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Andalucía :: 24/04/2004

El valor económico del agua

La Haine - Sevilla
Es preciso superar la mitificación "productivista" heredada del siglo pasado, para pasar de una interpretación del agua como puro factor productivo, a su consideración como "activo ecosocial público".

Durante el presente siglo se ha tendido a valorar el agua como un simple recurso productivo, relegando al olvido otros muchos valores de carácter ambiental y social que posee, y que hoy es ineludible considerar. Sin embargo, aunque resulte sorprendente, este enfoque raramente se ha visto avalado por un análisis económico. Analizábamos en Arrojo (1996) esta aparente contradicción entre la valoración "productivista" del recurso, y el desprecio por aplicar el análisis económico a la planificación y gestión del mismo. "La obviedad del consenso social sobre la bondad intrínseca de hacer presas, canales y regadíos ha situado tradicionalmente la oportunidad de aplicar el análisis económico a la política hidráulica en niveles tan irrelevantes como los de aplicarlo a los planes de alfabetización o de sanidad. La cuestión del agua ha sido "cosa de ingenieros", como la sanidad "cosa de médicos", además de "cosa de políticos", por cuanto, al fin y al cabo, era el Estado quien ponía los fondos. El único interrogante económico a resolver era el de si "había dinero o no en los presupuestos públicos".
Hoy ese enfoque es insostenible, y se hace necesaria una valoración económica rigurosa que parta de la contabilidad y análisis de los costes y beneficios que se derivan del uso del agua como factor productivo, tanto en el sector agrario, como en el industrial y en el de servicios (incluyendo el suministro urbano en éste último).
Desde esta perspectiva, la valoración del agua en función de los costes que induce su disponibilidad debería ser, cuando menos, un punto de partida. Amortización de infraestructuras, junto a costes de mantenimiento y gestión de los sistemas de regulación, transporte y distribución serían, en este sentido, la base del valor económico de los suministros urbanos, industriales y agrícolas
Ahora bien, el valor económico de un bien no depende sólo de los costes que exige su disponibilidad, sino también de su utilidad y escasez. En el caso del agua, la utilidad implica, cada vez de forma más relevante, considerar la calidad del recurso, pues tanto la productividad en sus diversos usos (agrarios, industriales, domésticos y sanitarios), dependen en gran medida de sus características físicoquímicas.
Por otro lado, la creciente valoración de las funciones ambientales del agua y de su trascendencia sobre el entorno que nos rodea y nos sustenta, así como de los servicios ambientales que brindan y sus repercusiones sobre nuestra salud y calidad de vida, exigen una profundización del concepto de "valor económico del agua". Hoy en día no basta con pasar de la mitificación productivista (todavía vigente) a una valoración económica más rigurosa del recurso como factor productivo, sino que es necesario reconceptualizar el valor del agua, como el de un "activo ecosocial" (Aguilera, 1994; Arrojo, 1998).
Tres son pues, a mi entender, las líneas en las que hay que plantearse la valoración de las aguas:
- Valoración económica rigurosa de los usos productivos actuales y sus potencialidades.
- Valoración ambiental y social de nuestro patrimonio hidrológico.
- Valoración de la calidad de las aguas.

LA VALORACIóN ECONóMICA RIGUROSA DE LOS USOS PRODUCTIVOS ACTUALES Y SUS POTENCIALIDADES
A finales del siglo XIX y principios del XX se producen en España y en EEUU nuevas propuestas en materia de política y estrategia hidráulica, que rompen con el enfoque liberal tradicional vigente en aquel entonces. Éste, centraba la explotación de los recursos naturales (y en particular, de los recursos hídricos) en la iniciativa privada, como motor del desarrollo económico. Tanto los mormones ilustrados que lideran en EEUU el impulso de grandes obras hidráulicas como base para la colonización de las estepas del medio oeste y del oeste norteamericano, como el movimiento Regeneracionista en España, que bajo la divisa de "Escuela y Despensa" promueve la modernización del país, propugnan un nuevo enfoque en materia de aguas. En él, el Estado pasa a cumplir un papel esencial como promotor y financiador de esos grandes proyectos, que la tecnología de la época ya permitía y que los planes de desarrollo agrario e industrial exigían. Las grandes obras públicas constituyen entonces la base de un modelo de desarrollo económico en el que las utilidades productivas del agua son la clave esencial.
Nace así una perspectiva "productivista" de la política hidráulica, plenamente justificada tanto en el contexto de la expansión colonizadora de los EEUU, como en el de la modernización y lanzamiento de un modelo de desarrollo en la deprimida y desmoralizada España de finales del siglo XIX. Este paradigma se extendió, y ha mantenido su vigencia durante gran parte de este siglo, permitiendo abrir nuevos horizontes de progreso.
Sin embargo, varios son los factores que han hecho cambiar el contexto de racionalidad económica de los grandes proyectos de regulación y nuevos regadíos que en muchos casos, particularmente en España, están planteados desde principios de siglo:
- La evolución de la estructura económica y su reflejo en el diferencial de precios agrarios.
- El efecto de la rápida liberalización del comercio internacional.
- La natural elevación de costes marginales y la consiguiente disminución de beneficios marginales.
La evolución de la estructura económica y su reflejo en el diferencial de precios agrarios
La drástica transición que se ha producido, sobre todo en los países desarrollados y en particular en España, desde una sociedad agraria hacia una economía industrial y de servicios, ligada al desarrollo urbano, ha perfilado una estructura económica general en la que mantener el discurso tradicional de que el desarrollo agrícola, a través del gran regadío, es la base del futuro económico contradice los datos reales y carece de sustento argumental serio.
