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Estado español :: 25/05/2020

Sobre Anguita, los comunistas y los anarquistas

Carlos Taibo
Me escribe una colega y me pregunta si Anguita no hubiera sido un interlocutor adecuado para un imaginable y reparador diálogo entre comunistas y anarquistas

 Me escribe una colega y me pregunta si Anguita no hubiera sido un interlocutor adecuado para un imaginable y reparador diálogo entre comunistas y anarquistas. Intento responder a esa pregunta en estas líneas, en el buen entendido de que, antes de hacerlo, me veo en la obligación de formular dos precisiones.

La primera de esas precisiones me obliga a subrayar que muchos anarquistas han sido y son comunistas –comunistas libertarios, ciertamente- , algo que obliga a recelar del buen sentido de la formulación expresada. No sé, por lo demás, si ganamos mucho sustituyendo lo de comunistas por marxistas, tanto más cuanto que no faltan entre estos últimos los de corte libertarizante. Para no embarrarme, no iré más lejos, sin embargo, con las disputas terminológicas.

La segunda de esas precisiones que anunciaba me invita a señalar que traté un poco a Anguita, con quien mantuve algunas jugosas conversaciones, bastantes años atrás, pero apenas tuve la oportunidad de encontrarme con él en los tres últimos lustros. Lo escuché, aun así, en sus intervenciones en televisión –le ganaba de calle al rey de las anchoas-, leí alguno de los libros que entregó a la imprenta, hice otro tanto con un sesudo trabajo que sobre nuestro hombre me remitió un amigo y, en fin, presté alguna atención a los artículos que publicaba. Por cierto que en los últimos tiempos, y en esos artículos, se interesaba con frecuencia cada vez mayor por materias que me son muy próximas, como las relativas al decrecimiento y al colapso.

Seguro que a Anguita ese diálogo por el que preguntaba mi colega en modo alguno le hubiera desagradado (estoy dando por descontado, acaso de la mano de un grueso error, que no lo asumió en esos quince últimos años en los que mi conocimiento sobre su persona medio se desvaneció). A Anguita, que era persona abierta, escuchadora y reflexiva, esa discusión no sólo no le molestaba: tocaba, antes bien, fibras sensibles que llevaba dentro de la cabeza. Y es que, y desde mi punto de vista, eran al menos tres las circunstancias que lo colocaban cerca de las disputas correspondientes.

Un primer elemento de cercanía lo aportaba una posición crítica con respecto a partidos y sindicatos, incluidos, y en lugar no precisamente marginal, aquéllos en los que militaba. Por razones de cortesía, y para no herir susceptibilidades, prefiero esquivar algunas de las opiniones que, sobre el PCE, vertió delante de mí. No ocultaré, sin embargo, que era muy crítico con las sucesivas cúpulas de Comisiones Obreras, o al menos, y para decirlo mejor, con las posteriores a Marcelino Camacho. Tanto que en más de una ocasión no dudó en señalar que se veía más próximo al sindicalismo libertario. Y no soy yo persona tan importante como para que Anguita se sintiese en la obligación de halagar mis oídos. Presumía, por otra parte, de haber mantenido de siempre una relación cordial con la CNT cordobesa. Y su apoyo inicial, sin dobleces, al 15-M lo situaba, de nuevo, en posiciones que lo acercaban a ideas y prácticas eventualmente anarquizantes. La segunda circunstancia me aconseja recordar que, pese al empeño de personajes execrables como Hermann Tertsch, los sistemas de tipo soviético no eran en modo alguno el modelo que Anguita acariciaba para el lugar en el que vivía. Por mucho que procurase contextualizar realidades complejas, era plenamente consciente de las taras que esos sistemas arrastraban en materia de jerarquía, separaciones, burocracia, oscurantismo y represión. Agregaré, en fin, en tercer y último lugar, y tal vez esto es lo más importante en lo que hace a la discusión que me atrae, que el marxismo de Anguita era muy singular. Bebía más, permítaseme que ironice, del Juan de Mairena de Machado que de los Grundrisse. O, si quiero decirlo de manera que intuyo más certera, remitía antes a la sabiduría popular de los campesinos andaluces que al manual de Marta Harnecker. Le preguntaron una vez a Anguita, en su etapa más sentenciosa, qué libro tenía en su mesilla de noche. Debía ser ésta particularmente robusta, por cuanto en ella se daban cita nada menos que El Capital, la Biblia y El Quijote. Asumo sin cautelas que, como herramientas para garantizar un sueño pronto y profundo, esos tres libros eran eficientísimos, pero me da que sobre la cabeza de Anguita, que a buen seguro leía con fruición a Marx, a Engels y a Gramsci, pesaban más Mairena y los pobladores de la campiña cordobesa. Aunque pesasen menos en la mesilla de noche.

Pero, y doy ahora un vuelco a mi argumento, Anguita no era -no fue nunca- un socialista, o un comunista, autogestionario. Su proximidad con el sindicalismo libertario poco tenía que ver con la defensa –a decir verdad, y en los hechos, no siempre recia- de la autogestión por este último, y sí con la propuesta de combate, y no de pacto, que preconizaba el anarcosindicalismo. Hablo de un elemento central de divergencia. Lo he dicho mil veces: es, en mi caso, la defensa de la autogestión -y de la autoemancipación- la que provoca mi rechazo de la institución Estado, y no el rechazo del Estado lo que me lanza en brazos de la autogestión. Con un correlato importante: si uno cree en el Estado, descree, entonces, de la autogestión y no está por la toma de palacios de invierno, lo que emerge es, inequívocamente, y siempre, un proyecto de corte socialdemócrata. Las cosas como fueren, en el caso de Anguita creo que su repudio de los desmanes de la política tradicional nunca lo colocó, llamativamente, del lado de un proyecto autogestionario. Su apuesta discurrió, de manera visible, por otro camino que retratan un puñado de sustantivos: dirigismo, representación, regeneracionismo y, en fin, nacionalismo español.

