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Països Catalans, Estado español :: 01/02/2021

El deseo y la construcción política

Sara Pérez

«Deseo implica necesidad; es el apetito de la mente, y tan natural como el hambre al cuerpo [...] la mayoría (de las cosas) deben su valor a que satisfacen las necesidades de la mente»

Karl Marx, citando a N. Barbon, en El Capital

En la construcción de una sociedad mejor, nos encontramos con innumerables obstáculos. Las condiciones materiales de existencia, los trabajos agotadores, las preocupaciones permanentes, la mala alimentación, peor descanso, estrés continuo. El miedo al paro y la miseria y el miedo por los nuestros. La salud menguante. La violencia diaria. La lucha por la supervivencia que se une al individualismo, el aislamiento y el miedo a los otros. La falta de referentes y el desconocimiento de la historia de nuestros triunfos como clase.

Las personas que estamos convencidas de que un mundo mejor no sólo es posible, sino que es necesario nos damos a menudo de bruces con el muro de la apatía y la desconfianza de nuestros compañeros y compañeras. Sabemos que tenemos razón en lo esencial, aunque no tengamos respuestas para todo, pero a veces ese muro parece insalvable. Y una pregunta acaba tomando cuerpo ¿por qué no estalla todo? Y nada estalla, por lo menos por ahora. Y cunde el desánimo. Cada vez es más difícil mantener la alegría y la esperanza, la determinación y el trabajo constante y nos arrastra el mismo derrotismo que queremos combatir.

La culpabilidad puede intentar convencernos de que no somos lo suficientemente buenas o capaces y aunque nunca está de más examinar críticamente nuestra actividad política, lo cierto es que el desánimo generalizado ni es casual ni es puramente individual. Echemos un vistazo a la cuestión.

La vivencia de la clase obrera y las clases subalternas tiene siglos de antigüedad. La subordinación no sólo tiene una cara digamos material: las humillaciones e injusticias, la discriminación y la explotación, la falta de libertad, la violencia. Construida sobre ese engranaje social y económico material, la clase parasitaria, constituida en su día por reyes y príncipes, recurrió a una justificación ideológica. Históricamente, en Europa, fue la religión católica, configurada en torno a la figura de un dios todopoderoso y omnisciente, quien se ocupó de justificar la subordinación a la ley y la moral, postergando la aspiración por un mundo mejor a la vida después de la muerte. A pesar de las permanentes revueltas, muchas veces desconocidas, lo cierto es que la ideología de las clases dominantes permeó durante siglos a las clases subordinadas, prestas, como el buen esclavo, a aceptar su condición, convencidas de su propia incapacidad.

Si los reyes y los príncipes han sido sustituidos por CEOs, gerentes y un ejército de altos funcionarios y politicastros, el dios que todo lo ve ha sido sustituido por un cuerpo de leyes que han ido mermando la esfera de lo social y la capacidad de los y las trabajadoras de intervenir en ella. Seguimos sintiéndonos incapaces de autogobernarnos, incapaces de discernir lo que es bueno de lo que es malo para nosotros, porque no somos “expertos”. El papel de “los expertos” durante este último año a la hora de definir lo correcto durante la pandemia es extremadamente clarificador. Hoy la moral y la ley parecen nacer del dictado científico, cuyos preceptos marcan la barrera entre lo normal y lo patológico como si disfrutaran de una neutralidad absoluta, exenta del peso de cualquier ideología. La ciencia se ha erigido como nuevo gurú al que seguir, la nueva religión. Es el gobierno de los tecnócratas.

La convicción de nuestra propia incapacidad lleva, en un contexto en el que las organizaciones políticas de clase brillan por su ausencia, a la renuncia a intervenir en la esfera social, política. La falta de un espacio donde constituirse como sujeto político conduce aretranquearnosen lo individual, en lo familiar, en el consumo de mercancías como fetiche y en la simulación que propician las redes sociales. La situación es peor para quién no alcanza a ganar para vivir, mucho menos para aparentar: el discurso del poder, que se ha convertido en el sentido común a fuerza de propaganda, culpabiliza al individuo por su situación, negando la responsabilidad de un sistema que necesita dejar a cada vez más gente en el arroyo para funcionar.

