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Andalucía :: 19/12/2018

El derrumbe del cortijo: ¿una oportunidad?

Violeta Garrido
El ideal de la República Andaluza de las Trabajadoras que nos alumbra puede empezar aquí.

Parece evidente que las elecciones andaluzas del 2 de diciembre han convulsionado el panorama político de un territorio marcado hasta ahora por un inmovilismo institucional y un letargo político-cultural que son el producto sedimentario, pero perfectamente fraguado, de los 36 años de gobierno del PSOE en su versión más derechizada, revanchista y burda. El desplome que ya era tendencial de este partido hasta su mínimo histórico (obtiene tan sólo un 27,95% de los votos y pierde 14 diputados respecto a 2015), el fortalecimiento de las formaciones de derechas (porque, a pesar de que el PP pierde 6 escaños, Ciudadanos gana 12 e irrumpe Vox también con 12 diputados) y los altos niveles de abstención (un 41,35%) son los ejes de lectura básicos con los que están trabajando los medios de comunicación —exceptuando quizás el del de la baja participación, que supone un obstáculo considerable en la tarea de la glorificación incesante del sistema parlamentario existente a la que éstos se consagran— y constituyen la base de cualquier análisis. Sin embargo, más allá de las cuestiones aritméticas o procedimentales que esta situación propicia en lo concerniente a la elucidación de la gobernabilidad en el futuro más cercano, ¿qué puede significar la aparente crisis (si es que lo es) del partido-régimen de Andalucía?, ¿qué debates yacen latentes bajo el manto del envalentonamiento y la peligrosa consolidación de la derecha?, y, sobre todo, ¿qué oportunidades emergen para las opciones revolucionarias y verdaderamente transformadoras del suelo andaluz?

La radiografía de las derechas

En primer lugar, el desplome del mal llamado “susanismo” —una denominación cuanto menos inexacta, puesto que ello no se limita a la actividad de un individuo concreto, sino que constituye todo un entramado clientelar consolidado durante décadas— no tiene que ver tanto con una impugnación popular de la gestión neoliberal y recortadora de la Junta —algo que es en sí mismo profundamente grave— como, fundamentalmente, con la apatía mostrada por buena parte de su electorado tradicional —incluso en muchas de sus habituales localidades o barrios-feudo, el PSOE ha seguido perdiendo fuelle en favor de la abstención o de otras corrientes— y con un robustecimiento ideológico claro de la derecha. Pese a estar electoralmente fragmentada, esta derecha abiertamente exhibida como tal es un Jano de tres caras —y será pronto una Hidra capaz de regenerar sus cabezas vertiginosamente como no actuemos con determinación— que responde con eficacia a una misma unidad de acción. En vista de que el programa económico de índole marcadamente liberal que plantean, con sutiles diferencias, el PP, C's y Vox no es, en lo más sustancial, distinto al que lleva aplicando de facto el PSOE-A desde el inicio de la crisis (maltrato de los servicios públicos, recorte de todo tipo de prestaciones, profundización en la tercialización de la economía, potenciación del turismo agresivo, precarización intensa del empleo, etc.), el foco de atención habría que posarlo sobre el verbalismo agresivo que utilizan y las intensas invectivas que dirigen hacia tres temas sobre los que insisten de manera obsesiva: la inmigración, el feminismo y, especialmente, la independencia de Catalunya. Lejos de representar el viraje reaccionario de una clase obrera que, hastiada, castiga con su voto a una izquierda sumida en improductivos debates identitarios y premia a una derecha que apela directamente a sus condiciones materiales de existencia, como se afanan en repetir machaconamente desde su rechazo a la empiria algunos supuestos opinadores de la izquierda española, el crecimiento de estos partidos es, más bien, la expresión amplificada —el momento populista, según algunos— de algo que ya existía: lo que se ha dado en llamar “franquismo sociológico”, ese conjunto de valores antidemocráticos, ultraespañolistas y sanguinarios que no pereció en paralelo al dictador, sino que simplemente se ocultó —con la suficiente pericia como para conservar casi inalterados a sus adeptos— tras el amparo de esa falsa “convivencia democrática” propiciada por una Transición estructuralmente incapacitada para condenar en su integridad al régimen.

