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Pensamiento, Estado español :: 05/08/2009

La antropología como saber reclutado

Pedro García Olivo - La Haine
Investigación ?colonial?, inanidad etnocéntrica y justificación del Capitalismo en la crisis de la disciplina antropológica.

1) Empirismo y funcionalismo a-teórico en las investigaciones “pioneras”: Radcliffe-Brown, Malinowski,...

Desde finales de los años sesenta, y como un episodio más de aquella “crítica interna de las disciplinas científicas” a que nos hemos referido en otro artículo, una testaruda denuncia gravita sin descanso sobre los estudios fundadores de la antropología: haber allanado las vías de una práctica científica teóricamente estéril y políticamente reaccionaria.

Como ha señalado J.R. Llobera, esta acusación originó “acalorados debates, no sólo en revistas radicales sino también en Current Anthropology y otros órganos del establishment antropológico”. Es larga la lista de autores y obras que han redundado en esta denuncia, aunque por lo general se admiten tres fuentes principales del mencionado auto-criticismo: una fuente británica, constituida por un conjunto de artículos aparecidos en la la New Left Review (trabajos de D. Goddard, J. Banaji, P. Anderson,...); una fuente francesa, que pone en primer plano la relación entre “antropología” y “colonialismo”, y que halla en G. Leclerc un exponente destacado; y, en tercer lugar, un número del Current Anthropology, correspondiente al simposio sobre “responsabilidades sociales” de la investigación antropológica, que reúne las aportaciones de autores como G. D. Berreman, G. Gjessing y K. Gough. Podemos sostener que con estos estudios la “crítica interna” de la disciplina antropológica queda substancialmente terminada, iniciándose a partir de entonces el inevitable proceso de “matizaciones”, “reiteraciones”, “reformulaciones”, etc., que, aparte de alimentar el mercado editorial y de surtir títulos para un encadenamiento indefinido de actos académicos (conferencias, encuentros, etc.), apenas añade unas cuantas notas subsidiarias.

En “The Social Responsibility of Social Scientist”, G. Gjessing sitúa en el empirismo y en el funcionalismo de los análisis antropológicos “pioneros”, con la proscripción de la historia que subyace a dicha plataforma teórico-epistemológica (perspectiva ahistórica en Radcliffe-Brown y perspectiva antihistórica en Malinowski), la raíz de la irrelevancia de los estudios antropológicos académicos y de su paralela contribución a la legitimación de la administración colonial. Para G. D. Berreman, que coincide con el diagnóstico de Gjessing (la falta de relevancia de la mayor parte del material científico-antropológico disponible), una porción no desdeñable de la antropología oficial anglo-americana habría abrazado sin recelos la causa del imperialismo contemporáneo, trabajando profesionalmente para los gobiernos occidentales y orientando sus investigaciones hacia el objetivo fundamental de facilitar políticas militaristas (de los EEUU en el Sudeste de Asia, por ejemplo). Este servilismo político inmediato de la investigación antropológica oficial descansa precisamente sobre la definición “empirista” de la disciplina desde los trabajos “fundadores” de Radcliffe-Brown y Malinowski, que, sacrificando la dimensión histórica de su objeto (y presentando así como “sociedades primitivas” lo que, en rigor, hubiera debido abordarse en tanto “sociedades colonizadas”), se acogerán interesadamente a los beneficios de un funcionalismo a-teórico o pseudo-teórico de inspiración conservadora. David Goddard, en “Los límites de la antropología británica”, centró muy bien esta cuestión, subrayando la responsabilidad del empirismo (dominante en la cultura inglesa desde el siglo XIX) en aquella vocación justificadora de la disciplina antropológica:

“Los estudios antropológicos británicos se desarrollaron en el contexto del colonialismo europeo, formando parte de la situación colonial. La mayor parte de los antropólogos no pusieron en cuestión la situación colonial ni el hecho de tomar parte en esa situación a través de la investigación de los pueblos subyugados. Dado que aceptaron la situación colonial como algo dado, que muchas veces le sacaron provecho y en ocasiones la apoyaron activamente, no percibieron que el colonialismo creaba pueblos colonizados -los llamados “pueblos indígenas”- sometidos al dominio económico, político y espiritual de un poder extranjero que poseía y utilizaba despiadadamente medios violentos contra ellos. En vez de esto, eligieron ver a los pueblos colonizados en forma del concepto de “primitivos”, negando de hecho su estatus de colonizados (...). El imperialismo constituyó el mundo normal de los antropólogos, al igual que lo fue para el conjunto de la intelligentsia burguesa británica. Evitaron poner en cuestión los fundamentos y la ideología del imperialismo porque nunca se les ocurrió plantearse semejante cosa. Una característica de la cultura inglesa desde el siglo XIX ha sido su incapacidad para poner en cuestión el conjunto de la sociedad. Existe, como ha dicho Perry Anderson, una aversión profunda e instintiva entre la intelligentsia como conjunto a comprometerse en una crítica fundamental de la totalidad de la vida social y cultural. Desde el siglo XIX, Inglaterra se ha diferenciado de todos los demás países europeos en que sus intelectuales nunca han intentado involucrarse en un análisis de las estructuras subyacentes a la cultura y a la sociedad. La misma noción de “estructura subyacente” se les ha escapado, una ceguera conceptual que resume el empirismo superficial de todas las ciencias sociales e históricas y los inacabables juegos de análisis lingüísticos de la filosofía. Instintivamente, se han limitado a la apariencia de las cosas, sin tratar nunca de analizar las relaciones latentes en las mismas cosas. Igual significación ha tenido la constante evasión de la noción de totalidad, al mismo tiempo causa y consecuencia de su negativa a aceptar la noción ‘compleja’ de estructura.”.

Según Goddard, los antropólogos británicos, desde Radcliffe-Brown, han manejado una noción de “estructura” desvirtuada por el mencionado empirismo-ambiente. En Social Structure, Radcliffe-Brown sostuvo, en efecto, que “la observación directa nos revela que los seres humanos están conectados por una red compleja de relaciones sociales(...), por un conjunto concreto de relaciones sociales dentro de un todo integrado. La continuidad de la estructura social, como la de la estructura orgánica, no se destruye por los cambios de las unidades... La continuidad de la estructura se mantiene mediante el proceso de la vida social, que consiste en las actividades e interacciones de los seres humanos individuales y de los grupos organizados dentro de los cuales están unidos. La vida social de la comunidad se define así como el funcionamiento de la estructura social. La función de cualquier actividad consiste en el papel que desempeña en la vida social como conjunto y, por tanto, en la contribución que hace al mantenimiento de la continuidad estructural.”. Como se observará, la estructura se identifica, sin más, con la totalidad de las relaciones sociales dadas en las sociedades tribales. “Se confunde, por así decirlo, con la estructura social de la comunidad”. La idea de “estructuras inconscientes”, tan grata por ejemplo a Lévi-Strauss, queda, desde esa perspectiva, absolutamente descartada. “La estructura -concluye Goddard- aparece, por tanto, como una noción simple, y no compleja, porque se relaciona directa y virtualmente sin mediación con la realidad empírica de la vida social”. Lo “oculto”, lo “subyacente”, lo “latente”, como lo “inconsciente” o “imaginario” (como, en general, todo aquello que escapa a la aprehensión inmediata, todo aquello que trasciende del orden de la observación), sencillamente no cuenta, no existe, para el analista. Por añadidura, estas “pseudo-estructuras” se auto-regulan indefinidamente, de modo que el cambio, la transformación, la crisis y dislocación de lo establecido, se ven así metódica y conceptualmente ‘excluidos’. Como concluye Goddard, “el estatus de la realidad, por tanto, sólo se hace coincidir con los fenómenos observables; no existen relaciones, principios ni formas ocultas, ni el científico se ocupa de la construcción de modelos ni teorías de tales relaciones o principios con objeto de, a partir de ahí, explicar lo que observa. Tal visión de la ciencia no lleva más allá de la descripción de las regularidades observables, su clasificación mediante comparación con los fenómenos aparentemente similares, y la abstracción de uniformidades generales que se disciernen como consecuencia de clasificar las formas de los fenómenos en cuestión. Indudablemente, es la clásica posición inductista del empirismo británico tradicional”. Sólo arraigando en tales prejuicios epistemológicos, Radcliffe-Brown pudo alegar, en “Methods of Etnology and Social Anthropology”, que la antropología social se definía como una ciencia inductiva generalizadora, antihistórica y antipsicológica, cuyo objetivo radicaría en establecer las leyes sociológicas universales que rigen las relaciones entre los fenómenos sociales mediante el análisis comparativo de los sistemas sociales.

En “La crisis de la antropología británica”, Jairus Banaji profundizó en esta caracterización del funcionalismo como pseudo-teoría, de raíz empirista, que excluía la idea de cambio no menos que la de inconsciente y abocaba a una “justificación” de lo establecido como estructura auto-regulada. Para Banaji, el “funcionalismo” se implanta en la práctica antropológica desde el terreno del trabajo de campo, casi como una extensión de las técnicas y del método que usurparía el puesto de la teoría:

“La antropología se desarrolló en el contexto del descubrimiento de una nueva técnica que finalmente asentó a los primitivos como legítima materia de estudio. Esta técnica fue el trabajo de campo, la observación directa y sistemática de la vida social de los pueblos primitivos. La antropología basó su especificidad en esta técnica y en el objeto de estudio que ella legitimaba (...). El trabajo de campo aplastó el desarrollo de la teoría como un nivel autónomo y específico de la antropología. El funcionalismo existía como práctica antes de ser formalizado como “teoría”. En su Wirtschaft and Gesselllschaft, publicado el mismo año que las dos monografías “pioneras” de la antropología británica - The Andaman Islander de Radcliffe-Brown y Argonauts of Western Pacific de Malinowski -, Weber ha descrito el “entramado funcional de referencias” como “conveniente para los fines de la ilustración práctica y para la orientación provisional”. La antropología británica traspuso este “entramado” al nivel de una teoría, conceptualizando las reglas y los métodos de la “práctica” funcionalista como si fueran un sistema “teórico” substantivo. De este modo, la técnica sustituyó a la teoría, y la teoría se hundió dentro de la técnica. Como posteriormente escribió un antropólogo británico: “Malinowski no recibió ninguna respuesta en contra cuando confundió las reglas generales referentes a la importancia relativa de los datos del trabajo de campo con las teorías de la sociedad”(...). De ahí se siguió el impacto esterilizador de un funcionalismo que nunca se desarrolló teóricamente porque esencialmente era una pseudo-teoría, un manual de la práctica disfrazado de teoría.”.

Coincidiendo con las posiciones de Goddard, Banaji denuncia la desvirtuación “funcionalista” del concepto de estructura, puesto al servicio del prejuicio de la auto-regulación del sistema social:

“La óptica funcionalista redujo la estructura de las formaciones primitivas a la transparencia de las “verdaderas relaciones sociales entre persona y persona”. Los conceptos fundamentales que los funcionalistas transmitieron a la antropología política procedían de esta obsesión por la corriente abierta y visible de la interacción social. Sólo podían transcribir una ‘realidad’ observada y dada de manera inmediata (…). Para Radcliffe-Brown, “la verdadera observación de la forma en que se comportan las personas nos permitirá descubrir la medida en que se adaptan a las reglas y la clase y cantidad de las desviaciones... Las desviaciones de la norma tienen su importancia. Por algo proporcionan una medida aproximada de la situación de equilibrio o desequilibrio relativo del sistema”(...). Como se observará, este modelo postula que “el sistema social tiene una cierta clase de unidad a la que podemos llamar unidad funcional. Podemos definirla como la condición en que todas las partes del sistema social funcionan juntas con un grado suficiente de armonía y coherencia interna, es decir sin dar lugar a conflictos permanentes que no puedan ser resueltos o regulados” (Radcliffe-Brown, African Systems of Kinship and Marriage). En este caso, el supuesto fundamental, compartido tanto por Malinowski como por Radcliffe-Brown, era que esta “unidad funcional” devenía como el resultado de una cierta evolución. Para Malinowski, las formaciones primitivas habían evolucionado hasta su estado actual de “estabilidad bien equilibrada” a lo largo de un “desarrollo histórico que había durado eras”; para Radcliffe-Brown no había, y no podía haber, “ningún conflicto entre la hipótesis funcional y la concepción de que toda cultura, todo sistema social, es el resultado final de una única serie de contingencias históricas. Malinowski fundó la unidad y la auto-regulación del modelo en una ‘esencia’ interior centrada en el sujeto constituyente definido en términos biológicos; Radcliffe-Brown, por otra parte, supuso simplemente que su unidad era analógica con respecto al modelo del cuerpo humano, al cual las formaciones primitivas se consideraban parecidas en su coherencia y tipo de articulación”.

Si Malinowski, en definitiva, apoya su prejuicio de la auto-regulación del sistema en determinadas necesidades biológicas garantizadoras de la adaptación al medio y del re-equilibrio de las estructuras; Radcliffe-Brown se contenta con la metáfora del organismo, de la interrelación de las partes del cuerpo humano, para asentar el dogma de la estructura como “unidad funcional” sustancialmente estable...

Estando de acuerdo con el “espíritu” de la denuncia de Banaji, no lo estamos tanto con los “términos” en que ésta se expresa. En nuestra opinión, el “funcionalismo” no aparece meramente como una pseudo-teoría, como una cuestión procedimental erigida ilegítimamente en teoría; al contrario, el “funcionalismo” constituye, de hecho, una “teoría”, aunque ‘solapada’, ‘subrepticia’, ‘callada’ -implica y conlleva, en su trasfondo, precisamente la “teoría social” del liberalismo burgués, con su ilusión de ‘armonía’ y ‘equilibrio’ entre los agentes sociales, su presunción de ‘auto-regulación’ desde el despliegue aparentemente ‘libre’ de las iniciativas individuales. El “funcionalismo” aparece como la ‘teoría de la sociedad’ propia del pensamiento liberal, aunque ‘camuflada’, ‘velada’. Presupone, de partida, que todo sistema social constituye una unidad funcional porque es así cómo el liberalismo percibe su sociedad; presupone que la estabilidad y el equilibrio, la ausencia de conflictos explosivos y el mantenimiento indefinido de la estructura social es un rasgo de ‘toda’ formación socio-política primitiva porque es así cómo el pensamiento burgués representa, en lo ideal, el tipo de sociedad que declara ‘suya’. Y esta lectura “armonizadora” de la sociedad, portada por el método de análisis antropológico, implícita en los conceptos operativos del funcionalismo, aparece, a la vez, como la conclusión del análisis, como el resultado de la investigación: de algún modo, la conclusión está ya en la premisa, y el antropólogo funcionalista acaba corroborando aquello de lo que parte, aquello que desde el principio admite acríticamente... La “tautología” es evidente: presuponiendo que los sistemas sociales se auto-regulan necesariamente, el investigador demuestra que ‘esta’ sociedad concreta (la ‘comunidad nuer’ de Evans-Pritchard, o la ‘sociedad ndembu’ de Víctor Turner, por ejemplo) también se auto-regula.