En definitiva, el sector agrario en España apenas si genera hoy el 6% del Valor Añadido Bruto (VAB) total, y sostiene al 9,5% de la población activa (ver cuadro 1).
Cuadro 1
España Agricultura Industria Construción Servicios
Ocupación en miles de hab. 1.120 2.473 1.078 7.177
% sobre total del empleo 9,5 21 9,1 60,4
VAB en miles de millones 3.027 12.950 4.838 40.109
% sobre el total del VAB 5 21,3 7,9 65,8
Fuente: Encuesta de Población Activa 1994 y Renta Nacional del Servicio de Estudios del BBV (1992-93).

Es obvio que existen otros valores sociales, de equilibrio territorial y ambientales, que confieren complementariamente al sector agrario una relevancia sin duda muy superior a la que reflejan las escuetas magnitudes macroeconómicas. Pero, en cualquier caso, estos datos deberían cuando menos servir para desterrar de una vez la mitificación demagógica de corte productivista -falsamente económica- que presenta a la agricultura como la columna vertebral de nuestro futuro desarrollo económico.
A lo largo del presente siglo, en España, las potencialidades productivas del agua dentro de la llamada "Revolución Verde" han crecido espectacularmente de la mano del avance tecnológico, mejorando la eficiencia productiva y, por tanto, su valor económico. La introducción masiva de abonos y la mecanización hicieron crecer en más del 100% la productividad de los regadíos de interior en tan sólo 30 años; valgan, como referencia, los datos de una región tradicionalmente agraria como Aragón, en el Valle del Ebro, que elevó la productividad de 26.481 ptas/ha en 1950 a 58.156 ptas/ha en 1980 (a precios de 1975) (Pinilla, 1996). Sin embargo, la evolución del sector a nivel, no simplemente productivo, sino económico, dista mucho de ser tan optimista, especialmente en los últimos decenios, ya que la evolución de los costes respecto a los precios de venta finales ha ido estrechando márgenes y beneficios.
La evolución histórica desde una sociedad de base agraria hacia una sociedad desarrollada industrial y de servicios ha impulsado una progresiva devaluación de la actividad agraria respecto al conjunto de las otras actividades económicas. Basta al respecto ver el cuadro 2 para constatar hasta qué punto la inflación de los precios agrarios se ha ido quedando por detrás de la evolución general de precios.
Cuadro 2. Contraste de la inflación agraria respecto al índice general de precios en España
(Referencia 100 en 1990)

Períodos Índice precios agrarios (IPA) Índice gral. de precios (IGP)
Promedio 1976 31,59 20,59
Promedio 1981 56,74 47,03
Promedio 1986 84,86 79,52
Promedio 1990 100,00 100,00
Promedio 1994 109,61 122,87
Período 1976-1994
Incremento IPA: 78,02
Incremento IGP: 102,28
Inflación agraria acumulada: 247% Inflación gral. acumulada: 497% Diferencia inflación: 250%
Fuente: Instituto Nacional de Estadística (INE).

Los efectos de la rápida liberalización del comercio internacional
Tras el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea (1986), la acelerada evolución de los mercados, en un contexto de creciente liberalización del comercio internacional, no ha anulado este proceso de devaluación de la actividad económica agrícola, si bien la política de subvenciones de la Política Agrícola Común (PAC) ha amortiguado coyunturalmente sus efectos.
La necesidad de los capitales transnacionales de romper el molde de las tradicionales fronteras de los estados, tiende a abrir el marco económico a un nivel planetario, en el que se vienen recomponiendo aceleradamente la división de funciones y actividades productivas. Se desplaza hacia países menos desarrollados la especialización en sectores primarios, actividades intensivas en mano de obra no especializada y procesos productivos con fuertes impactos ambientales. Todo ello está induciendo cambios y quiebras socioeconómicos, tanto en los países más ricos como en los menos desarrollados, cuyas perspectivas son inciertas, dada la falta de articulación política ante ese nuevo marco económico mundial.
Los acuerdos del GATT han impulsado la liberalización de los mercados agrarios, lo que ha situado a la agricultura española, y en particular a buena parte de sus regadíos, ante perspectivas de precios a la baja y escenarios sumamente competitivos, que tienden a agudizar esa diferencia en la evolución de los precios agrarios respecto al nivel general de la inflación que ha venido devaluando la actividad agraria.
Ello ha hecho que la integración en la Comunidad Europea no haya permitido privilegiar mercados para los productos agrarios españoles en la medida de lo esperado. De hecho, durante el período 1986-1994 el diferencial inflacionario de los productos agrarios ha acumulado 25,5 puntos porcentuales (29% la inflación agraria frente al 54,5% de la inflación general).
Este fenómeno de devaluación relativa del sector agrario ha llevado a alterar drásticamente la realidad del sector en su conjunto, y la del regadío en particular. Pero además, tanto la política de precios agrarios en el seno de la Unión Europea, como los compromisos de liberalización del comercio internacional firmados en el GATT, inducen perspectivas de continuidad del fenómeno. Esto puede llevar a que la viabilidad económica de los proyectos de nuevos regadíos de carácter extensivo, no sólo se cuestione hoy en día, sino que tenga perspectivas de futuro todavía peores.