En realidad, los primeros datos aparecidos señalan que gran parte de los votantes de Vox y de Ciudadanos proviene del PP, y que en cualquier caso la inmensa mayoría de ellos pertenece a las clases medias y altas de los barrios más acomodados, lo cual, más que agitar el espantajo de la venida de la extrema derecha —algo que no es mentira y que indudablemente debe preocuparnos—, avala la tesis de que la clase es un todavía hoy un componente determinante del voto. La ultraderecha, en todo caso, no aparece con Vox —aunque sea éste tal vez el partido que adopta un tono más provocador y belicoso—, sino que encuentra su fermento y su legitimación en las opciones preexistentes que ya defendían unos intereses de clase muy concretos. Las clases populares de los barrios más azotados por la desigualdad y los nefastos efectos de la crisis capitalista, que desde luego en Andalucía son numerosos, se decantan en general, aunque con alguna excepción, por la abstención (aquí es donde habremos de concentrar nuestros esfuerzos analíticos y prácticos) y en menor medida por las fuerzas vistas como progresistas. El punto de inflexión, entonces, lo marca el hecho de que la derecha española ha hecho del feminismo —el único movimiento que ha sido capaz de alumbrar una huelga general masiva en los últimos años, por ejemplo— y del soberanismo catalán el enemigo a batir a toda costa, puesto que ha entendido que son las dos coyunturas que más han puesto en jaque al sistema político español. El “viva España” y el “a por ellos” han sido y son los ejes centrales de un discurso también compartido por el PSOE —y es imposible no recordar, en este sentido, a Miquel Iceta y a otros rostros del PSC compartiendo manifestación con Arrimadas, Rivera, Albiol y Abascal y, más recientemente, a Susana Díaz diciendo en televisión que si el 155 se hubiera aplicado antes, nos habríamos ahorrado el 1O—. En definitiva, este bloque homogéneo de derechas, que podría hacer un pacto de gobierno sin caer en demasiadas contradicciones internas —otra cosa son los cálculos electorales que cada cual esté haciendo pensando en Madrid—, ha alentado y ha celebrado la violencia policial contra el pueblo catalán y la persecución judicial contra políticos catalanes, ha fomentado el odio por las aspiraciones democráticas y ha enfrentado de manera muy sucia a estos dos pueblos tan fraternal e históricamente unidos por lo demás. Se trata de una derecha neofranquista que camina ya sin caretas, que persigue derechos civiles y democráticos —el “a por ellos” era sólo la antesala del “a por todos”— y que no es en absoluto un epifenómeno de la presunta indolencia o el atribuido “primitivismo” andaluz, como se aprestan a sentenciar muchos desde más allá de Despeñaperros aprovechando este tipo de tesituras; sigue, en todo caso, la estela de lo que ha pasado y está pasando en Latinoamérica, en Estados Unidos y en otros países europeos.

La debilidad de Adelante Andalucía y el desalojo del PSOE

Es preciso señalar que este auge de los planteamientos reaccionarios viene favorecido por el clima cultural que ha ido apuntalando progresivamente pero con infinita dedicación el PSOE en Andalucía durante los más de tres decenios en los que ha podido disponer de medios de comunicación, instituciones y representantes con los que anquilosar fuertemente lo que Gramsci llamaba la “filosofía primitiva del sentido común” (ese conjunto de intuiciones inmediatas, no racionales y tradicionales muy distinto del potencial “buen sentido” también presente en el pueblo). La vida cultural del pueblo andaluz ha cristalizado, por decisiones políticas, inserto en el folklore artificial de toros, flamenquismo caricaturizado, humor zafio y alabanzas a los terratenientes y explotadores que nos otorgó tiempo atrás el franquismo —mientras expropiaba los elementos culturales más originales y genuinos para alimentar ese engendro impuesto que llamaban España—. Esto es algo que los sectores andalucistas preocupados por el maltrato que sufre nuestra cultura y nuestra condición de nacionalidad histórica vienen denunciando desde hace años, pero es quizás ahora cuando más se pone de manifiesto que la difusión de estas ideas ha coadyuvado a la legitimación del nacionalismo español por la vía de un revestimiento —falso, repito— blanco y verde. No sorprende, por tanto, que hayan calado de la forma en la que lo han hecho el anticatalanismo y las ideas “constitucionalistas” conservadoras (que suelen ser, por cierto, las más anticonstitucionalistas), que una vez implantadas no es extraño que prefieran dejarse defender por los representantes más contundentes. Por eso resultan paradójicos cuanto menos los guiños que Teresa Rodríguez le hacía a Susana Díaz durante la campaña electoral prestándose implícitamente a colaborar para parar a “las derechas”… ¡cuando el discurso fundamental de “las derechas” —la inquebrantable y sacrosanta unidad de España— también lo esgrimía, y como la que más, ésta última; cuando quien ha aplicado siempre las medidas neoliberales más duras ha sido su partido! En lugar de señalar esta coincidencia ideológica trascendental, Adelante Andalucía ha optado por utilizar una fraseología bastante insustancial, plagada de consignas y eslóganes que ya hemos oído hasta la saciedad y que hacen referencia a la supuesta “esencia andaluza”, a la “tierra acogedora” que somos o a las “esperanzas de cambio” —me remito al manifiesto fundacional de esta coalición—, o como mucho a mentar de pasada las dos fechas ineludibles del calendario verdiblanco (y menos mal). No utilizar significantes sustantivamente distintos a los que lleva clamando el fingido andalucismo peronista del PSOE-A desde sus inicios —menos banales, más cargados de significado, más conectados con la realidad socio-económica de nuestra tierra—, los ha condenado a ser leídos por el electorado como una copia algo levantisca pero indistinguible en la práctica del emisor más arraigado —que ahora genera hartazgo—; y, en consecuencia, como una opción con poco diferente que ofrecer.

