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Andalucía :: 13/09/2006

La revolución andalusí en Córdoba la bella

Mila de Frutos
La historiografía moderna va considerando a Al Ándalus como un regalo de progreso y como el primer país renacentista de Europa. Los tópicos españolistas y eurocéntricos (reconquista, cruzada) forman parte de una concepción apolillada de la historia.

El inmigrado Abderramán contempla desde cubierta las montañas azules de Sierra Morena que le darán cobijo y sueña cada noche con las palmeras y los almendros de Damasco, con su familia entera asesinada, con los patios de naranjos de su infancia y con la imponente línea de azoteas, cúpulas y alminares sobre los muros de palacio. Sabe que es Al Ándalus una tierra generosa y fértil, y que el gorjeo del agua al fluir por los arroyos, acequias y fuentes es tan persistente como el canto de los pájaros. Pero sabe también que se aleja para siempre del suntuoso Oriente ilustrado y de todo lo bello que ha conocido, para iniciar una incierta vida nueva en el poniente más alejado y bárbaro del confín de la Tierra.

Algo similar debió sentir el primero de los emires andalusíes durante su último trayecto como único superviviente errante de los califas omeyas de Siria, antes de pisar tierra firme en Almuñécar y poner rumbo a Córdoba, pocos años después de consumarse la pacífica liberación islámica de la tiranía visigoda. Porque una liberación tuvo que ser el avance sin resistencia, casi un paseo, de un ejército extranjero al que la empobrecida población judía y cristiana franqueaba las puertas de las ciudades con la esperanza no defraudada de mejorar sus opresivas condiciones de vida. Y, en efecto, el ejército libertador despojaba a los grandes terratenientes visigodos de las tierras (obispos incluidos) y las repartía entre los siervos y esclavos que las trabajaban, permitía profesar libremente la fe de los antepasados a cambio de un tributo, hablar la lengua de preferencia y dedicarse a la industria de su elección, desbaratando para siempre el modo esclavista de producción visigodo. Y un modernísimo impuesto progresivo sobre la riqueza dejaba exentas a las clases más pobres.

El país de las tres culturas y la libertad constituyó una edad de oro sin precedentes ni parangón en la Europa medieval, ignorante y atrasada. Fue uno de los periodos de mayor esplendor cultural, no sólo de la Historia de España, sino también de la Historia de la Humanidad. Al Ándalus brilló como un sol de primavera, tibio, suave y sensual, poniendo cerco al oscurantismo, al fanatismo y a las persecuciones sufridas más allá del río Duero. Y es que el Renacimiento no surgió en Italia desde las tinieblas y el olvido medieval, sino que brotó del mundo árabe, constituido en albacea pertinaz de todo el saber de la antigüedad clásica; y lo cultivó, copió, tradujo y desarrolló en El Cairo, en Bagdad, en Bizancio, en Samarra, en Medina, en Damasco, y los sabios cruzaban el Magreb con destino a Al Ándalus, mecenas del conocimiento, la filosofía y el arte; refugio de la heterodoxia y el humanismo, tierra de asilo político y libertad de pensamiento. Los intelectuales europeos completaban su formación en Córdoba porque la ciencia árabe llevaba un adelanto de doscientos o trescientos años respecto del saber de la Cristiandad.

Un día de tantos llegó a Córdoba el músico Ziryab, el bagdadí, cuya fama de cantor celestial le precedía, recibido con honores en la corte de Abderramán II, generosamente acomodado y asalariado por este príncipe poeta del siglo IX que no dudó un instante en asumir y promover cuantos refinamientos e innovaciones gastronómicas, indumentarias, estéticas y ornamentales le sugería el cantor. Ziryab fundó una escuela de música en la que se formó una generación de maestros impulsores de la música arábigo-andaluza, aún presente en el Magreb, precedente del arte flamenco; e introdujo el laúd en Europa, al que añadió una quinta cuerda para lograr un sonido más primoroso, mientras evocaba sus recuerdos de Bagdad, la ciudad circular de doble muralla cuyas puertas se abrían a los enigmas del desierto infinito, antes de que el Tigris enfurecido la inundara y dejara tan arrasada que debió ser levantada nuevamente en la otra orilla del río por los califas abasíes.