En otros términos: el análisis antropológico nunca cambia de plano, nunca afronta una verdadera “explicación”, remontando el nivel empírico-descriptivo; el análisis antropológico no pone a prueba la teoría, no elabora una teoría, quiebra la dialéctica entre la vertiente teórica y la vertiente práctica de la investigación, entre lo conceptual y lo empírico, y se limita a “ilustrar” para cada caso concreto (para cada “sociedad primitiva” particular) lo que presupone dogmáticamente, lo que prejuzga, aquello que arrastra desde el momento originario, liminar, de los “apriori” teórico-sociales del método de investigación -la concepción de los sistemas sociales como “todos auto-regulados”, como “unidades funcionales”, proyección del ‘equilibrio’ y de la ‘armonía’ que el pensamiento liberal sueña en las sociedades burguesas contemporáneas...

Para alimentar esta “ilusión” de la homeostasis, de la auto-regulación indefinida, la perspectiva funcionalista esquiva el escenario donde las contradicciones se tornan insalvables y los enfrentamientos se revelan insuprimibles: el dominio económico, las relaciones de propiedad, la división social del trabajo, la microfísica subyacente del poder-saber,... Esquiva este orden de la conflictividad patente o latente y se centra en las relaciones de filiación, en el parentesco, en la estructura de las familias... Esquiva el análisis de las relaciones de dominio, de las formas de explotación que configuran el ámbito del trabajo y de la reproducción económica, y se centra en lo normativo-jurídico - “comportamientos” y “reglas” de Radcliffe-Brown, pautas de acción de los individuos y sistema explícito o implícito de las sanciones. Partir del “parentesco” y no del trabajo, de la “filiación” y no de la subordinación, del “vínculo familiar” y no de la cláusula político-económica, constituye una estrategia capital para la ocultación de las instancias desde las cuales todo sistema social puede verse realmente amenazado, puesto en cuestión, desarbolado... Así lo han considerado Goddard y Banaji, entre otros (1)*

En definitiva, y como ha recapitulado P. Forster en “Empirismo e imperialismo”, “formando parte del entramado estructural-funcionalista, prevalecía en la investigación antropológica un énfasis general en lo normativo y, especialmente, un centrarse en lo jurídico. Este énfasis penetra en el estudio de todas las costumbres, que se consideran apoyadas por sanciones obligatorias, y, de manera singular, en el estudio del parentesco”. Como consecuencia de esta obsesión por lo normativo y lo behaviorista, “se ignoraron los conflictos básicos y las relaciones de poder dentro de la sociedad”.

Esta subrepción del orden de los conflictos se apoya asimismo en una representación del todo social como conjunto “simétrico” de instancias equiparables, como ordenamiento “regular” de planos que mantienen entre sí cierta “proporción”, tal si la estructura social se reconociera en el modelo de la “red” o de la “malla”, perdiéndose de vista precisamente la “asimetría”, la “desproporción”, los efectos de “discontinuidad” y de “irregularidad” inducidos por la existencia de planos o niveles dotados de superior virtualidad generativa o causal, de mayor poder de determinación, de más vasta influencia sobre los restante órdenes de la realidad -estructuras económicas, por ejemplo. Sobre esta cuestión, en la que incidieron autores como Leclerc o Anderson y que subyace a la “desilusión” general con respecto a los estudios ‘microscópicos’ subrayada por Gjessing y Gough, volveremos más adelante.

2) La sofisticación “conservadora” del funcionalismo: Leach, Needham, Evans-Pritchard,...

Más allá de las “investigaciones pioneras”, de ese conjunto de obras de referencia que incluye las aportaciones de Radcliffe-Brown, Malinowski, Fortes, Boas, Kroeber, Radin, etc., se dibuja un horizonte de trabajo antropológico en el que el funcionalismo, con las deficiencias teóricas subrayadas en el epígrafe anterior (su fundamentación empirista, su obsesión por lo jurídico-normativo, su mística de la auto-regulación,...) y con la tenaz ceguera ante el hecho colonial que constituye casi su tarjeta identificativa, se flexibiliza no obstante, incorpora pequeñas dosis de “auto-crítica”, se diversifica en alguna medida, explota los beneficios enmascaradores de un ejercicio del matiz más retórico que conceptual y, rindiéndose a la coetánea idolatría de la cientificidad, se afana por definir su lugar en el atestado universo de las “ciencias del hombre”, solicitando y rehuyendo circunstancialmente el auxilio de la historia, de la sociología, de la psicología, de la economía,...

Hemos situado aquí a E. E. Evans-Pritchard, aunque muy bien hubiera podido aparecer en el apartado anterior. Sin duda, será con los escritos de Edmund Leach y de Needham con los que el funcionalismo constituyente enquistado en la práctica antropológica maquille su rostro avejentado y procure responder a las críticas que merece incluso desde su propia periferia -pensemos, por ejemplo, en las denuncias de Lévi-Strauss...

El estudio de Evans-Pritchard sobre los “nuer” ha sido considerado, incluso por comentaristas de talante ‘conservador’, como un clamoroso ejemplo de ceguera voluntaria, de amnesia intencionada, ante el “hecho colonial” y sus determinaciones sobre el objeto de estudio antropológico. Excluyendo de forma absoluta la “administración colonial” del campo de estudio, Evans-Pritchard se ve obligado a operar una interesada ‘selección’ de los materiales de investigación (fuentes, datos, informes,...), centrándose única y exclusivamente en aquellos que cabía considerar, por utilizar una expresión de moda, políticamente correctos - “materiales completamente dignos de confianza”, ha subrayado, con toda ironía, Peter Forster. Adoptando la concepción holística propia de un funcionalismo ‘armonizador’ - “en el que incluso el conflicto se consideraba en último término causa de cohesión”-, este antropólogo entronizó definitivamente el principio del parentesco como elemento onmi-determinante, causa de todas las causas, clave y razón del orden socio-político primitivo. En palabras de David Goddard:

“En el caso de los nuer, estudiados por Evans-Pritchard, una sociedad tribal enormemente grande que se mantiene unida mediante una diferenciación muy compleja de grupos de filiación a través de mecanismos de fisión y fusión, la preocupación por la organización del parentesco en cuanto estructura estable y casi jurídica, que penetra y habitualmente configura otras áreas de la actividad social (religiosas, económicas, etc.), condujo directamente al examen de las formas de autoridad y dominación de la sociedad, es decir, a la organización o falta de organización del sistema político primitivo, de nuevo considerado como teniendo carácter jurídico. En el caso de los nuer, la organización política se presentó como el conjunto de las relaciones entre los grupos de filiación, incorporados en agrupamientos cada vez más amplios (clanes) que tienen carácter literalmente corporativo.”

Evans-Pritchard, pues, no desdeña sin más el problema de la autoridad política y de la dominación, pero lo aborda como una mera ‘derivación’, una simple ‘extensión’ (un ‘efecto’, una ‘consecuencia’), de la reificada organización del parentesco. Entre el examen “empírico” de los grupos de filiación y las hipótesis concernientes al orden político-social no hay distancia o ruptura analítica (intervención de la teoría), no hay estudio de las mediaciones (elementos y condiciones, de una u otra índole, que ‘matizan’, ‘corrigen’ y hasta ‘re-definen’ la influencia del sistema del parentesco sobre las formas y los modos de la dominación), no hay apertura metodológica a los restantes órdenes de la realidad (económicos, ideológicos,...), no hay consideración de las estructuras inconscientes, no hay nada de nada. Este salto absoluto, este pasaje precipitado, como ha enfatizado Godard, sólo puede darse desde una distorsión empirista del concepto de “estructura”, rasgo que Evans-Pritchar compartiría con la generalidad de los antropólogos británicos de su tiempo (S.Nadel, R. Firth, M. Gluckman,...) (2)*.

Será precisamente sobre ese “estado de las cosas en antropología” sobre el que se levante la obra revisionista de Leach y de Needham, administrando prudentemente el criticismo intra-disciplinario para salvar de todos modos la misma disciplina y corrigiendo los excesos y los esquematismos del ‘funcionalismo’ hegemónico a fin de vigorizarlo y de optimizar su rendimiento político-ideológico -su contribución a la conservación del orden establecido.

En Political Systems of Highland Burma, Leach puso en cuestión el modelo “biológico” del organismo social primitivo en auto-regulación estática. Como anota Banaji, “enfrentado con un pueblo que había resistido al imperialismo británico durante casi un siglo y cuya propia organización era inherentemente inestable, la amnesia histórica y los supuestos de equilibrio del funcionalismo ‘ortodoxo’ se derrumbaron por su propia inadecuación conceptual. El libro de Leach fue una respuesta interna, un desafío desde dentro del entramado funcionalista, prefigurado cinco años antes por el ensayo de Gluckman sobre Malinowski. Pero, de todas formas, las relaciones contradictorias, conflictivas y antagónicas sobre las que se centraron estos autores estaban integradas en un sistema auto-estabilizado; la dinámica interna de las formaciones birmanas y africanas que estudiaron estos autores estaban absorbidas en una historia circular y repetitiva, una historia vacía de toda lógica histórica, una no-historia”. Podría decirse que la obra de Leach refleja un momento de “mala consciencia” del funcionalismo convencional, un tanto desarmado ante las críticas que procedían del estructuralismo en ascenso -asociado, especialmente, a las propuestas de Lévi-Strauss. Con Leach y Needman el funcionalismo incorpora alguna de esas críticas, las asimila, pero sin abandonar nunca la fidelidad rigurosa a sus presupuestos últimos.

En palabras de Banaji:

“Leach es, y siempre lo ha sido, funcionalista, no ‘a pesar’, sino ‘debido’ a Political Systems y Rethinking Anthropology. Estas dos obras destacaron como uno de esos momentos decisivos, o mitos, de la antropología, pero ambas sustituyen una variante del funcionalismo, conceptualmente inadecuada, y pasada de moda, por otra. Así, en Political Systems, a los modelos de equilibrio estable de Fortes y Evans-Pritchard se contrapone la noción de Pareto de ‘equilibrio en movimiento’; y Rethinking Anthropology ofrece, en lugar de la obsesión ortodoxa por las tipologías y modos de clasificación, un modelo inductivo de análisis basado en el concepto ‘matematizado’ de función: a la ‘comparación’ contrapone Leach la ‘generalización’, un tipo de ‘conjetura inspirada’ que tiene por objeto la construcción de ‘conjuntos topológicos’ de ‘pautas’. Esta era la clase de involución pseudo-estructuralista que el funcionalismo podía incorporar”.

Estaríamos, sencillamente, ante una variante del funcionalismo, adornada por una terminología de última generación: la variante diacrónica. Maquillado, el “equilibrio estático” deviene “equilibrio en movimiento”; maquillada, la “comparación” aparece como “generalización”; por una operación de maquillaje, el “funcionalismo” quisiera presentarse como “estructuralismo”...

Needham arranca también con un gesto de apariencia ‘crítica’. En Primitive Classification, sostiene una opinión con la que resulta muy difícil no estar de acuerdo:

“Las leyes sociológicas de la interdependencia funcional todavía no han sido establecidas en la antropología social ni hasta el momento ha emergido al respecto una teoría general, y la sucesión de hipótesis comprobables ha conducido (donde hubieran conducido en cualquier caso) no a una fórmula abstracta de la vida social, sino a meras generalizaciones empíricas. Ahora más bien que poseer una sólida base teórica de esta clase, la antropología social está en un estado de confusión conceptual que se manifiesta en la proliferación de taxonomías técnicas y de ejercicios de definición, ofreciendo cada nuevo campo de estudio bastantes rasgos ‘anómalos’ que conducen a todavía más pronunciamientos tipológicos y metodológicos. Hemos llegado a un punto de plenitud empírica y de futilidad absoluta de las proposiciones...”.

Con estas observaciones, sin duda Needham metía el dedo en el ojo de la antropología, señalando una de sus mayores deficiencias: el vacío teórico subyacente a todas las realizaciones académicas. Pero, víctima de la situación que él mismo denunciaba, su obra estrictamente antropológica ha sido considerada igualmente “pseudo-crítica, ecléctica y empirista”. Aunque parecía querer tender un puente hacia el estructuralismo, “el uso excesivamente restrictivo y anémico por parte de Needham del método estructural proporcionó -se ha dicho- una respuesta singularmente poco impresionante a la situación deplorable que había caracterizado”. Como recapitula P. Forster, “Needham se queja del exceso de empirismo y de la falta de teoría de la antropología británica, pero sólo aplica el estructuralismo -y aún así de forma discutible- a los sistemas de alianzas prescriptivas”.

No vamos a explayarnos aquí en la revisión de sus obras principales (Mythologiques y Les Structures Elémentaires de la Parenté), asunto que se nos antoja más indicado para una nota al margen, pues Needham nos ha interesado sobre todo como exponente de un pseudo-criticismo antropológico, una muy tempestiva revuelta ‘antifuncionalista’ desde el funcionalismo y a favor del funcionalismo. Como veremos, la reflexión de C. Lévi-Strauss constituye un eficaz desenmascaramiento de este tipo de operaciones, que pretendieron subirse al tren del estructuralismo con el ánimo de detenerlo en la estación del neo-funcionalismo o, de no ser así, contribuir a descarriarlo... Baste, pues, con la nota crítica (contra Leach y Needham) proporcionada, de modo sumario, por Jairus Banaji:

“El vaciado del tiempo del funcionalismo se basaba en una incapacidad profundamente arraigada de distinguir entre el campo visible de la interacción social (ritualizada o no ritualizada) y la estructura profunda de la formación, entre los antagonismos de la superficie del campo social (competencia por el poder, desigualdades de parentesco, faccionalismo, vendettas, rituales,...) y las contradicciones implícitas en esa estructura (...). De hecho, la ‘estructura’ se definía para excluir las contradicciones. La historia, pues, quedaba expulsada a priori...”.