La ley de los costes marginales crecientes y los beneficios marginales decrecientes
La ley de los costes marginales crecientes y los beneficios marginales decrecientes plantea en la actualidad la necesidad de una inflexión en la política hidráulica por razones económicas. Como es natural las mejores cerradas, en general, fueron ya usadas en el pasado, forzando en los nuevos proyectos dimensiones de obra y costes crecientes que, por otro lado, contrastan con decrecientes incrementos marginales de regulación de caudales. Un caso paradigmático lo constituye el proyecto de recrecimiento de Yesa (Pirineo) en el que, aunque la capacidad pasaría de 470 hm3 a 1.525 hm3 (es decir un 225% de incremento), el volumen regulado, que es lo que realmente interesa, pasaría de 965 hm3 a 1.252 hm3, es decir, apenas un 30% de incremento.
Si nos referimos a los nuevos grandes proyectos de regadío, las perspectivas son similares: crecientes costes marginales derivados de mayores distancias y dificultades orográficas, frente a beneficios marginales que tienden a restringirse a causa de las peores calidades de suelo u otras circunstancias productivas. Por todo ello hoy, en la mayoría de proyectos de nuevos regadíos, los costes marginales superan a los beneficios marginales esperables.
Otro capítulo fundamental en el que suelen dispararse los costes de una gran obra hidráulica de regulación es el que se refiere a los impactos sobre las expectativas socioeconómicas de los territorios de montaña afectados. Son, en definitiva, lo que podríamos denominar "costes de expectativa o de oportunidad’. Las comarcas de montaña suelen ser territorios de alto valor ambiental, sobre los que crece el aprecio social, generándose acerca de ellas expectativas de futuro impensables hace apenas 10 años, que disparan los costes de oportunidad.

UN NUEVO MODELO DE GESTIóN ECONóMICA DEL AGUA: PRECIOS, CÁNONES Y TARIFAS
En la actualidad resulta ineludible valorar económicamente las aguas en sus funciones productivas, bien sea desde un enfoque de "oferta" sobre la base de los costes producidos, o bien sea desde la "demanda", reflejando el valor de la productividad o de la utilidad generada.
Tales puntos de vista valorativos, desde un hipotético marco de libre mercado, generarían un proceso interactivo entre oferta y demanda, que tendería a estabilizar el precio del bien en cuestión en el punto de corte de las curvas de oferta y de demanda. Desde esta perspectiva, los conceptos de "déficit" y "excedente" se desvanecen: si nos situáramos en un punto de oferta a la izquierda del equilibrio, el pretendido déficit ocasionado por una demanda insatisfecha, pero con capacidad sobrada de pago, impulsaría el aumento de la oferta hasta llegar al punto de equilibrio. Por otro lado, si se generara una demanda a la derecha del punto de equilibrio, tal demanda simplemente se desactivaría, al no existir capacidad de pago de los costes que se imponen para poder provocar la oferta correspondiente. Dicho en otras palabras, desde una situación de libre mercado, no existe demanda con capacidad o disposición de pago suficiente que quede sin cubrir.
Como es bien sabido, en un sistema de libre mercado es la propia dinámica de transferencia de derechos de propiedad o de uso la que determina el precio o el valor monetario del bien. Desde esta dinámica, al menos teóricamente, los usuarios más eficientes acabarán accediendo al bien desde negociaciones de mutuo acuerdo con quienes, disponiendo del mismo, extraen de su uso una menor productividad. En definitiva, el mercado impulsa, como mínimo en papel, una reasignación del recurso que tiende a optimizar su utilidad.
Una vez llegados al punto de equilibrio en la intersección de las curvas de oferta y demanda, cualquier hipotético aumento de disponibilidad y uso del recurso llevaría a situaciones en las que los costes marginales que impondría el crecimiento de la oferta serían superiores a los beneficios marginales generados por su uso, lo cual, desde un punto de vista económico, no resultaría razonable.
Aparentemente, los argumentos esbozados en los párrafos anteriores invitarían a establecer un sistema de libre mercado como base de gestión y fijación de precios del agua. Sin embargo, es prudente no precipitarse y reflexionar sobre las dificultades e inconsistencias que tendría este marco de gestión y de valoración. A grandes rasgos, sintetizaremos estas reflexiones:
- Tal y como se ha argumentado anteriormente, el agua no sólo tiene valor por sus potencialidades productivas, sino también por sus funciones ecológicas en el medio natural, los servicios ambientales que se generan desde los ecosistemas hidrodependientes, y los valores sociales que engloba, todos ellos aspectos cuyo valor no es reconocido por el mercado. Son bien conocidas al respecto las técnicas de "internalización de externalidades" que se emplean desde las corrientes ambientalistas; sin embargo, aun aceptando su utilidad en algunos casos, soy escéptico respecto a su rigor científico. Asimismo, entiendo que son metodologías que abocan a la gestión de los valores ambientales desde lógicas de mercado que son inconsistentes con las leyes que rigen la naturaleza.
- Los usos productivos del agua, a diferencia de los de otros bienes económicos, se consumen tan sólo en parte, generándose proporciones sumamente relevantes de retornos que, en una u otra medida, se reintegran al sistema hidrológico natural, siendo reutilizables. Eso hace que eventuales transferencias puedan afectar gravemente a terceros intereses que, en un sistema de libre mercado, serían difícilmente reconocidos y valorados.
- Las funciones básicas de vida y articulación territorial, que las aguas y los ecosistemas hídricos tienen para los colectivos humanos, han asentado un profundo sentido patrimonial de carácter comunal y público de las aguas, complicado de gestionar desde las dinámicas del libre mercado.
