lahaine.org
Estado español :: 06/06/2011

Jay Allen y la matanza de Badajoz

Juan Antonio Cortés
La masacre perpetrada por el ejército fascista fue tachada por "propaganda en favor del enemigo republicano".

Mucho se ha escrito sobre la Matanza de Badajoz. ¿Sabremos realmente las cifras de los asesinados por las huestes fascistas? Me temo que salvo un milagro la respuesta es negativa. Actualmente solo podemos contar con los relatos periodísticos que la prensa ofreció al mundo. A pesar que los primeros periodistas entraron en Badajoz 24 horas después de los primeros asesinatos: Mario Neves, Marcel Dany o Jacques Berther ; la impresión que se llevaron fue desoladora y así lo relataron en sus crónicas periodísticas. Mario Neves causó un gran revuelo en el gobierno luso, por lo que el diario para el que escribía decidió censurarlo, incluso fue detenido e interrogado.

Mario Neves, Marcel Dany, Jacques Berther o Jay Allen han sido tachados de comunistas mentirosos que solo buscaban publicidad para la causa republicana; si esto es cierto, ¿los que hablaban bien de las columnas asesinas eran unos fascistas que solo buscaban publicidad para los golpistas rebeldes?. Con Jay Allen se ceban, llegan a decir incluso que no estuvo en Badajoz. Para no haber estado en Badajoz sus conocimientos de lo que sucedió estaban en primera línea . Sus fuentes fueron amigos suyos del Bando Nacional que a la vez también le dieron información errónea, como por ejemplo le exageraron la cifra de bajas que sufrió el Bando rebelde. El primer franquismo dijo que las bajas que sufrieron en la toma de Badajoz fueron muy elevadas, después se ha comprobado que eso es incierto.

Jay Allen también nos relata la locura pasajera que sufrió Mario Pires cuando fue ingresado en el hospital mental San José de Lisboa, hecho este confirmado por el embajador español Claudio Sánchez Albornoz en un informe del 18 de agosto de 1936. También coincide con Mario Neves sobre los daños sufridos en la catedral de Badajoz.

El relato ofrecido por Jay Allen no deja lugar a dudas, si no estuvo en Badajoz, quién le contó lo acontecido si que estuvo; por eso queridos amigos no se pierdan la lectura de este impresionante documento.

INTERNACIONAL:
TRADUCCIÓN: «Matanza de 4000 personas en Badajoz, “Ciudad de los horrores“
Elvas, Portugal, 25 de agosto

Esta es la historia más dolorosa que me ha tocado escribir. La escribo a las cuatro de la madrugada, enfermo en cuerpo y alma, en el hediondo patio de la Pensión Central, en una de las tortuosas calles blancas de esta empinada ciudad amurallada. Nunca más encontraré la Pensión Central, y nunca querré hacerlo.

He llegado aquí desde Badajoz, ciudad a unos kilómetros de distancia, en España. Subí a la azotea para mirar atrás. Vi fuego. Están quemando los cuerpos. Cuatro mil hombres y mujeres han muerto en Badajoz desde que los moros y los legionarios rebeldes del general Francisco Franco treparan sobre los cuerpos de sus propios muertos para escalar las murallas tantas veces empapadas en sangre.

Historia de una mujer que llora.

He intentado dormir. Pero no se puede dormir en una cama sucia e incómoda, en una habitación con la temperatura de un baño turco, castigado por mosquitos y chinches, y atormentado por el recuerdo de lo que has visto, con el olor de la sangre en tu pelo, y con una mujer llorando en la habitación de al lado.
—¿Qué le pasa? —pregunté al paisano adormilado que ronda el lugar por la noche haciendo
guardia.
—Es española. Vino aquí creyendo que su marido había escapado de Badajoz.
—¿Y no es así?
—Sí —dijo, y me miró, no sabiendo si seguir hablando—. Sí, y lo mandaron de vuelta. Lo
fusilaron esta mañana.
—¿Quién lo mandó de vuelta? —Lo sabía, pero lo pregunté de todos modos.
—Nuestra policía internacional.

