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Estado español, Pensamiento :: 09/06/2006

La trampa antifascista

Boletín A
Centrar y reducir la ira en combatir a los fascistas declarados sería llevar una lucha supuestamente liberadora con amigos falsos

Contra enemigos que pertenecen al último eslabón del orden establecido

Últimamente y sobre todo en circulos de gente joven, la lucha antifascista está en boga. Parece que se trata de una consigna que permite a bastante gente definirse y reconocerse.

Ideológicamente, la llamada lucha antifascista se dirige tanto contra los fachas organizados de las Juntas y organizaciones parecidas, como contra los rapados y sus encubridores. En el apartado de encubridores y promotores de los fascistas se incluyen la policía, los estratos judiciales y legislativos. De tanto en tanto, también se remite al Capital como responsable último del fascismo. Pero siempre el fascismo representa el mal absoluto habido y por haber.

De esta manera se trata de enfocar la problemática del aumento de la violencia indiscriminada, del resurgimiento de bandas de energúmenos que arrasan con todo lo que les parezca diferente a su estado delirante; para no hablar de las implicaciones intrinsecas de las llamadas fuerzas del orden público con todo lo que sirva a la represión; o de la práctica ancestral de la Justicia que consiste en dictar sentencias de 5 a 10 años por presunta pertenencia a una llamada banda de terroristas (de izquierda, desde luego), mientras que al mismo tiempo hace la vista gorda sentenciado defensa propia en caso de un tio que apuñala a un marroquí después de haberlo provocado.

Todo ello, en mayor o menor medida, ocurre en todos los Estados occidentales. Estados que al mismo tiempo cuentan con un complejo entramado de mecanismos de regulación dirigidos a prever y contener posibles conflictos; y si surgen a pesar de ello (como casi siempre ocurre), disponen de un arsenal de medidas que abarca desde campañas de «concienciación» orquestadas a través de los mass media hasta golpes de persecución espectaculares para influir sobre la figura del ciudadano y para que éste no se escape de los cauces establecidos por las leyes. Y cada cuatro años estos gestores se ofrecen al público para que elija -según el lema bastante extendido en la «conciencia popular»- entre el malo y el peor.

Sin embargo, tildar todo esto de fascismo, no tan sólo significa menospreciar a las víctimas y las luchas contra los Estados fascistas habidos, sino que es desconocer la capacidad del sistema capitalista para fomentar y adoptar la forma de dominación que le convenga en cada momento. Requeriría una discusión aparte la cuestión de analizar la persistencia y sofisticación de un(os) sistema(s) totalitario(s) que en su afán de asegurarse la dominación del mundo recurren a una violencia «estructural» sin precedentes. En este contexto habría que hablar del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y de otras organizaciones y corporaciones supranacionales. De modo que centrar y reducir la ira en combatir a los fascistas declarados sería llevar una lucha supuestamente liberadora con amigos falsos contra enemigos que pertenecen al último eslabón del orden establecido.

El hecho es que tanto en los años treinta en Europa como en los últimos años de la dictadura franquista, los planteamientos reducidos a la mera «lucha antifascista», aunque en momentos determinados llegaron a reunir a bastante gente, nunca llegaron a derrocar los sistemas (proto)fascistas.

En Alemania, la renuncia a la revolución social y la anterior deformación de su ideario por parte de los comunistas, tan sólo sirvió para que bastantes militantes «comunistas» se pasaran al bando fascista. Y en el caso de la España de los años setenta sería interesante estudiar hasta qué punto, en los momentos álgidos de las luchas clandestinas, la limitación a las consignas antifascistas sirvió para encuadrar a la gente en esquemas trasnochados e impedir de esta manera que se planteasen cuestiones más radicales.

El problema es que la «lucha antifascista» siempre se define contra y según su enemigo, con lo que siempre es una lucha meramente defensiva que se acaba cuando la encarnación respectiva del fascimo deje de existir o cambie su aspecto.
Es por esta característica de lucha meramente «negativa» que las «luchas antifascistas», hasta ahora, nunca han podido desarrollar ninguna clase de actitud nueva e imaginativa, sino que más bien suelen reproducir comportamientos del pasado. Es decir, los luchadores antifascistas, a veces, parecen imitar en sus comportamientos las actitudes machistas y la estética paramilitar de sus oponentes fascistas. Y es la falta de reflexión y de crítica de las formas de lucha que hace que, a veces, puede llegar a parecer una lucha entre dos bandas, si bien opuestas pero con características comunes (que es precisamente el tratamiento que les quiere dar la Administración y los mass media).

Con todo ello no queremos negar la necesidad de defenderse contra los ataques de los «calvos» y de otras bandas fascistas. Simplemente, se trata de no caer en trampas simplistas. En cambio, deberíamos intentar desarrollar nuestras propias maneras de intervención en lo social.

Unas intervenciones que siempre se caracterizarían por su grado de reflexión, imaginación y sus estructuras igualitarias.

Y si estos «mandados» vienen a incordiamos en nuestros intentos de abrir espacios nuevos, tan sólo dependería de nosotros meterlos en raya.

Artículo extraído del boletín A/ Parte 6 [Verano de 1993]

 

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