Sólo desde una asimilación coherente de la crítica estructuralista, la disciplina antropológica hubiera podido esquivar el círculo vicioso a que se veía condenada por su inspiración ingenuamente ‘empirista’. Sin embargo, y como atestiguan los trabajos de Leach y de Needham, esta posibilidad fue ampliamente desaprovechada. De nuevo Banaji:

“La antropología estructural se desarrolló partiendo de la noción de que los hechos sociales pueden tratarse, al igual que las palabras, como partes de un sistema de comunicación. Esta homología entre los fenómenos sociales y lingüísticos ha sido el fundamento axiomático de la obra de Lévi-Strauss. A este axioma fundamental se agregó otro, el axioma de los cimientos inconscientes de los hechos sociales, la idea de que el comportamiento es una proyección, en el nivel de la consciencia y del pensamiento socializado, de determinadas leyes universales que gobiernan la actividad inconsciente del entendimiento. La antropología británica ignoró completamente o bien fue progresivamente desmantelando el sistema de conceptos que se desarrolló alrededor de estos axiomas...”.

De ahí, por ejemplo, que el mito y el ritual fueran abordados como meros ‘reflejos’ de la estructura social. “Las creencias metafísicas son especificaciones -supone Leach- de la estructura social: el individuo está sometido a determinadas clases de influencias místicas debido a la posición estructural en que él mismo se encuentra”. Esta burda concepción predeterminó los límites del análisis funcionalista de las superestructuras, pues si el mito y el ritual se conciben como simples ‘reflejos’ de la estructura social, entonces sólo podrían compararse dentro del marco de una misma sociedad. Como veremos, Lévi-Strauss estaba procurando demostrar lo contrario... Vamos a concluir este apartado con unos pasajes de “La crisis de la antropología británica” que subrayan muy bien esta ‘bifurcación’ de caminos en antropología, esta disyuntiva entre una perspectiva auténticamente estructural, alentada por la obra de Lévi-Strauss, y la mascarada ‘conciliadora’ de un neo-funcionalismo que sólo recurre al concepto de “estructura” para deformarlo interesadamente:

“La distinción entre modelos conscientes e inconscientes es una precondición absoluta para el genuino análisis estructural. Los modelos conscientes tienen por objeto la perpetuación de los fenómenos, no su explicación. En términos de Althusser, su función práctico-social predomina sobre su función teorética. La tarea del antropólogo consiste en atravesar las representaciones conscientes de un pueblo, tal y como están incorporadas en sus manifestaciones ideológicas (mito, ritual, reglas matrimoniales,...) y descubrir una ‘realidad inconsciente’ más fundamental (...). Lévi-Strauss pretendió demostrar que las estructuras sociales son entidades independientes de la consciencia que los hombres tengan de ellas y distintas de la imagen que los hombres se forman de ellas, al igual que la realidad física es distinta de nuestra percepción sensorial y de nuestras hipótesis sobre ella. La afinidad de este tipo de análisis a los de Marx fue conscientemente reconocida(...). Desatendiendo esa premisa, en la antropología funcionalista los modelos se construyeron implícitamente como una descripción inmediatamente trazable de las concretas situaciones etnográficas, reflejos de una realidad empírica dada.”.

Así como Radcliffe-Brown y Malinowski sometieron la obra de Durkheim a una lectura sesgada, reductora, pasando sus aportes heterogéneos por el cedazo de un empirismo disecador; Leach y Needham se aproximaron a las sugerencias de Lévi-Strauss, sin duda también bajo la embriaguez persistente del indoblegado empirismo británico, con un complicado sistema de filtros y contra-filtros que sólo dejaron pasar lo más pobre y menos relevante de la perspectiva estructural. Por desgracia, se tiene la impresión de que no es muy distinto el caso de Víctor Turner o de Mary Douglas, valores refugio contemporáneos de una disciplina que nunca se ha tenido verdaderamente en pie -o bien porque sus pies eran de barro, o bien porque lo suyo es andar indefinidamente a gatas.

3) La asimilación parcial del estructuralismo:

Un estructuralismo mutilado que sale al encuentro del funcionalismo y de la teología: Víctor Turner.

No es fácil marcar la línea de separación entre, de un lado, un “funcionalismo” que, a la desesperada, para escapar a la consciencia de su propio fracaso, se abraza al “estructuralismo” y lo arrastra en su caída, y, de otro, un “estructuralismo” extraviado, sin meta ni destino, que, presintiendo su derrota, vuelve la vista al “funcionalismo” y se aferra a él para alimentar la ilusión de que avanza hacia alguna parte. Si en la primera facción, entre las filas del funcionalismo, hemos situado a Evans-Pritchard, Leach, Gluckman y Needham, en la segunda, entre los adeptos al estructuralismo, cabe ubicar a Víctor Turner. Sin embargo, el aire de familia entre todos estos autores ha sido percibido por muchos analistas; y cabe concluir que, a un lado y a otro de la mencionada “línea de separación”, se comparten los mismos prejuicios, se repiten las poses, los achaques, los subterfugios -o, por decirlo de uno modo más riguroso, se arrastran las mismas carencias y se incurren en los mimos errores... El vínculo perceptible entre la obra de Víctor Turner, estructuralista ‘confeso’, y los estudios de Evans-Pritchard y, sobre todo, Leach y Gluckman, funcionalistas manifiestos, ha sido expresado en los siguientes términos:

“Víctor Turner traspuso el contenido de la diacronía circular de Gluckman al plano ritual, conceptualizando la vida social como una interacción ‘dialéctica’ infinita de estructura y antiestructura que se corporizaba en los rites de passage. The Ritual Process enunciaba la nueva tesis clásica funcionalista de que incluso los rituales más aparentemente subversivos se limitaban a reforzar el orden social: “la estructura de toda la ecuación depende de los signos negativos al igual que de los positivos”. La estructura deshistorizada y adramática de esta simple dialéctica, pues, se limita a reiterar una imagen de la totalidad primitiva -una totalidad compacta, auto-encerrada, que se revuelve inacabablemente por el mismo circuito- que ya estaba contenida, quince años antes, en la obra de Leach y Gluckman”.

Como hemos señalado en otra parte, para Víctor Turner uno de los principales propósitos de los símbolos rituales y de las manifestaciones del ritual, así como de las prácticas de los curanderos, adivinos, doctores-brujos, etc., radicaba en “domesticar las energías brutas del conflicto en beneficio del orden social”. Incluso el comportamiento ‘amenazante’, ‘extraño’, que no encaja en las normas y en los valores establecidos, situando al individuo temporalmente fuera o al margen de la posición ‘mental’ que le corresponde por su lugar en la estructura social (pues Turner asume la proposición simplista de Leach según la cual a cada sujeto corresponde una dimensión moral o espiritual -mental- que depende de un modo directo, inmediato, de su ubicación empírica en la estructura social), es ‘reducido’ a una mera etapa (“periodo liminar”) dentro del proceso de transición de un puesto a otro en la inconmovible estructura social que todo lo sobredetermina y todo lo absorbe -proceso sancionado precisamente por los “ritos de paso”:

“Todos los ritos de paso incluyen tres fases: separación, margen (o limen) y agregación. La primera fase, o fase de separación, supone una conducta simbólica que signifique la separación del grupo o el individuo de su anterior situación dentro de la estructura social o de un conjunto de condiciones culturales (o “estado”); durante el periodo siguiente, o periodo liminar, el estado del sujeto es ambiguo, atravesando por un espacio en el que encuentra muy pocos o ningún atributo, tanto del estado pasado como del venidero; en la tercera fase, el paso se ha consumado ya. El sujeto, tanto si es individual como si es corporativo, alcanza un nuevo estado a través del rito y, en virtud de esto, adquiere derechos y obligaciones de tipo ‘estructural’ y claramente definido, esperándose de él que se comporte de acuerdo con ciertas normas de uso y patrones éticos (...).La ‘invisibilidad’ estructural de las personas liminares tiene un doble carácter: ya no están clasificados y, al mismo tiempo, todavía no están clasificados (...) Lo liminar puede tal vez ser considerado como el No frente a todos los asertos culturales positivos (...). Desde este punto de vista habría que considerar que los seres transicionales resultan ser particularmente contaminantes, puesto que no son ni una cosa ni otra; o tal vez son ambas al mismo tiempo; o quizás no estén ni aquí ni allí; o incluso no están en ningún sitio (en el sentido de las topografías culturales reconocidas) (...). Las personas liminares son casi siempre y en todas partes consideradas como contaminantes para aquellos que, por decirlo de alguna manera, no han sido ‘vacunados’ contra ellas (...). Al hablar del aspecto estructural de la situación liminar, he mencionado el modo como estos hombres son separados de sus respectivas posiciones estructurales y, consecuentemente, de los valores, normas, sentimientos y técnicas asociadas con dichas posiciones. Igualmente se ven despojados de sus anteriores hábitos de pensamiento, sentimiento y acción. Durante el periodo liminar, los neófitos son alternativamente forzados y animados a pensar sobre su sociedad, su universo y los poderes que los generan y sostienen a ambos. La situación liminar puede ser en parte definida como un estadio de reflexión (...). Esta libertad mental, no obstante, tiene unos límites bastantes estrechos. Los sujetos habrán de retornar a la sociedad, con las facultades quizás más alerta y con un conocimiento realzado de las cosas, pero deberán someterse de nuevo a la costumbre y a la ley” (Turner)

. En este paradigma no sólo el conflicto se ve “desdramatizado” y “deshistorizado” (trabajando a su modo para el simple ‘fortalecimiento’ del orden social, tal y como lo interpretaba la perspectiva funcionalista de Gluckman, no origina ninguna convulsión importante, ni aparece como el motor de la transformación histórica), sino que también se proscribe la idea misma de contradicción: “No estamos tratando con contradicciones estructurales cuando analizamos la liminaridad, sino con lo esencialmente no estructurado (que, al mismo tiempo, está des-estructurado y pre-estructurado)”. No puede haber “conflictos explosivos que expresen contradicciones irresolubles inscritas en la estructura profunda de la sociedad”, porque, en primer lugar, no se admiten más estructuras que las de superficie (estructuras inmediatamente dadas a la observación y a la descripción, en ausencia de cualquier intervención de la ‘teoría’ y sin requerirse la comparecencia del ‘concepto’; entidades empíricas, por tanto, que se deducen de las relaciones concretas y visibles entre los individuos tal y como éstas se organizan normativamente en unos cuantos supuestos lugares-clave de la formación social: el parentesco y la filiación, las agrupaciones familiares, las fracciones,...); en segundo lugar, se descarta por principio que la ‘estructura’ pueda albergar en su seno algo parecido a un ‘contradicción’ obstaculizadora e imposibilitadora de la reproducción social (Turner, en este punto, hace suyo el apriori de Evans-Pritchard: “el uso de la palabra estructura en este sentido implica la existencia de alguna clase de coherencia entre sus partes, en cualquier caso hasta el punto de que se evitan la contradicción y el conflicto abierto”); y, en tercero, se atiende al ‘conflicto’ casi como una apetencia del Orden, una exigencia de la dinámica re-equilibradora de la sociedad, y no como a un peligro real para lo dado, no como un augurio de crisis del sistema, no como una simiente de la alteridad estructural... Como ha señalado un crítico de la antropología social tildado de “radical” en lo político y “estructuralista” en lo teórico: “La idea de que las estructuras pueden ser capaces de transformaciones internas, de cambios provocados por una compulsión localizada en su propio dominio, o bien que el estudio de la transición de una estructura a otra podría constituir una legítima búsqueda teórica, estaba totalmente ausente de la ‘teoría’ funcionalista” subyacente a los mencionados planteamientos”.

Por todo lo dicho, cabe concluir que, a pesar de su retórica “estructuralista”, las obras de Víctor Turner aparecen hoy como exponentes de la deformación y mutilación del método estructural, realizaciones vanilocuentes que se acogen al ‘funcionalismo’ de siempre para ocultar su vacío teorético esencial y su esterilidad pragmática. El lugar elegido por Turner para ocultar ese vacío y esta esterilidad no será otro que el de la casuística religiosa, adherida al entramado de ritos y mitos que, en su obra, y al lado de cierto interés por la filiación, tiende a silenciarlo todo y a oscurecerlo todo -silenciar y oscurecer todo lo que late ‘por debajo’ del simbolismo ritual y también ‘más acá’ y ‘más allá’ de su mera exégesis teológica. Entronizada en tanto tema, en tanto implicación del objeto de análisis, la teología regresa también a los trabajos de Víctor Turner como acento, como tono, como aroma, como latencia: ¿No constituye casi un aserto religioso, una elaboración teológica, toda esa representación de la Totalidad Social como Unidad Insuperable, Eterna, inmune a la erosión del devenir y a los afanes destructivos de los hombres? ¿No hiede a Ontología aquella caracterización de la Estructura como Fin de todos los fines y Causa de todas las causas, Principio sin motor, Presencia sin origen? ¿En qué se distingue la Reproducción Indefinida de lo Existente, la Preservación Esencial de la Estructura, de un designio divino o incluso de uno de los modos impersonales de la divinidad?

Estructuralismo heterodoxo, proclividad fenomenológica y exotismo conceptual en Mary Douglas.

