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Estado español :: 30/12/2004

De educación, convivencia, guerra y paz

A. C. (CAES)
A partir de una breve revisión de algunas de las experiencias e hitos fundamentales que a lo largo del siglo XX han servido para construir la noción actual de educación para la paz y la convivencia, se abordan algunas de las alternativas que, desde un enfoque psicosocial, han demostrado mayor utilidad en el tratamiento y prevención de los conflictos en contextos educativos. Todo ello desde una concepción integradora de lo que significa educar para la convivencia, considerando que ésta no será posible si no se parte de una reflexión y análisis de las causas estructurales de los conflictos, ya sean éstos relativos a las relaciones cotidianas entre las personas, los grupos o los pueblos.

Mucho se ha escrito ya, y desde diferentes perspectivas, sobre la importancia de un concepto como el de convivencia en el entorno educativo. No resulta sencillo, por tanto, resumir en pocas páginas los aspectos fundamentales de toda una línea de trabajo que es heredera de una larga tradición, ligada inicialmente al rechazo de las confrontaciones bélicas y sus consecuencias, y que ha ido incorporando contenidos afines: la educación para la comprensión internacional, para la paz, para los derechos humanos, la noviolencia, las conclusiones de la investigación para la paz y la resolución creativa de los conflictos, y, más recientemente, y ligado a los nuevos retos que plantean los flujos migratorios actuales, la educación intercultural. Entendemos que todos ellos están íntimamente ligados a lo que ahora conocemos como educación para la convivencia, donde comprender las nociones de paz y conflicto y sus implicaciones y consecuencias no sólo interpersonales, sino estructurales y económicas, resulta esencial en la perspectiva de la educación para la convivencia que desde aquí tratamos de abordar. Recorramos, pues, brevemente, la reciente historia de ambos conceptos y de sus aportaciones a la educación.

Por una parte, la educación para la paz es deudora de los movimientos de rechazo al conflicto armado que en torno a las dos grandes guerras europeas se fueron desarrollando (Jares 1991, 1992). Estos movimientos tuvieron su repercusión en el marco de la escuela, resultando, en torno a la primera guerra mundial, el movimiento pedagógico de la Escuela Nueva uno de los principales defensores de una incipiente idea de educación para la paz, destacando la figura de María Montessori como una de las más comprometidas con una concepción positiva de la educación para la paz: no parece ser suficiente el rechazo a las confrontaciones bélicas, sino que resulta imprescindible fomentar un clima de cooperación. Por otra parte, la creación de la Unesco tras la segunda gran guerra también sirvió para impulsar estas incipientes concepciones enriqueciéndolas con la perspectiva de la educación para los derechos humanos y la necesidad del desarme.

Más adelante, en la década de los 60, se produce el que para algunos es el segundo y definitivo nacimiento se la educación para la paz. Será entonces cuando la Investigación para la Paz desarrollará la teoría gandhiana del conflicto (noviolencia, búsqueda de la verdad y la libertad personal, así como la necesaria legitimidad de los medios que se emplean para conseguir los fines y la búsqueda de soluciones no violentas para resolver los conflictos, entre ellas, la desobediencia y la no colaboración, son las claves de este pensamiento), incorporando los análisis pedagógicos de Paulo Freire, muy ligados a la justicia social y la educación para la liberación de quienes están sometidos a la explotación y alienación generadas por el reparto injusto de la riqueza. La paz se liga, por tanto, al concepto de justicia social y desarrollo de los pueblos, que consideramos crucial para comprender en toda su magnitud las implicaciones de este movimiento. Cabe decir, en cualquier caso, que los movimientos de renovación pedagógica que se han ido desarrollando a lo largo del siglo XX (en los que destacan, entre otros, figuras como Freinet, Neill, Freire, Milani), siempre se han venido ocupando de forma más o menos explícita de los postulados de la educación para la paz.

