Katya Colmenares: "necesitamos una izquierda no moderna”"


Esta es una entrevista imprescindible a la filósofa mexicana Katya Colmenares, doctora en Humanidades con especialidad en Filosofía Política por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), quien actualmente coordina el Programa de Formación Virtual del Instituto Nacional de Formación Política del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena).
Su trabajo se ha centrado en la filosofía política crítica, la descolonización epistemológica y la Filosofía de la Liberación, aportando desde la investigación y la formación a los procesos emancipadores en América Latina y el Caribe.
¿Cómo evalúa los actuales paradigmas emancipatorios en América Latina y el Caribe, en un contexto de polarización política, y dónde identifica propuestas teóricas y experiencias prácticas claramente anticapitalistas?
En América Latina hemos atravesado distintos procesos y tenemos un horizonte muy diverso, con posiciones radicales. Por ejemplo, en 2006, cuando Evo Morales accedió a la Presidencia con una promesa enorme, una especie de transmodernidad, como era el empezar a pensar la política desde paradigmas completamente distintos. Tuvimos 500 años de colonización sin que una persona indígena, con una cosmovisión diferente, accediera a las instituciones del poder. Esa llegada representó una esperanza de construir la política desde otro paradigma. Bolivia hoy vive una crisis muy profunda, pero en ese momento despertó el sueño de una política más allá de la modernidad.
Hoy, a 19 años, muchas cosas han cambiado. Por ejemplo, en aquel momento el proyecto venezolano no parecía tan radical en comparación con Bolivia. Sin embargo, la que se ha sostenido en el tiempo es Venezuela con un proyecto de comunas que se ha profundizado y que logró superar incluso la ausencia de su líder, algo sumamente difícil. Chávez fue una figura clave no solo para Venezuela, sino para América Latina y el Sur Global, cambió la forma de hacer política: bailar con el pueblo, cantar con el pueblo, construir desde las comunas. Él planteaba que era necesario tomar las instituciones del poder no porque fueran el medio ideal para la revolución, sino para interrumpir los procesos de dominación y permitir que surgieran otras formas de hacer política.
Ese proceso se ha ido enraizando en el pueblo venezolano, y nos deja muchas lecciones. Una de ellas es el modelo comunal, que considero el planteamiento político más claro, profundo y radical en la Región. Otra lección fundamental fue la formación política, que Chávez impulsó con iniciativas como Aló Presidente, los programas de alfabetización y la colaboración con Cuba para enseñar a leer políticamente la Constitución, los derechos, la dignidad.
México se unió más tarde a este proceso de transformación, pero se ha ido consolidando. Aunque no se planteó desde un inicio como un proyecto revolucionario, ha avanzado con fuerza. Y aunque nunca se puede cantar victoria, ha habido una madurez del pueblo que es clave para las transformaciones.
Desde el Estado se pueden hacer muchas cosas -como vimos en el Ecuador de Correa-, pero si esas transformaciones no echan raíces en el pueblo los retrocesos son inevitables. En México iniciativas como Las Mañaneras retomaron, de forma más intensiva, lo que hizo Chávez con Aló Presidente. Andrés Manuel López Obrador (AMLO) informaba a diario, enseñaba Historia, recuperaba la memoria y recordaba constantemente los avances. Era una forma de educar políticamente al pueblo, que respondía con interés y atención. También se trató de un proceso de dignificación, especialmente hacia los pueblos originarios. El Presidente pidió perdón en nombre del Estado y exigió lo mismo a otros actores, como el Vaticano y el gobierno de España. Esa dignificación es esencial para imaginar un futuro. Como decía el filósofo boliviano Juan José Bautista: "el futuro está en la raíz, el futuro está en el pasado". Hay que construirlo desde ahí.
Estas experiencias han permitido trenzar solidaridades. La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y las medidas proteccionistas de Trump también obligaron a América Latina y el Caribe a mirarse entre hermanos y preguntarse cómo resistir un embate imperial. Es una gran oportunidad.
