lahaine.org
Pensamiento :: 27/10/2018

Le tengo miedo al futuro

Raúl Solís
Escribo este artículo porque lo personal es político, porque tengo necesidad de salir del armario del capitalismo

Hay días que llego a casa abatido, agotado, arrastrando los pies, sin energía y con la mirada por los suelos. Levantar la mirada y el mentón me duele. Me duele mirar el horizonte y no ser capaz de pensarme a dos meses vista. Abro la puerta de mi casa como si fuera un sonámbulo y accedo sigilosamente. Dejo las cosas en el primer sitio que puedo y me tiro en el sofá. Confieso que hay noches que lloro, pero otras no lo consigo.

Aparentemente no me pasa nada, pero yo sé que el mal que me duele se llama precariedad, miedo al futuro, inestabilidad vital y pavor de que el porvenir se acabe en un mes, que es el dinero que tengo guardado para hacer frente a un mes de alquiler. La diferencia entre el techo y el raso es un mes.

Acumulo varios trabajos para poder tirar hacia adelante y tengo la sensación de que la vida se ha cebado conmigo, de que un muro se ha levantado en mi camino para impedirme que tenga mis condiciones materiales de vida cubiertas. Se lo comento a mi psicólogo y me dice, el mes que me puedo permitir pagar una sesión, que sufro el mal de mi generación.

Son las heridas abiertas de una crisis que nos ha estafado a quienes tenemos menos de 40 años. Somos jóvenes para tener un buen puesto de trabajo, casa, hijos y futuro, pero muy viejos ya para las administraciones públicas y para el mundo de los sueños.

Nos hicieron creer que íbamos a vivir mejor que nuestros padres y resulta que hay meses que les tenemos que pedir dinero a ellos, que tienen pensiones sencillas, para poder llegar a final de mes. Pagar el alquiler nos quita el sueño y ni qué contar de las facturas de la luz y el agua si se disparan un mes. Ir de vacaciones es una quimera y que nos inviten a una boda, un sueño de terror.

Somos autónomos, cooperativistas, “coworkers” o “freelance”, porque lo de ser asalariado, con pagas dobles, vacaciones pagadas y días de asuntos propios es una novela histórica. Somos los hijos y nietos de quienes lo dieron todo por traer la democracia a este país que ha dejado caer por el acantilado de la desigualdad y la pobreza a una generación a la que llaman “perdida” pero que en realidad somos una generación depresiva, con miedo al mañana y con la capacidad de soñar casi anulada.

A un empleo de 1.000 € y un alquiler de 600 € lo consideramos “tener suerte”, aunque también recordamos la década anterior en la que ganar 1.000 € al mes – cuando había gente que cobraba 4.000 € al mes por vender pisos en una inmobiliaria – era de “fracasados”.

Mi médica de familia dice que el 30% de sus consultas son gente de mi edad que sufre ansiedad, que no es otra cosa que un proceso depresivo que se extiende en el tiempo. Yo llevo así unos 4 años. Marché a Bruselas a probar fortuna y se me rompieron los sueños en el intento. El programa de televisión “Españoles en el Mundo” nos contaba el éxito pero nadie nos dijo que el fracaso existe en la emigración juvenil, que soberbiamente llamamos o nos autollamamos “la generación más preparada de la Historia”. Conocí gente que limpiaba platos y servía mesas, un trabajo muy digno, por cierto, pero que por teléfono le contaba a sus padres que estaban becados en un instituto de pensamiento de política internacional.

A la vuelta de Bruselas, de pronto mi estómago me empezó a doler. Me tiré año y medio con diarreas diarias y dolores estomacales. No iba al médico por miedo y el miedo de no saber lo que tenía, a su vez, me hacía más daño. Terminé viviendo con las persianas bajadas de mi casa y costándome trabajo coger el ratón del ordenador.

Me di de alta como autónomo y me creí “empresario de la comunicación”, aunque había meses que cobraba 900 € o incluso mucho menos. Fui al psicólogo y me traté la ansiedad. Se me quitó el dolor de estómago y empecé a ver las cosas de mejor color, aunque mi realidad material no mejoraba mucho.

Ahora ya no me duele la barriga ni tengo diarreas, pero llevo afónico desde hace 6 meses. La tensión y la ansiedad se ceban con el estómago y las cuerdas vocales. Y a mí en 4 años me ha dado en los dos sitios. Dice mi médica de cabecera que soy un modelo perfecto del mal que aqueja a mi generación.