- El desarrollo de políticas de ordenación territorial equilibrada exige apreciar los valores de la interrelación entre agua y territorio desde principios éticos dificilmente reconocibles y gestionables desde el libre mercado.
- Hoy en día es ineludible la necesidad de arbitrar un modelo de gestión compatible con un modelo de desarrollo sostenible. Para ello, habría que integrar en ese modelo la tremenda complejidad ecosistémica de una cuenca, como marco natural de la gestión de las aguas continentales. Esta propuesta es inalcanzable si la gestión se basa en dinámicas de libre mercado.
En definitiva, tal y como se ha señalado anteriormente, se trata de reconocer y conceptualizar el agua como un "activo ecosocial" en el que, junto a las utilidades productivas, hay que considerar las funciones ecológicas, los servicios ambientales y los valores sociales reseñados.
Desde mi punto de vista, la necesidad de articular una gestión compleja de estas múltiples utilidades y funcionalidades del agua, exige mantener el dominio público sobre las aguas, así como su gestión y planificación desde la Administración.
Hasta la fecha, y desde las inercias históricas ya explicadas, las responsabilidades públicas se han venido centrando en el objetivo de generar oferta de caudales con finalidades productivas, mediante la financiación y construcción de grandes infraestructuras. Sin embargo, hoy el reto principal es bien distinto: la articulación de un modelo de gestión sostenible. En el marco de este modelo, es imprescindible integrar, junto a la funcionalidad ecosistémica, valores sociales, culturales, éticos y de ordenación territorial, en lo que podríamos llamar sostenibilidad ecosocial (Arrojo, 1998).
Ello implica desarrollar un nuevo marco institucional de gestión de aguas, en el que habrá que distinguir diversos niveles con objetivos y responsabilidades diferentes:
1. El reconocimiento, valoración y preservación de las funciones ambientales de los ecosistemas hídricos y los servicios que de ellos se derivan para la sociedad. Este nivel debe, sin duda, ser asumido por la Administración, y tiene como objetivo central, en definitiva, establecer los criterios y el marco normativo de un modelo de gestión sostenible (en el amplio sentido ecosocial que antes se ha planteado). Se trata de determinar el modelo de territorio que deseamos para nuestra sociedad y las generaciones futuras, definiendo el tipo de ríos, humedales, paisajes, ecosistemas y funcionalidad de las aguas en la naturaleza que deseemos conservar. Ello supone, no sólo fijar caudales mínimos (mal llamados "ecológicos" a menudo), sino además regímenes, calidad de las aguas, condiciones de hábitat en cauces, riberas, deltas y plataformas litorales, etc. Definir, valorar y preservar estas condiciones de sostenibilidad de los ecosistemas hídricos exigirá, no sólo voluntad política, sino también un estudio científico y un permanente debate social, pues la percepción, valoración y decisión sobre estos valores serán dinámicas, y exigirán un activo proceso de participación y consenso ciudadano.
2. La configuración de objetivos socioeconómicos y de ordenación territorial equilibrada desde la política hidrológica. De nuevo, las responsabilidades centrales vuelven a ser de carácter público, ya que se trataría de perseguir objetivos de cohesión social, justicia y equidad interterritorial. No sólo se deberían consolidar en este nivel conquistas sociales históricas, como la accesibilidad efectiva de todos los ciudadanos a las aguas de consumo, con garantías sanitarias de calidad, sino la determinación de políticas que faciliten mejores condiciones y perspectivas económicas a sectores sociales y territorios que, en condiciones de libre mercado estrictas, dispondrían de menores oportunidades y se verían marginados del desarrollo humano, personal y colectivo.
3. La gestión general de las utilidades productivas de las aguas. En este nivel, los criterios económicos, en estrecha relación con las realidades de mercado vigentes, deben de ser los relevantes, al tiempo que los agentes interesados deben asumir sus responsabilidades en la gestión del recurso.
Ello exigiría, por un lado, actualizar el sistema concesional desde las nuevas prioridades socioeconómicas y ambientales, y por otro, flexibilizarlo, aportando fórmulas de mercado que incentiven la eficiencia económica, faciliten la gestión de la demanda y permitan fórmulas flexibles y eficaces para administrar los ciclos de sequía y el aprovechamiento sostenible de los recursos disponibles en cada territorio.
La asunción de responsabilidades por parte de los usuarios, beneficiarios de las concesiones, exigiría una nueva política de tarifas, cánones y precios del agua, a fin de que los costes reales repercutiesen sobre dichos usuarios. Tal criterio base, formulado de hecho por la Comisión Europea en su propuesta original de Directiva de Gestión de Aguas bajo la denominación de Full Cost Recovery, incluiría plazos progresivos, prudencia en su implantación e integración en el marco de otras políticas (como la agraria, industrial, ambiental, de ordenación del territorio, etc.). Es de destacar, en todo caso, que su paulatina introducción constituiría en la actualidad un elemento clave de moderación de ciertas demandas, que bien pueden considerarse apetencias bajo expectativas de costes casi inexistentes (subvencionados). La política de asignación de estos costes, con módulos tarifarios crecientes, ofrece múltiples opciones para diseñar modelos operativos de gestión de la demanda.