Que los espejismos de lo que Adelante Andalucía había vivido como una buena campaña hayan llevado a la formación a una posición incluso más residual de cuarta fuerza merece como mínimo un ejercicio de reflexión y autocrítica importante, en el marco del cual podrían figurar, al menos, tres componentes: la incapacidad —que ojalá no fuese falta de voluntad…— de comunicarle correctamente a la población que no conforma la militancia de sus partidos —o sea, la práctica totalidad— que los problemas acuciantes de Andalucía (el paro, la emigración, la ausencia de oportunidades para la población rural, el fracaso y el abandono escolar, las vías de comunicación deficientes, los altísimos niveles de desigualdad…) son fruto de la división internacional del trabajo a escala europea y mundial, el rechazo a confrontar de forma directa los argumentos anticatalanes de la derecha y del PSOE —de hecho, podría decirse que las muestras de solidaridad internacionalista han brillado por su ausencia— y la negativa a situar Andalucía como entidad propia independiente de las hipotecas electorales de Madrid —a propósito, cabe preguntarse: ¿acaso un enfrentamiento encarnizado con Susana Díaz, el que debería haberse dado, no perjudicaría en el medio plazo la relación de colaboración que mantiene Pablo Iglesias con Pedro Sánchez, la cual a todas luces el primero quiere conservar?—. De todas maneras, el derrumbamiento del régimen del PSOE-A, que parece más o menos seguro dada la poca probabilidad de alcanzar por ahora un acuerdo que excluya al PP y a Vox permita de algún modo la participación del PSOE en el gobierno, es en sí mismo una buena noticia. Si, desde el punto de vista benjaminiano, la venganza es una fuerza movilizadora de primer orden para los oprimidos, la debacle del aparataje político que ha sumido en la subalternidad cultural y económica a esta tierra durante casi 40 años nos ha de confortar como mínimo a nivel moral.

Lo interesante es que podrá desahuciarse por fin del imaginario colectivo la idea de que el PSOE es algo así como una una fuerza telúrica inamovible, integrante del paisaje de Andalucía e inscrita en el ADN de su pueblo. Se pueden agitar las costuras de status quo, y no a nivel institucional precisamente: con la organización adecuada, los interregnos son siempre lugares convulsos plagados de posibilidades, y es cierto además que la derecha en general y la ultraderecha en particular potencian un cierto instinto de clase que estimula la movilización. Pero, antes de dejarse morir, el PSOE lo intentará todo: haciéndose eco de forma oportunista de los peligros que encarna la extrema derecha, Susana Díaz ha calmado las ansias de Ferraz y ya ha propuesto la configuración de una suerte de “cordón sanitario” con Ciudadanos, no tanto para bloquear a Vox como para no tener que abandonar San Telmo. A pesar de que parece un escenario improbable, puesto que era justamente un pacto del PSOE con Ciudadanos lo que precedía a la convocatoria de elecciones, sería decepcionante, aunque desde luego no excesivamente sorprendente, que la alternativa a este panorama institucional desolador que se ha instalado pasase por la rehabilitación simbólica del PSOE —no ya en el sentido numérico, sino en el sentido moral, perdonándole u olvidando sus antiguos pecados— por parte de Adelante Andalucía, sosteniendo que serían un potencial aliado frente a la ultraderecha acechante. No sería la primera vez que acaban siendo la bombona de oxígeno del PSOE cuando más debilitado está éste, y sin necesidad alguna de cordones sanitarios de contención. Si no que se lo pregunten a la IU de 2012.

