La imaginación al poder


Colombia se enfrenta a una coyuntura crucial. La última etapa del gobierno Gustavo Petro ha estado atravesada por un intento de bloqueo institucional por parte de una fracción del Congreso, que ocurre en paralelo a una renovación de la movilización ciudadana por las reformas sociales y, en particular, los derechos laborales. En respuesta a esta situación, el gobierno ha planteado la propuesta de una consulta popular, herramienta constitucional que busca reafirmar el mandato postulado desde las calles.
La primera tarea para la izquierda y el progresismo es la de aunar esfuerzos para que la fuerza de la movilización popular se refleje en la aprobación y posterior votación de la consulta. Es una tarea inmediata, hacia la cual debemos orientar nuestras capacidades desde ahora. Pero, a la vez, es necesario que comencemos a formular la pregunta por la siguiente etapa de la transición política y económica en Colombia, con el objetivo de garantizar la continuidad del proyecto político del petrismo y profundizar las transformaciones.
¿Qué se propuso este primer gobierno de transición? Sus tareas históricas pueden sintetizarse en dos frentes. Primero, la transformación de la arquitectura institucional en función de restituir el Estado social ante la ola contrarreformista que caracterizó las décadas posteriores a la aprobación de la Constitución de 1991. Fue en este período que se consolidó una forma de neoliberalismo rentista en la que prima el extractivismo, las economías ilegales y la mercantilización de los cuerpos y de la tierra. Segundo, el gobierno se propuso fortalecer el poder popular, dotándolo de cada vez mayores capacidades organizativas, de movilización e incidencia, un pilar del cambio que excede la matriz estadocéntrica.
En un primer momento, este gobierno logró articular una coalición con algunos sectores liberales e incluso conservadores (hablamos en términos ideológicos, no solo partidistas) que en apariencia compartían varios objetivos con el nuevo gobierno, tales como la construcción de una economía productiva, la reforma agraria y la consolidación de la paz. Este equilibrio de fuerzas se vio reflejado en la aprobación de la reforma tributaria y el Plan Nacional de Desarrollo, configurando una primera etapa que fue denominada como de «Acuerdo Nacional».
Tras unas primeras tensiones, hubo un proceso de acuerdo de bancadas (ya no entre partidos), que permitió la aprobación de iniciativas como la reforma pensional, el reconocimiento del campesinado como sujeto de derechos, la jurisdicción agraria o la reforma al Sistema General de Participaciones, por nombrar algunos casos. En este sentido, sería un despropósito decir que el gobierno no logró consolidar una relación de fuerzas capaz de conducir a victorias en el Legislativo.
Pero hubo dos reformas que marcaron la ruptura de buena parte de estas relaciones con una fracción de la política tradicional y de las clases dominantes: la reforma laboral y la del sistema de salud. Estas dos iniciativas enfrentaron un bloqueo institucional intransigente en la Comisión Séptima de Senado (con ocho senadores opositores), a pesar de los constantes intentos de parte del oficialismo para entablar negociaciones.
Esto se debe al hecho de que estas dos reformas tocan aspectos medulares del modelo rentista que ha dominado al país, aspectos que las clases dominantes no están dispuestas a ceder: por una parte, la valorización del capital por medio de la extracción de la plusvalía absoluta de la fuerza de trabajo (a través de la precarización, el desconocimiento de los derechos y los recargos) y, por otro, la mercantilización de la salud, que se ha convertido en una fuente de enriquecimiento para los privados a costa de los recursos públicos.
Ahora bien, el hecho de que estos dos factores representen el escenario de disputa actual no significa que la estrategia de la izquierda y el progresismo deba centrarse exclusivamente en la defensa de estas iniciativas (sin negar su importancia). Para consolidar las mayorías para el próximo ciclo electoral, consideramos que es crucial enfocarse en construir, además, nuevas propuestas de transformación que se sumen a aquellas por las que luchamos el día de hoy.
Si queremos profundizar el impulso transformador que hizo posible el primer gobierno de centroizquierda, debemos continuar poniendo al país a imaginar este camino de transición. La consulta popular por la reforma laboral es aquí un paso importante en el marco de ese llamado a la imaginación política, puesto que ofrece un espacio para que la ciudadanía plantee las preguntas que quiere incorporar en la consulta, proponiendo alternativas para las relaciones laborales. Este ejercicio de discusión amplia sobre propuestas, más allá del contexto específico de la consulta sobre la reforma laboral, debe convertirse en una de las aspiraciones de la izquierda y el progresismo.