La flexibilización de las posibilidades de transferir derechos de uso, especialmente en coyunturas de sequía y en zonas donde el desarrollo socioeconómico ha provocado escenarios de uso insostenible de los recursos, permitiría incorporar al precio del recurso su valor de escasez, más allá de su precio en función de los costes. De hecho, en la citada propuesta de Directiva de Gestión de Aguas, se abogaba por incorporar a la valoración del recurso criterios que estimen esos condicionantes de escasez.
Estas opciones de transferencia de derechos de uso deberían articularse desde mercados regulados, en los que la Administración pudiera velar por los derechos de terceros y por los intereses colectivos, las afecciones ambientales y los posibles impactos sobre la ordenación territorial. A este respecto, es especialmente sugerente el modelo seguido por el Banco de Aguas de California.
Desde este enfoque, los precios del agua deben territorializarse y localizarse en cada zona en función de los costes que se deriven del suministro, así como según los valores de escasez que resulten de considerar las disponibilidades de cada territorio desde una lógica de gestión sostenible.
Otro criterio básico que debería introducirse es la asunción de los costes marginales crecientes desde las nuevas demandas que se generen, como una herramienta de administración de éstas. Dicho en otras palabras, aun sin salir de un determinado entorno, ya sea rural o urbano, los nuevos promotores de actividades generadoras de nuevas demandas en el futuro deberían hacerlo, en su caso, desde la expectativa de cargar con los costes, en lugar de esperar repartirlos con el resto de usuarios anteriores. Desde esta perspectiva, la factura del agua en una gran urbe cuyo crecimiento exija, por ejemplo, grandes infraestructuras que disparen los costes marginales, podría desincentivar dicho desarrollo, poco razonable e indeseado, cargando tales costes marginales íntegramente sobre las nuevas demandas en lugar de repartirlos sobre el conjunto de usuarios. Eso llevaría a precios (tarifas o cánones) diferentes en la misma ciudad, zona o sistema de regadío.
Estos criterios económicos, sin ser los únicos ni siquiera los fundamentales en el diseño de un modelo de desarrollo sostenible, sí pueden ofrecer ayudas para la gestión de la demanda sumamente interesantes.

EL CALOR ECONóMICO DEL AGUA EN LA AGRICULTURA
La trascendencia, tanto en términos cualitativos, como sobre todo cuantitativos, de los usos agrarios motiva el presente apartado. Como ya se ha dicho, es preciso matizar qué se entiende por "valor económico" del agua de riego, pues dicha valoración puede hacerse desde diversos puntos de vista. Desde un enfoque de oferta, debería reflejar los costes fijos y de gestión que exige la disponibilidad de los caudales en cuestión. Tal criterio nos llevaría a estimar una curva de oferta que reflejaría los crecientes costes marginales señalados anteriormente.
Se podría articular otro criterio desde el lado de la demanda, estimando la curva de capacidad de pago que los actuales usos agrarios generan considerando los vigentes cultivos, desde las presentes condiciones productivas y de mercado. Desgraciadamente, al intentar reconstruir la hipotética curva de oferta, nos encontramos con graves dificultades, dada la caótica -cuando no inexistente- contabilidad de costes e inversiones en infraestructuras de regulación, transporte y distribución. Como ejemplo, cabe citar los nuevos regadíos agrícolas previstos en la cuenca del Ebro (España), en los que se ha podido identificar el orden de magnitud de los costes requeridos, para la oferta de caudales regulados (Arrojo, 1997a).
El estudio económico coste/beneficio del proyecto Itoiz-Canal de Navarra (España) (Arrojo, 1997a; 1997b), revela unos costes esperados que oscilan entre 28 ptas/m3 y 34,5 ptas/m3, según nos basemos en las estrictas estimaciones presupuestarias oficiales (que han ido variando desde los 99.000 millones de 1988 a los 215.000 de 1997), o se asuma una expectativa de costes ligeramente menos optimista que la oficial. Los cálculos se han hecho considerando un amplio período de 50 años desde el inicio de obras, respetando el teórico calendario previsto por la Administración y aplicando una tasa de descuento del 3% para actualizar los valores.
En otro reciente estudio, todavía no publicado, relativo al proyecto de presa de Biscarrués (Huesca), relacionado con la extensión de nuevos regadíos en los Monegros (en la cuenca del Ebro), los datos se han podido ajustar y extrapolar de los gastos reales ejecutados en las obras ya realizadas en el mismo polígono de riego, obteniéndose costes de 35 ptas/m3. En este caso, se han establecido condiciones similares a las usadas en el caso de Itoiz-Canal de Navarra (50 años de amortización y 3% de tasa de descuento).
Desde el enfoque de la demanda, lo cierto es que la productividad media de los regadíos españoles generaría curvas de demanda sumamente distintas según las zonas y los tipos de regadío. En el estudio de los grandes polígonos de riego del Valle Medio del Ebro, las condiciones impuestas por los mercados y el escaso nivel de eficiencia productiva de estos grandes regadíos (extensivos, en su mayoría), dejan en una situación precaria la capacidad de pago de los regantes respecto a los costes de las aguas que reciben.
En la figura 1 se han representado en el eje de abcisas los usos agrícolas de forma acumulativa, empezando, de izquierda a derecha, por los cultivos que generan mayores beneficios por metro cúbico. Tales beneficios, expresados en ptas/m3, se representan en el eje de ordenadas (Arrojo, 1997a). Como se puede apreciar, los beneficios, una vez cubiertos los costes con arreglo a los datos ofrecidos por el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (MAPA) y los Departamentos de Agricultura de los diversos Gobiernos Autónomos de la cuenca, son muy pequeños para la mayor parte de estos regadíos. En promedio, apenas alcanzan las 6,1 ptas/m3.