Sólo hallamos un modo de explicar la buena acogida que en los últimos años han merecido las obras de Mary Douglas, el interés que han suscitado en los medios antropológicos: la crisis en que se debate la antropología casi desde sus inicios, lastrada precisamente por aquello que hubiera debido darle alas (la noción de ‘estructura’, violentada por la miopía empirista del funcionalismo y prostituida en los lupanares del servilismo político reaccionario) y abocada hoy a una subsistencia residual, casi extravagante, presa de un extravío teórico-metodológico y de una confusión intelectual que constituyen un terreno abonado para los ejercicios de malabarismo conceptual y de pseudo-profundidad analítica en que se entretienen autores como la doctora Douglas. Sólo en las propuestas de Lévi-Strauss, como veremos, late un fondo -aún así vacilante- de criticismo constructivo, en un intento de no cerrar los ojos a la miseria de la antropología académica y de señalar las vías de su ‘recuperación’. Curiosamente, estas propuestas, sometidas a lecturas tergiversadoras o simplificadoras, apenas han calado en la práctica antropológica mayoritaria... Mary Douglas se encuentra precisamente entre aquellos que leyeron a Lévi-Strauss para no entenderlo, que lo cuestionaron como por razones de ‘etiqueta antropológica’ y más tarde redundaron en una investigación torpemente estructural, o cuasi-estructural, heterodoxa por incomprensión o deficiente asimilación, buscando “en otra parte” un sustituto para el motor secreto de sus trabajos, un reemplazo al nivel de la factoría de las interpretaciones, una alternativa en la dirección de los análisis -la fenomenología, por ejemplo, puerta abierta al misticismo, a la arbitrariedad, a la poetización de la realidad,...

En Cómo piensan las instituciones, M. Douglas “sorprende” con un discurso chato, que recoge sin más lo ya dicho y ya sabido sobre el asunto (la determinación de las prácticas institucionales sobre las formas de consciencia y los modelos de comportamiento de los individuos, el poder constituyente de las instituciones sobre las subjetividades humanas,...), sin referirse explícitamente a esos “orígenes teoréticos” de sus asertos y remitiendo constantemente a Durkheim y a Fleck como fuentes de autoridad. Douglas repite lo que antes otros dijeron mejor que ella, cambiando meramente la terminología (“estilo de pensamiento” por “ideología profesional” o “sentido común corporativo”, “clasificación compartida” por “consciencia anónima” o “ideología dominante”,...) para exagerar los aportes de sus dos “inspiradores” y atribuirles lo que ya estaba en la “tradición filosófica” disponible, cuando no en el “clima intelectual” de su época. Pero no hay nada, absolutamente nada, en Cómo piensan..., que no hallemos, formulado de un modo menos simplista, menos maniqueo, con una mayor riqueza de matices e implicaciones, en las obras de Gramsci, Althusser, Adorno y Horkheimer, Marcuse, Foucault, Deleuze, etc. (es decir, en los textos de aquellos que abordaron, desde mediados del siglo XX, si no desde antes, el asunto de las “instituciones de la sociedad civil” o de los “aparatos ideológicos del Estado”), y, si nos remontamos a la génesis de nuestra episteme, en los textos de Marx, Nietzsche, Freud y los críticos libertarios de la primera hora. De ahí que cada “conclusión” de M. Douglas, después de un largo rodeo empirista (referencia a comportamientos humanos observables en nuestras sociedades) y logicista (gusto por un tipo de argumentación casi escolástico, apodíctico), sorprenda por su ‘trivialidad’, por su carácter ‘obvio’, ‘evidente’, ‘elemental’(3)*.

Pero, como apuntábamos, no sólo resulta fácilmente demostrable que la “originalidad” de las proposiciones de Mary Douglas brilla por su ausencia, siendo nula su aportación personal, sino que también nos es dado comprobar cómo, en su trabajo, se corre de alguna forma hacia atrás, se involuciona, y se aborda de un modo ya ‘superado’ el problema del enorme poder de las instituciones sobre el pensamiento, el sentimiento y la acción de los individuos. En efecto, ignorando los matices y las puntualizaciones de los estudios disponibles en la tradición filosófica del siglo XX, que anotan a menudo el modo mediado y, a su vez, condicionado, en que se ejerce aquel poder, en que se materializa la influencia de las organizaciones sobre la subjetividad individual, Mary Douglas fetichiza la Institución: le atribuye una papel muy importante, una incidencia máxima (recogiendo lo ya apuntado por la tradición materialista y genealógica, y “adjudicando” esa aportación a otros pensadores americanos e ingleses de corte ‘liberal’), pero sin intermediación atenuadora o correctora de ninguna otra instancia estructural, y sin explicar ese papel, esa incidencia, en su relación con la base económica y social de la formación histórica, por lo que la Institución aparece en sus páginas casi como un demiurgo, una fuerza que lo explica todo manteniéndose inexplicada, un mal acaso ‘necesario’ -se ‘penaliza’ vagamente, pero, al presentarse como corolario de todo orden social, de toda comunidad, de toda estructura política, queda de alguna forma ‘exculpada’, tal un “agente todopoderoso” inefable e indispensable.

En todo caso, se evita desde el principio explicitar el papel de las instituciones en el seno concreto de la sociedad capitalista, al lado de los restantes resortes políticos de las democracias liberales y con una clara responsabilidad en la reproducción de la fractura social (clasismo) y de la subordinación económica (trabajo alienado)...

Como “botón de muestra” de este modo de argumentar, logicista y empirista, que desemboca, después de largos e insustanciales rodeos, en lo obvio o en lo supuestamente obvio, vamos a recoger una cita elocuente:

“Se puede rechazar como una bienintencionada ilusión la idea corriente de la comunidad anarquista utópica. Los datos antropológico de las sociedades de dimensiones reducidas vienen a confirmar la aplicabilidad general de la tesis central de Olson cuando afirma que es muy fácil disuadir a los individuos de participar en el bien común”.

En realidad, para “rechazar” la idea de la comunidad anarquista se parte de un “individuo” (naturalizado, eternizado, desgajado de la Historia y de la Cultura, sustancialmente igual a sí mismo a lo largo de los cinco continentes; y ‘ejemplificado’ por el sujeto que se deja observar en las “sociedades de dimensiones reducidas”, rindiendo su verdad a la capacidad de análisis del antropólogo) que no es más que el “individuo particular de las sociedades capitalistas” -fácil de convencer por argumentos egoístas, con escasa voluntad de sacrificio por ideales colectivos, insolidario, etc.- proyectado ilegítimamente sobre toda formación social y cultural, universalizado, esencializado,... La tesis de Olson se considera de “aplicabilidad general” porque funciona para los sujetos de nuestras sociedades capitalistas, y, para cubrir las apariencias ‘científicas’, se esgrimen oportunamente ‘datos’ de no se sabe qué “sociedades de dimensiones reducidas”... (4)*.

En Cómo piensan..., Mary Douglas ilustra, por último, un proceder típico de los intelectuales anglo-americanos anclados en la mediocridad y en la irrelevancia: sintiéndose galgos, ‘eligen’ una “liebre” teórica (dos en este caso, Durkheim y Fleck) para lanzarse tras ella y correr más rápido que sus pretendidos contrincantes -los autores contra los que polemizan-, seguir el camino que les marca el animal a fin de no perderse por su cuenta y, por último, alimentar la ilusión de que la liebres es de hecho “rebasada”, por lo que, habiendo llegado más lejos que el inspirador, se ha aportado algo original, novedoso. La mayor parte de los investigadores anglo-americanos ‘liberales’ de nuestro tiempo cuentan con alguna “liebre” reconocida y venerada: Tocqueville es la liebre de Taylor y Mcynthire, Dewey es la liebre de Rorthy, y Durkheim y Fleck son las liebres de Douglas... La “liebre” renta, además, académicamente: permite un trabajo “erudito” de ‘restauración’ o ‘exégesis’ del pensamiento del maestro, un trabajo de re-valoración y re-habilitación del que muy fácilmente se puede desprender uno o dos libros y un encadenamiento de conferencias. De la “liebre”, aparte de ventajas estratégicas en el debate y de trampas en la argumentación, el teórico conservador extrae a menudo “consejo y auxilio”, como los nobles medievales de los señores a los que prestaban vasallaje...

Símbolos Naturales es, si cabe, un libro todavía más falso en su radical inanidad. No aporta casi nada; y lo poco que ofrece, entre trucos, regates y juegos del escondite, vendido asimismo como “estructuralismo heterodoxo”, no es más que un desaforado exotismo conceptual (introducir alegremente conceptos de otras especialidades, de otras tradiciones teóricas, de otras obras más o menos ‘en cartelera’,...) y la característica proclividad fenomenológica de esta autora, tan elocuente en sus intervenciones sobre “lo crudo y lo cocido”, la “contaminación y la mancha”, etc. Partiendo de un “supuesto problema”, o de un “problema imaginario” (pretendido “anti-ritualismo” de la clase media occidental), que muchos autores en absoluto caracterizarían como Douglas, llegando incluso a negarlo en sus propios términos (5)*, la “antropóloga” se dedica, como casi siempre, a merodear sus temas favoritos (el fenómeno religioso, las analogías que proporciona el cuerpo, el asunto de la rebeldía política e intelectual,...), sustituyendo el momento del análisis, de la investigación propiamente dicha, por el mero ‘trasvase’ de conceptos y categorías usados por ‘otros’ autores para abordar ‘ otros’ problemas en ‘otras’ disciplinas (en este caso se trasplantarán, sin más, los conceptos de Bernstein, autor de filiación socio-lingüística, preocupado por el problema de la educación y de su relación con los modelos de familia: “código restricto”, “código elaborado”, “familia de tipo posicional”, “familia de tipo personal”,...). Este “exotismo conceptual”, esta “extravagancia terminológica” (de hecho, podría haber ‘injertado’ en su texto los conceptos de cualquier otro autor, pues Douglas no se preocupa de analizar la pertinencia metodológica y la adecuación teorética de los términos ‘importados’, sino que los arranca brutalmente del texto originario y, de un modo un tanto carroñero, los pone a trabajar inmediatamente en su obra)(6)*, se acompaña de cierta propensión a la taxonomía, a los esquemas clasificatorios más o menos caprichosos, por una parte ‘elementales’, pues parten de la consideración de solo unos cuantos aspectos, insuficientes y arbitrarios, y por otra ‘soberbios’, pues pretenden hacerse cargo de todas las variantes universales, de la realidad socio-cultural planetaria (en la obra que nos ocupa, M. Douglas reduce la diversidad y heterogeneidad de los tipos de sociedad en la Tierra, de las formas socio-culturales registrables en todo el globo, a cuatro posibilidades, cuatro modelos, caracterizados someramente, por no decir raquíticamente (7)*, y termina constituyendo, sin ningún otro aditamento importante, y en ausencia de un verdadero “trabajo de campo”, de una auténtica “investigación” sobre un objeto de estudio definido, de un esfuerzo genuino de teorización y de elaboración conceptual asentado en la observación y en el análisis, un libro que sólo puede servir para ser comprado...

El “lugar” de la verdadera investigación, del auténtico análisis, es ocupado, en los trabajos de Mary Douglas y de un número creciente de antropólogos contemporáneos, por una tarea distinta, que podríamos equiparar a la clásica “reducción fenomenológica”, dentro de las coordenadas de una hermenéutica que no se reconoce como tal y prefiere ocultarse bajo la capa del estructuralismo ‘heterodoxo’. Aún cuando estos “antropólogos” eligen, en algunos casos, un ‘objeto particular de estudio’ (una comunidad ‘primitiva’, un pueblo ‘indígena’,...), se tiene la impresión de que las conclusiones que alcanzan en sus trabajos no proceden tanto de la observación y del análisis de ese objeto como de una actividad previa, fuertemente ‘intuitiva’, a veces ‘imaginativa’, que, derivando del conocimiento del mundo occidental acumulado por el científico, de sus vivencias y experiencias, de sus lecturas, etc., elabora las hipótesis en abstracto (desde la lejanía de un acto de reflexión independiente del objeto de estudio y que pone en juego meramente la sutileza psicológica del autor, su erudición, su sabiduría práctica, sus dotes de escritor, su capacidad poética, etc.) y corre luego a “ilustrarlas” con ‘ejemplos’ extraídos de la comunidad primitiva o del pueblo seleccionado como materia de investigación. La “sociedad” que el antropólogo declara ‘estar estudiando’ suministra ‘pruebas’, ‘ilustraciones’, de las tesis que éste alcanza por su cuenta, y que están ya ahí, a priori, determinando la dirección del supuesto trabajo de campo. Sólo la hermenéutica, llevada al terreno de la mencionada “reducción fenomenológica”, permite legitimar esa operación, que constituye un verdadero fraude a las aspiraciones y a los procedimientos fundamentadores de la disciplina antropológica.

Las páginas de Douglas sobre los “sujetos contaminantes”, o sobre “lo crudo y lo cocido”, los escritos de Pitt-Rivers sobre la “ley de la hospitalidad”, etc., constituyen ejemplos de cómo el estructuralismo se mantiene a manera de fachada mientras los autores se dedican a ‘interpretar’ los ritos, los símbolos, los comportamientos, al modo de los hermeneutas, de los exégetas, buscando el contenido detrás de la forma o escudriñando los sentidos últimos por debajo de las apariencias. La socio-lingüística y, en ocasiones, una recepción defectuosa de la obra de Lévi-Strauss, ha influido en este decantamiento, señal del fracaso global de la antropología... El interés legítimo por desvelar el significado último de un rito, o de un símbolo, entendido de algún modo como ‘significante’, la aspiración fundada a trascender su mera virtualidad ‘positiva’ para acceder a la sustancia que recubre, a la esencia que oculta, en el contexto del fracaso del funcionalismo, lleva a muchos antropólogos, a menudo de modo inconsciente, a redundar en ese “modo de interpretación”, altamente subjetivo, sobradamente especulativo, que recuerda la “fenomenología de la imaginación” de Bachelard, y que debe más a la percepción que el autor tiene de su propio mundo (normalmente “occidental”), a la asimilación gradual de sus experiencias vitales, al bagaje cultural del que se ha provisto, etc., todo ello amasado y condensado en una lectura que se presenta como ‘profunda’, ‘sutil’ o ‘incisiva’ (y que, de hecho, nos parece muy ‘convincente’ porque en realidad está hablando de nuestro mundo, de las cosas y los hechos en los que nos reconocemos, de todo eso que, resultándonos familiar, extrapolamos y creemos ‘descubrir’ en las otras culturas), que al análisis ‘riguroso’ de la formación socio-cultural primitiva, indígena, o no-occidental elegida como objeto de investigación. Este problema no afecta sólo a los ‘estudios’ de Mary Douglas, sino que tiende a convertirse en un punto de llegada de la literatura antropológica contemporánea. Las páginas de Víctor Turner a propósito de los “sujetos liminares” o “transicionales” nos evocan, con una sospechosa nitidez, el caso ‘occidental’ de los jóvenes rebeldes que lo cuestionan todo durante esa fase de su vida para acabar más tarde en el ‘acomodo’ y en la aceptación del orden social, o el de aquellos luchadores políticos procedentes de la pequeña burguesía que concluyen su trayectoria crítica con un ‘retorno’ a las posiciones y a los valores de su clase. Las reflexiones de Douglas sobre los individuos ‘contaminantes’ también nos recuerdan el caso occidental de los llamados ‘elementos subversivos’, capaces de “contagiarnos” y de ‘inculcarnos’ su visión alternativa de la sociedad, las ‘malas influencias’ que nos apartan del camino correcto, los ‘agitadores’, etc. Las “muy verosímiles” conclusiones de Pitt-Rivers sobre la “hospitalidad” en el área mediterránea llegan a convencernos porque coinciden casi exactamente con nuestro modo de concebir al huésped y de representarnos como anfitriones,....