No paro, no tengo tiempo ni para respirar, tengo hasta que rechazar trabajos que me encargan porque no me da la vida, pero yo no dejo de estar triste. Sé que hay meses que tengo mucho trabajo y otros no tanto. Hay meses que puedo ganar un sueldo digno pero al siguiente tengo que pedirle a mi madre, a mis 36 años, dinero para poder pagar el recibo de la luz.

La precariedad duele, hace daño, te destroza la vida. A mí hay días que me cuesta levantar la mirada y que lloro por las esquinas, pero no lo puedo contar porque la pobreza no crea empatía, no emociona, no vincula, no moviliza. Ningún actor o actriz sale en la gala de los Goya a decir que la pobreza es la causa de su infelicidad.

Nadie ha levantado todavía un “#Cuéntalo” para que los millones de precarios (en España somos 14 millones de personas las que vivimos en el umbral de la pobreza) salgan del armario, se empoderen y pongan en la agenda la desigualdad que más te jode la existencia y que afecta a negros, blancos, hombres, mujeres, gays, heterosexuales, musulmanes, cristianos o mediopensionistas.

Nada es más transversal que la desigualdad económica, y sin embargo es la que más en soledad vivimos, la que más consultas de psicólogos llena y la que menos emociona y sale en los medios.

Sé que no soy el único al que le duele el futuro, sé que somos legión, que somos una generación a la que nos han cortado las alas, somos los hijos y nietos de los empobrecidos de ayer y los padres y madres de los pobres de mañana. Se cansaron de que fuéramos iguales y se inventaron una crisis-estafa para devolvernos a la casilla de salida.

Hay días que llego a casa abatido, agotado, arrastrando los pies, sin energía y con la mirada por los suelos. Levantar la mirada y el mentón me duele. Me duele mirar el horizonte y no ser capaz de pensarme a dos meses vista. Abro la puerta de mi casa como si fuera un sonámbulo y accedo sigilosamente. Dejo las cosas en el primer sitio que puedo y me tiro en el sofá. Confieso que hay noches que lloro, pero otras no lo consigo.

Aparentemente no me pasa nada, pero yo sé que el mal que me duele se llama precariedad, miedo al futuro, inestabilidad vital y pavor de que el porvenir se acabe en un mes, que es el dinero que tengo guardado para hacer frente a un mes de alquiler. La diferencia entre el techo y el raso es un mes.

Acumulo varios trabajos para poder tirar hacia adelante y tengo la sensación de que la vida se ha cebado conmigo, de que un muro se ha levantado en mi camino para impedirme que tenga mis condiciones materiales de vida cubiertas. Se lo comento a mi psicólogo y me dice, el mes que me puedo permitir pagar una sesión, que sufro el mal de mi generación.

Son las heridas abiertas de una crisis que nos ha estafado a quienes tenemos menos de 40 años. Somos jóvenes para tener un buen puesto de trabajo, casa, hijos y futuro, pero muy viejos ya para las administraciones públicas y para el mundo de los sueños.

Nos hicieron creer que íbamos a vivir mejor que nuestros padres y resulta que hay meses que les tenemos que pedir dinero a ellos, que tienen pensiones sencillas, para poder llegar a final de mes. Pagar el alquiler nos quita el sueño y ni qué contar de las facturas de la luz y el agua si se disparan un mes. Ir de vacaciones es una quimera y que nos inviten a una boda, un sueño de terror.

Somos autónomos, cooperativistas, “coworkers” o “freelance”, porque lo de ser asalariado, con pagas dobles, vacaciones pagadas y días de asuntos propios es una novela histórica. Somos los hijos y nietos de quienes lo dieron todo por traer la democracia a este país que ha dejado caer por el acantilado de la desigualdad y la pobreza a una generación a la que llaman “perdida” pero que en realidad somos una generación depresiva, con miedo al mañana y con la capacidad de soñar casi anulada.

A un empleo de 1.000 € y un alquiler de 600 € lo consideramos “tener suerte”, aunque también recordamos la década anterior en la que ganar 1.000 € al mes – cuando había gente que cobraba 4.000 € al mes por vender pisos en una inmobiliaria – era de “fracasados”.