En segundo lugar, consideramos la idea de conflicto y las fórmulas para resolverlo el otro pilar fundamental en la educación para la convivencia, y su historia también se ve ligada a la de la educación para la paz. En este sentido, en la década de los setenta surgen en Estados Unidos algunos grupos religiosos y asociaciones que, alentados por el movimiento de educación para la paz, insisten en la necesidad de resolver los conflictos de una forma no violenta, también en el ámbito de las relaciones cotidianas y, en concreto en la educación. A principios de los años ochenta, y también ligado a la resistencia a los conflictos bélicos, en este caso, la preocupación por prevenir una guerra nuclear, el movimiento toma cuerpo, aunándose los esfuerzos de padres y educadores en esta tarea. Los procedimientos que desde el principio se proponen como fórmulas alternativas a una resolución violenta de los conflictos son la negociación y la mediación; se trataba de aplicar al ámbito educativo una estrategia utilizada en otros ámbitos de la vida cotidiana (laboral, judicial, político...). Paulatinamente, este movimiento se ha ido extendiendo por todo el mundo siendo numerosos los programas que se han desarrollado desde esta perspectiva basada en la transformación de los conflictos.

Además, no podemos olvidar en este breve recorrido, la relevancia que está tomando en los últimos tiempos la educación intercultural. Con el aumento de los flujos migratorios, generalmente por motivos económicos y políticos (refugiados), en particular en el contexto europeo, se pone de relieve la necesidad de abordar específicamente de las dificultades de convivencia ocasionadas por las diferencias de origen étnico y cultural, haciendo uso, en general, de los mismos conceptos clave: paz, respeto a las diferencias y resolución creativa de los conflictos.

Así, vemos que la educación para la convivencia es un concepto múltiple y complejo que entendemos excede el marco de la forma en que se afrontan las relaciones interpersonales en lo cotidiano (y, cómo no, también en la escuela), para vincularse necesariamente al modo en que se conciben las condiciones estructurales que regulan las relaciones económicas y sociales entre los pueblos. Partiendo de esta concepción compleja, y desde un enfoque psicosocial, abordaremos las implicaciones de la educación para la convivencia en las relaciones cotidianas del aula.

LA CONVIVENCIA EN LA ESCUELA

Aunque la preocupación por los orígenes del conflicto interpersonal en la escuela y las fórmulas para resolverlo es ya antigua, de un tiempo a esta parte nos encontramos múltiples publicaciones que se ocupan del tema de los conflictos en los entornos escolares. Cómo resolver los conflictos entre y con sus alumnos es una de las principales preocupaciones y temores de los educadores. Muchos de ellos, buscan donde pueden alguna receta que les ayude a resolver los problemas que cotidianamente se encuentran en el aula. No es extraño. Por muy diversas razones, nuestros centros de enseñanza -sobre todo de secundaria- están viviendo una situación conflictiva.

Los modelos de convivencia que se muestran en nuestra sociedad (y la escuela no es una excepción en este sentido) no son precisamente los que se proponen desde la educación para la paz y la resolución noviolenta de los conflictos. Paradójicamente, las mismas instituciones que públicamente proponen la necesidad de una educación igualitaria, no discriminatoria, justa, democrática, plural, en la que se fomenten actitudes favorables a la paz y la convivencia entre pueblos y personas, son las que con sus decisiones políticas, sociales y económicas transmiten modelos de actuación opuestos, injustos, discriminatorios, bélicos...

Nos sorprendemos de las dificultades de relación con y entre nuestros estudiantes y, sin embargo, podríamos pensar que parte de los motivos de tales comportamientos están en los modelos de solución de problemas a los que están expuestos. Nuestros escolares viven en esa contradicción: se les ofrece un modelo, pero se les exige otro de comportamiento; y cuando surgen los conflictos, difícilmente encuentran una forma de resolverlos que no sea agresiva, simplemente, no han sido educados efectivamente para hacerlo. No queremos, desde luego con esto, restar importancia a los cambios acaecidos en los últimos años en nuestro sistema educativo y que han cambiado el panorama general de nuestros centros (nos referimos en particular a la etapa de educación secundaria obligatoria): el perfil del estudiante medio que antes asistía a nuestros institutos ha cambiado, la obligatoriedad de escolarización hasta los 16 años tiene interesantes y positivas repercusiones, pero también genera no pocos ni pequeños problemas, sobre todo para aquellos adolescentes que no encuentran en el sistema educativo formal una respuesta a sus intereses y necesidades. Obviamente, todo esto tiene que notarse, y mucho, en el clima cotidiano que se respira en las aulas.

