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Estado español :: 29/01/2023

Un César gallego en tierras de Castilla

Daniel Campione
España en los años de Franco es un tema literario tan recorrido como inagotable. Entre esa narrativa desempeña lugar destacado Leyenda de un César visionario

Hay novelas históricas que lo cifran casi todo en una adecuada reconstrucción de época. En lo ajustado de la pintura del ambiente reinante en el momento en que se desarrolla la trama. Otras, sin descuidar el punto anterior, contienen un análisis del período que tratan y procuran aportar a la comprensión cabal de los personajes históricos y el rol que jugaron en su período de actuación.

Al segundo tipo pertenece sin duda Leyenda del César visionario, de Francisco Umbral. El autor nos entrega un estudio en forma de novela acerca del franquismo en formación, durante la guerra de España.

El libro es de 1990. Umbral tenía por entonces una vasta trayectoria en la ficción y el ensayo. Y dedicaba parte de su tarea escritural al llamado “Ciclo de Francesillo”, su peculiar tributo a la propensión a las sagas novelísticas, tan habitual en la literatura hispánica. Sobre todo de Pérez Galdós en adelante. En esa serie se incluye la obra que nos ocupa.

El “César” del título es el propio dictador, con el golpe militar en marcha, la república resistiéndole y avanzada la construcción de su poder omnímodo e indisputable.

Y el componente de “leyenda” es mostrado como producto de su trabajo a conciencia para construir en torno a su persona un aura de sujeto extraordinario. Que en muchos casos lindaba con la atribución de poderes sobrenaturales, que a poco andar abarcaron al don de la ubicuidad, con simultánea presencia en el palacio de gobierno y en el frente de combate.

Todo empezó en Salamanca.

La narración transcurre sobre todo en esa ciudad conservadora y beata, sede del cuartel de Franco. Desde allí el Generalísimo dirige un aparato estatal embrionario, con más de “campamento” que de gobierno más o menos “normal”. Lo acompaña un séquito de generales, obispos y dirigentes de Falange. Y, sin remilgos respecto al nepotismo, su hermano Nicolás y su concuñado Ramón, estrechos colaboradores en el cenit de su influencia.

Todos tienen su sitio en el relato.

La trama tiene tres núcleos: Uno, más ficcionalizado, lo constituyen las desventuras de “Francesillo”, un jovencito republicano al que las circunstancias y la geografía llevaron a revistar en el ejército rebelde.

Allí, amén de la acción propiamente dicha, se recorren las cartas escritas a su madre, “roja”, que no puede recibirlas porque está en Madrid, que sigue defendiéndose bajo el cerco franquista. Esas misivas serán el gran consuelo del muchacho, hasta que se truecan en su perdición.

En esa correspondencia vuelca el joven su peculiar comprensión del conflicto, el horror ante el régimen que nace, y su desazón creciente al paso de que las esperanzas de victoria republicana se disipan.

El momento más penoso que vive el joven soldado “nacional” se produce cuando lo apartan del tedioso pero pacífico trabajo de oficina. No para combatir en el frente, como él temía, sino para fusilar prisioneros. La culpa y el espanto lo invaden.

Siguiendo los pasos de su criatura, el escritor se acerca a los sótanos del genocidio. Tanto las ejecuciones extrajudiciales, como el espantoso trato a prisioneros hacinados en los lugares más tenebrosos.

Para el caso, en el subsuelo de un convento improvisado, donde se apiña gente de pueblo, sin más gravitación que haber sido alcalde de alguna aldea o maestro de alguna escuela perdida en medio del campo.

Otro centro de la narración está situado en la tertulia de café de los intelectuales de Falange. Allí aparecen retratados Pedro Laín Entralgo, Dionisio Ridruejo, Agustín de Foxá, Ernesto Giménez Caballero, Gonzalo Torrente Ballester, Luis Rosales (el poeta amigo de Lorca que lo cobijó en su casa). Y como mentor de todo el grupo, Ramón Serrano Suñer, por entonces la figura más poderosa después de Franco.

Parte de ellos muy tempranos militantes del partido fundado por José Antonio Primo de Rivera, se han quedado “viudos” del dirigente fusilado. Y descubren, para su desagrado, que tienen mayor potencial para rendirle culto a su fenecido jefe que para disputar el poder con reales posibilidades de éxito.

Cultivan ciertas veleidades “humanistas” y hasta “románticas”, mientras comandan la más férrea de las censuras contra la cultura y la prensa. Y profesan una amplia admiración al Führer, sin inmutarse por las leyes de Nüremberg ni por los primeros “campos”.

El novelista cuenta las tribulaciones de todo este grupo. Ven como el Jefe de Estado desecha sus pujos “antiburgueses”, “sindicalistas” y de identificación con Hitler y Mussolini. En los pasajes dedicados a “los laínes” (así los menosprecia Franco en alusión a Laín Entralgo) son más importantes los diálogos que la acción.

 En particular las irónicas e irreverentes manifestaciones de Foxá, el autor de Madrid de corte a Cheka, tal vez el que mejor escribía entre todos ellos.

