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Estado español :: 04/03/2021

¿Rebeldes sin causa?

José Ovejero
"Es muy fácil fotografiar a un joven que lanza un adoquín, pero muy difícil conseguir la instantánea de quien firma la venta de armas a un país dictatorial".

Qué atractivos son los rebeldes que ya murieron, quienes, en un pasado a ser posible no muy cercano, arriesgaron su vida o al menos su bienestar para enfrentarse a la injusticia. Cuánto nos gustan los mineros que paralizaron el Reino Unido en defensa de sus derechos (y qué pena nos da que perdieran bajo el puño de hierro y la indecencia de Thatcher); ¿no nos conmueven aquellas mujeres que a principios del siglo XX defendían su derecho al voto mediante manifestaciones, la desobediencia civil y rompiendo escaparates? ¿Y los afroamericanos que decidieron rebelarse contra el trato inhumano que recibían y contra el asesinato de muchos de ellos, no provocan nuestra comprensión?

Sin duda el movimiento zapatista, por tomar también un ejemplo reciente, ha generado simpatías en todos aquellos que son conscientes de la situación de marginación de las poblaciones indígenas. ¿No soltamos nuestra lagrimita en películas que recrean la gesta épica de quienes se rebelaron contra la opresión y la violencia de los poderosos?

Es verdad que muchas acciones violentas, que muchos disturbios provocados por quienes aún podemos identificar como los oprimidos, tuvieron lugar en democracias, con sus elecciones y su –al menos nominal– libertad de prensa, con sus cauces para expresar protestas y sus partidos con programas distintos entre los que elegir. Y aunque en aquellas circunstancias esa misma prensa y esos mismos partidos se apresuraron a desprestigiar, criticar y a defender el castigo a los alborotadores, hoy somos conscientes de lo imperfecto de aquellas democracias y de las injusticias y la brutalidad que escondían.

Y somos conscientes de que los demócratas escandalizados hacían ojos ciegos y oídos sordos a dicha brutalidad, amparándose en la necesidad de defender el orden democrático, la convivencia, el imperio de la ley.

Igual que hacemos hoy frente a todo tipo de disturbios, de revueltas, de violencias que provocan perturbaciones del orden, de la convivencia, etc. El rebelde de hoy solo puede ser un exaltado, un delincuente, alguien enemigo del ciudadano corriente. Porque ¿no vivimos en un sistema democrático, no tienen otras vías… y otra vez etc.?

Y es que es muy fácil fotografiar a un joven que lanza un adoquín, pero muy difícil conseguir la instantánea de quien firma la venta de armas a un país dictatorial. Qué bien queda en televisión un contenedor ardiendo y qué poco telegénico es ese sinvergüenza que vende viviendas sociales a fondos buitre, ignorando el sufrimiento que produce –y la violencia solapada que ejerce–. Qué aspecto descuidado el de la joven perforada con piercings a la que han detenido a una algarada y qué sonrisa perfecta la del banquero que esconde millones en un paraíso fiscal –millones que podrían usarse para fomentar el empleo, la sanidad, la educación de muchos de esos jóvenes que protestan de forma tan poco estética–.

Y por supuesto que hay otras vías para reivindicar los propios derechos, o, volvamos a repetir: ¿es que no vivimos en una democracia? Y por supuesto que el comerciante cuya tienda saquean no tiene la culpa. Y por supuesto que la violencia enseguida atrae a desequilibrados y provocadores. Y por supuesto que la injusticia que sufres no justifica la injusticia que cometes. Y por supuesto que la violencia llama a violencia y que pronto puede escaparse de las manos y ser usada con objetivos que no eran esos, tan comprensibles, que perseguías. Y por supuesto que esos alborotadores, esos vándalos, dicen cosas difíciles de sostener, porque no, no vivimos en un Estado fascista, sino en una democracia parlamentaria, y estos chicos confunden las cosas y ya les daría yo Estado fascista.

Es tan fácil condenar, desprestigiar, poner el dedo en la llaga de las violencias minoritarias y explícitas. Es tan fácil cerrar los ojos a las violencias que sustentan nuestro sistema de vida y abrirlos de par en par hacia las que provocan turbulencias en él. Tan cómodo señalar la fealdad de la mueca de rabia y sentirse tranquilizado por los modales exquisitos en la mesa de quien corta el bacalao.

No, no es solo cómodo: es útil. Amplificar el ruido de las calles –con televisiones que corren a filmar una papelera ardiendo mientras se ausentan de la carga policial contra una manifestación pacífica– sirve para acallar otros, mostrar el adoquín oculta el ladrillo de construcciones aprobadas mediante sobornos a un partido, lamentar el escaparate roto nos hace olvidar los escaparates de todas las tiendas desplazadas por franquicias porque los dueños no podían pagar unos alquileres exorbitantes.

¿Qué es mejor, que te rompan un escaparate o que los especuladores te echen a la calle y te arruinen? ¿Qué es peor, que te desahucien o que te ensucien el portal? ¿Que te estropee el día un joven –un idiota, seguro– con los vaqueros rotos o que te estropee la vida el ERE de una empresa con beneficios millonarios bien disimulados? Pero hacer preguntas como esas equivale a justificar el adoquín, es comparar cosas que no se pueden comparar, es ser cómplice de la violencia, compañero de viaje, tonto útil. Cada cosa en su sitio y para todo hay cauces, canales, procedimientos… Al fin y al cabo, vivimos en una democracia.

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