Aunque el panorama en nuestros institutos no sea tan desalentador como en otros países, la alarma (a veces excesiva) se extiende entre nuestros educadores y en nuestra sociedad. Desde luego, no creemos que sea lícito exigir a la escuela que resuelva por sí sola los problemas de toda una sociedad, pero sí puede, y entendemos que debe, responder de forma adecuada cuando tales problemas afectan a los chicos y chicas que son su razón de ser. En este sentido, ante las situaciones de conflicto que se dan cita en las aulas, ¿cómo responde la escuela? Dos son las alternativas más frecuentes:

• Considerar que nada se puede hacer con los alumnos rebeldes, que la escuela se debe sobre todo a aquellos alumnos que quieren aprender, a los que se comportan bien y desean aprovechar las oportunidades que la institución escolar les ofrece.
• Considerar que la escuela tiene que atender a todos los alumnos y alumnas, independientemente de su actitud, y que precisamente con aquellos que se muestran díscolos y poco motivados es con los que tiene que hacer un mayor esfuerzo, tratando de poner en marcha todos los mecanismos de compensación educativa que estén en su mano.

Vemos, por tanto, que dependiendo de dónde se coloquen las causas y los responsables de los problemas, las soluciones que se adopten serán de una u otra naturaleza. Así, si se considera que el problema del conflicto en las aulas tiene su origen en unos alumnos irreductibles, que son sus familias, los propios alumnos o la sociedad en general, los culpables de su comportamiento, y que la escuela no tiene nada que hacer porque en absoluto contribuye a que el problema surja, la "solución" pasa por "más control". En este caso, los responsables de la administración escolar pedirán "aislar" a los alumnos "causantes" de los conflictos para que no se distorsione el normal ritmo de aprendizaje de los alumnos aplicados [1]. Si la situación se agrava, no sería raro pedir más policía, más arcos de detección de metales o más agentes de seguridad privados para intentar sostener un clima de tranquilidad en las aulas.

Por otra parte, si se considera que el objetivo de la escuela es atender a todo el alumnado, que la igualdad de oportunidades educativas va más allá de la escolarización obligatoria porque no todos los alumnos y alumnas parten de iguales condiciones cuando llegan a la escuela y que algo tendrá que hacer el sistema educativo para poder atender las necesidades de quienes parten de una situación de desigualdad, sea ésta del tipo que sea (Lara, 1991), si se entiende que cuando surge un conflicto siempre hay al menos dos partes involucradas y que no se trata de buscar al culpable y penalizarle, sino de resolver el problema, entonces tendrá pleno sentido poner en marcha todos los mecanismos de prevención y resolución de conflictos que la ciencia social, en general, y la educación para la convivencia, en particular, nos ofrecen.

Además, como dice un buen amigo, las palabras las carga el diablo: es frecuente la referencia a la violencia en las aulas y a las consiguientes comisiones de disciplina; desde esta perspectiva, no es extraño que para la mayoría de los educadores el conflicto en sus clases sea sinónimo de desastre, de situación incontrolada ante la que no saben como reaccionar y, por tanto, que temen. Si esto es así, mejor será rehuirlo e ignorarlo o, si esto ya no es posible, reprimirlo a cualquier coste. Sin embargo, nosotros preferimos hablar del conflicto como una consecuencia natural de la interacción humana. Los conflictos son inevitables, porque inevitable es que en ocasiones nuestros intereses resulten incompatibles con los de otras personas. Por eso, entre otras razones, preferimos también hablar de comisiones de convivencia, que se disciplina, porque no se trata exclusivamente de poner orden y castigar al díscolo, sino de regular juntos la forma en que compartimos el tiempo y el espacio común de conviencia. Lo que resulta preocupante no es por tanto el que puedan surgir conflictos, sino las posibles consecuencias negativas de los mismos, la violencia, la pérdida de derechos o el desprecio de las necesidades de los otros. Y sabemos que tales consecuencias dependen, en gran medida, de la forma en que tal conflicto se maneje.

En síntesis, podríamos decir que desde la ciencia social, dos van a ser las herramientas que se han mostrado como más eficaces para gestionar de forma exitosa los conflictos interpersonales y que podrían ser las bases instrumentales de la educación para la convivencia: la cooperación y la resolución de conflictos a través de procedimientos que tienen al diálogo como protagonista, en concreto, y sobre todo, la negociación y la mediación.