Pero la construcción de un nuevo horizonte programático también pasa por el establecimiento de nuevas alianzas. Esta es la propuesta del Frente Amplio que ha desarrollado el presidente Gustavo Petro. La meta aquí pasa por acordar unos mínimos comunes con sectores liberales y verdes, que también comparten la preocupación por dejar atrás la matriz rentista neoliberal, y consolidar a partir de esa alianza la ventaja en la disputa política por venir.
En paralelo, vemos cómo comienzan a conformarse al menos dos grupos de adversarios: por un lado, una derecha (con diferentes alianzas en proceso de creación) que quiere agruparse alrededor del significante «tecnocracia», reivindicando un gobierno de expertos que ve a la democracia popular como una amenaza a su proyecto neoliberal; por otro lado, una ultraderecha que busca posicionar figuras individuales que se salgan de las coordenadas tradicionales de la política (los tan mentados outsiders), la cual pretende consolidar un proyecto alineado con las tendencias de corte fascista a nivel global.
En este momento, pareciera que la principal fuerza adversaria será la primera, ya que tanto el rentismo como la política tradicional buscan un retorno al dominio de fuerzas conocidas, controlables y predecibles. La derecha «tecnocrática» ha buscado posicionar una idea: frente a una supuesta improvisación e «ideologización» por parte de la centroizquierda, propone gobernar con un método. Así, busca construir una narrativa que la presenta como la única que sabe realmente cómo se hacen las cosas. En un claro desdén antipopular al carácter necesariamente afectivo de la acción política, este sector afirma ser el más capacitado para gobernar por actuar no desde lo emocional, sino desde el rigor.
El mensaje que subyace, en el mejor de los casos, plantea que la izquierda y el progresismo somos un grupo de ingenuos que se dedican a imaginar utopías irrealizables. En el peor, que con esta imaginación desbocada estamos llevando al país hacia el abismo. Esta última idea no podría estar más alejada de los hechos concretos, teniendo en cuenta los logros del gobierno en materia de reducción de la pobreza, el desempleo, la inflación, la entrega masiva de tierras y el posicionamiento global de Colombia en la agenda climática, por nombrar solo algunos ejemplos.
Además de claramente infundado, el alarmismo y la caricaturización de la derecha tecnocrática no hace justicia a la riqueza de la tradición del pensamiento político y la producción teórica de la izquierda, tanto en Colombia como en América Latina y el mundo. Una de nuestras tareas fundamentales pasa entonces por contrarrestar este relato y hacerlo inoperable, para evitar así el encasillamiento que pretenden instalar.
En otras palabras, debemos demostrar --como lo ha hecho toda la trayectoria de movilizaciones y luchas que desembocó en este acontecimiento político-- que la imaginación es un motor indispensable para la transformación. Y que, a diferencia de lo que plantea la tecnocracia de derecha, imaginar con método es posible. Tener un método no significa anclarse en la repetición de lo mismo, ni asumir acríticamente un conjunto de dogmas como lo único posible.
A lo largo de una trayectoria de décadas, la izquierda y el progresismo hemos teorizado y practicado la política tanto desde espacios académicos como desde los saberes e instrumentos construidos a partir de las luchas sociales y populares. La tarea ahora es recoger toda esa experiencia y construir un programa que nos invite a imaginar, con rigor y lucidez pero también con fuerza afectiva, un país totalmente transformado, con democracia popular y bienestar material.
Cerramos esta reflexión con cuatro ideas posicionadas en un lugar significativo de cara a esta próxima etapa de la transición. Estos elementos surgen de encuestas, debates públicos y demás ejercicios deliberativos a través de los cuales la ciudadanía ha expresado sus ideas de futuro para el país, y precisamente por ello vale la pena que desde la izquierda y el progresismo los examinemos detenidamente.