Lo que late debajo de esta derivación de la antropología contemporánea, que se inclina a la hermenéutica ante la impresión de impotencia del estructuralismo, y se ve así seducida por una plataforma conceptual indisimulablemente idealista, es el patético esfuerzo por “salvar la disciplina” -por ‘salvarla’ del huracán relativista que ella misma ha fomentado al ‘exponerse’ y ‘enfrentarse’ (¿con qué fines?) a las huestes de la alteridad socio-cultural...

La paradoja esencial de la antropología radica en que ha fundado su razón de ser, los motivos para su subsistencia académica, en aquello que de algún modo ha venido ‘negando’ con los resultados de sus investigaciones: que exista un consciencia humana sustancialmente idéntica a sí misma a lo largo del tiempo y del espacio, y un tipo de sujeto semejante en lo esencial bajo la heterogeneidad empírica de las formaciones socio-culturales contemporáneas. Aquella consciencia humana intercultural y ahistórica fundaría la pretendida capacidad del hombre de Occidente para ‘comprender’ y ‘explicar’ todo aquello que le resulta social y culturalmente extraño, la ‘alteridad’ civilizatoria, lo ‘diferente’ humano. Sin embargo, no se puede descartar por completo la posibilidad de que tal ‘capacidad’ constituya sólo una ilusión y los científicos occidentales, partiendo de una absoluta incomprensión de lo extraño, impotentes e incapaces de aprehender la lógica y el sentido de las otras culturas, nos presenten, a través de sus “estudios antropológicos”, sólo una peculiar ‘recreación’ de lo que perciben en su (nuestro) mundo, una imagen de sí mismos y de su entorno que proyectan a lo largo y ancho de todo el globo. Nos veríamos -así- en los demás; y correríamos tras los ‘primitivos’, tras los ‘indígenas’, tras la alteridad cultural y social, siempre en busca de un “espejo”. De hecho, cuando leemos a Douglas, o a Pitt-Rivers, p. ej., nos asalta esa delatadora sensación de que, o bien las comunidades seleccionadas para el estudio ‘reproducen’, en el nivel de sus ritos, símbolos y mitos, muchos de los rasgos que caracterizan a las nuestras, y por eso nos parecen tan “creíbles” las interpretaciones de los antropólogos; o bien estos hombres están hablando de nosotros, afectando hablar de todos los hombres, y ven en las comunidades objeto de estudio sólo aquello que quieren ver.

Si, como las mismas investigaciones antropológicas han tendido a poner de relieve, a menudo en contra de las intenciones de sus promotores, los hombres no son iguales en todas partes y acusan diferencias abisales en su modo de organizarse y en las formas de su subjetividad, entonces la pretensión de establecer “leyes generales” del comportamiento socio-cultural humano resultaría ilegítima, infundada, y, con ello, la disciplina antropológica se condenaría, como han apuntado muchos de sus críticos, a la “irrelevancia”: se vería reducida a un mero “coleccionismo”, casi museístico, de reglas y hábitos de las distintas comunidades, sin ninguna “lección” que deducir sobre nosotros mismos, los occidentales, o sobre el hombre en su esencia -sólo podría aspirar a concluir el inventario de todas las formas diversas de organización socio-cultural, sin poder ‘extraer’, de ese repertorio de modelos, nada intercultural e intersubjetivamente válido. Y si, como se apunta desde diversas tradiciones filosóficas contemporáneas, el postulado de la unidad de la consciencia, de su substancial identidad transcultural y transhistórica, es sólo una quimera más de Occidente, uno de nuestros “mitos” favoritos, una “mentira vital” de nuestra civilización, con la que sustenta la patética pretensión de poder comprenderlo todo, una manifestación más de la “arrogancia” de una pequeña parte de la humanidad, que se ha erigido a sí misma en principio de explicación de todo lo humano y, desde esa seguridad en su ‘ciencia’, dando un paso más, pretende asimismo constituirse en principio de discriminación entre todas las formas jurídico-legales realmente existentes (separando las ‘racionales’, ‘justas’, ‘adecuadas’ a la defensa de los ‘bienes comunes’ de la humanidad, por un lado, de las “irracionales”, “injustas”, susceptibles de ser desechadas y perseguidas por su nula contribución al orden ético planetario, por otro); si la consciencia no es una, y estamos en realidad ante una pluralidad irreductible de formas de consciencia, si el tiempo corta y diluye el supuesto continuum de la subjetividad humana, y somos radicalmente distintos de aquellos que nos precedieron sobre la tierra y de aquellos otros que, en nuestros días, viven fuera de esta “provincia” occidental con tanta frecuencia auto-proclamada la verdad y la razón de todo el orbe, si ésto es así, como desde hace años se nos insinúa desde el campo del pensamiento crítico, entonces el antropólogo no tendría absolutamente nada que hacer y no competería al observador de la alteridad socio-cultural otra tarea que el silencio o una re-creación estética de lo que cognitivamente se le escapa.

Partiendo del mito de la identidad de la consciencia, y de una gnoseología implícita que hunde sus raíces en la tradición metafísica occidental, una hermeneútica recatada, de filiación fenomenológica, parece constituirse en el poderoso imán hacia el que gravita una parte de los estudios antropológicos contemporáneos (8)*. Casi como un exponente entre otros de este ‘deslizamiento’, el “estructuralismo heterodoxo” de Mary Douglas (‘heterodoxo’ a fuerza de ‘negarse a sí mismo’, de revelarse ‘indigno de su propio nombre’), lo suficiente ‘funcionalista’ a pesar de todo como para carecer de un armazón teórico definido -de ahí su tendencia a mendigar conceptos de otras disciplinas, su afición al travestismo teorético y al exotismo terminológico -, viene a descansar finalmente en las conocidas y antiguas playas de una teología pudorosa.

1-4) Lévi-Strauss o los límites de la perspectiva estructural

Correspondió a C. Lévi-Strauss identificar las carencias de la disciplina antropológica casi desde sus inicios y señalar los peligros a que se exponía recurrentemente:

“Desdeñar la dimensión histórica, so pretexto de que los recursos son insuficientes para evaluarla de no ser en forma aproximada, conduce a darse por contento con una sociología enrarecida en donde los fenómenos están como despegados de su soporte. Reglas e instituciones, estados y procesos parecen flotar en un vacío en el que se afana uno por tender un retículo sutil de relaciones funcionales. Esta faena es absorbente por completo. Y se olvidan los hombres, en cuyo pensamiento se establecen dichas relaciones, se desdeña su cultura concreta, ya no se sabe de dónde vienen ni qué son (...). Esta profesión de fe historiadora podrá sorprender, pues se nos ha reprochado en ocasiones estar cerrados a la historia y reservarle una parte desdeñable en nuestros trabajos. No la practicamos nada, aunque insistimos en reservarle sus derechos...”.

He aquí, tal vez, la carencia fundamental del estructuralismo ‘funcionalista’ asimilado por la antropología, cuanto menos, desde los días de Radcliffe-Brown: el olvido de la historia. Contra esa deficiencia inaugural, Lévi-Strauss ha recordado aquellos pasajes de Durkheim (ignorados por los mismos antropólogos que, paradójicamente, lo reivindicaban como su ‘maestro’ e ‘inspirador’) en los que se procuraba “reconciliar” dos conceptos aparentemente hostiles -el concepto de “estructura” y el de “devenir”: “La estructura misma se encuentra en el devenir... Se forma y se descompone sin cesar; es la vida llegada a cierto grado de consolidación; y distinguirla de la vida de la que deriva, o de la vida que determina, equivale a disociar cosas inseparables”. Esta profunda observación de Durkheim, recordada por Lévi-Strauss mirando de reojo a sus colegas, ¿acaso ha sido suficientemente tenida en cuenta, p. ej., por Mary Douglas, la acalorada ‘rehabilitadora’ del autor de La división del trabajo, al trazar la naturaleza y el papel de las “instituciones”en Cómo piensan...? Y Víctor Turner, ¿se pregunta alguna vez por la génesis histórico-social de los entramados simbólicos que con tanto detalle ‘describe’?

Pero Lévi-Strauss no sólo subrayó esa ausencia de verdadero sentido histórico en las realizaciones académicas de la antropología, paralela a otra deficiencia fundamental, relativa al papel del inconsciente en la vida social, que trajo también a colación a la hora de dibujar el perfil contemporáneo de su disciplina, no sólo esgrimió los derechos de la historia y la determinación de los procesos inconscientes contra el estrecho ‘empirismo’ de los investigadores de su época; sino que describió, con toda elocuencia, el principal peligro a que se exponía y a que se expone el saber antropológico -utilizar al ‘otro’ como una excusa para hablar de ‘nosotros mismos’, y ‘reconocer en todas partes’ lo que, en rigor, constituye sólo ‘nuestra realidad’. No nos resistimos, en este punto, a transcribir por extenso un pasaje oportunísimo:

“Al elegir un sujeto y un objeto radicalmente distantes uno de otro, la antropología corre sin embargo un peligro: que el conocimiento adquirido del objeto no alcance sus propiedades intrínsecas sino que se limite a expresar la posición relativa y siempre cambiante del sujeto con respecto a él. Es harto posible, en efecto, que el pretendido conocimiento etnológico esté condenado a seguir siendo tan extravagante e inadecuado como el que adquiriría de nuestra propia sociedad un visitante exótico. El indio Kwakiutl que Boas invitaba a veces a Nueva York para que le sirviese de informante era indiferente al espectáculo de los rascacielos y de las calles surcadas por automóviles. Reservaba toda su curiosidad intelectual a los enanos, a los gigantes y a las mujeres barbudas que eran exhibidos entonces en Time Square, a las máquinas que proporcionan automáticamente platillos cocinados y a las bolas de latón que adornaban el principio de los tramos de escalera. Por razones que no puedo traer a cuento aquí, todo aquello hacía intervenir su propia cultura, y era ésta, y nada más, la que trataba de reconocer en algunos aspectos de la nuestra.

A su manera, ¿no ceden los etnólogos a la misma tentación cuando se permiten, como tantas veces lo hacen, interpretar de nueva cuenta las costumbres e instituciones indígenas, con el fin inconfeso de hacer que encajen mejor en las teorías del día? (...). Así, p. ej., la teoría del totemismo se ha constituido ‘para nosotros’, no ‘en sí’, y nada garantiza que, en sus formas actuales, no siga procediendo de una ilusión parecida.”

Pero este criticismo de Lévi-Strauss, a pesar de su magnífico arranque, acorta desconcertantemente su vuelo en el despliegue de sus obras, revelándose a todas luces “insuficiente”: su profesión de fe en la historia no conduce más que a la muy común reivindicación de una mayor ‘colaboración’ entre las disciplinas científicas (antropología, historia, sociología,...), dentro de las coordenadas ingenuas de una interdisciplinariedad diseñada para justificar el orden vigente del saber y ‘salvar’ cada especialidad mediante la simple estrategia de apoyarla en otra o en otras y concebir un sistema de préstamos conceptuales y metodológicos entre las ciencias ‘vecinas’; su sugerencia de que los hechos sociales descansan sobre determinados cimientos inconscientes y que el comportamiento no deja de ser una proyección de ciertas leyes universales que rigen la actividad inconsciente del entendimiento encontró en sus propias obras un desarrollo ambiguo, ambivalente, acaso oscilante, como veremos; y, en fin, el reconocimiento de la arbitrariedad y el subjetivismo inherentes a la práctica del ‘análisis’ antropológico pronto se verá torpedeado y casi abatido por un vago fideísmo cientificista, que le hace desembocar en los consabidos puertos de la “construcción” o “re-fundación” de la disciplina...

En conjunto, Lévi-Strauss acaba apareciendo como un justificador de la “ciencia” antropológica, a cuya plena ‘consolidación’ quiere contribuir; como un especialista bienintencionado que ‘cree’ en la sublime tarea asignada a su saber -una vez más, mejorar la sociedad y acabar con algunas de sus lacras por la vía del conocimiento riguroso y de la investigación filantrópica-; como un “idealizador”, en suma, de su disciplina particular, del objeto de estudio que ésta se ha forjado (los “primitivos”) y de las consecuencias sobre la sociedad y sobre el futuro de la práctica científica en que se resuelve (tolerancia, mejor entendimiento intercultural, trasvase de conocimientos y de ‘sabiduría existencial’ entre los pueblos,...); como un metafísico de nueva generación, persuadido de la “universalidad de la naturaleza humana” (universalidad, por tanto, de determinadas formas de pensamiento y de moralidad...), culturalmente ‘conservador’ y políticamente ‘reformista’; como un ‘mitificador’ romántico de la figura del “primitivo”, del “salvaje” (al que se ‘aprecia’ desde un inocultable ‘complejo de superioridad’, y ante el que se desatan todos los sentimientos ‘cristianos’ de la “piedad”, la “misericordia”, la “compasión”, el sospechoso y a menudo enfermizo “amor a los desahuciados”, etc.), y del antropólogo que se ‘arriesga’ a instalarse en su comunidad,...