Permítaseme que algo diga sobre los dos últimos elementos mencionados. Creo, por un lado, que el regeneracionismo anguitiano no coqueteó nunca con aquellas versiones del fenómeno general –así, el colectivismo agrario postulado por Costa- que hubieran podido acercarlo a horizontes libertarios. Y me veo en la obligación de reconocer, por el otro, que el nacionalismo de Anguita presentó rasgos atemperados, y no, como es común, ultramontanos. No sólo eso: Anguita, que era también un internacionalista, no dudó en reconocer el derecho de autodeterminación, aunque con toda evidencia lo hiciese a regañadientes, antes –creo yo- por coherencia argumental que por entusiasmo vital.

No es difícil concluir que elementos como todos los mencionados dificultaban la comunicación con el mundo libertario. Otro tanto sucedía con la percepción de Anguita en lo que se refiere al llamado régimen de la transición. Hay quien ha identificado de parte del otrora coordinador de IU una inquina singular contra el Partido Socialista. A mí me parece que estaba plenamente justificada. Y hay quien, aún más malicioso, e invocando algunos de los mitos vinculados con la supuesta pinza de un cuarto de siglo atrás, se ha atrevido a sugerir que Anguita era muy generoso con el Partido Popular y su mundo. Nada más lejos de la verdad. Bien que recuerdo a Julio, sentado a mi izquierda, en la mesa de un acto que, en Madrid, daba cuenta de la decisión de llevar a Aznar ante los tribunales de resultas de lo ocurrido en Iraq en 2003.

Pero de siempre me ha resultado difícil sobrellevar lo que, al cabo, y de nuevo, tenía a mi entender un relieve decisivo: Anguita nunca se inclinó por romper el molde de la democracia liberal. No sólo eso: hizo de la defensa de la Constitución de 1978 un pilar fundamental de sus convicciones. Aunque esa defensa respondía a menudo al pedagógico designio de demostrar cómo muchos de los artículos de aquélla habían sido sistemáticamente olvidados o, más aún, violentados, esquivaba el papel central que esa Constitución ha desempeñado –sigue desempeñando- en la articulación del régimen que Anguita tanto criticaba. Pareciera, en otras palabras, como si nuestro hombre le hubiera atribuido una condición accidental a determinadas consecuencias desafortunadas de una trama institucional para, al cabo, e infelizmente, no cuestionar esta última como un todo. De nuevo era difícil que, con esos mimbres, el acercamiento al mundo libertario estuviese servido.

Supongo, y voy terminando de la mano de una reflexión más coyuntural, que Anguita se sintió incómodo en estos últimos meses, marcados indeleblemente por el gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas-Podemos. Aunque ya sé que la operación correspondiente es siempre delicada, había que leer entre líneas, o escuchar entre palabras, lo que escribía y decía. Me parece que sus recelos ante ese gobierno más tenían que ver con la condición de su actor principal, el PSOE, que con la de Unidas-Podemos, una alianza en la que se daban cita, en lo que a Anguita se refiere, una sintonía general con el proyecto de IU, por un lado, y cierta cercanía con el regeneracionismo temprano, y –tal vez- con el aferramiento constitucional y patriótico posterior, de Podemos. Me cuesta trabajo creer, sin embargo, que la deriva de esas dos organizaciones no generase dudas en Anguita. Me imagino que éstas veían la luz de resultas del empeño que una y otra mostraban en lo que respecta a un pacto con el PSOE y que por fuerza se vieron acrecentadas, y rescato un ejemplo entre varios, al amparo de los reiterados elogios que Pablo Iglesias ha realizado en los últimos tiempos del papel desempeñado por el PCE, el PCE de Carrillo, en 1978, en los inicios de la transacción. Aunque sé de mucha gente que hubiera preferido que Anguita le hubiese dado un portazo –acaso se lo pedía el cuerpo- a los dirigentes de Podemos y de IU, admitiré, aun así, que fácil no lo tenía. Aparte de los deberes heredados, lo suyo es que, de asestar el portazo en cuestión, se hubiese presentado, a los ojos de tantos, como lo que no era ni quería ser: un soberbio y un rencoroso.

Ahora sí que acabo. Y lo hago de la mano de una conclusión rápida que reza que a Anguita el debate propuesto por mi colega a buen seguro que le habría atraído. Y por muchas razones. Intuyo que en su transcurso los escollos para un acercamiento –y no hablo tanto de las ideas como de su concreción en la realidad- habrían sido, eso sí, muchos. Esperemos, con todo, que del otro lado de la trinchera no le hubiera tocado algún anarcotestosterónico. Porque entonces nos habríamos topado con un lamentable diálogo de sordos. Un diálogo extraño porque Anguita sordo, lo que se dice sordo, no estaba. Que descanse en paz. Lo merece.

 

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