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Estado español, EE.UU., Mundo :: 05/08/2025

La tiranía de las naciones pantalla

Rosa Miriam Elizalde
Para explicar por qué la droga es la pantalla, una cartografía del tsunami tecnológico que ha arrasado las dos últimas décadas, protagonizado por corporaciones gringas

En La tiranía de las naciones pantalla (Akal, 2025) el periodista andaluz Juan Carlos Blanco lanza una advertencia tan lúcida como inquietante: ya no somos gobernados por los estados, sino por plataformas digitales que han concentrado un poder económico, cultural y político que eclipsa al de muchas naciones y transforman a los ciudadanos en piezas de un experimento social a escala planetaria.

Con estilo sereno y seductor, el ensayo parte de una perplejidad fundamental: ¿cómo es posible que la adicción masiva a los teléfonos móviles no ocupe un lugar central en el debate público? Para explicar por qué la droga es la pantalla, Blanco nos ofrece una cartografía del tsunami tecnológico que ha arrasado las dos últimas décadas, protagonizado por corporaciones como Google (Alphabet), Meta (Facebook e Instagram), Amazon, Apple, Microsoft o X (antes Twitter). Unos pocos monopolios han asumido competencias tradicionalmente estatales sin haber sido jamás refrendadas por la voluntad democrática ni sometidas a mecanismos de rendición de cuentas.

Estas naciones pantalla, como las denomina el autor, deciden qué puede circular y qué debe ser silenciado en sus dominios digitales, mientras amplifican ciertos discursos y suprimen otros mediante algoritmos opacos e inapelables. No recaudan impuestos, pero imponen comisiones, tarifas o bloqueos que configuran un sistema cerrado, sin competencia ni supervisión. Espían, segmentan, penalizan y, en ocasiones, colaboran con actores políticos, como evidenció el escándalo de Cambridge Analytica, que dejó al descubierto la manipulación electoral orquestada desde el uso y abuso de los datos personales.

Han llegado incluso a sustituir funciones estatales: Google conoce mejor el estado del tráfico que la propia policía; Amazon resuelve disputas comerciales con más eficacia que muchas oficinas públicas, y Meta es capaz de orientar el debate político con mayor impacto que cualquier medio tradicional.

Blanco compara estas megacorporaciones con los viejos pulpos coloniales -la Compañía Holandesa de las Indias Orientales o la United Fruit Company- que ejercían un control fáctico sobre vastos territorios. Hoy la dominación se proyecta sobre ecosistemas digitales que condicionan la vida cotidiana de miles de millones de personas. Cada pantalla deviene en frontera invisible, y cada usuario, un súbdito voluntario que entrega soberanía a cambio de entretenimiento, comodidad o conexión permanentes.

Este inmenso poder opera sin contrapesos efectivos. Las naciones pantalla no rinden cuentas ante parlamentos, tribunales ni constituciones. Cuando violan nuestra privacidad, fomentan el odio o abusan de su posición dominante, raramente enfrentan consecuencias reales: las sanciones, como las aplicadas por la Unión Europea, son para estas empresas simples costos operativos. Su influencia es tal que pueden torcer políticas públicas, moldear imaginarios colectivos y alterar el curso de unas elecciones.

El autor identifica cinco consecuencias o pecados capitales de este nuevo régimen. La primera es la vulneración sistemática de la privacidad: hemos cedido nuestros datos más íntimos a cambio de servicios aparentemente gratuitos, sin calibrar las implicaciones de tal cesión. La segunda, la fragmentación de nuestra atención, capturada por diseños digitales concebidos para retenernos mediante estímulos adictivos. Le sigue la proliferación deliberada de la desinformación: no un fallo del sistema, sino un engranaje esencial de un modelo que monetiza la polarización. A ello se suma el derrumbe del periodismo tradicional, arrastrado por la lógica del SEO y la precariedad digital. Finalmente, la devastación del pequeño comercio, barrido por plataformas que imponen precios ínfimos y condiciones laborales cada vez más degradadas en nombre de la eficiencia.

Parte especialmente valiosa del libro es la que recoge las voces críticas desde dentro del sistema. El caso de Tristan Harris, ex diseñador de Google, o de Jeff Hammerbacher, ex directivo de Facebook, revela que aun algunos de los cerebros que diseñaron estos sistemas reconocen hoy su dimensión tóxica. Es deprimente que las mejores mentes de mi generación estén pensando en cómo lograr que la gente haga clic en anuncios, llega a decir Hammerbacher. El propio Harris compara los centros de control de Google con salas de mando conductual sobre mil millones de personas. Son los arrepentidos de Silicon Valley, figuras claves para comprender que el problema no es tecnológico, sino moral, político y estructural.

Sin caer en el rechazo simplista de la tecnología, Blanco reconoce los beneficios que ha traído en la medicina, la educación o el acceso al conocimiento. Pero advierte que esos avances no deben servir de coartada para naturalizar la subordinación. Frente al embrujo tecnolibertario, promueve una ciudadanía crítica, activa y organizada, capaz de recuperar el control sobre su vida. Y exige, desde lo político, marcos regulatorios e instituciones que pongan límites a la concentración de poder de estas corporaciones.

La tiranía de las naciones pantalla (https://acortar.link/ZrdASx) es un llamado urgente a la acción. Juan Carlos Blanco propone romper el hechizo de la pasividad, desmontar el relato de la inevitabilidad tecnológica y reivindicar un horizonte en el que las herramientas digitales estén al servicio de los seres humanos, no al revés. No se trata de apagar las pantallas, sino de dejar de vivir arrodillados ante ellas.

cubadebate.cu

 

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