Se habla de una segunda ola progresista. ¿Cómo es su análisis sobre la coyuntura actual? ¿Cómo ve la correlación de fuerzas entre izquierda, progresismo, conservadurismo? ¿Y cuáles serían los mayores desafíos para las izquierdas y el progresismo?
No me gusta hablar de ciclos como si fueran leyes naturales, la política y la Historia no funcionan así. Somos nosotros, con nuestras decisiones, quienes construimos los procesos. Por eso prefiero hablar de procesos, especialmente en este contexto de gran confusión.
Lo que más preocupa es el resurgimiento de una derecha extrema, racista y colonial. Muchas veces la izquierda no ha sabido responder con claridad a los problemas reales del pueblo y eso abre el camino a discursos de derecha, que sí son claros, aunque regresivos.
Según Enrique Dussel, vivimos una crisis civilizatoria: una crisis de 500 años de una forma de vida, de entender la economía, la política, la naturaleza y el ser humano. Y tanto la izquierda como la derecha han surgido dentro de esa civilización moderna, de raíz burguesa. Por eso la izquierda, en muchos casos, también es burguesa e individualista, y no logra conectar con la visión comunitaria del pueblo profundo.
Necesitamos un nuevo paradigma. Hoy muchas izquierdas se han vuelto liberales, anarquistas, posmodernas, confusas, y eso deja a los pueblos sin respuestas claras. La derecha, en cambio, ofrece una narrativa firme sobre el bien, el mal, la familia, el deber y eso atrae.
La izquierda ha caído en el extremo de la modernidad, la posmodernidad, el relativismo, la ausencia de criterios. Por eso vemos este giro a la derecha. Para revertirlo necesitamos una izquierda no moderna.
La modernidad nos enseñó a soñar como la burguesía, tanto desde la derecha como desde la izquierda. Tenemos que aprender a soñar desde la comunidad, como lo han hecho las grandes espiritualidades de la Humanidad: con dignidad, justicia y bienestar para todos.
La izquierda se alejó de esa espiritualidad al rechazar la religión como "opio del pueblo", en una lectura pobre de Marx. Se divorció de lo sagrado y quedó atrapada dentro de la modernidad, que también es una forma de religión.
¿Cuáles han sido los avances o la condensación de lo que pasó con AMLO en México?
Podríamos hablar desde distintos niveles. Por una parte, el gobierno de AMLO no se planteó como algo particularmente revolucionario al inicio. Uno de sus lemas era: "vamos a limpiar la casa", porque el Estado era un aparato sumamente pesado y lleno de corrupción, un verdadero laberinto institucional.
La propuesta era poner orden, entender cómo funcionaba el Estado. Se trataba de hacerse preguntas básicas para delimitar funciones y establecer formas más eficientes de operar. El propósito era aligerar una institución corroída por la corrupción en todos sus niveles. El exceso de trámites facilitaba la pérdida de recursos en cada paso.
Otro caso fue el de las mafias en el sector salud. Las compras de medicamentos, los intermediarios, los revendedores, el desabasto... todo era un sistema opaco. El dinero se asignaba, pero las medicinas no llegaban. Era un proceso sumamente complejo y corrupto.
Y había otra idea muy poderosa: devolverle al pueblo de México la responsabilidad del Estado. Había un divorcio muy marcado entre el pueblo y las instituciones. Esa identificación fue muy fuerte. Por eso muchos salieron a defender el proceso, a defender al Presidente. AMLO no andaba rodeado de un ejército de seguridad, decía: "a mí me cuida el pueblo". Y el pueblo respondió.
En términos de justicia también hubo avances importantes y algo profundamente simbólico fue el trabajo con los migrantes. Cuando López Obrador iba a los Estados Unidos los migrantes salían a recibirlo, a abrazarlo. Levantó el rostro del pueblo. Nuestros presidentes anteriores siempre parecían mirar al suelo frente al presidente estadounidense. Era vergonzoso.