Había visto antes la vergüenza y la indignación en los ojos de un hombre, pero no de este modo. De pronto, ese ser sudoroso y adormilado cuya misma presencia era un miseria añadida al momento, adquirió esa dignidad y nobleza propias de un buen perro y de la que muy a menudo carecen los seres humanos. Me rendí. Bajé al sucio patio, con sus gallinas, conejos y cerdos, para escribir esto y acabar de una vez.

La historia comenzó en Lisboa. Si quiero empezar por el principio, diré que ya en Lisboa había oído siniestros rumores. Allí todo el mundo espía a todo el mundo. Cuando salí de mi hotel a las cuatro de la tarde del 23 de agosto, dije que iba a Estoril para probar suerte en la ruleta. Varias personas tomaron nota de mis palabras, y espero que hayan disfrutado de su velada en Estoril. En vez de eso, fui a la plaza del Rocío. Cogí el primer taxi que encontré y le hice dar vueltas y vueltas hasta encontrar a un amigo portugués muy bien informado. Cogimos el ferry que cruza el Tajo. Una vez al otro lado, le dijimos al conductor:
—A Elvas.
Nos miró algo sorprendido. Elvas está a 250 kilómetros de allí.
Recorrimos un atractivo paisaje campestre de colinas, alcornoques, campesinos canosos y mujeres con sombrerito hongo. Eran las 8:30 cuando ascendimos la colina que lleva a Elvas, «la cerradura que nadie ha podido abrir». Pero Elvas ya sabe lo que es la humillación. Recordando al Badajoz de antaño
Entramos por una estrecha puerta blanca. Parece que eso sucedió hace años. Y después de aquello fui a Badajoz. Creo que soy el primer periodista que pisa el lugar sin un pase de prensa y sin el inevitable pastoreo de los rebeldes y, desde luego, el primer periodista que fue allí sabiendo lo que encontraría.
Ya conocía Badajoz. Este último año he ido cuatro veces buscando información para un libro que estoy escribiendo sobre la reforma agraria que podría haber salvado a la República española, una República que, al margen de lo que fuera, proporcionó a España tanto escuelas como esperanza, cosas que no había conocido en siglos. Habían pasado nueve días desde la caída de Badajoz el 14 de agosto.

Los ejércitos rebeldes la habían abandonado ya —para sufrir una fea derrota en Medellín, si mis informes no se equivocan, y a veces no lo hacen— y los periodistas, amamantados y vigilados de cerca por ellos, les habían seguido.
Nueve días es mucho tiempo en términos periodísticos; Badajoz es casi historia antigua. Pero Badajoz es uno de esos malditos lugares cuya realidad tardará en saberse. Así que no me importaba llegar nueve días tarde, y a mi periódico tampoco.

Empezamos a conocer esa realidad antes incluso de salir del coche. Ante la puerta del hotel había dos tamborileros portugueses que conocían a mi amigo. Portugal está en vísperas de una revolución, como siempre, y la gente parece tener muy claro quienes son «los otros». Por eso me llevé a mi amigo. Hablaron en susurros. Este fue el resultado: miles de milicianos y milicianas republicanos, socialistas y comunistas, fueron asesinados al caer Badajoz, por el crimen de defender a su República contra el embate de los generales y los terratenientes. Cientos de personas devueltas para morir. Desde entonces, cada día se ejecuta a 50 o 100 personas. Los moros y los legionarios lo saquean todo. Pero lo más siniestro es que la «policía internacional» portuguesa está contraviniendo las normas internacionales y devolviendo a cientos de refugiados republicanos a una muerte segura bajo los pelotones de fusilamiento rebeldes. Este mismo día [23 de agosto] llegó un coche con la bandera roja y amarilla de los rebeldes. En él iban tres falangistas, acompañados por un teniente portugués. Enfilaron por las estrechas calles hasta llegar al hospital donde yacía el señor Granado, gobernador civil republicano de la ciudad. El señor Granado y su comandante militar, el coronel Puigdengola, abandonaron a la milicia leal dos días antes de que cayera Badajoz. Los fascistas subieron corriendo las escaleras, y recorrieron un pasillo con las armas desenfundadas, hasta entrar en la habitación del gobernador. El Dr. Pabgeno, director del hospital, se arrojó sobre su indefenso paciente y gritó pidiendo ayuda, consiguiendo salvar una vida.
Diputado entregado a los rebeldes. El día anterior, entregaron a los rebeldes a Madronero, alcalde de Badajoz, y al diputado socialista Nicolas de Pablo.