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Primero, la cuestión de la seguridad. Usualmente, la propuesta de seguridad ha sido pensada desde la izquierda y el progresismo a partir de la política social. Por supuesto, esto responde a las causas estructurales de muchas de las violencias y formas de criminalidad que existen en el país. Sin embargo, tenemos que evaluar los alcances y límites de tal perspectiva. Las dinámicas del crimen han cambiado, y una red de economías políticas de la codicia atraviesa toda la región, desde Rosario hasta Tijuana. Es fundamental desarrollar una estrategia de seguridad que tenga en cuenta estas complejidades.
Estas economías ilegales están dominadas por unos capitalistas del crimen que lucran a través de la violencia y de múltiples delitos. No se trata de plantear un esquema punitivista o militarista, pero sí comprender que, para un ejercicio pleno de sus derechos sociales, las y los trabajadores de este país deben poder salir de sus casas con tranquilidad, sin temor a perder la vida en manos de la criminalidad organizada.
Es nuestra tarea construir una estrategia integral que rompa estas redes de la codicia y que responda al conjunto de necesidades y expectativas de cientos de jóvenes que se unen a las filas del crimen por promesas de prestigio y ascenso social, promesas que en la mayoría de los casos se articulan con los modelos aspiracionales sedimentados por el neoliberalismo.
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Segundo, el derecho a la ciudad y la vivienda. Un conjunto de problemáticas se ha consolidado recientemente alrededor de la vida urbana en el país (escasez de agua, gentrificación, ordenamiento ambiental, inseguridad, transporte, entre otros). Debemos construir propuestas creativas orientadas al objetivo de que la vida urbana sea emancipatoria y transformadora, donde la planificación urbana esté pensada en función de los límites ecológicos, la seguridad hídrica y alimentaria y el acceso y la garantía del derecho a una vivienda de calidad.
Es hora de ir más allá del esquema que entiende la relación urbano-rural como un vínculo entre dos esferas distintas. Asumirlas como ámbitos separados es precisamente un resultado de la producción capitalista, con consecuencias sumamente problemáticas tanto en lo relativo a la cuestión alimentaria como a la ecológica. Lejos de esto, debemos partir de la premisa de que la vida urbana y rural están entretejidas en una relación de superposición e interacción permanente que no puede pasarse por alto al momento de construir políticas públicas.
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En tercer lugar, pensar la producción más allá de la dicotomía Estado-mercado. No podemos olvidar que uno de los proyectos fundamentales de la izquierda es el de construir alternativas para la producción económica que trasciendan la lógica de la acumulación capitalista. Aunque esta transformación económica es un proceso lento, para alcanzarla es necesario comenzar a construir propuestas económicas creativas desde hoy, propuestas que muestren vías posibles para la transición de una economía rentista a una productiva.
Desde el gobierno se han impulsado distintas medidas en ese sentido, apostando a figuras como las alianzas público-populares o a iniciativas centradas en el fortalecimiento de la economía popular. Aquí podemos encontrar los fundamentos para construir nuevas formas de producir, formas que se entiendan desde lo colectivo, que operan en la clave de lo que ha sido denominado «comunes».
Nuestro objetivo debe pasar por construir un horizonte económico capaz de dar la disputa contra los proyectos libertarianos «turbocapitalistas» que surgen desde las extremas derechas y que buscan arraigarse entre sectores populares a través de discursos como el del emprendedurismo. Además, debemos hacer un esfuerzo por pensar alternativas que se planteen desde un lugar de enunciación que exceda el ámbito del Estado social benefactor. Por supuesto, fortalecer ese tipo de Estado es también fundamental, pero sería un error que ello se convierta en la única meta.
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Cuarto, la transformación del ordenamiento territorial. Si queremos construir una alternativa para la transición política y económica en Colombia y en la región, necesitamos comenzar a repensar nuestras propias formas de ordenamiento territorial, que excedan la clave administrativa y centralista en la que históricamente han sido pensadas.
Es indispensable construir figuras que nos permitan pensar la organización del territorio desde las relaciones ecológicas e interculturales que se desarrollan en este, comprendiendo que aquellas conforman Sistemas de Vida Regionales complejos que deben ser tenidos en cuenta, sobre todo en un contexto como el actual, atravesado por la crisis ecológica planetaria. Tenemos que apuntar a erigir una nueva geometría del poder, una nueva organización territorial de aquel «metabolismo social con la naturaleza», parafraseando a Marx.
Jacobinlat