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Pensamiento :: 25/04/2020

La pandemia policial / militar

Manuel Blanco Chivite. LQS
La ley del miedo se impone; de pronto, cada ciudad es un campo de concentración de nuevo tipo: torretas de vigilancia

Cuentan que el gran director de cine Nicholas Ray dijo poco antes de morir: “el drama contemporáneo yo lo resumiría así: no podemos volver a casa”.

Han pasado años desde entonces, la vida ha dado y seguirá dando muchas vueltas, como dice el tópico. Pero el tópico resulta ser también un principio sin excepciones visibles, por muy sedentarios y organizados que pretendamos ser en nuestro día a día, incluidos los periodos vacacionales de quienes los tengan.

En efecto, desde que Nicholas Ray dijera eso, pudiéramos haber dado ya, con toda probabilidad, un giro de 180 grados, la media vuelta de la instrucción militar de orden cerrado: donde tenías el frente, ahora tienes la espalda. El drama de hoy, por emplear el alarmante vocablo del cineasta, entre internet, wasapas varios, instagrames, mailes, teletrabajos solitarios, twiteres banales y más bien tontos y con, de pronto, la cuarentena, el encierro por el miedo pandémico, el estado de alarma y alarmista, junto al control policial/militar de nuestra mera presencia en la calle bajo amenaza de multas, detención y cárcel, el tal drama ha pasado a convertirse en el exilio de hierro en nuestras propias habitaciones. De pronto, he pasado a envidiar al vagabundo que duerme en el cajero de Bankia.

Curiosamente, está permitido caminar por las calles y hasta tomar el metro o autobús, siempre bajo control policial de justificantes de empresa, si vas a trabajar o si te acercas al supermercado más próximo a comprar. Vas, trabajas, compras y vuelves al encierro, pues inmediatamente después de la jornada laboral o de la compra, ya eres un peligro para ti y para los demás. La ley del miedo se impone; de pronto, cada ciudad es un campo de concentración de nuevo tipo: torretas de vigilancia, hoy de videovigilancia; en las encrucijadas callejeras, los uniformes armados hasta los dientes; y en el aire, sustituyendo a los humos de las chimeneas de las incineradoras, los helicópteros militares que vocean instrucciones junto al virus flotante y asediante.

Hemos vivido, los que seguimos vivos, una extraña simbiosis que ha cambiado el drama contemporáneo de Nicholas Ray: la asociación virus/policial/militar, el tripartito más poderoso, con las armas más poderosas, muchas y todas matan. Todos los libros de las bibliotecas han quedado reducidos a uno, a un nuevo catecismo que recita cada gobierno cada mañana: el catecismo del miedo y la autoridad indiscutible, con órdenes ejecutivas que cualquier policía puede administrar a su propio albedrío (con la presunción de verdad que se ve incrementada a partir del estado de alarma) para imponer sanciones, denuncias, multas, detenciones, cárcel. Y el cargo universal: desobediencia, el pecado capital. Y una ley no dictada igualmente universal: obediencia al dictado gubernamental impuesto por sus brazos armados. Obediencia. Ya no se trata de resistir, por mucho que canten los tontos del lugar, sino de obedecer. La obediencia absoluta, indiscutible, el sueño de todo poder humano o divino, se muestra con toda crudeza. Obedece o recibirás castigo, obedece o muere: el virus confirma mi autoridad. Y cuando pase el virus la autoridad confirmará la autoridad. El fin justifica los fines, en especial, el fin de la libertad; nos la cambian por seguridad (sobre todo, y ahí está el truco, por su seguridad), solo tenemos que seguir obedeciendo.

Hemos entrado en una nueva época, y las gentes se adhieren a ella en masa: miedo, protección, seguridad, armas, uniformes, leyes contundentes, y órdenes que sustituyen a leyes, alertas armadas. En tales condiciones, la economía no tardará en recomponerse, aunque no la tuya, desde luego, que mendigarás ayudas sociales o tendrás que devolver los cómodos créditos en incómodos plazos, cuando con tu dinero salvan a los ricos, se arman con lo mejorcito para matar y regalan tu sanidad pública.

El bueno de Nicholas Ray, para su desgracia, y si lo pensamos con alguna calma, tampoco hoy encontraría su casa, sino una no demasiado cómoda celda. Tu casa, tu cárcel. El último hallazgo de la tecnología política que llega para quedarse.

 

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