La oportunidad del soberanismo andaluz

Que el horizonte de posibilidades que se abre se dirima en un sentido progresista en lugar de en un cierre reaccionario depende esencialmente de que, como siempre, sepamos leer el momento histórico y actuemos en consecuencia. No hay que dejarse llevar a la primera de cambio por el alarmismo sensacionalista del que se están haciendo gala los medios —los mismos que les han estado dando cobertura durante meses— sobre la irrupción de la extrema derecha; hagamos un análisis sosegado y pormenorizado de lo que ello implica, también teniendo en cuenta que, en todo caso, el fantasma de la extrema derecha no se ha inflamado sólo gracias a los casi 400.000 votos de Vox —un porcentaje relativamente pequeño en relación al total—. Aunque su crecimiento inusitado nos informa de ciertas tendencias que están teniendo lugar, su espíritu se hallaba ya bastante consolidado en el seno de los otros dos partidos de la derecha del espectro —¿o es que si Vox no hubiese llegado al Parlamento ya no habría que hablar en términos similares del fanatismo de la derecha en los temas clave?—. Quizás, más que poner el foco de la denuncia sólo en Vox (lo cual, desde su narcisismo violento, ellos agradecen), sería necesario exponer con ahínco el paulatino pero intenso giro hacia posiciones más agresivas que ha experimentado la derecha en general, incluyendo al PP y a C’s, algo que queda demostrado por la capacidad que tienen todos ellos de llegar a acuerdos y establecer puntos ideológicos comunes expresados un discurso público concordante en muchos aspectos. No se trata de trivializar sobre la gravedad del asunto; es cierto que la legitimación institucional de esta derecha puede hacer peligrar la integridad, la seguridad y el bienestar de millones de andaluces, pero igualmente lo es el hecho de que la expulsión del PSOE le concede al soberanismo andaluz una serie de oportunidades.

Con el organismo que se atribuía para sí o se apropiaba del sentido pleno del andalucismo muy debilitado, y ante los más que previsibles embates centralistas y uniformizadores de la derecha, la heterogeneidad del soberanismo andaluz debería poder erigirse prácticamente como la alternativa de supervivencia de la clase trabajadora andaluza, para la cual reivindicar las nociones de soberanía económica y política supone una amenaza para las oligarquías españolas y europeas responsables de su situación de miseria. Ello pasa, entre otras cosas, por articular un movimiento antifascista consciente de que el españolismo ha sido y es la ideología cómplice de la explotación y la represión de nuestro pueblo (y de otros pueblos del Estado), y, ante todo, por conectar con esa ingente cantidad de población absolutamente descreída del parlamentarismo burgués pero sin capacidad para percibir que la urgente mejora de sus condiciones materiales precisa de su autoorganización como clase. En cuanto a lo primero, si bien las convocatorias multitudinarias que se dieron entre el 3 y el 4 de diciembre en diversos puntos de la geografía andaluza han insuflado un hálito de esperanza nada desdeñable, existe el riesgo de alimentar una vez más, por una parte, el típico antifascismo de gueto —también a veces necesario— totalmente desconectado de la realidad y las preocupaciones de la clase trabajadora, cuya estética le resulta ajena y cuyos representantes no vienen de los mismos lugares, y, por otra, un movimiento de mera condena institucional funcional a quien ahora pretenda pescar en río revuelto para intentar de nuevo medrar electoralmente. Frente a eso, el compromiso férreo con la idea de que el desarrollo social de Andalucía es, por su situación histórica, inseparable de su liberación nacional, y que sólo así, junto a los otros pueblos del Estado en el ejercicio de su derecho a la autodeterminación, puede derrotarse este régimen monárquico heredero de la dictadura fascista. Debemos ser capaces, siendo honestos y generosos, pero también rigurosos, de traducir la rabia espontánea y el desencanto acumulado en organización, en acercamiento a los barrios y a las necesidades del pueblo trabajador —el reto más complejo, sin duda—, algo que para muchos en muchas ocasiones no ha pasado de ser palabrería. Pero sigue siendo la tarea pendiente. Y debemos hacerlo desde una posición horizontal y honrada, sin afán de tutelar desde una atalaya de superioridad moral e intelectual y sin caer en las nocivas falsas dicotomías que contraponen identidad a materialidad como si fueran dos aspectos del ser social que no se interrelacionan en la práctica. El ideal de la República Andaluza de las Trabajadoras que nos alumbra puede empezar aquí.

 

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