Mi médica de familia dice que el 30% de sus consultas son gente de mi edad que sufre ansiedad, que no es otra cosa que un proceso depresivo que se extiende en el tiempo. Yo llevo así unos 4 años. Marché a Bruselas a probar fortuna y se me rompieron los sueños en el intento. El programa de televisión “Españoles en el Mundo” nos contaba el éxito pero nadie nos dijo que el fracaso existe en la emigración juvenil, que soberbiamente llamamos o nos autollamamos “la generación más preparada de la Historia”. Conocí gente que limpiaba platos y servía mesas, un trabajo muy digno, por cierto, pero que por teléfono le contaba a sus padres que estaban becados en un instituto de pensamiento de política internacional.

A la vuelta de Bruselas, de pronto mi estómago me empezó a doler. Me tiré año y medio con diarreas diarias y dolores estomacales. No iba al médico por miedo y el miedo de no saber lo que tenía, a su vez, me hacía más daño. Terminé viviendo con las persianas bajadas de mi casa y costándome trabajo coger el ratón del ordenador.

Me di de alta como autónomo y me creí “empresario de la comunicación”, aunque había meses que cobraba 900 € o incluso mucho menos. Fui al psicólogo y me traté la ansiedad. Se me quitó el dolor de estómago y empecé a ver las cosas de mejor color, aunque mi realidad material no mejoraba mucho.

Ahora ya no me duele la barriga ni tengo diarreas, pero llevo afónico desde hace 6 meses. La tensión y la ansiedad se ceban con el estómago y las cuerdas vocales. Y a mí en 4 años me ha dado en los dos sitios. Dice mi médica de cabecera que soy un modelo perfecto del mal que aqueja a mi generación.

No paro, no tengo tiempo ni para respirar, tengo hasta que rechazar trabajos que me encargan porque no me da la vida, pero yo no dejo de estar triste. Sé que hay meses que tengo mucho trabajo y otros no tanto. Hay meses que puedo ganar un sueldo digno pero al siguiente tengo que pedirle a mi madre, a mis 36 años, dinero para poder pagar el recibo de la luz.

La precariedad duele, hace daño, te destroza la vida. A mí hay días que me cuesta levantar la mirada y que lloro por las esquinas, pero no lo puedo contar porque la pobreza no crea empatía, no emociona, no vincula, no moviliza. Ningún actor o actriz sale en la gala de los Goya a decir que la pobreza es la causa de su infelicidad.

Nadie ha levantado todavía un “#Cuéntalo” para que los millones de precarios (en España somos 14 millones de personas las que vivimos en el umbral de la pobreza) salgan del armario, se empoderen y pongan en la agenda la desigualdad que más te jode la existencia y que afecta a negros, blancos, hombres, mujeres, gays, heterosexuales, musulmanes, cristianos o mediopensionistas.

Nada es más transversal que la desigualdad económica, y sin embargo es la que más en soledad vivimos, la que más consultas de psicólogos llena y la que menos emociona y sale en los medios.

Sé que no soy el único al que le duele el futuro, sé que somos legión, que somos una generación a la que nos han cortado las alas, somos los hijos y nietos de los empobrecidos de ayer y los padres y madres de los pobres de mañana. Se cansaron de que fuéramos iguales y se inventaron una crisis-estafa para devolvernos a la casilla de salida.

Escribo este artículo porque lo personal es político, porque tengo necesidad de salir del armario del capitalismo, de contar que hay días que no puedo con mi vida y de que le tengo miedo, mucho, a un futuro que nos dijeron que sería prometedor y resulta que es un acantilado de incertidumbre y agotamiento vital en el que hay días que creo que no seré capaz de abrir la puerta de mi casa.

, de contar que hay días que no puedo con mi vida y de que le tengo miedo, mucho, a un futuro que nos dijeron que sería prometedor y resulta que es un acantilado de incertidumbre y agotamiento vital en el que hay días que creo que no seré capaz de abrir la puerta de mi casa.

 

Este sitio web utiliza 'cookies'. Si continúas navegando estás dando tu consentimiento para la aceptación de las mencionadas 'cookies' y la aceptación de nuestra política de 'cookies'.
o

La Haine - Proyecto de desobediencia informativa, acción directa y revolución social

::  [ Acerca de La Haine ]    [ Nota legal ]    Creative Commons License ::

Principal