Dice la leyenda que los duendes le inspiraban la música mientras dormía, a través de los sueños, y por ello resultaba tan conmovedora. Y añade la Historia que cultivó una sólida amistad con el emir Abderramán II, y que las horas transcurrían ligeras en la biblioteca de palacio conversando sobre los últimos libros llegados de Oriente, que intercambiaban con avidez, o paseando junto a las fuentes de peces rojos y dorados, o entre los naranjos, granados y laureles diseminados por el laberinto interminable de patios y jardines, paraíso de las aves exóticas cuyo obstinado canto animaba la discusión en torno a las nuevas teorías filosóficas, teológicas, médicas o astronómicas. Y también cuenta la Historia, aunque parece una leyenda, que las fiestas nocturnas del palacio del emir convocaban a los más sublimes cantores y cantoras, músicos, poetas y bailarinas de Córdoba, que los ilustres invitados recitaban versos vehementes y sagaces, probando una memoria prodigiosa sobre la cual rivalizaban, y que después la conversación erudita se alargaba hasta que la brisa fresca del alba traía las primeras luces del día y los inevitables estragos del vino, para desvelo y aflicción de los ulemas y alfaquíes.

Los comerciantes árabes y sefarditas importaron la fórmula del papel, inventada en China, que luego se extendió por Europa desde Al Ándalus, igual que el álgebra, el sistema decimal y el número cero; y trajeron también el juego del ajedrez, que inspiró versos a los poetas por su exquisitez; y los objetos de vidrio, el algodón y la fabricación del azúcar. Floreció la industria de la orfebrería, platería y cristalería, se levantaron fábricas de tejidos de lana y algodón, y de objetos de hierro y cobre, que exportaban a Europa. Y se desarrolló enormemente la agricultura y los sistemas de acequias y canales de irrigación, llegándose a obtener tres cosechas anuales. Florecieron también las escuelas de traductores y copistas, las bibliotecas públicas y privadas, las madrasas (escuelas públicas de enseñanza), la investigación y la ciencia, subvencionadas por el emirato y después por el califato independiente, las tertulias literarias y los concursos de poesía. El médico Al Harrani propuso con éxito la construcción de los primeros hospitales de Europa, idea originaria de La India, y la farmacia del alcázar califal proporcionaba medicinas gratuitas a las familias sin recursos suficientes, igual que el trigo almacenado en los graneros del estado para los años de sequía.

Las niñas andalusíes asistían a las madrasas, con frecuencia mixtas, y adquirían una educación similar a la de los niños. En las escuelas de música recibían la misma formación que los niños si demostraban igual talento y dedicación; y destacaron como poetas y cantoras, como traductoras y copistas, como maestras y empleadas en la Administración. Las mujeres administraban sus propios bienes y accedían al divorcio con facilidad, pese a la poligamia. La intrépida Yamila participaba junto a su hermano en los combates a caballo de las partidas rebeldes de Mérida y dicen que sobresalió por su bravura. Y el salón de la princesa omeya Wallada fue visitado por los hombres y mujeres de ciencias y de letras más ilustres. La erudita Fátima, famosa por la elocuencia de sus odas, trabajó hasta el final de sus días en la biblioteca de Al Hakem II, renunciando al matrimonio para mantener su independencia y el apego a los libros.

En las ciudades, las mujeres disfrutaron de una libertad de movimientos y conducta inédita en el resto del mundo cristiano, musulmán o judío. Concurrían a las asambleas populares de los arrabales (los barrios) y participaban en las reuniones junto a los hombres. Algunas hijas de familias ricas viajaban al Oriente para completar estudios superiores, como sus hermanos varones. La familia Avenzoar contó entre sus cinco generaciones de médicos eminentes con una mujer especialista en la cicatrización de las heridas. Y el filósofo Averroes recoge en una de sus obras un debate feminista de la época acerca de los derechos y libertades de las mujeres.

El singular país andalusí de la tolerancia, el arte, la ciencia, la filosofía y la belleza, no alcanzó desde luego la igualdad entre géneros, ni por supuesto entre clases, pero sus ochocientos años de vigencia y esplendor, desde el 711 hasta la caída de Granada en 1492, deben ser considerados los ocho siglos más prósperos, fecundos, tolerantes y felices de nuestro aciago devenir peninsular, que sólo ha cosechado la derrota en casi todas las batallas libradas contra la opresión de la humanidad. Esa original nación andalusí, que prendía maderas aromáticas en las angostas calles cordobesas para purificar el ambiente contaminado por los excrementos de los caballos y los sudorosos cuerpos de los transeúntes abigarrados bajo un implacable cielo abrasador, que perfumaba sus ropas y lavaba las manos en agua de almizcle tras las comidas, ha sido injustificadamente subestimada por la Historia oficial de España, tal vez porque su concepción de la sociedad y su talante cultural cayeron derrotados ante la implacable fuerza expansionista de la Cristiandad, cuyos principales valores fueron erigidos sobre la Inquisición, el imperio, el martillo de herejes y las cadenas. Y habrá que esperar hasta los ateneos libertarios del siglo XX, los poetas de la Generación del 27 y la Segunda República para escuchar un eco tenue de lo que Al Ándalus registró para la Historia.