El martes, escoltaron a 40 refugiados republicanos hasta la frontera de España. Treinta y dos de ellos fueron fusilados a la mañana siguiente. Cuatrocientos hombres, mujeres y niños fueron conducidos con una escolta de caballería desde el puesto fronterizo de Caia hasta las líneas españolas. Cerca de 300 de ellos fueron ejecutados.

Cuando volvimos al coche, condujimos hasta Campo Mayor, a sólo siete kilómetros de Badajoz,
al otro lado de la frontera de Portugal. Un policía fronterizo muy charlatán dijo:
—Claro que los enviamos de vuelta. Son peligrosos. No podemos tener rojos en Portugal en un momento como éste.
—¿Y qué pasa con el derecho de asilo?
—Oh, Badajoz solicitó su extradición.
—No hay extradición para los delitos políticos.
—Están siendo extraditados por toda la frontera, siguiendo órdenes de Lisboa —dijo en tono beligerante. Cruzar hasta España
Salimos de allí y volvimos a Elvas. Me reuní con unos amigos que eran tan portugueses como españoles, y viceversa.
—¿Quieres ir a Badajoz? —preguntaron.
—No —les dije—. Los portugueses dicen que la frontera esta cerrada y me ahorcarían. Tenía otro motivo. A los rebeldes no les gustan los periodistas que se ocupan de los dos bandos. Pero mis amigos se ofrecieron a llevarme y traerme sin complicaciones. Así que nos pusimos en marcha. En un momento concreto, abandonamos de pronto la carretera para tomar por un puente que cruzaba el río Guadiana y entramos en la ciudad donde las tropas de Wellington se descontrolaron durante la guerra de Independencia, y que ahora sufre otra tragedia. Estábamos en España, mis amigos eran conocidos en el lugar y la de más que iba en el coche (un
servidor) pasaba desapercibida entre ellos. No nos detuvieron.
Algunas notas sobre Badajoz Fuimos directos hasta el centro de Badajoz. Estas son mis notas: la catedral está intacta. No, no lo
está. Al pasar junto a ella en coche veo que ha desaparecido una parte de la torre cuadrada.
—Los rojos tenían allí ametralladoras y nuestra artillería se vio obligada a actuar —dijeron mis amigos.

Ayer tuvo lugar allí un fusilamiento ceremonial, simbólico. Siete importantes miembros del Frente Republicano fueron fusilados al son de una banda de música y demás fanfarria, ante 3000
personas. Todo ello para probar que los generales rebeldes no fusilan sólo a obreros y campesinos; con el Frente Popular no hay favoritismos que valgan. Nos detuvimos en una esquina de la calle de San Juan, demasiado estrecha para el tráfico. Por ahí huyeron los milicianos para refugiarse en la fortaleza mora de la colina al ver que los descendientes de sus arquitectos conseguían cruzar la puerta de la Trinidad. Fueron
sorprendidos por los legionarios que consiguieron entrar desde el río y que los mataban, a montones en las esquinas de las calles. Tiendas saqueadas por conquistadores
Todas las tiendas parecían destrozadas. Los conquistadores las saqueaban al pasar. Los portugueses llevan toda la semana comprando relojes y joyas por prácticamente nada. Muchas . Muchas de esas tiendas pertenecen a gente de derechas. Es el impuesto de guerra que pagan por su salvación, me dijo con gesto huraño un oficial rebelde.
Las enormes paredes del Alcázar asoman al final de la calle de San Juan. Fue allí donde los defensores de la ciudad, refugiados en la torre de Espantaperros, fueron asfixiados con humo y
tiroteados. Pasamos ante una gran tienda de alimentación que parecía haber sufrido un terremoto.
—La Campana era propiedad de don Mariano, partidario de Azaña —dijo uno de mis amigos—.
La saquearon ayer, tras fusilar a Mariano.