Es de destacar que en la contabilidad oficial del MAPA, estos beneficios corresponderían a lo que se pueden considerar "beneficios extraordinarios". En ellos, se han descontado tanto las rentas del capital como las del trabajo familiar, resultando por tanto la disponibilidad de fondos libres para cubrir los costes propiamente del recurso agua, de los que actualmente paga el usuario una pequeñísima parte (una media de 1,5 ptas/m3). Estos cálculos se han hecho considerando en el cómputo de beneficios los ingresos por subvenciones. Si consideramos la capacidad de pago que se generaría desde el actual regadío sin contar con tales subvenciones (es decir, en términos de puro mercado), el 45% de los caudales empleados y el 54% de las tierras regadas darían beneficios negativos.
La figura 1 refleja asimismo, como resulta lógico, que no todo el regadío en el Valle del Ebro es igual, existiendo sistemas con notables niveles de rentabilidad que llegan a multiplicar por 6 el beneficio por metro cúbico de los grandes regadíos de los Monegros y Bardenas, que tienen las productividades económicas medias más bajas.
La actitud y preparación empresarial de los regantes, las tradiciones productivas de cada lugar, el nivel de modernización de los sistemas de regadío, la apuesta por criterios de calidad y no de cantidad, así como el desarrollo de iniciativas de comercialización y primeras transformaciones desde el ámbito cooperativo de los propios agricultores, son elementos que diferencian a algunas comarcas más avanzadas de las más retrasadas.

LA VALORACIóN AMBIENTAL, SOCIAL Y LÚDICA DEL AGUA
Contemplar el Gran Cañón del Colorado (EEUU) como un paraíso de cerradas, óptimas para construir presas, las cataratas de Iguazú (Brasil), como un salto perfecto para producir electricidad, u Ordesa (España), como un valle ideal para embalsar aguas que luego permitirían regar la estepa monegrina, implicaría un enfoque comprensible en los años treinta. Hoy, sin embargo, resultaría tan absurdo que rozaría la comicidad.
El valor ecológico y ambiental del agua, como uno de los elementos esenciales que posibilitan la vida en el planeta, y del que dependen directa o indirectamente nuestra salud, bienestar, buena parte de los recursos productivos o de consumo y, en suma, nuestra propia existencia, se plantea hoy como la clave para establecer un nuevo y moderno enfoque valorativo del recurso. Hay que hacer notar que tales concepciones no son novedosas sobre la faz de tierra; baste recordar por ejemplo a Aristóteles, que supo distinguir entre "Oikonomía" y "Crematística" conceptos que, por cierto, actualmente tienden a confundirse. La "Oikonomía" tenía que ver con la "administración del hogar", en bien de "la familia " a largo plazo, mientras el término "Crematística", más restrictivo, se reservaba para valores mercantiles. Si consideramos, a partir de esto, el hogar como el planeta Tierra, y la familia como la Humanidad (incluyendo a las generaciones futuras), nos encontraremos cerca del paradigma básico de la moderna economía ecológica.
Cuando nos referimos al valor ecológico y ambiental de las aguas continentales hemos de entender las funciones de esos caudales en la naturaleza con relación, no sólo a ecosistemas acuáticos (fauna y flora acuáticas), sino a ecosistemas de entorno (como los bosques de ribera), e incluso a fenómenos geológicos (erosión, transporte y sedimentación) esenciales para la pervivencia y vertebración de muchos ecosistemas, e incluso de territorios como los deltas en las desembocaduras fluviales (Martínez Gil, 1997).
Muchas de estas funciones ambientales del agua, y de los ecosistemas que de ella dependen, generan a su vez valiosos servicios ambientales para las colectividades humanas; y no nos referimos sólo a la explotación de la pesca o el turismo en general. Actualmente, se conocen en este sentido: la función de contención de avenidas que cumplen los bosques de ribera y las plataformas de inundación de los ríos en zonas altas y medias de los mismos; la importante tarea de regulación y depuración que pueden cumplir los humedales; la decisiva participación de los fondos de gravas en los lechos fluviales para la reproducción de muchos peces; las labores de defensa contra la erosión, fijación de nutrientes y filtro verde que pueden hacer los bosques de galería y de ribera; la importancia de las complejas y delicadas pirámides biológicas de los ecosistemas hídricos como auténticas depuradoras naturales; la decisiva erosión y transporte de sedimentos que alimenta en las desembocaduras la estabilidad de los deltas o el aporte de arenas que luego las corrientes litorales distribuyen en nuestras playas, etc.
Pero, yendo más lejos en este enfoque, no sólo se trata de tener en cuenta la existencia de especies animales y vegetales o de los servicios ambientales que estas funciones de naturaleza de las aguas nos puedan prestar. Se trata de valorar también las funciones socioculturales que a menudo un lago, un río, un torrente o una cascada pueden tener. El valor simbólico de un río para una ciudad puede llegar a ser tremendo: ¿cómo entender París sin el Sena? A menudo, un río puede ser "el alma de un paisaje", como decía Unamuno, al igual que lo puede ser una cascada o una laguna.
Hasta hace poco, las Tablas de Daimiel en la Mancha o las marismas de Doñana (España) han sido consideradas como "zonas pantanosas, insalubres, que para bien de la sociedad debían ser drenadas, desecadas y destinadas a tierras de cultivo "; el Cañón de Añisclo, uno de los parajes más espectaculares de actual Parque Nacional de Ordesa, estuvo condenado a la inundación por una presa cuyo objetivo era producir electricidad; y así podríamos citar multitud de ejemplos de verdaderas joyas ecológicas y ambientales, amenazadas por proyectos que tan sólo contemplan las funciones productivas de las aguas.