La biblioteca del califa Al Hakem II, la mayor del mundo allá por el año 970, contenía más de cuatrocientos mil libros (sí, 400.000) en la culminación del esplendor cultural andalusí, cuando Córdoba alcanzó el merecido título de ciudad más importante de Europa y contaba entre las tres o cuatro ciudades principales de la Tierra, con sus 500.000 habitantes repartidos en las 100.000 viviendas registradas por el censo de Al Hakem, sus 600 mezquitas y madrasas, sus 80 escuelas superiores y sus 60.000 libros anuales de producción (sigue siendo historia aunque parezca de leyenda).

Al Hakem II, el sucesor del primer califa independiente Abderramán III que mandó construir la ciudad brillante de Medina Zahara, gobernó durante un pacífico periodo de quince años que resultó tan breve como fructífero. Abrió 25 nuevas escuelas públicas, restauró mezquitas y hospitales, construyó fuentes y caminos, edificó puentes y acueductos por todo Al Ándalus y mantuvo embajadas, algunas permanentes, en las principales ciudades de Oriente, cuya misión consistía en obtener cuantos libros aún desconocidos en Córdoba fueran editados, embajadas que además ofrecían asilo a todos los sabios que sufrieran algún tipo de persecución o censura en sus países, menos tolerantes que Al Ándalus, llenándose Córdoba de intelectuales que encontraron delicioso hablar de filosofía en reuniones sociales, lo que no volvió a ser considerado de buen gusto hasta la Segunda República.

Se tradujo la Biblia al árabe por mandato de un obispo para que los cristianos andalusíes (los mozárabes) pudieran leerla en su propio idioma, que había dejado de ser el latín, porque la lengua del conocimiento y la cultura, obviamente, no podía ser otra que el árabe, de la que tantísimos vocablos hemos recibido. La Escuela de traductores de Toledo fue una entre tantas, y no la más importante desde luego, de las emplazadas en Al Ándalus, pero la única reconocida y elogiada por la Historia oficial de España, al perdurar bajo el mandato del rey cristiano Alfonso X, conocido como el sabio porque su biblioteca albergaba 900 volúmenes, y porque amaba la poesía y escribía versos, emulando a los príncipes omeyas en una pálida imagen desteñida de la grandeza que éstos alcanzaron.

Dos cordobeses ilustres, Averroes y Maimónides, de formación universal y auténtico espíritu renacentista con tres siglos de antelación, ambos médicos y filósofos, musulmán el primero, miembro de una familia de juristas, cadí de Sevilla y Córdoba, sefardita el segundo, descendiente de rabinos y teólogos, teorizaron para sus respectivos pueblos la necesidad de desvincular la razón de la fe, la filosofía de la religión, la ciencia de la creencia, ganándose un puesto de honor en la Historia de la Filosofía, el mismo que se granjeó después el filósofo Tomás de Aquino por idéntica contribución al pensamiento de la cristiandad. Sin embargo, tanto Averroes como Maimónides, debieron partir al exilio de Marrakech y de Oriente Medio acusados de heterodoxia en los tiempos en que la libertad de pensamiento retrocedía frente al dogmatismo religioso en alza con el gobierno intransigente de Almanzor, tras la muerte de Al Hakem II, hasta que finalmente cayó Córdoba en 1236 ante los ejércitos cristianos, cubriendo las tinieblas durante siglos el cielo siempre azul andalusí.

El declinar de esta prolífica y ejemplar nación soberana (durante un tiempo), barrió como un tornado los incalculables logros materiales y culturales alcanzados, que no pueden explicarse únicamente desde el componente árabe, aunque éste fuese hegemónico, sino como intersección, compendio, intercambio y desarrollo del pensamiento irradiado por los compatriotas sefarditas (que merecen un capítulo propio por la enormidad de sus aportaciones; pueblo dedicado al cultivo de la ciencia y el conocimiento, que se oculta y traslada fácilmente en caso de expulsión, a diferencia de las riquezas y tesoros), por las aportaciones magistrales del mundo árabe-musulmán y por la contribución mozárabe, elementos macerados en el respeto y el aprendizaje mutuo, y el gusto compartido por los filósofos griegos, los tratados de medicina y el dominio de la astronomía.

FAHRENHEIT 451

 

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