Marcas de rifle reveladoras. Pasamos junto a la oficina de la reforma agraria, donde conocí al ingeniero Jorge Montojo el
pasado mes de junio, que se ocupaba de redistribuir las tierras, ganándose el odio de los terratenientes, además de la enemistad de los socialistas por actuar como un técnico, siguiendo cánones legales estrictamente burgueses. Había tomado las armas para defender a la República, así que… De pronto vimos que dos falangistas detenían a un hombre robusto con ropa de campesino, sujetándolo mientras un tercero le tiraba de la camisa para desnudarle el hombro derecho. Allí podía verse la marca azul y negra de la culata de un rifle. Seguía siendo visible una semana después. El informe fue desfavorable, y acabó en la plaza de toros.

Pasamos junto a las paredes de la plaza en cuestión. Sus paredes de piedra miraban al fértil valle del Guadiana. Es una plaza de ladrillo rojo y yeso blanco. En ella vi antes de la guerra al torero Juan Belmonte, en una noche como esta, vigilando la llegada de los toros. Esta noche también llevaban a la plaza a la carne de cañón de la fiesta del día siguiente. Filas de hombres con los brazos en alto. Recibidos por ametralladoras
Los «rojos» eran jóvenes, en su mayoría campesinos con camisa azul y mecánicos vistiendo monos de trabajo. Todavía los estaban reuniendo. A las 4 de la madrugada los hicieron entrar en la plaza por la puerta por donde solía entrar el desfile inicial de toreros. Dentro les esperaban las ametralladoras.

Dicen que la primera noche la sangre alcanzó un palmo de profundidad. No lo dudo. Allí se asesinó a mil ochocientos hombres y mujeres en un plazo de doce horas. En 1.800 cuerpos hay más sangre de la que uno imagina. Durante las corridas, cuando el toro o algún pobre caballo sangra mucho, aparecen los monosabios para esparcir arena limpia sobre la sangre. Pero en las tardes soleadas todavía puede olerse la sangre. Es un olor revigorizante. Trepando sobre cuerpos de muertos Los falangistas nos detuvieron en la entrada principal de la plaza y mis amigos hablaron con ellos. La noche era calurosa. Había un olor en el aire. No puedo describirlo y no lo describiré. Los monosabios tendrán mucho trabajo para hacer presentable la plaza para la siguiente corrida. En cuanto a mí, no volveré a ver una corrida. Jamás. Llegamos a la puerta de la Trinidad atravesando las antaño invencibles fortificaciones. La luna lo iluminaba todo. Una semana antes, entró por ella un batallón de 280 legionarios. Sólo veintidós vivieron para contar la historia de cómo se encaramaron a los cuerpos de sus propios muertos.Sólo veintidós vivieron para contar la historia de cómo se encaramaron a los cuerpos de sus propios muertos para silenciar con granadas de mano y cuchillos dos ametralladoras asesinas. ¿Dónde estaba la aviación del gobernador? Es un misterio. Hace que uno se estremezca pensando en Madrid.
Volvimos a la ciudad, pasando con el coche ante la nueva escuela y el nuevo Instituto de Salud. Los hombres que las construyeron están muertos, fusilados como «rojos», por querer defenderlas.
Cadáveres que pasan días sin ser tocados. Doblamos una esquina.
—Hasta ayer, allí había una piscina ennegrecida por la sangre —dijo uno de mis amigos—. Allí fusilaron a los militares leales y no se llevaron sus cuerpos en varios días, para que sirvieran de ejemplo. Les habían dicho que salieran de las casas y, cuando salieron para recibir a los conquistadores,
los tirotearon y luego saquearon sus casas. Los moros no hacían favoritismos. En la plaza de toros, Mario Pires perdió la cabeza durante las ejecuciones. Intentó salvar a una preciosa niña de 15 años a la que sorprendieron con un rifle en la mano. El moro fue inflexible. Mario vio como la disparaban. Ahora Mario está recibiendo cuidados médicos en Lisboa.