En América Latina igual se avanzó. Por ejemplo, con la reactivación de la Celac se volvió a convocar a los presidentes, a plantear la construcción de la Patria Grande, a recuperar esos ideales de unidad regional. Todo esto en medio de una época durísima: la pandemia por Covid-19.
Un paso clave fue involucrar a las Fuerzas Armadas no como cuerpos de represión, sino como estructuras de apoyo y servicio al pueblo. Asimismo, se impulsó mucho la producción científica y tecnológica, fabricar respiradores, producir medicamentos con base en necesidades reales. Antes el conocimiento se destinaba a las grandes transnacionales, que luego lo patentaban y nos dejaban sin acceso a esos avances. Era un saqueo financiado con recursos del pueblo de México.
El pueblo que tenemos en 2025 no es el mismo de hace seis o siete años, ha elevado su nivel de conciencia, de participación, de exigencia, de dignidad... y de militancia. Porque ya vimos que sí se pueden hacer las cosas. Y sobre esa base la gente ahora exige más.
¿Cómo se ajusta la formación política a estos tiempos de la web y de un mundo virtual al que estamos un poquito reacios a entrar del todo? ¿Cómo cautivamos a la juventud? ¿Qué necesidad hay de formar políticamente a los jóvenes?
Todavía estamos muy cortos en cuanto a formación política. La formación política no se trata solamente de dar argumentos, no vas a convencer a la gente únicamente con datos o con clases. También hay que tocar la emoción. Y eso, por ejemplo, en Venezuela lo tienen muy claro. Han trabajado muchísimo con los artistas comprometidos con la Revolución.
Eso no lo hemos sabido hacer en otros lugares, porque estamos demasiado centrados en el argumento racional y nos hace falta mucho trabajo en el plano sensible, estético. Nosotros tenemos mucho contenido, muchas ideas, pero no hemos querido apostar por lo estético. Y eso es imprescindible, sobre todo para llegar a los jóvenes. Ellos aún están muy marcados por la estética de Disneyland, que es altamente cautivadora -eso no es casual, han estudiado cómo conectar con las emociones de las personas-.
Pero no se ha querido invertir, se piensa siempre desde la lógica de la austeridad, aun cuando hay áreas donde se tiene que invertir. Una inversión bien dirigida puede encender un proceso que luego no se detiene. La comunicación y la cultura deben ser asumidas como elementos centrales del proceso revolucionario, y a menudo se dejan de lado.
¿Cuál es su opinión acerca del estado del pensamiento crítico y emancipador en nuestra América? ¿Cuáles son los grandes aciertos, cuáles son las limitaciones y los desafíos que tendríamos como continente como pensamiento social y político?
Pienso que este siglo es el siglo de la descolonización; tenemos que hacer procesos de descolonización en todas las áreas y en todas las ramas del pensamiento, porque precisamente la modernidad, este proyecto civilizatorio, implicó también una colonización, una colonialidad del pensamiento. No se trató solamente de que los españoles o los ingleses llegaran a nuestros territorios, sino de que dejaron estructuras, modos de vida y formas de pensar que aún reproducimos.
Podemos tener diálogos muy interesantes con otras culturas, pero primero debemos recuperar una mirada propia, porque sin esta mirada siempre nos vamos a ver inferiorizados.
Lo mismo ocurre con la estética: si me miro desde los cánones europeos voy a pensar que soy fea, porque no soy blanca y no tengo los ojos azules ni el pelo rubio. En lugar de reconocer la belleza que sí tengo, la que tiene cada cultura y cada cuerpo en su singularidad.
