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EE.UU., Cuba :: 20/11/2017

Los ciclos de la CIA

Mario Benedetti
Artículo publicado en 1976, después del atentado al avión de Cubana de Aviación. Sobre los curiosos retrasos de la prensa burguesa en informar según qué cosas

Publicado originalmente en la 'Revista Casa de las Américas' nro. 99, en octubre de 1976. Apareció con la siguiente nota: "Con motivo de la nueva y salvaje agresión yanqui contra Cuba, de resultas de la cual un avión de Cubana de Aviación fue destruido en pleno vuelo sobre el mar Caribe, el pasado 6 de octubre, el compañero Mario Benedetti publicó el artículo que aquí reproducimos, con carácter emergente".

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Hace ya varios días que Henry Kissinger desmintió enfáticamente que el gobierno norteamericano haya tenido intervención en el desastre del avión cubano que costó la vida a 73 personas. Confiable o no, tal declaración era, sin embargo, bastante previsible.

La historia contemporánea enseña que EE.UU. jamás reconoce sus fechorías. Por lo común transcurren varios años antes de que algún sagaz periodista del 'Washington Post' o del 'New York Times', publique la previsible y sensacional serie de artículos, denunciando la participación de la Agencia Central de Inteligencia en tal o cual atentado (exitoso o fatídico) o en tal o cual golpe militar (generalmente exitoso).

Sólo entonces aparecen los no menos previsibles senadores de la oposición (demócratas, si el gobierno es republicano; republicanos, si el gobierno es demócrata) que, haciéndose eco de las denuncias periodísticas, promueven una exhaustiva investigación, que por supuesto va a demostrar con pelos y señales, y también con grabaciones y fotografías, la culpabilidad de la famosa Agencia. Una vez alcanzado ese punto de ebullición, es fácil incluir en el horóscopo el capítulo subsiguiente: aparecerán como por encanto comentaristas internacionales, periodistas de nota, locutores de radio y televisión, premios Nóbel, escritores de la OEA, todos los cuales echarán a vuelo sus campanas para elogiar hasta las lágrimas la vigencia del Derecho en el sistema democrático de Estados Unidos, capaz de detectar en sí mismo sus transgresiones, sus trampas, sus mentiras, sus crímenes, y, como si eso fuera poco, nombrando a los culpables por sus nombres y seudónimos.

Y cuanto más repugnante haya sido el crimen del pasado, más meritorio y paradigmático se vuelve el arrepentimiento del presente. Con semejante puntillazo final, y aunque ninguna de esas esplendorosas virtudes sirva para que los asesinados resuciten, el terreno queda listo para empezar a preparar la próxima eliminación de dirigentes de izquierda, el próximo estallido de un avión de pasajeros, el próximo atentado a embajadas del Tercer Mundo, y así sucesivamente.

Como es lógico, cuando alguno de esos planificados nuevos golpes de la CIA tengan lugar, ya saldrá el doctor Kissinger (o quien lo sustituya) a negar enfáticamente la participación de su gobierno, y solo tres años después un periodista avezado descubrirá por fin que efectivamente fue la CIA la inspiradora del crimen, y aparecerán senadores de la oposición que etc., etcétera.

Es probable que este ciclo histórico no nos traiga el recuerdo del esquema de Toynbee, pero sí el del cuento del pastor mentiroso. No importa que en esta variante el mentiroso sea el lobo. Así, si el doctor Kissinger dijera la verdad (todo es posible en la dimensión desconocida), tenemos el derecho de no creerle. Los asesinatos de Mossadegh, Lumumba, Schneider (con una participación de la CIA que en su momento fue negada enfáticamente por Washington, y vergonzantemente admitida unos años más tarde) autorizan la desconfianza.

Sin embargo, en esta ocasión hay un elemento adicional, al que no prestaron atención las declaraciones de Kissinger. En el discurso del 15 de octubre, pronunciado frente a un millón de cubanos en la Plaza de la Revolución, el Primer Ministro Fidel Castro reveló los textos de varios mensajes en clave enviados últimamente por la CIA a uno de sus presuntos agentes en La Habana, y agregó que dicho "agente", durante la friolera de diez años, había comunicado al gobierno revolucionario todos los mensajes recibidos.

Frente a los textos, la intención de los mensajes no admite dudas: otra vez anda la CIA en la planificación de nuevos atentados contra los dirigentes cubanos. La minuciosidad con que fueron transcritos los mensajes, más la concreta referencia a que el presunto espía debía colocar un micrófono en el despacho de una figura tan relevante y tan cercana al Primer Ministro como Osmany Cienfuegos, quizá haya permitido al gobierno norteamericano --antes o después de la enfática negación-- comprobar la veracidad de la denuncia.

En el estilo de una diplomacia tan avezada como la de Washington, un acto político de esta naturaleza y de esta gravedad debe tener una explicación coherente. Solo un ingenuo incurable podría suponer que en realidad existen, entre la CIA y el gobierno norteamericano, tantas contradicciones como señalan algunos expertos. Desde su creación misma, un organismo como la Agencia Central de Inteligencia existe lógicamente para servir al sistema. Téngase en cuenta, además, que el capitalismo norteamericano se ha visto obligado a retroceder en dos continentes: Asia y África. Las derrotas en Vietnam y en Angola han tenido una importancia que sobrepasa su significado estrictamente militar, que no es poco. Ha sido sobre todo una derrota de influencias. Sin perjuicio de que aún quedan, en África y Asia, virtuales enclaves de Estados Unidos, es innegable que la América Latina (pese a la irreversible presencia de la Revolución Cubana y a la política independiente que procuran desarrollar otros países del área) sigue siendo su principal zona de influencia económica y militar.

A partir del pinochetazo, las fórmulas subsidiarias de la Alianza para el Progreso han sido reemplazadas por el fascismo dependiente, y no es necesario recurrir a conjeturas o presunciones para saber que Washington es el principal sostén de ese fascismo y sus expresiones "naturales" la tortura, la represión indiscriminada, la violación de derechos humanos. Si el Pentágono convierte, con eficacia y regularidad, a miles de oficiales latinoamericanos en refinados expertos en tortura, ¿por qué va a ser increíble que la CIA prepare y ejecute atentados contra figuras aglutinantes de la izquierda continental, o que haga explotar en vuelo aviones de pasajeros? Es coherente que, con esas criminales intervenciones, la CIA sirva a los sagrados intereses del sistema.

La repulsa internacional al sabotaje aéreo del 6 de octubre implica para los Estados Unidos un tremendo precio político, y no es descabellado pensar que tendrá alguna influencia en las elecciones norteamericanas del 2 de diciembre. Seguramente será Ford quien verá más dañada su imagen con ese dato imborrable, ya que después de todo el presidente es el responsable de las luces y las sombras de su administración. Lo cierto es que en la estructura misma de la CIA hay una inhumana concepción del mundo, que convierte a 73 hombres y mujeres en meros objetos desechables. Pero también hay que reconocer que esa concepción no es patrimonio exclusivo de la CIA, siniestro fénix que siempre renace, no de las cenizas propias, sino de las cenizas de sus víctimas.

Esa concepción corresponde más bien al sistema que hace posible la CIA. Y esto lo sabe, mejor que nadie, el mismísimo doctor Kissinger, entre otras cosas porque tanto sus enfáticas negaciones como los innegables crímenes de la CIA, son bisagras complementarias del mismo y despiadado mecanismo.

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