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Estado español, Estado español :: 17/08/2019

Desgracia, tragedia y clase

Belén Gopegui
La responsabilidad y la culpa de que la tragedia se convierta en desgracia procede de quienes tienen poder

Todas las personas somos frágiles, a todas las personas nos pueden ocurrir roturas leves y también tragedias. Pero no todas las tragedias se convierten en desgracias. La desgracia tiene un componente de clase. La desgracia es lo que sucede cuando no hay respaldo patrimonial ni una red pública que dé apoyo.

Dicen que la comedia es tragedia más tiempo, basta con que Romeo y Julieta pasen un tiempo viviendo juntos para que aquellas palabras que se decían antes de levantarse —“mira, amor, qué envidiosas franjas ciñen las nubes dispersas allá a oriente: las candelas de la noche se han extinguido, y el jovial día se pone de puntillas en las neblinosas cimas de las montañas”— resulten cómicas.

Ahora bien, ocurre que en determinadas circunstancias, casi siempre marcadas por la clase, tragedia más tiempo se convierte en desgracia y no hay narración ni cámaras que se ocupen de lo que está pasando: aquella caída trágica desde una escalera, aquel diagnóstico trágico en el despacho de un hospital, aquel trágico destino abocado al paro o a un encadenamiento de trabajos mal pagados, aquella depresión o aquel dolor de espalda duran, y las redes públicas recortadas llenas de grandes personas voluntariosas no bastan, y no hay estructuras sociales para cada persona herida, parada, hundida, y la vida, a menudo la de toda una familia y su entorno, se convierte en desgraciada.

La literatura, el cine, las series, abundan en historias que ensalzan las redes de las clases populares, las que se forman al margen de la administración pública y del dinero, solo por la conciencia del valor de la solidaridad y la alegría. Es habitual que las comparen con las relaciones de la clase dominante: al funeral por la muerte trágica de un vecino en un barrio popular acuden vecinas y vecinos, y hay apoyo, afecto, vida, mientras que el funeral del rico transcurre en un entorno envarado, nadie lleva un perolo con rosquillas o con salmorejo para la vigilia, todos miden la cuota de poder de los asistentes y se relacionan en función de ella.

Acierta un poco la ficción. Esas redes populares existen y son sagradas. Pero sucede que el tiempo es cruel y los cuerpos limitados. Se cuida un día, se cuida cien; sin embargo, quien cuida también ha de ser cuidado porque, si no, se rompe, y entonces ya hay dos desgracias o cinco, o un barrio al completo. No existe, me parece, otro sentido más cierto de lo que significa ser un animal social que crear, y después alimentar y dar continuidad y fuerza, a esas redes con las que la desgracia individual se convierte en fragilidad compartida. El capitalismo las devora tanto como devora la sociedad. Y evitarlo no siempre es cuestión de voluntad ni de conciencia de quienes resisten.

La derecha, la extrema derecha y la parte más reaccionaria de la socialdemocracia mienten hoy a las personas desgraciadas cuando les dicen que la responsabilidad de su desgracia es suya o de otras personas más desgraciadas que ellas. La responsabilidad y la culpa de que la tragedia se convierta en desgracia procede de quienes tienen poder y lo usan para destruir la sanidad pública, el apoyo a la vulnerabilidad, el cuidado de las gentes, la cultura de los saberes compartidos, las capacidades que anidan en cada persona, los bienes comunes, la tierra que habitamos. Juegan con ventaja, pero que tengan cuidado porque llegará el día en que el enjambre de personas desgraciadas se levante en medio de la pena sin nada que perder salvo su propia desesperación.

El Salto

 

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