“La antropología social - nos dice Lévi-Strauss - nada puede hacer de útil sin colaborar estrechamente con las ciencias sociales particulares (ciencia económica, derecho, ciencia política,...); pero éstas, por su parte, no podrían aspirar a la generalidad de no ser gracias al concurso del antropólogo, único capaz de aportarle censos en inventarios que procura hacer completos”. La fiabilidad de los aportes del antropólogo viene garantizada precisamente por aquello que los exponía al peligro del subjetivismo, es decir, por la ‘distancia’ entre el analista y su objeto: “por su precariedad misma, nuestra posición de observador nos aporta prebendas inesperadas de objetividad. Es en la medida en que las sociedades primitivas están muy apartadas de la nuestra como podemos llegar a descubrir en ellas esos ‘hechos de funcionamiento general’ de que hablaba Mauss, que bien pudieran ser ‘más universales’ y tener ‘más realidad’”. Esta observación antropológica, “privilegiada por distante”, persuadida de la universalidad de la naturaleza humana, de la identidad de la consciencia, y sustancialmente a salvo de las estrategias y de las empresas del poder (“nada sería más falso que tener a la antropología por el último avatar del espíritu colonial”), tendría una finalidad última que trasciende del mero ‘conocimiento por el conocimiento’ y que le otorgaría un lugar destacado en la ingeniería intelectual de una sociedad emancipada:

“Si se esperase -ni Dios lo quiera- que el antropólogo presagiara el porvenir de la humanidad, sin duda no lo concebiría como una prolongación o superación de las formas actuales, sino más bien según el modelo de una integración, que unificara progresivamente los caracteres propios de las sociedades primitivas frías y calientes. Su reflexión se empalmaría al viejo sueño cartesiano de poner, como autómatas, las máquinas al servicio de los hombres (...), sancionando una transición de la que los progresos de la teoría de la información y de la electrónica nos hacen al menos entrever la posibilidad: de un tipo de civilización que otrora inauguró el devenir histórico, pero a costa de una transformación de los hombres en máquinas, a una civilización ideal que conseguiría transformar las máquinas en hombres. Entonces, habiendo la cultura recibido íntegro el encargo de fabricar el progreso, la sociedad se liberaría de una maldición milenaria que la constreñía a someter a los hombres para que el progreso se diese. En adelante la historia se haría sola y la sociedad, puesta afuera y por encima de la historia, podría, una vez más, asumir la estructura regular y como cristalina de la que las mejores conservadas de las sociedades primitivas nos enseñan que no contradice a la humanidad. En este panorama, aun utópico, la antropología social encontraría su más elevada justificación, puesto que las formas de vida y pensamiento que estudia no tendrían sólo interés histórico y comparativo: corresponderían a una oportunidad permanente del hombre, sobre lo cual la antropología social, sobre todo en las horas más sombrías, tendría la misión de velar.

Nuestra ciencia no podría montar esa guardia vigilante -y ni siquiera habría concebido la importancia y la necesidad de ello- si, en regiones apartadas del mundo, algunos hombres no se hubieran resistido obstinadamente a la historia y no se hubieran mantenido a modo de prueba viviente de lo que queremos salvar”.

“Dignificado” al máximo el saber antropológico, la legitimación de esta disciplina en tanto ciencia al servicio de los más altos ideales del humanismo descansa ostensiblemente en una mitologización romántica del “primitivo”, que se idealiza y se ensalza casi como si ‘encarnara’ e ‘hiciera verdad’ la fábula rousseauniana del buen salvaje:

“Estas sociedades primitivas (“frías”) parecen haber elaborado o conservado una sapiencia particular, que las incita a resistir desesperadamente a toda modificación de su estructura, que permitiría a la historia irrumpir en su seno. Las que, todavía hace poco, habían protegido mejor sus caracteres distintivos se nos presentan como sociedades a las que inspira el cuidado predominante de perseverar en su ser. La manera como explotan el medio garantiza, a la vez, un nivel de vida modesto y la protección de los recursos naturales. A despecho de su diversidad, las reglas matrimoniales que aplican exhiben, a los ojos de los demógrafos, un carácter común, que es el de limitar al extremo y mantener constante la tasa de fecundidad. Por último, una vida política fundada en el consentimiento y que no admite otras decisiones que las tomadas por unanimidad, parece concebida para excluir el empleo de ese motor de la vida colectiva que utiliza separaciones diferenciales entre poder y oposición, mayoría y minoría, explotadores y explotados.”

Un discurso de esta índole exige, como fundamento externo, un posicionamiento ‘moral’, del que se desprenderían la inocultada simpatía hacia el objeto de estudio y la racionalización ética de la disciplina que dice hacerse cargo de su análisis por una doble razón filantrópica (servirle de defensa contra los poderes homogeneizadores de la contemporaneidad y, en segundo lugar, extraer, de su organización y de su subjetividad, lecciones universalmente válidas). En el caso de Lévi-Strauss, no es otra que la moral cristiana la que rige, desde ‘fuera’, el análisis, determinando las motivaciones del investigador, el tono de los escritos y casi el marco general de las conclusiones. Obsérvese de qué modo Lévi-Strauss reproduce, en los parágrafos finales de El campo de la antropología, todas las poses cristianas de la “falsa humildad”, la “conmiseración”, el “agradecimiento”,...

“Permitirán ustedes, queridos colegas, que después de haber rendido homenaje a los maestros de la antropología social al principio de esta lección, mis últimas palabras sean para esos salvajes, cuya oscura tenacidad nos ofrece todavía el modo de asignar a los hechos humanos sus verdaderas dimensiones: hombres y mujeres que, en el instante en que hablo, a millares de kilómetros de aquí, en alguna sabana roída por los incendios o en una selva chorreante de lluvia, vuelven al campamento a compartir una magra pitanza, y evocar juntos a sus dioses; esos indios de los trópicos, y sus semejantes por el mundo, que me enseñaron su pobre saber donde se apoya, con todo, lo esencial de los conocimientos que me han encargado ustedes transmitir a otros; pronto, por desgracia, destinados todos a la extinción, bajo el choque de las enfermedades y los modos de vida -más horribles aún para ellos- que les hemos llevado; ellos, hacia quienes he contraído una deuda que nunca me abandonará, incluso si, desde el lugar en que he sido puesto, pudiera justificar la ternura que me inspiran y el reconocimiento que les guardo, siguiendo mostrándome, como lo hice entre ellos y no quisiera dejar de serlo entre ustedes, su discípulo y su testigo.”

¿No hay algo indecente, indigno, viciado, en esta aproximación misericordiosa, falsamente humilde y respetuosa, a las víctimas del Sistema que nos coloca sobre y ante ellos, a nuestras víctimas?

Por este ángulo se dejan sorprender los límites de la perspectiva estructural asumida y desarrollada por Lévi-Strauss: sigue aceptando de un modo acrítico el postulado de la unidad de la consciencia, de la universalidad de cierta gramática mental de los hombres (que permitiría a unos analizar y comprender a otros, y ‘reconocerse’ en esos otros, extrayendo del enfrentamiento analítico un saber válido para todos), incurriendo en una forma apenas velada de naturalismo, de esencialismo, de cosificación del ser humano; sigue atribuyendo a la práctica científica un poder inmenso, una capacidad enorme, una tarea benefactora, redentora, como si las relaciones de dominación y las desigualdades sociales, el poder y el capital, no hubieran fundado esa misma práctica y no continuaran sirviéndose de ella para reproducirse; sigue mitificando a los primitivos, situándolos, si no ‘fuera’ del tiempo, sí ‘antes’ de la historia, como veremos, creyendo descubrir en ellos lo que su milenarismo a la inversa, teñido de cristianismo, exige para deplorar el presente desde la añoranza de un Paraíso perdido,...

En una conferencia impartida en Ginebra, a finales de junio de 1962, Lévi-Strauss se permitió una frase tan hermosa como errática, que condensa muy bien su percepción de la antropología y arrastra toda esa metafísica del “hombre universal” y de los “primitivos ante-históricos” a la que nos estamos refiriendo: el hombre -vale decir, el antropólogo- puede todavía hoy “buscar la sociedad de la naturaleza para allí meditar sobre la naturaleza de la sociedad”.

¿“Sociedad de la naturaleza”? ¿Sociedad aún a cubierto de la historia y de la cultura? ¿Sociedad que responde a leyes naturales, y no a relaciones de poder, a disposiciones de la dominación social y de la explotación material? ¿Dónde está esa “sociedad de la naturaleza”, en la que la biología (instintos, mecanismos de adaptación al medio físico, animalidad original,...) usurparía el puesto de la historia (jerarquías, estratificación social, luchas por el poder, conquista circunstancial de órdenes igualitarios, cultura,...)? ¿Sociedad mítica que retiene al hombre en el seno de la vida natural, ‘antes’ de la tentación de la propiedad y del poder, ‘a salvo’ del “pecado original” que lo arrojaría a los abismos de la historia?

¿“Naturaleza de la sociedad”? ¿De qué sociedad? ¿De todas las sociedades? ¿Forma profunda de ser de todas y cada una de las sociedades? ¿Sociedad en sí? ¿Sustancia de la sociedad? ¿Esencia de la sociedad? ¿Verdad última de nuestra sociedad, y de todas las sociedades, descubierta mediante el análisis de alguna pequeña sociedad ‘primitiva’? ¿De nuevo un catálogo de leyes universales al que se sujetaría ‘toda’ organización social, como soñaba Radcliffe-Brown ? ¿De nuevo un substrato invariable, inmune al tiempo y a la geografía, el mismo en toda época y en todas partes, latiendo por debajo de la diversidad empírica de las formaciones sociales?

Atenazado por esta plataforma ideológica, anegado por estos conceptos metafísicos, el “estructuralismo” de Lévi-Strauss apenas puede dar de sí, apenas puede desenvolverse en libertad. Acierta a la hora de señalar las deficiencias de los antropólogos funcionalistas, pero -comprometido en la salvaguarda de la disciplina- busca enseguida subterfugios para evitar la desolación de un criticismo abierto, franco, radical. Algunos autores han visto en esta doble faz del revisionismo de Lévi-Strauss una serie de contradicciones profundas e insalvables, descalificándolo en su conjunto y reservándole un lugar entre los mediocres sustentadores de la cientificidad burguesa; otros, bajo una voluntad menos ‘airada’, subrayan la complejidad de su obra, el mapa de sus ambivalencias, de sus vértigos críticos, de sus detenciones semi-conscientes, de sus retrocesos atemorizados,...

No cabe duda de que, bajo los trabajos de Lévi-Strauss, palpita un doble temperamento, un doble aliento, hecho de arrojo y prevención, de arrogancia crítica y reconocimiento respetuoso, deicida e idólatra al mismo tiempo. Se ha considerado que esta oscilación, este desdoblamiento, tiene que ver con la oposición, no resuelta por Lévi-Strauss, entre “historia” y “estructura”. Hay un Lévi-Strauss muy sensible a la determinación de la historia, incluso a un concepto no-metafísico de “historia” (que rechazaría la distinción entre formaciones “progresivas” y “estacionarias” en tanto subproducto de una percepción ideológica de la historia; que reconocería la inexistencia de un único espacio homogéneo al que pudiéramos llamar “historia”, pues cada una de las estructuras de la sociedad -tecnológica, ideológica,....- posee de alguna forma ‘su propia historia’ y la ‘historia en su conjunto’ aparece entonces como un proceso complejo e irregular, discontinuo en el espacio y en el tiempo; etc.), y otro Lévi-Strauss que parece olvidarse de lo anterior y redunda en un estructuralismo a-histórico, al que subyacen, en primer lugar, una percepción de la ‘totalidad’ como unidad simétrica, regular, basada en una completa equivalencia entre sus partes, sin estructuras dotadas de mayor determinación sobre el conjunto, sin una forma nítida de poder ‘encajar’ la acción del tiempo y de los conflictos humanos, y, en segundo lugar, una representación casi rousseauniana del devenir de la humanidad, postulando una fase ‘primera’, ‘natural’, ‘ante-histórica’, que se dejaría analizar en las sociedades primitivas ‘congeladas’ y que arrojaría luz sobre la posterior irrupción del tiempo, con sus secuelas de ‘progreso’ engañoso y esclavización de los hombres...

Probablemente, el Lévi-Strauss dominante es el segundo, como hemos apuntado arriba, aferrado a una noción de “totalidad estructural” en la que las ‘superestructuras’ coexisten sin más con las ‘infraestructuras’, sin que pueda vislumbrarse el modo en que unas se relacionan con las otras (fundándolas, reproduciéndolas, impugnándolas,...), la manera en que éstas y aquéllas se imbrican y condicionan mutuamente, la lógica global del modo de producción en cuestión... Este estructuralismo a-histórico, que reconoce no obstante, si bien sin consecuencias prácticas, de un modo retórico, el papel del devenir y los derechos del tiempo, sigue fracasando a la hora de explicar el cambio, la transición de una a otra formación estructural, y naufraga igualmente en el trance de construir teorías ‘regionales’, centradas en un sector determinado del campo social.

Los límites de la perspectiva de Lévi-Strauss aparecen así como los límites de la antropología en su conjunto, que ha fundido su destino al del estructuralismo y que, cuando ha querido escapar de éste, se ha perdido en un eclecticismo irrelevante. La antropología social sólo se ha librado del “empirismo”, y aún así esporádicamente, fragmentariamente, para caer en la metafísica -y no podía ser de otra forma, ya que lo que se esperaba de ella era una mera legitimación de la sociedad capitalista contemporánea, que habría de mirarse en el pretendido ‘espejo’ de las sociedades primitivas para sancionar su superioridad moral y cultural. Empirismo y metafísica se han constituido históricamente como las dos cartas que podía jugar la racionalización del presente y la justificación del capitalismo contra sus rivales de siempre, postrados como siempre: el verdadero “sentido histórico” (que, por cierto, no se corresponde con el de los historiadores) y la genuina “crítica radical” (extraña a esa pseudo-crítica destilada por las disciplinas ‘científicas’). No sorprende, por ello, que “empirismo” y “metafísica” hayan sido también las dos cartas jugadas por la antropología a lo largo de su vacilante historia...