Sé que en el otro bando también han tenido lugar muchos horrores. El derechista Almendralejo1 fue crucificado, empapado en gasolina y quemado vivo. Conozco a gente que ha visto los
cuerpos carbonizados. Lo sé. Sé que han muerto cientos, incluso miles, de personas a manos delas masas vengativas. Pero también sé quién se alzó para «salvar España» provocando así que las masas se encarnizaran en una defensa tan valiente como salvaje.
De todos modos, ahora estoy informando sobre Badajoz, donde, durante el asedio, se ejecutaba cada día a una media docena de derechistas, pero, aún así…

Historia de dos hermanos
De vuelta en el casino de Elvas pregunté diplomáticamente:—¿Cuántos murieron cuando los rojos quemaron la cárcel?—Pero si no quemaron la cárcel. Yo había leído en la prensa de Lisboa y de Sevilla que sí lo habían hecho.
—No, lo impidieron los hermanos Plá.
Conocí a los hermanos Luis y Carlos Plá, jóvenes ricos de buena familia, dueños del mejor garaje del sudoeste de España. Eran socialistas porque creían que el partido socialista era el
instrumento para acabar con el poder de los señores feudales españoles.
—Justo antes de que entraran los moros, se enfrentaron a la multitud que quería quemar a los
300 derechistas que había dentro de la cárcel, diciendo que iban a morir en defensa de la República, pero que no eran asesinos. Ellos mismos les abrieron las puertas para que escapasen.
—¿Qué fue de los Plá?
—Los fusilaron.
—¿Por qué?
Sin respuesta.
No hay respuesta. Podían haber dejado que esas personas escaparan a Portugal, que estaba a sólo cinco kilómetros de distancia. Pero no les dejaron. Los rojos sufren el rigor de la justicia Oí por la radio al general Queipo de Llano decir que habían tomado Barcarrota y que trataron a
los rojos con «el rigor de la justicia». Conozco Barcarrota. En junio
pasado pregunté a los vecinos
de allí si, ahora que les daban tierras, no se convertirían en capitalistas.
—No —respondieron indignados.
—¿Por qué?
—Porque sólo recibiremos la suficiente para nuestro uso, no la suficiente para explotar a los demás.
—Pero será vuestra.
—Por supuesto.
—¿Qué le pedís ahora a la República?
—Dinero para semillas. Y escuelas.
Recuerdo que entonces pensé: «Dios proteja a todo el que intente impedirlo». Estaba equivocado. ¿O no? En el casino, frecuentado sobre todo por ricos comerciantes y terratenientes, se me ocurrió preguntar cuál era la situación antes de la rebelión.
—Terrible. Los campesinos cobraban 12 pesetas por una jornada de 7 horas, y nadie podía pagarlas.
Eso es cierto. Era más de lo que podía pagar el país. Pero antes de eso cobraban entre 2 y 3 pesetas por trabajar desde el amanecer hasta el anochecer. En el casino había una veintena de
españoles con banderitas rojigualdas en la solapa, y el hecho de que estuvieran allí me hizo pensar que no creían que Franco hubiera convertido ya a España en un lugar seguro. En las calles
bañadas por la luna olía a jazmín, pero yo tenía otro olor en mi nariz. Un olor dulzón, horriblemente dulzón.

Canción de amor a la luz de la luna Al pie de la plaza blanca, junto a una fuente, había un joven apoyado contra la pared, con los pies cruzados, tocando la guitarra mientras cantaba con suave voz de tenor una cálida canción de amor portuguesa.
En junio, los jóvenes de Badajoz aún cantaban bajo los balcones. Pasará mucho tiempo antes deque vuelvan a hacerlo .De pronto, un coche con una bandera roja y amarilla cruzó la plaza. Nos detuvimos. Nuestros tamborileros vinieron a nuestro encuentro.
—Están registrando el hotel.
—¿A quién buscan?
—No lo sé.
Nos iremos en cuanto haya luz. La gente que hace preguntas no es muy popular en esta frontera.
Si es que se la puede llamar frontera

Del blog: Badajoz y la guerra (in)civil

 

Este sitio web utiliza 'cookies'. Si continúas navegando estás dando tu consentimiento para la aceptación de las mencionadas 'cookies' y la aceptación de nuestra política de 'cookies'.
o

La Haine - Proyecto de desobediencia informativa, acción directa y revolución social

::  [ Acerca de La Haine ]    [ Nota legal ]    Creative Commons License ::

Principal