Es en cambio a través de Giménez Caballero que esta parte de la trama se enlaza con la del desdichado soldado hundido en el bando equivocado. Giménez lo saca de su destino anterior para colocarlo en la imprenta que respalda sus labores de editor y periodista. Personaje excéntrico, venido de la vanguardia literaria, E.G.C. dirige un periódico desde el cual contribuye a la mitología en torno a Franco.

La lectura profesional de sus páginas llevará a Francesillo a reforzar aún más su ya muy negativa visión sobre la dictadura en ciernes.

Giménez alienta desde su órgano de prensa supersticiones como la de las apariciones de Santa Teresa. La de Ávila, protectora del Caudillo, primer beneficiario de sus “visitas”; y guardián de sagradas reliquias de la santa.

Franco, por Dios y por España.

Y por último el espacio dedicado al propio dictador, al que Umbral retrata como un hombre de astucia inagotable, guiado sobre todo por su afán de poder. Que manipula a “las familias” del régimen: Militares, eclesiásticos, y los propios acólitos de la Falange radical y levantisca de sus inicios. Azuza a unos contra otros, con frecuentes resultados de anulación recíproca entre ellos.

Todos quedan debilitados salvo él, que puede exaltar y contentar a alguien, para desecharlo de modo abrupto y veloz. A la hora del arbitraje, no hay otro poder que su voluntad, ni otros principios que la preservación de su autoridad incuestionable.

Por ejemplo, mientras avala, no sin reticencias, la devoción de su cuñado Ramón por el nazismo, apaña al cardenal Segura, “decano” de los prelados integristas, que odia a Falange y rechaza por “anticristianos” a los fascismos en general y al alemán en particular.

Una observación que podría hacérsele a Umbral en este aspecto es que sobreestima un poco los componentes no fascistas del pensamiento y la acción de Franco. Lo que tiene como contrapartida la acentuación del componente militar y “nacionalcatólico” de sus ideas y acciones.

No devoto de nadie que no sea él mismo, es cierto que el hombre nacido en El Ferrol no tenía profundas preocupaciones doctrinarias. Lo que no quita que el odio implacable hacia el comunismo y el propósito de instaurar un régimen corporativo asentado en un partido único dotado de milicias propias, lo acercaran de gran manera a los “modelos” italiano y alemán.

Llamar la atención acerca de lo plural y heterogéneo de las alianzas en que se asentaba “Paco” es muy necesario. Lo que no debería menoscabar el rol protagónico de la constelación fascista en sus opciones sociales y políticas.

Los límites que impuso a la gravitación de Falange y sus empeños exitosos, que el narrador destaca, para sustituir dirigente díscolos por otros “domesticados” y fieles a él por sobre todo, no hacen la diferencia. No requiere sabiduría acerca del historial del nazismo el conocer que Hitler aplacó a los tiros los arranques de independencia de sus “camisas marrones.” Y eso no lo hizo ser menos nazi.

El general gallego tenía de quien tomar lecciones.

Riqueza y matices.

El autor junto a su libro.

La escritura de la novela es muy rica en recursos. Se combinan la narración tradicional en tercera persona, el monólogo interior (en particular en el personaje de Franco) y el estilo epistolar. Los diálogos tienen su lugar importante. Tanto los “picantes” entre Francesillo y Camila, como los de aspiración intelectual o al menos ingeniosa de los tertulianos falangistas.

La acción sigue distintos ritmos, acelerándose o ralentándose según los momentos. Y en el vocabulario abundan términos algo arcaizantes que, bien dosificados y ubicados, le suman atractivos a la prosa.

La fina ironía, radicalizada cada tanto en burla inclemente, es otro de los ingredientes que asignan complejidad y claroscuros a la novela. Por allí anda el fantasma de Ramón del Valle Inclán, al que unos años más tarde (1998), Umbral le dedicó una apreciada biografía.

Uno de los aciertos de la trama es la introducción de hebras de irrealidad y fantasía en medio del lóbrego cuadro de los tiempos de la “guerra incivil”. Así las andanzas de la novicia Camila, amante de Francesillo, que utiliza su hábito monjil como cobertura de un ejercicio desenfrenado del sexo, sin distinción de bandos o de género.

Y asimismo un personaje enigmático y muy escurridizo, que se presenta a modo de misteriosa encarnación del “Ausente”, hipnotizando a militantes falangistas y campesinos de la meseta castellana.

Sus irrupciones se producían en pequeños pueblos en los que se ignoraba el fusilamiento de José Antonio. Lo que hacía que un desharrapado con signos de demencia fuera creíble como regreso o “resurrección” del fundador del futuro “partido único.” Como aquel impostor de Borges, su carencia de similitudes con el original no hacía sino reforzar su verosimilitud.

Novela histórica, novela política, este libro incorpora variados elementos para la comprensión de Franco y el franquismo. A lo que se suma el drama de Francesillo, el componente que proporciona la mirada del “otro lado”, en el corazón mismo de la “Cruzada”.

Lectura agradable y asimismo fuente para la reflexión histórica y política, se cierra el libro con la grata sensación de haber aprendido bastante sobre aquella dictadura que duró cuatro décadas.

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