A riesgo de parecer repetitivos, vamos a cerrar esta aproximación al legado de Lévi-Strauss con unos parágrafos de “La crisis...” que pretenden hacerse cargo de aquella doble faz (llamada “complejidad” en adelante) del menos maniqueo de los antropólogos:

“La supresión de la historia que se le ha acreditado al estructuralismo es el resultado de una cierta problemática de comprensión común, en su invariabilidad abstracta, a pensadores tan diferentes en otros aspectos como Rousseau, Dilthey y Sartre. La ruptura estructuralista con la antropología funcional consistió en un tajante y deliberado desplazamiento del eje de comprensión total desde el espacio fenomenológico del encuentro inmediato e intuitivo con los salvajes hasta el espacio nouménico de la pensée sauvage, establecido, como cualquier código, mediante los procedimientos rigurosos y no intuitivos de la ciencia. Este desplazamiento trasplantó la búsqueda del sentido del nivel de la consciencia al nivel de la inconsciencia, del dominio de la experiencia a dominio de la realidad. La verdadera comprensión sólo era posible, según Lévi-Strauss, en el nivel de ciertos mecanismos inconscientes, de una gramática universal de la mente mediante la cual el antropólogo puede finalmente resolver la ‘contradicción’ primitivo/civilizado que había mesmerizado la antropología en su prehistoria. La función metodológica del inconsciente consistía precisamente en proporcionar a la antropología una rigurosa base de cientificidad, es decir, un principio de investigación que pudiera atravesar y finalmente destruir la ‘otredad’ de los primitivos.

Pero, en este intento de romper con el empirismo antropológico, Lévi-Strauss no sólo partió de los métodos de Marx y Freud -quienes habían insistido, ambos, en que los significados conscientes nunca son los verdaderos, en que la verdadera realidad nunca es la más evidente de las realidades-, sino también de la “filosofía de la identificación” de Rousseau. De ahí que sólo pudiera operar con una condición: que hubiera sociedades en la fase inmediata a la ruptura con el “estado de naturaleza”, sociedades que en algún sentido tuvieran una ‘historia detenida’, cuyos sistemas de clasificación (mito, ritual, ‘totemismo’) tuvieran una ‘historia sobreviviente’. Pues Lévi-Strauss sostiene que las sociedades se piensan a sí mismas a través de tales sistemas, en cuyo caso conciben el pasado como un modelo intemporal más bien que como una etapa de su proceso histórico (...).

El carácter de esta oposición (historia/estructura) se ha ido haciendo cada vez más conflictivo dentro del espacio teorético del sistema de Lévi-Strauss. Podemos distinguir dos ejemplos en (supradeterminada) unidad: la ética y la metodológica. Éticamente, Lévi-Strauss ha concebido el imperialismo como una venganza de la historia contra la estructura, incorporando en la última la esencia de la “condición humana” en su puridad regular y cristalina (una puridad que la historia, ligada al progreso y, por tanto, al esclavizamiento, ha liquidado en todas partes). Desde el punto de vista metodológico, la historia ha oscurecido la influencia de los significados inconscientes y, de este modo, ha reducido el alcance de la confrontación del etnólogo con su ‘objeto’, enfrentamiento que sólo puede lograrse felizmente, es decir, ser verdaderamente objetivo, en el nivel de la realidad inconsciente intemporal codificada en las superestructuras primitivas. Si la antropología ha de seguir siendo una ciencia, es decir, ha de ‘comprender verdaderamente’ su objeto, sólo puede serlo en virtud de un cierto tipo de sociedades, el de las sociedades “congeladas”, aquellas que están en la frontera del “cero de temperatura histórica”, que están en la historia ahistórica de Hegel.

El estructuralismo ha basado su resistencia a las incursiones del tiempo en una teoría dualista del conocimiento (sociológico), separando el análisis histórico del estructural y asignándoles, a cada uno de ellos, un sector distinto de la realidad. La misma lógica de esta distinción o dualismo ha obligado a Lévi-Strauss a oscilar entre dos opiniones: la de acentuar la complementariedad del análisis estructural y del histórico, y la de afirmar su oposición. De este modo, las infraestructuras pueden ser a la vez “fundamentales” (‘históricamente’ determinantes) y ‘sin embargo’ seguir siendo, después de todo, una manifestación de la Realidad más básica de los códigos subyacentes a todos los niveles de la formación social.

La antropología estructural, en consecuencia, ha oscilado entre dos modelos, uno ausente (y subordinado), el otro implícito (y dominante). El modelo ausente reconoce la primacía de la infraestructura mientras que el modelo implícito la disuelve en la circularidad expresiva definida por el ejemplo de las transformaciones míticas (...). El modelo dominante (al que se atiene Lévi-Strauss, a pesar del concepto de historia que insinúa, y no hace operativo, en sus obras) postula una completa equivalencia entre sus partes, descartando la idea de una ‘asimetría’ en su articulación (la constituida por la determinación fundamental de la infraestructura), por lo que no se puede convertir en la base de una teoría general de los modos de producción. De ahí se deduce que el estructuralismo es igualmente incapaz de dos cosas:1. de construir teorías “regionales”(...);2. de construir teorías ‘concretas’ de los distintos modos de producción precapitalistas. Los límites del estructuralismo están determinados por los límites de su modelo dominante, una totalidad expresiva impuesta mediante una teoría dualista del conocimiento en la que las superestructuras ‘coexisten’ con la infraestructura, mientras que las formas de su unidad, correspondencia e imbricación se derrumban en el ‘vacío’ que hay entre ellas.”

1-5) La crisis de la antropología por insuficiencia metodológica y evaporización de su objeto.

El naufragio de los ‘métodos específicos’ de la disciplina antropológica.

Definir la especificidad de la disciplina antropológica constituyó, como vimos, una de las obsesiones de los investigadores “pioneros”. Se trataba de establecer las relaciones que podía mantener con la economía, con el derecho, con la ciencia política,..., y, sobre todo, con la sociología y la historia; se trataba de delimitar un campo específico de operaciones (un objeto) y de diseñar una metodología de análisis no menos particularizada. A menudo, el problema se zanjó brutalmente, señalando, p.ej., que la antropología era una ciencia “anti-histórica”, caracterizable como “sociología comparativa” (Radcliffe-Brown, entre muchos otros). En otras ocasiones, la cuestión se sorteaba mediante la simple apelación a la “colaboración” entre las ciencias del hombre, como quería la rutilante ideología de la interdisciplinariedad. Y, en todos los casos, la noción fantasma de “sociedad primitiva” acudía en socorro del comentarista de la nueva y extraña especialidad, que parecía querer asentarse sobre un terreno ya explotado por otras disciplinas.

Pero sólo del “trabajo de campo”, como se ha anotado, pudo la antropología extraer conceptos y pautas con que calmar su sed de especificidad. Nadie trabajaba como el antropólogo -se decía-, quien, instalándose en el seno de la sociedad erigida en objeto de investigación, trababa un conocimiento ‘directo’, ‘inmediato’, ‘vivencial’, de sus aspectos objetivos y subjetivos. Precisamente del “trabajo de campo”, con sus procedimientos concretos y sus exigencias de sistematización, se desprendió, según algunos autores, el entramado funcionalista, más un dispositivo metodológico que una teoría propiamente dicha.

Sin embargo, desde el afuera de la disciplina antropológica, enseguida cabía percibir el tufo a racionalización de todos esos planteamientos. Definir la antropología como “sociología comparativa” resultaba casi histriónico para aquellos sociólogos que habían reconocido en la ‘comparación’ una de las señas fundamentales de su especialidad: si toda sociología es, de por sí, comparativa, ¿quiere esto decir que la antropología no es más que una sociología re-denominada? ¿Cómo buscar la ‘especificidad’ de un saber en aquello que distingue a otro? Por su parte, los historiadores recordaban que la historicidad era un atributo de todo objeto de las ciencias humanas, y que ignorar esa determinación fundamental del devenir, a la hora de establecer el ‘método’ de investigación, condenaba a la disciplina en cuestión al más irrelevante “descriptivismo”. Incapacitada para la explicación, la antropología se invalidaba en consecuencia como “ciencia”. Podría diagnosticársele una afección que arrastraría desde su etapa ‘fundacional’, exacerbada por su definición empirista y su adscripción al funcionalismo: el mal de la “insuficiencia metodológica” por debilidad o exclusión del sentido histórico....

De un modo o de otro, desde el campo sociológico y desde el dominio histórico, se acumulaban argumentos en contra de la pretendida “especificidad” de los métodos de la antropología: ¿en qué se diferencia, p. ej., un “antropólogo”, desde el punto de vista de los procedimientos de análisis, de un “sociólogo” que realiza una investigación in situ? Y ¿es muy distinto el caso del historiador del mundo contemporáneo que estudia una comunidad ‘marginal’, étnica o socialmente singularizada, con todos los recursos de la llamada “historia oral”? Admitiendo, en todo caso, diferencias de estilo, o de perspectiva, ¿quién, de los tres, podría presumir, con visos de credibilidad, de estar más cerca de la supuesta verdad científica? ¿El antropólogo, con su alergia a la dimensión temporal del objeto y su ‘dependencia’ de los conceptos sociológicos?

Los pretendidos “métodos específicos” de la antropología resultan, así, como prestados por la sociología, por lo que no sirven para ‘singularizarla’. Y, en segundo lugar, no siendo específicos, ni siquiera funcionan -añade el historiador- para generar verdaderas “explicaciones”. En la práctica, como hemos anotado, todo ese andamiaje metodológico importado de la peor sociología (funcionalista), al servicio de orientaciones epistemológicas ‘empiristas’, no ha propiciado más que un amontonamiento de estudios “irrelevantes”... Y una justificación monumental del sistema capitalista en el trance de su mundialización altericida. La razón de esa “irrelevancia” coincide con el único soporte incuestionable de la ‘especificidad’ de la antropología: su interés preferente por las llamadas “sociedades primitivas” (demasiado ‘pequeñas’ y demasiado ‘idiosincráticas’ como para surtir los avales de aquellas “leyes sociólogicas universales” que la disciplina antropológica declaraba estar en condiciones de establecer), objeto de análisis poco frecuentado, ciertamente, por los historiadores y por los sociólogos. Interés perverso, pues trabajaba para una racionalización de las “sociedades modernas”, modeladas por el Capital y por el Estado, y daba la espalda a todo cuanto arrojara dudas sustanciales sobre la legitimidad de nuestra organización socio-política.

Un objeto, además, que el antropólogo desvirtúa al separarlo de su contexto histórico-social configurado por el imperialismo. Y que se halla hoy expuesto a una doble estrategia (militar y cultural) aniquiladora, como hemos querido denunciar en “La bala y la escuela” (Virus, 2009).

La ‘evaporización’ del “objeto” del saber antropológico: Antropología, Sociología e Historia en el escenario del ‘exterminio’ y la ‘contaminación’ de las llamadas “sociedades primitivas”

En la medida en que los “primitivos” desaparecen de la faz de la tierra (por eliminación física o exterminio; y por ‘des-primitivización’ u ‘occidentalización’, vale decir por contaminación), el antropólogo va perdiendo la razón última de su especificidad como investigador, y se ve forzado a padecer un cierto proceso de reconversión. “Regresa” entonces, muy a menudo, a las sociedades capitalistas de Occidente, o busca un sustituto ‘exótico’ del primitivo en el sujeto de esta o aquella cultura no-occidental; y tropieza ahí, precisamente, con el sociólogo o con el historiador, que lo contemplan como se contempla lo superfluo, lo sobrante, lo prescindible,... Para analizar a los “irlandeses de las marismas”, como se propone M. Douglas, o para estudiar a los “andaluces” de los tiempos de Franco, objeto elegido por Pitt-Rivers, o para escrutar el funcionamiento y los propósitos del “sindicalismo de Estado”, como acometió Ventura Calderón, con inusitada fuerza crítica, ¿no estaban ya los sociólogos y los historiadores (de la cultura, de las mentalidades, de las instituciones), con sus disciplinas científicas perfectamente consolidadas? ¿Qué se gana con la intromisión del antropólogo? ¿Qué aporta el antropólogo? ¿Dónde está la “singularidad” de su análisis? Teniendo en cuenta que buena parte de la antropología contemporánea deriva hacia la hermenéutica, desde los puertos decadentes del estructuralismo, que incluso recala en un “intuicionismo” de corte fenomenológico, importando alegremente conceptos sociológicos más o menos en boga, y llevando su tradicional empirismo al encuentro de una metafísica de consumo propio, como atestiguan los trabajos de los autores citados, llegamos a la conclusión de que no se gana nada, no se aporta nada, salvo miles de páginas ‘inanes’ con que surtir el mercado editorial y justificar un aparato universitario en crecimiento.

Lévi-Strauss había aparecido como el legitimador más convincente de la disciplina antropológica, como el justificador ‘menos tópico’ de la especialidad; pero resulta que todos sus argumentos provenían de un centramiento analítico en las sociedades primitivas (portadoras, según este autor, de la ‘dignidad’ original de la condición humana, de algún modo todavía no alterada por la historia, susceptible de ser custodiada y rescatada) que es, justamente, lo que hoy deja de resultar practicable. En ausencia de los “primitivos” como objeto privilegiado de estudio, las justificaciones de Lévi-Strauss se desvanecen como humo en el agua. Y la antropología toda queda sin fundamento, sin razón de ser, sin discursos que la racionalicen, sin valedores de talla,... Estamos, al fin, ante la crisis de la antropología, que era caracterizada premonitoriamente (1970) desde las páginas de la New Left Review:

“La crisis endógena de la antropología es, pues, el resultado de la conjunción de dos circunstancias: el agudo estancamiento teórico del funcionalismo, nacido como una práctica y transformado subrepticiamente en ‘teoría’; y el desarrollo marginal, distorsionado e irregular de la antropología estructural, naturalizada por Leach y esterilizada por Needham(...).

El sector del mundo que ha sido bautizado de “primitivo” ha sufrido una doble y contradictoria transformación bajo el impacto del imperialismo. Una parte (Australia, América del Norte y del Sur) ha sido físicamente diezmada y socialmente destruida: “Quedan en Australia unos 40.000 indígenas, frente a los 250.000 de principios del siglo XIX, la mayor parte de los cuales, si no todos, hambrientos y destrozados por las enfermedades, amenazados en sus desiertos por las plantas mineras, los campos de pruebas de bombas atómicas y los polígonos de missiles. Entre 1900 y 1950 más de 90 tribus han sido suprimidas en Brasil. Durante el mismo periodo han dejado de hablarse quince lenguas en América del Sur”. La otra parte (África, China, el Sudeste asiático, Asia meridional) ha padecido el impacto del capitalismo con profundas modificaciones de su estructura social tradicional. Esta doble transformación llevada a cabo por el imperialismo ha tenido consecuencias en dos niveles de la antropología:

1. La “totalidad primitiva” que constituía el objeto tradicional de la antropología social -el “microcosmos tribal”- está rápidamente desapareciendo y, dentro de unas cuantas décadas, habrá dejado completamente de existir.