La decepción respecto a lo social, como ya escribía Freud en El malestar en la cultura, conduce a una agresividad en el individuo que puede plasmarse en una violencia hacia sí mismo (en términos de depresión, abuso de sustancias o psicosis) o en una violencia hacia fuera espoleada por el miedo a los demás. El individuo se fragiliza en sus relaciones con los otros. La esfera de lo social se convierte en el lugar que cuestiona que aquel que decimos ser corresponda con la persona que somos en realidad. Los modelos con los que nos bombardean no provocan revueltas, sino el silencio de quien teme no ser aceptado. Y el individuo es incapaz de darse cuenta de la terrible realidad: su situación se acerca más a la de las personas que desecha el capital que al hombre ideal que ensalza la sociedad capitalista.

El aislamiento viene dado en nuestras sociedades por el recurso al goce constante producido por la adquisición de objetos fetiche. El aumento gradual de las relaciones mediadas por redes sociales o simplemente mediatizadas por imágenes, pone de manifiesto que la esfera del Parecer substituye el papel que tenía otrora la del Tener. Sin que esta esfera -la del Tener- haya perdido su vigencia efectiva en el mundo de las relaciones directas interpersonales como fuente de reconocimiento y adquisición de estatus social. Esta situación resulta un caldo de cultivo favorable para el aislamiento mayor de los individuos en su puro narcisismo.

El malestar propio de la vivencia diaria de la explotación y la opresión, así como las consecuencias del aislamiento social encuentran una cura prometida en la psicología. El vademécum contemporáneo se encuentra centrado en la vehiculización estadística al amparo de modelos de conducta que no hacen más que frustrar sobremanera al individuo, conduciéndolo a quedar registrado como sujeto ejemplar del manual DSM (Diagnostic and Stadistical Manual of Mental Disorders) presto para encasillar al deseante y ligarlo a alguna patología mental diagnosticable y medicable.

Mientras, los nuevos logros en psicología, neurología y física aplicada a la mente se aplican a las llamadas ciencias de la educación que se plantean cómo hacer, pero no porqué, ni para qué. Pocos son los que se plantean los verdaderos motivos de este giro: la transmisión de subalternidad, la creación de futuros adultos dependientes, de subordinados conformistas, de perpetuadores de antiguas jerarquías y antiguos valores en los que la justicia y la igualdad no aparecen más que de modo asistencial y terapéutico y no en aras de la búsqueda de la emancipación de sociedades que difícilmente podrán llegar a ser más justas al fomentarse el infantilismo y el sometimiento al orden sea cual sea. El reconocimiento queda reservado al ámbito de la autorrealización que a su vez es sólo para aquellos que se lo pueden pagar.

Desde la mayoría de la "izquierda", la única unión que se propone es sobre la base de las diferencias. Cualquier manifestación pública no es más que una reunión de diferentes, una multitud evanescente de la que difícilmente puede provenir cualquier cambio efectivo. Esta reunión de intereses individuales diluye su efecto revolucionario a diferencia de lo que sucedía con la clase, que por su posición en el ámbito productivo está llamada a ser el sujeto de las grandes revoluciones.

La clase obrera ha querido ser reducida, desde ideologías que nacen del poder, aunque esto no siempre se sepa, a un conjunto de trabajadores hombres, blancos, de sectores estratégicos. Sin embargo, la clase trabajadora ha sido siempre diversa, siempre compleja y en continuo cambio. Siempre ha estado constituida por hombres y por mujeres, por nacionales y por extranjeros, por trabajadores cualificados y no cualificados, unos cobrando más y otros menos. Esas diferencias objetivas no han impedido históricamente identificarse con el otro, organizarse conjuntamente y luchar por las reivindicaciones de cada individuosen la lucha común. Al contrario. Ha sido gracias a esa organización conjunta que se han podido reconstruir los puentes, entender al otro, solidarizarse y asumir que la lucha de cada grupo es parte imprescindible e irrenunciable de la lucha del conjunto de la clase.