Eso implica definir un proyecto. Pero, ¿cuál es nuestro proyecto como pueblos? ¿A qué aspiramos en América Latina, en México, en cada uno de nuestros países? Eso es algo que tenemos que pensar en el contexto de un mundo en crisis: crisis climática, extinción de especies, deterioro de los ciclos del agua. Cualquier proyecto tiene que pensarse desde ahí.
Es en ese punto donde podemos encontrarnos con los demás pueblos del mundo. Podemos dialogar y construir procesos comunes, porque hay cosas que no están sujetas a negociación. La vida, por ejemplo, debe ponerse en el centro en todos los rincones del mundo. Y eso hay que entenderlo sin dejar de ser quienes somos. Todos necesitamos alimentarnos, pero cada quien come distinto: unos comen papa, otros maíz, otros arroz. Hay distintas formas de reproducir la vida, pero lo que no está en discusión es que todos tenemos que hacerlo.
Por eso necesitamos emprender un proceso de descolonización en todos los ámbitos. Y ese proceso va a ser duro, incluso doloroso, porque implica cuestionar nuestro ser burgués, moderno, colonial. El problema no está solamente fuera: no es solo Trump, ni el 1% más rico, ni las grandes potencias; también lo llevamos dentro, reproducimos esas mismas estructuras de dominación en lo cotidiano, en lo micro, seguimos replicando lógicas de guerra, individualismo, egocentrismo.
La descolonización nos permite reencontrar una mirada comunitaria, cuestionar las formas que hemos aprendido tras 500 años de colonización. Es imposible no haberlas aprendido, pero ahora toca desaprenderlas, porque este modo de vida nos lleva directo a la catástrofe.
Finalmente, ¿cuál es su idea de nuevo orden mundial? ¿Cómo ve lo que está ocurriendo?
Creo que ahora mismo estamos presenciando algo inédito: la caída de un imperio. Y lo curioso es que el Presidente de ese imperio es quien está colaborando -aunque sea involuntariamente- en ese proceso. Es una de esas contradicciones históricas que abren nuevas posibilidades.
Estamos viendo cómo China, que durmió una larga siesta -como decía Enrique Dussel-, regresa. La China milenaria que fue el centro del mundo durante siglos. De hecho, los reyes de Castilla buscaban llegar a China cuando se toparon con América, porque ahí estaba el corazón del comercio mundial.
Hoy ese centro vuelve a desplazarse hacia Asia. Pero lo interesante es que China no se comporta como un imperio en el sentido moderno o europeo del término ya que no vemos a China invadiendo países ni imponiendo su lengua; tampoco vemos ese tipo de relaciones coloniales.
Estamos viendo otros vínculos, otras oportunidades. Lo mismo con Rusia. Sergio Rodríguez Gelfenstein decía en una entrevista que en una reunión entre Putin y varios líderes africanos se les preguntó si alguno de sus países había sufrido alguna vez una invasión o sometimiento por parte de Rusia. Ninguno levantó la mano. Eso dice mucho.
Si Rusia está en guerra hoy no es porque quiera invadir Ucrania, sino porque fue orillada a ello. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) se le acercó demasiado, y eso era inviable para su seguridad. Pero tampoco tiene una visión imperialista.
China, Rusia no necesariamente se mueven desde la lógica imperial, lo que abre la posibilidad de otro orden mundial. Aún estamos jugando con las reglas del sistema capitalista moderno, eso no ha cambiado. Pero estas potencias están atravesando procesos de descolonización.
Ojalá podamos avanzar hacia nuevas formas de relación, porque hasta ahora las normas internacionales están regidas por un derecho moderno, occidental, capitalista, individualista. Un sistema de guerra de todos contra todos.
Estamos todos montados en el mismo planeta, volando por el Universo, y lo que le pasa a uno le afecta al otro. Tenemos que empezar a vernos como parte de un mismo ser, a pensarnos de forma comunitaria. Este podría ser un buen momento para hacerlo, para pasar de una sociedad occidental individualista a una comunidad planetaria solidaria que ponga al centro la reproducción de la vida.
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