Por otra parte, hay que resaltar la degradación que han sufrido a nivel urbano en muchas ciudades los entornos y riberas de los ríos. De nuevo, la imagen de insalubridad -escombreras, mosquitos, malos olores- ha hecho que la mayoría de nuestras ciudades vivan de espaldas a sus ríos. Sin duda, habría que aprender de ciudades como Barcelona que, habiendo vivido de espaldas al mar por priorizar, por ejemplo, un polígono industrial, han sabido revolucionar su urbanismo para abrirse al disfrute de la costa. En zonas de interior todavía no se ha valorado convenientemente el potencial de nuestras "costas y paseos fluviales".
Como es natural, el contexto en el que hemos introducido estas consideraciones es en el de sociedades desarrolladas, donde las necesidades básicas de la generalidad de la población están cubiertas, y en las que la sensibilidad y el aprecio por bienes que podrían caracterizarse en terminología económica como "superiores" -ligados a la mejora de la calidad de vida, la salud y el disfrute del tiempo libre- son crecientes.
En Europa, siguiendo en gran medida la experiencia de los EEUU, se ha desarrollado ampliamente la legislación de protección de espacios naturales, lo que ha llevado a declarar y proteger como Parques Naturales a zonas del territorio especialmente valiosas por sus paisajes, flora o fauna. Sin embargo, todavía no se ha captado la experiencia que los EEUU vivieron en materia hidrológica cuando extendieron sus dominios colonizadores hacia el estepario Oeste, una vez que se valoró como un problema el desastre ecológico que se había provocado en la mayoría de sus grandes sistemas fluviales.
Sin duda, uno de los hitos legislativos norteamericanos, fruto de esta experiencia, fué la promulgación en 1968 de la ley federal conocida como "National Wild and Scenic River Act" (Ley Nacional de los Ríos Salvajes y Paisajísticos). En aquellos años, los ríos del Este norteamericano estaban ya sustancialmente degradados por la acción humana y buena parte de sus tesoros naturales, perdidos para siempre. Sin embargo, quedaban aún ríos casi vírgenes en el norte de California y en el Estado de Washington, donde todavía los salmones podían remontar libremente los cauces hasta las cabeceras para reproducirse. La tradicional ley norteamericana de apropiación por primer uso, típica del proceso colonizador del Oeste, tuvo su réplica en esta ley federal que, de un plumazo, declaró, para un más que notable conjunto de ríos y tramos, que las aguas de los mismos ya tenían uso a partir de entonces: el uso de ser río salvaje y paisajístico y, por tanto, eran tan intocables como los bisontes de "Yellowstone" o las secuoyas de "Sequoia National Park ".
Centroeuropa, como los estados del Este norteamericano, apenas si dispone de parajes hídricos naturales. Por ello, las directivas de la Unión Europea se centran
de momento, como analizaremos después, en aspectos relativos a la calidad de las aguas en cauces y acuíferos, pero sin prestar especial atención al entorno del medio hídrico natural en su conjunto. Sin embargo, en el caso de España aún quedan joyas que se pueden salvar. Por ello, a falta de una ley similar a la Wild and Scenic River Act, sería necesario aprovechar la Directiva de Hábitats, que impone la actual legislación de la Unión Europea, para inventariar los patrimonios ambientales hídricos que todavía pueden ser preservados.
A grandes rasgos, los principales entornos hidrológicos que deben conservarse se podrían agrupar en los siguientes grupos:
- parajes de montaña en las cabeceras de las cuencas;
- tramos medios de grandes ríos con sus respectivos ecosistemas de ribera;
- humedales y ecosistemas lagunares;
- deltas y plataformas litorales en las desembocaduras de los grandes ríos.
Decir que la montaña, y en general, sus gentes, paisajes y ecosistemas han sido las víctimas sacrificadas en la política hidráulica en aras del progreso, es algo obvio que nadie discutiría. Gracias a ello, sin duda, disponemos hoy, de resultas de esos tremendos sacrificios y de billonarios esfuerzos inversores del Estado, de una de las redes de regulación y distribución de caudales más poderosas e importantes del mundo (en términos relativos), que deberíamos aprovechar y gestionar con sabiduría y eficiencia.
Sin embargo, creo que es hora de detenernos por un momento y valorar dónde estamos y qué nos queda de nuestro valioso patrimonio natural en las cabeceras fluviales. Son muy escasos los ríos de cierta entidad que todavía permanecen en estado natural, sin deterioros de envergadura ni drásticos cortes de la unidad de su cauce por grandes presas.
En los últimos decenios, incluso nuestros ríos de alta montaña se han visto ocupados por cientos de minicentrales eléctricas, que secan prácticamente miles de kilómetros de cauces, especialmente en períodos de estiaje, rompiendo el encanto y los valores ecológicos de muchos valles.
En muchas de estas corrientes fluviales las potencialidades turísticas que representan los deportes de aguas bravas (rafting, hidrospeed, cayac, etc.), el barranquismo, la pesca en parajes naturales, o simplemente el senderismo y el disfrute de esos entornos de alta calidad ambiental, han abierto interesantes posibilidades de desarrollo.
