No obstante, habría que situar cada cosa en su momento –recordemos que Nelson Mandela era un entusiasta de la revolución argelina-, y habría que ver también cual ha sido el precio de esta tregua. En Sudáfrica está claro: la minoría blanca sigue detentando el poder económico, eso sí, asimilando una franja de la mayoría negra. Se ha querido ver en su hostilidad hacia el FLN (y su apoyo al nacionalismo pactista), como un rechazo hacia el nacionalismo, aunque es importante tener en cuenta que esto lo hacía desde la metrópolis francesa. Camus nunca albergó la más mínima ilusión con respecto al FLN. Lo veía como una organización nacionalista, populista y hostil a los intelectuales. No esperaba de él que construyera una sociedad democrática, y el tiempo parece que le dio la razón.

Aun así, no se puede olvidar que el FLN representó a la mayoría de argelinos contra los ocupantes, como tampoco se puede confundir los años de Ben Bella con los de Bumedien, como tampoco se puede olvidar el peso de la presión colonial en el proceso de reconstrucción social que siguieron a la guerra. Llegados a este punto, anotemos que Camus apreciaba con pasión los valores del internacionalismo, unos criterios que el estalinismo había también pervertido (internacionalismo era apoyar a la URSS), y que, junto con Bertrand Russell, y otros socialistas humanistas, fue uno de los defensores de un nuevo orden internacional que habría de ser universal y en primer lugar económico, algo que, desde luego no se parecía a lo que fue la ONU, contra la cual Camus bramó en el momento en que reconocieron a Franco.

Estamos viviendo una nueva fase histórica, y comenzando a ver las cosas desde unas perspectivas muy diferentes a las que acompañaron el apogeo de la globalización en los años noventa, cuando el papel de los malos pasó del imperialismo al comunismo y del nosotros al yo. Desde esta nueva perspectiva, nos encontramos con otras posibles lecturas de Albert Camus, muerto precozmente, pero que en el espacio de poco más de dos décadas dejó un legado cuyo valor cultural es el de un clásico inmortal y cuyos posicionamientos han de ser situados en el propio de un socialista democrático en el sentido más auténtico de la palabra. En cuanto a esos posicionamientos, las discusiones quedan abiertas. Esperemos que las jornadas en las que participará la FAN sean una buena ocasión para seguir este interminable debate con conocimiento y alteza de miras

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