COOPERAR EN UN ENTORNO NO COOPERATIVO

Como bien indicaba Slavin (1983), la educación a la que estamos acostumbrados transmite implícitamente la idea de que es mejor preocuparse sólo de uno mismo y que ayudar a los demás reduce nuestras posibilidades de éxito, ya que nos desvía de l objetivo a conseguir, e incluso los demás podrían entender que al ayudar a un compañero estamos haciendo trampas. La cooperación, por tanto no es materia común en la educación tradicional. No obstante, muchas son las evidencias que apoyan la conveniencia de la colaboración como instrumento que facilita el aprendizaje y mejora la convivencia.

Con la serie de experimentos que en la década de los años 50, Sherif y su equipo desarrollaron con grupos de niños que participaban en los campamentos de verano del Parque Natural de la Gruta de los Ladrones, se puso de manifiesto que la competencia entre grupos favorece la aparición del conflicto, mientras que, ante la existencia de un conflicto intergrupal, el establecimiento de un objetivo común (meta extraordinaria o supra-ordinal) a ambos grupos hacía disminuir las hostilidades entre los mismos (Sherif 1967). La clave de tales metas extraordinarias está en la necesidad de colaboración de todos para conseguir el resultado deseado.

A partir de estudios como estos, la sistematización del uso de la cooperación como instrumento útil para el aprendizaje, dio lugar en la década de los setenta, a la creación de un conjunto de técnicas educativas que recibieron el nombre de aprendizaje cooperativo (otros prefieren el de trabajo cooperativo). Estas técnicas, han resultado de gran utilidad para promover una mejor integración en los contextos escolares de minorías y alumnos con dificultades de aprendizaje, así como una vía útil de intervención en la prevención y tratamiento de problemas de discriminación y xenofobia en la escuela.

Sin abundar en los pormenores que caracterizan este tipo de aprendizaje (para una revisión en profundidad, ver p.e. Ovejero, 1990 y Sharan, 1990) brevemente diremos que se trata de un conjunto de técnicas de trabajo en pequeños grupos heterogéneos donde "las metas de los individuos separados van tan unidas que existe una correlación positiva entre las consecuencias o logros de sus objetivos de tal forma que un individuo alcanza su objetivo si y sólo si también los otros participantes alcanzan el suyo" (Deutsch,1949).

Diversos trabajos (Johnson, Maruyama, Johnson, Nelson, y Skon, 1981; Nijhof y Kommers, 1985; Sharan, 1980, 1990; Slavin, 1983; Webb, 1985, etc.) han mostrado que el aprendizaje de tipo cooperativo aventaja a los modelos competitivo e individualista en diferentes aspectos relacionados con el éxito académico de los estudiantes y también en la calidad de las relaciones que se establecen entre los miembros de la clase, facilitándose la integración de minorías, así como aumentándose la posibilidad del éxito académico de los alumnos más desfavorecidos. Por otra parte, el uso habitual de este tipo de aprendizaje disminuye la frecuencia de los conflictos en el aula y sirve para promover la resolución constructiva de los que se ocasionen (Deutsch, 1973, Sherif, 1966, Johnson y Johnson, 1989, etc.).

Otro aspecto que ayuda a prevenir los conflictos escolares o a resolverlos con más eficacia cuando surgen es la democratización de la toma de decisiones que afectan a la vida en el centro. En este sentido, encontramos diversas propuestas (p.e. Casamayor, 1998, Fernández, 1998) que insisten en el interés de que toda la comunidad escolar, y los alumnos en especial, participe activamente en la elaboración de los documentos que recogen las normas de convivencia en el centro. Un principio básico del funcionamiento de los grupos humanos nos revela que si los alumnos y alumnas participan en la creación de las normas que les rigen, probablemente se incluirán normas más realistas y que contemplen problemas que a ellos les preocupan, se aumentará la identificación con el centro y la cohesión del grupo, será más fácil que sientan suyas las normas de convivencia en cuya elaboración han participado y, por tanto, menos probable que las incumplan. En cualquier caso, promoviendo esta elaboración comunitaria de las normas de convivencia, se opta por construir un ambiente educativo en el que todos tengan lugar y en el que la opinión de todos y todas es importante; una oportunidad para hacer realidad, desde lo cotidiano, la educación para la convivencia y la democracia.

RESOLVER CONFLICTOS DE FORMA CREATIVA Y DIALOGADA

En general, la adopción de un modelo u otro de solución de conflictos dependerá básicamente de la importancia que cada parte en conflicto le otorgue a la otra, del respeto que se tengan entre sí y del interés que puedan tener en que su relación en un futuro goce de buena salud.