2. Los modos tradicionales de hacer el trabajo de campo se han vuelto cada vez menos viables, sea debido a que la aparición de luchas revolucionarias y de liberación nacional en los territorios que anteriormente eran monopolio económico y político del Occidente han destrozado por completo las pautas que los antropólogos daban por dadas (sujeto colonizador/objeto colonizado), y han quedado cerradas áreas del mundo en un tiempo accesibles gracias a la hegemonía política del imperialismo; o bien porque la integración de determinados grupos étnicos en el modo de producción capitalista enfrenta al antropólogo con un nuevo objeto que exige una nueva técnica.

Así pues, la antropología no sólo está estancada en cuanto a teoría, también está amenazada en cuanto práctica. Además de su propia crisis específica -el fracaso en constituirse como ciencia-, se ve afectada por una crisis global.”

La antropología, en definitiva, se ha quedado sin objeto. Al mismo tiempo que algunos antropólogos buscan un objeto sustitutorio en Occidente o, en todo caso, en el área capitalista, “invadiendo” parcelas temáticas que competían por derecho propio a la sociología o a la historia, otra disciplina científica, armada asimismo con “métodos específicos”, gravita sobre los restos (¿deberíamos decir, mejor, despojos?) de su objeto tradicional -las “sociedades primitivas”-, segura de que el tiempo ratificará sus pretensiones expansivas: se trata de la arqueología, que, uniendo de alguna forma sus fuerzas a las de la historia y la sociología, terminará de estrechar el cerco en torno a una antropología sin motivo y definitivamente extraviada. En efecto, en la medida en que “los primitivos” se conviertan por completo en cosa del pasado, corresponderá a la arqueología y a la historia antigua merodearlos como buitres ante un cadáver reciente. Y la antropología tendrá que irse, con su crisis ‘original’ debajo del brazo, a otra parte...

En medio de esta confusión de tener que irse y de no saber dónde ir, algunos antropólogos ‘testarudos’ se atrincheran en la defensa a ultranza de la disciplina, redefiniendo sus propósitos y procurando ‘restaurar’ el objeto de análisis que la misma contemporaneidad está haciendo añicos. Se trata de esos antropólogos aún calados de ‘materialismo histórico’, afectados asimismo por la crisis del marxismo, que saben hacer frente a las pretensiones impacientes de la arqueología pero muy poco pueden oponer a las demandas de reapropiación del objeto “primitivo” cursadas por la sociología o por la historia (9)*.

Pero, en tanto que el objeto de análisis se anega ya en el pasado, esos “conjuntos sociales y culturales”, destruidos efectivamente por el imperialismo, ¿no pasan a constituir materia ‘natural’ de la disciplina histórica, de la historia social, p. ej.? Y las prácticas genocidas desplegadas por los países del área occidental capitalista, que tienen que ver sobre todo con nuestras formaciones socio-económicas, ¿no se erigen en objeto apropiado de estudio para la sociología, que recorre habitualmente esas parcelas, por no decir nada de la historia? Por último, un antropólogo social educado en el materialismo histórico, investigando el genocidio y el “verdadero” perfil de las sociedades destruidas, ¿no trabajaría exactamente igual que un historiador o un sociólogo marxista? Pertenece precisamente a los padres del materialismo histórico la observación de que, en rigor, sólo puede justificarse una “ciencia de la sociedad”, o “ciencia del hombre”, o “ciencia de la historia”, pues poco importa el rótulo, y no ese entramado (deberíamos haber escrito “enrejado”) de ‘disciplinas’ y ‘subdisciplinas’, que parece querer trasladar, si bien de modo caótico, a la esfera cultural los principios de especialización y segmentación que caracterizan al área de la producción, al ámbito económico...

Por su matriz “colonial”, por su indigencia etnocéntrica y por su solidaridad apenas velada con los fines y procedimientos del Capitalismo avasallador, la Antropología, saber “reclutado”, no es hoy mucho más que un zombi (también en su segunda acepción: “atontado, que se comporta como un autómata”, Diccionario de la lengua española), “muerto viviente” como las familias, los sindicatos, los partidos, las escuelas,...

Pedro García Olivo – La Haine

www.pedrogarciaolivoliteratura.com


NOTAS

(1) “La antropología social se ocupa de la organización del parentesco como el principal locus de cohesión social de las sociedades primitivas. Los sistemas de parentesco fueron analizados como reglas con estatus de obligatoriedad que regulan los comportamientos de determinadas categorías de parientes entre sí (...). Una buena parte de la antropología social se ha dedicado al problema de describir la organización del parentesco de forma muy detallada, clasificando las reglas básicas del parentesco (llamadas “principios estructurales”) y comparando un sistema con otro con la esperanza de encontrar ciertas correspondencias clave que pudieran resumirse en “leyes sociológicas generales”(...). La organización jurídica de las relaciones de parentesco, y especialmente de las relaciones entre los grupos de filiación, se consideraron la estructura integradora básica del sistema social, que proporcionaba su integración política así como social. Este era el caso de los nuer, estudiados por Evans-Pritchard”(Goddard).

“Para Fortes, como para la mayor parte de los funcionalistas de su generación, la filiación (es decir, la atribución o herencia de bienes materiales, poder político y derechos y obligaciones en general por formar parte de unos determinados grupos de parientes) se convirtió en el principal principio explicativo dentro de la teoría del parentesco, y la filiación era “fundamentalmente un concepto jurídico como sostenía Radcliffe-Brown”. Siguiendo a Durkheim, Radcliffe-Brown había observado: “lo que tenemos que descubrir en el estudio del parentesco son las normas”. El funcionalismo tradujo esta opinión en una premisa axiomática (...). El funcionalismo ha visto en el parentesco el principal mecanismo articulatorio de las formaciones primitivas. En cuanto pertenece al tipo de análisis que define la estructura en términos de una realidad empírica dada y que opera dentro del entramado que la ha transmitido Radcliffe-Brown, la teoría de los grupos de filiación había intentado trascender la diversidad observable de las formaciones primitivas mediante el recurso a un principio empírico que no poseía valor heurístico ni estatus lógico de modelo. Este fue el “principio del linaje”, al que el funcionalismo atribuyó un grado y modo de eficacia sólo comparable a una intervención divina”(Banaji).

(2) En palabras de Godard:

“La concepción de Evans-Pritchard de que la estructura social consiste en las relaciones entre los grupos resulta, pues, meramente sacada de la observación empírica de la sociedad nuer y de su constatable organización de los grupos de filiación: “Las relaciones estructurales son relaciones entre grupos que constituyen un sistema. Por lo tanto, por estructura entendemos una combinación organizada de grupos... La estructura social de un pueblo consiste en un sistema de estructuras distintas pero interrelacionadas” (E.E. Evans-Pritchard, The Nuer, pp. 262-263)(...). Firth, partiendo de sus estudios sobre los tikopia, consideraba que las estructuras sociales se componían de determinadas relaciones clave: “La esencia de este concepto consiste en aquellas relaciones sociales que parecen tener una importancia crítica para el comportamiento de los miembros de la sociedad, de tal modo que si tales relaciones no estuvieran funcionando no podría decirse que la sociedad existiese en esa forma” (R. Firth, Elements of Social Organization, p. 31). Nadel, por otra parte, la define de forma más abstracta, utilizando el concepto de rol, que anteriormente no había sido introducido en la antropología social: “Llegamos a la estructura de una sociedad abstrayendo de la población concreta y de su comportamiento concreto el esquema o red (o bien “sistema”) de relaciones que prevalecen ‘entre individuos en su condición de desempeñar los roles unos respecto a otros’”(S. Nadel, “The Theory of Social Structure”, p. 12).

Pero, a pesar de las distintas conceptualizaciones, todas estas definiciones contienen una referencia central a las relaciones entre fenómenos sociales concretos y empíricamente dados, tanto si esos fenómenos son individuos, grupos o roles. Estas relaciones aparecen en los hechos tal y como directamente se observan o bien se llega a ellas a partir de una simple abstracción a partir de tales hechos. De este modo, la estructura no hace referencia más que a la organización ‘observable’ de la sociedad (...). Los ‘hechos’ se conciben como simplemente dados en una organización (una concepción que corresponde a la visión empirista y holística del gestaltismo y del organicismo: el ‘todo’ consiste simplemente en una ordenación de las partes). No existe, pues, la tendencia a reconocer que los hechos normativos pueden estar conformados por ‘hechos’ que no son normativos y que pueden estar ocultos a la vista, precisando de un análisis crítico que los descubra. Así, por ejemplo, la categoría de los ‘intereses’, en cuanto configuradora de la orientación normativa de los actores y en cuanto originada en relaciones estructurales que no son normativas, no se tiene en cuenta. Los intereses, y los conflictos resultantes de ellos, por el contrario, son analizados como efectos de las tensiones derivadas de las exigencias normativas y, sobre todo, como algo que contribuye a través de su resolución (normativa) a la integración social del sistema (M. Gluckman, Custom and Conflict in Africa, p. ej.). El empirismo inductivo, en definitiva, prohíbe el análisis de todo lo que no sea accesible a la inspección inmediata y que requiera una ‘operación’ sobre los fenómenos observables para sacar a la luz del día lo que permanece oculto.”

(3) “El individuo tiende a dejar las decisiones importantes en manos de las instituciones para ocuparse personalmente de tácticas y pormenores”. “Para bien o para mal, los individuos comparten efectivamente sus pensamientos, armonizan hasta cierto punto sus preferencias y sólo pueden tomar grandes decisiones dentro del ámbito de las instituciones que construyen”. “La institución suministra a los individuos las categorías de pensamiento, fija las condiciones del auto-conocimiento y establece las identidades. Mas todo esto no basta. También debe afianzar el edificio social sacralizando los principios de la justicia”. “Las instituciones toman decisiones de vida o muerte”. “Las instituciones se ocupan de la clasificación”. Etc., etc., etc.

(4) Y, sin embargo, como es de sobra conocido, los sustentadores del “ideal anarquista” siempre han señalado que dicho proyecto ‘utópico’ requiere, para hacerse verdad, la irrupción o generalización de “otro tipo de hombre”, “otra clase de individuo”, un “sujeto” distinto al producido casi en serie por la máquina capitalista -un “hombre nuevo” para el “nuevo mundo”... De ahí el interés “libertario” por el problema de la educación y por las estrategias culturales. Y de ahí, en fin, la futilidad de observaciones como la de Douglas, basada en el desconocimiento de lo que se cuestiona y en la tara de la naturalización que afecta a tantos antropólogos.

5) ¿Es la clase media de nuestras sociedades verdaderamente “anti-ritualista”? ¿No está, por el contrario, su existencia cotidiana completamente anegada en ritos, lo mismo a la hora de desempeñar algún trabajo que en el momento del ocio, lo mismo a lo largo de la llamada “vida social” que en medio de la actividad política o a-política, tanto en el trance de formar un familia y educar a los hijos como en la coyuntura de romper esa familia y desentenderse de los hijos, no menos en la forma de practicar el ‘consumo’ como en la de entender el ‘ahorro’, etc.?

6) Pero, por ejemplo, ¿es cierto que existen los dos tipos de familia distinguidos por Bernstein? ¿No estaremos ante una simplificación y una generalización abusiva, sobre todo si tenemos en cuenta, como debería saber un antropólogo, que las formas familiares difieren considerablemente en el ámbito de cada cultura y, mucho más, entre una cultura y otra? ¿Cuántas clases de familia podrían distinguirse en la actualidad a escala planetaria? ¿No es cierto, por añadidura, que los modelos familiares están sujetos a evolución y modificación histórica, por lo que aquellos que hoy podemos describir se hallan como “en transición”, “en redefinición”, perdiendo unos rasgos para adquirir otros, por lo que sólo violentamente se dejan atrapar en esquemas maniqueos como el de Bernstein?

(7) Y fundadores de la vieja pretensión funcionalista de hallar ‘regularidades’, ‘leyes’, ‘principios comunes’, bajo la desbordante diversidad de los modelos de organización y comportamiento social: dentro de los cuatro tipo de sociedades ‘caen’ todos las formaciones empíricamente identificables, compartiendo, dentro de cada categoría, el mismo tipo de funcionamiento ritual, de desenvolvimiento simbólico, etc.)

(8) Así lo consideró, entre otros, Jairus Banaji, en su acertado diagnóstico del mal de la antropología. Tras señalar “el creciente énfasis que ha recaído sobre la hermenéutica en cuanto contrapuesta al modo de análisis estructural”, este autor identifica muy bien la defensa de la teología que subyace a semejante transición:

“El ejemplo más reciente de este ‘desplazamiento’ (hacia el terreno de juego de la hermenéutica), alejándose del estudio estructural de las formaciones ideológicas primitivas es la recensión de Mary Douglas de Le cru et le cuit: su ‘convencionalismo’ recuerda la oposición teológica que siempre se ha enfrentado a cualquier intento (real o aparente) de descentrar el universo, la historia o el individuo. Esta oposición entre hermenéutica y teoría estructural se pone claramente de manifiesto en la disputa entre Lévi-Strauss y el fenomenólogo católico Paul Ricoeur.”

(9) Paradigmáticos, en su insuficiencia, resultan, a este efecto, los parágrafos finales de La crisis...:

“Los antropólogos marxistas deben desenmascarar el mito de que la antropología no tiene ningún futuro en cuanto disciplina integrada, y contraponer a este mito y a la arqueología que se oculta detrás de él, una nueva práctica que combine la emancipación política de los grupos ‘primitivos’ supervivientes -su emancipación del imperialismo y del capitalismo-, la investigación de las prácticas de genocidio del imperialismo y la verdadera comprensión científica de los conjuntos sociales y culturales que ha destruido.”

 

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