Estamos inmersos en una crisis económica comparable a la del 29, el capitalismo en su época de senilidad no tiene respuestas para las necesidades de la clase trabajadora. Ya se van dando pequeñas explosiones, nacidas del más absoluto de los malestares, en barrios y empresas, que muchas veces pasan inadvertidas. La clase trabajadora es una olla a presión y el desánimo que ahora constatamos puede virar rápidamente en enfrentamientos y revueltas abiertas. El problema no son nuestros compañeros y compañeras de clase. El problema lo tenemos nosotros, nosotras, quienesnos decimos militantes. ¿Cuál es la propuesta que tenemos para que el deseo de las y los trabajadores de vivir una vida que merezca ese nombre se traduzca en un proyecto político con potencial emancipador? Lo cierto es que las respuestas brillan por su ausencia o se limitan a repetir fórmulas que ya deberíamos saber que no funcionan.

Movimientos sociales que se manifiestan ante las instituciones del mismo Estado que nos niega el pan y la sal por reivindicaciones parciales con pocos días de diferencia, conflictos laborales aislados, direcciones sindicales desorientadas y mortecinas, o bien perdidas o bien traidoras, renuncia a la independencia de clase por una subordinación a proyectos electorales renovadores de hegemonía burguesa. ¿O acaso no fue el 15M el que acabó llevando a Podemos al Gobierno y a la CUP al Parlament, para que 10 años después no hayan servido más que apuntalar gobiernos burgueses que siguen profundizando las desigualdades, la falta de democracia, la represión y el centralismo? Superar elactual estado de cosasno es tarea de corto plazo, ni se puede depositar la superación de esta suma de abandonos en el puro espontaneísmo de la acción política.

La apatía de nuestra clase nos interpela directamente. La culpa no está afuera, las razones están adentro de nuestros espacios militantes, como también la posibilidad de cambiar. No sólo para vencer el desánimo, sino también para que los movimientos contra la explotación y la opresión no tomen un cariz reaccionario. El deseo de estar mejor está, adormecido, pero está. Las respuestas que propone el sistema no son respuestas, son callejones sin salida. Si nuestro deseo es suficientemente fuerte, entonces la reflexión sobre la práctica se impone. Cambiar nuestra forma de intervenir, luchar a muerte por la independencia y la unidad de clase, bajar al barro y recuperar la iniciativa, está en nuestra mano.

Pero nuestro deseo no será lo suficientemente fuerte mientras no resolvamos nuestra actitud frente a la posibilidad cierta de la muerte propia y la de nuestro entorno en la praxis cotidiana, ya sea en combate abierto con el enemigo o en sus salas de tortura. Esto nos lleva a tener que resolver donde reside la vida plena, es decir la revolución. ¿Es en el proceso de construcción del momento revolucionario o enla toma del poder y la construcción del socialismo propiamente? En realidad, en los tres momentos, también en el hoy, con todas las limitaciones, contradicciones y frustraciones. Pero hay que estar dispuesta a aceptar que, en gran medida, la mayoría de los revolucionarios y revolucionariascaemos más pronto que tarde, mucho antes de llegar a ver la sociedad mejor que queremos construir.

Contra el sin sentido de la muerte, el individualismo, el egoísmo y la supervivencia individual, nuestra propuesta nace del deseo individual vinculado al bienestar del colectivo. Nuestra actividad política tiene que vincular el deseo a la esfera del amar, como goce activo que nace del intentar un cambio político radical. Ni cosas inútiles, ni aparentar ser lo que no se es, ni la lucha encarnizada contra todo y contra todos por sobrevivir abandonando la ética. Propuestas serias, creativas y liberadoras, un camino que haga nacer cada día una nueva forma de relacionarnos usando lo mejor de cada individuo y una lucha sin cuartel contra quienesque nos quieren subyugar.

Decía el Ché:

“El revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad. Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos, a las causas más sagradas y hacerlo único, indivisible. No pueden descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde el hombre común lo ejercita.

Hay que tener una gran dosis de humanidad, una gran dosis de sentido de la justicia y de la verdad para no caer en extremos dogmáticos, en escolasticismos fríos, en aislamiento de las masas. Todos los días hay que luchar porque ese amor a la humanidad viviente se transforme en hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo, de movilización.”

No nos dejemos vencer antes de empezar, no nos quedemos con la superficie de las cosas. Vamos a por todas. No hay tiempo que perder, las condiciones están dadas, ¡sólo faltamos nosotros!

Sara Pérez es militante de Trinchera

 

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