Desde la perspectiva de la educación para la convivencia, un problema no queda resuelto si alguna de las partes no encuentra satisfactoria la solución, si se utilizan estrategias que implican no tener en cuenta las necesidades de los demás, si se imponen las soluciones o si se llega a soluciones de compromiso de forma excesivamente rápida que no dejan el problema realmente superado.

En esta línea, entrenar a los alumnos para que sean capaces de gestionar los conflictos de forma constructiva es el objetivo de los programas de resolución de conflictos y mediación escolar. Los alumnos aprenderán a usar técnicas como la negociación y la mediación para resolver sus disputas sin necesidad de acudir al adulto. El profesorado, por su parte, puede utilizar la mediación y, en último caso, el arbitraje como fórmulas para resolver un conflicto que los alumnos no son capaces de resolver por sí solos. Así pues, cuatro parecen ser los conceptos a tener en cuenta en un programa de resolución constructiva de los conflictos: negociación, mediación entre iguales, mediación por parte de un adulto y arbitraje [2].

Se negocia cuando a través del diálogo se trata de llegar a un acuerdo con quien se tiene un conflicto. Se negocia dentro y fuera de la escuela, aunque no siempre el tipo de negociación que se usa es el más adecuado para favorecer una resolución estable de los conflictos. Será la negociación colaborativa la que aquí nos interesa. Esta implica entender el conflicto como un problema que queremos resolver, ninguna de las partes trata de sacar ventaja a costa del otro (al contrario que en la negociación competitiva donde sí lo intentan), sino de llegar a un acuerdo que pueda ser asumido sin problema por ambas. Es necesario conocer los intereses de cada parte y comprender la perspectiva del otro en el conflicto sin hacer juicios de valor sobre sus opiniones. Partiendo de lo que cada uno quiere, puede llegarse a un acuerdo que sea compatible con los intereses de cada parte.

Pero no siempre la negociación es posible. En ocasiones la relación entre las partes en conflicto está tan viciada, tan enrarecida, que se hace casi imposible que puedan por sí solos llegar a un acuerdo. Será en este caso cuando la figura del mediador tome gran relevancia. Así, puede considerarse la mediación como una extensión de la negociación, en el sentido de que se incorpora al diálogo entre las personas o grupos en conflicto a un tercero neutral que facilitará el proceso para llegar a un acuerdo. El mediador no puede tomar decisiones, su papel es escuchar y ayudar a que las posturas se clarifiquen para buscar nuevas vías de solución, no juzga, y la decisión final es siempre de las partes en conflicto. El mediador también será testigo del acuerdo al que se llegue al final del diálogo. Pero no hay prisa, un acuerdo que se toma de forma precipitada, sin que la negociación esté madura y ambas partes realmente de acuerdo, es casi una garantía de fracaso en la resolución del problema [3]. No se puede obligar a la mediación. Esto lo saben muy bien quienes la utilizan cotidianamente como forma de buscar nuevas vías a la solución de conflictos no sólo en contextos escolares, sino en otros aún más complejos como las relaciones entre personas de diferente procedencia cultural (las figuras del mediador intercultural están proliferando afortunadamente en nuestras ciudades y cuentan ya con interesantísimas experiencias), o el ámbito del derecho penal (la mediación extrajudicial es otro ejemplo aún incipiente pero alentador).

Ya en el marco escolar, son muchos, aunque menos de los que sería conveniente, los centros educativos en los que se llevan a cabo programas de prevención y resolución de conflictos y, aunque con resultados desiguales, se revelan como esperanzadoras experiencias. En esta línea, encontramos diversas propuestas que han mostrado ser de utilidad (Casamayor, 1998, DDE País Vasco, 2000, Díaz Aguado, 1992, 1994, 1996, 1997, Fernández, 1998, Johnson y Johnson, 1999, Olweus, 1993, Ortega y Mora-Merchán, 1997, Trianes y Muñoz, 1994, etc.). No se trata de propuestas teóricas e inalcanzables, son programas que se están implementando, no sin dedicación y dificultades, en diversos centros de enseñanza de dentro y fuera del estado español. Todas ellas tienen en común que aplican los conocimientos que la investigación social aporta sobre el conflicto y los métodos derivados para prevenirlo o resolverlo. Cooperación, diálogo, negociación, mediación, son conceptos comunes a todas ellas. Aunque no podemos extendernos en una descripción pormenorizada de estas interesantes experiencias, sí, al menos, trataremos de destacar algunas de las conclusiones que consideramos más relevantes:

Sabemos que transformar un conflicto es complejo: conocer su origen, cambiar hábitos, actitudes e incluso valores. Nada sencillo, no se puede pretender que ese cambio se realice de un día para otro; exige dedicación, paciencia y no ignorar los resultados de los numerosos estudios realizados que nos dan pistas sobre las actuaciones a seguir (Deutsch, 1973, 1994, Díaz-Aguado, 1996, Johnson y Johnson, 1979, 1989, 1999, Johnson, Johnson, Dudley y Acikgov, 1994, etc.). Así mismo, parece claro que la intervención con programas puntuales y aislados resulta menos eficaz que la que se realiza con programas integrados y que se mantienen a lo largo de un período de tiempo relativamente prolongado.

El contexto concreto del centro en el que se lleva a cabo la intervención tampoco es indiferente. El clima del centro, el estilo educativo que se debería reflejar en el Proyecto Educativo de Centro y otros documentos institucionales, tales como el Reglamento de Régimen Interno o las Normas de Convivencia, así como los cauces de participación de todos los miembros de la comunidad educativa en la elaboración y puesta en práctica de tales normas o principios se convierte en un aliado privilegiado en la prevención de conflictos y en la facilitación de su exitosa resolución.

Además, establecer un entorno de aprendizaje en el que el aprender de forma cooperativa tome un papel protagonista resultará útil, no sólo para favorecer el rendimiento y mejorar las relaciones interpersonales, sino, como una rica experiencia con valor en sí misma: la cooperación no es sólo un instrumento más o menos innovador o políticamente correcto, sino que se convierte en objetivo educativo con valor propio, tal como bien apuntan Hertz-Lazarowitz, Kirkus y Miller (1992).

Por otra parte, la discusión de los problemas en un clima de confianza y respeto mutuo y la incorporación del entrenamiento en habilidades de diálogo, negociación y mediación completan el cuadro, facilitando una aproximación a los conflictos que favorece la empatía y fomenta la búsqueda de soluciones creativas, en las que las necesidades de los demás toman un papel tan relevante como las necesidades propias.

Además, para un abordaje completo de lo que significa educar para la convivencia, aquí y ahora, entendemos que se hace necesario que la intervención escolar trascienda las paredes del aula y promueva espacios en los que se pongan en relación lo que ocurre en su interior y las repercusiones que para la vida de las personas y los pueblos tiene el diseño de los sistemas sociales, políticos y económicos en los que estamos inmersos. Porque, como bien dijera Galtung (1985), llamar paz a una situación en la que imperan la pobreza, la represión y la alineación es una parodia del concepto de paz. También en nuestras aulas. Sólo desde aquí se entenderá la convivencia en armonía no sólo como la ausencia de conflictos o de guerras, sino como irremediablemente unida al concepto de justicia social, y podrá aportarse coherencia y perspectiva a las intervenciones educativas concretas que se diseñen.

NOTAS

[1] La tan debatida actualmente y mal llamada Ley de Calidad del Sistema Educativo, podría considerarse una respuesta en esta línea, al ofrecer unos itinerarios que podrían fácilmente devenir en segregación de los estudiantes que no se ajustan al perfil deseado.
[2] Puede encontrarse una descripción pormenorizada de cada estrategia por ejemplo en los capítulos 7, 8 y 9 de Jonhson, D.W. y Johnson, R. (1999). Cómo reducir la violencia en las escuelas. Buenos Aires: Paidós.
[3] Una descripción pormenorizada del proceso de mediación, así como unos interesantes materiales de apoyo a la formación de mediadores los encontramos en Torrego, J.C. (2000). Mediación de conflictos en instituciones educativas. Madrid: Narcea. También, ROZENBLUM, S. (1998). Mediación en la escuela. Resolución de conflictos en el ámbito educativo. Buenos Aires, Aique; y Casamayor, G. (coord.). (1998). Cómo dar respuesta a los conflictos. La disciplina en la enseñanza secundaria. Barcelona: Graó.

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