En la actualidad, el simple contraste entre coste y beneficio para los usos agrarios e hidroeléctricos de muchos de los proyectos de embalses declarados de "interés general", y los usos derivados del turismo de naturaleza y aventura en esos entornos hídricos, aboca a balances ventajosos en este útimo ámbito.
Si se analiza la documentación hidrológica reciente norteamericana, se constata como disponer hoy en día de un río sin regular, en estado "salvaje", lejos de ser un síntoma de atraso o subdesarrollo regional, es valorado en sí mismo como un patrimonio de alto valor. Es un capital sobre el que se suelen desarrollar entramados de explotación económica mediante fórmulas de turismo rural, de aventura y naturalista, bajo estrictos criterios de sostenibilidad.
Es relevante y paradigmático el ejemplo del proyecto de presa en el Tuolome River (California) (Stavins R., 1981). Se trataba de un embalse a la salida del famoso Parque Nacional de Yosemite, que entró en conflicto con el movimiento ecologista y los usuarios y empresas dedicadas al turismo de aventura (que ofrecían actividades como rafting, aguas bravas y pesca deportiva). El conflicto se saldó con un estudio de la Universidad de California, en el que se demostraba que, incluso desde el punto de vista puramente económico "crematístico", el río era más rentable en su estado natural que con esa gran presa en su cauce.
Respecto a parajes de alto valor en tramos medios de los grandes ríos con sus respectivos ecosistemas de ribera, la exhaustiva regulación y canalización de cauces ha roto la dinámica que alimentó durante milenios cañadas y entornos de ribera, que de esta forma han pasado a ser, en la vieja Europa, paisajes casi exóticos.
Hay que hacer notar, no obstante, que a raíz de las grandes inundaciones del Mississippi (con sus 10.000 km de diques) en 1993 y del Rin, en 1995, se han replanteado las teorías y estrategias de canalización de grandes ríos. Así, se toman en consideración desde entonces aspectos como: la devolución a sus dominios fluviales de buena parte de sus áreas inundables, la recuperación de sus meandros y la conservación de sus ecosistemas riparios. En estos casos, los planes de recomposición parcial de estos ecosistemas están costando miles de millones de dólares, lo que da una referencia de la importancia económica de los servicios ambientales que tales ecosistemas pueden generar.
En el caso de España todavía hay opción de rescatar y preservar, con escasos costes, parte de estos patrimonios. En particular el Ebro, que a pesar de haber sido severamente domesticado por la potente red de embalses que lo regulan en toda su cuenca, y pese a la continua invasión (ilegal en muchos casos) del dominio público hidráulico que ha ido restringiendo el territorio del río más y más, hasta encerrarlo en un continuo de retazos de orilla, en su zona media mantiene la posibilidad de recuperar un hermoso tramo de lo que fueron sus riberas boscosas y sus quebradas, con sus complejos, dinámicos y ricos ecosistemas (Ollero, 1993).
En cuanto a las lagunas y humedales que todavía se conservan, ciertamente se ha ganado mucho terreno en la sensibilidad en la opinión pública, así como en lo referente a las figuras de protección que se han ido articulando. La espectacularidad de la presencia de multitud de aves en estos parejes húmedos, unida a la labor de investigadores y colectivos conservacionistas y ecologistas han generado notables avances. Sin embargo, el desastre de Doñana y la ruina de las Tablas de Daimiel marcan hasta qué punto es endeble e inconsistente la protección sistémica de estos patrimonios ambientales. A menudo, desde las instancias políticas se asumen cotas de protección superficiales, rehuyendo el estudio a fondo y la preservación de las complejas condiciones que articulan la funcionalidad de los ecosistemas. No ser consecuentes en la valoración y protección ecosistémica de estos patrimonios, por dar prioridad a determinadas presiones socioeconómicas de las zonas de entorno, acaban provocando desastres cuya reposición es sumamente más costosa que si de entrada se hubiera adoptado una protección integral de los territorios en cuestión.
Respecto al mito de "las aguas que se pierden en el mar", es preciso advertir que, en general, en todas las cuencas de los grandes ríos, las desembocaduras, y especialmente los deltas, son verdaderos prodigios de biodiversidad que, además, dada su fertilidad agrícola y marisquero-pesquera, suelen tener una notable importancia económica. El delta del Ebro, con su correspondiente Parque Natural, o la desembocadura del Guadalquivir, con el Parque Nacional de Doñana, son buenas muestras de ello.
Desde hace años esas joyas del patrimonio ambiental español están en proceso de grave degradación. En Doñana, a parte del accidente de Aznalcóllar, el proceso de colmatación de la marisma por la tala generalizada de bosques de galería en los ríos que la alimentan, y su sistemático envenenamiento por pesticidas empleados en los cultivos de arroz en sus entornos, han desembocado en una situación sumamente grave. En el delta del Ebro, la construcción de las presas de Ribarroja y Mequinenza en el curso bajo del río rompió el milenario flujo de materiales sólidos que alimentaban la existencia misma del delta, en frágil equilibrio con la erosión de las corrientes costeras. El resultado es que el delta retrocede, mientras estos embalses se aterran con los sedimentos que antes llegaban al mar. Por otro lado, la escasez de caudales en la desembocadura conduce a problemas de salinización, de cuyos efectos a medio plazo empiezan a avisarnos los hidrogeólogos.
Tanto en el Ebro como en el Guadalquivir (y en los demás grandes ríos ibéricos) la falta o escasez de cierto nivel de crecidas periódicas y la contaminación de las aguas, que llegan a los tramos finales con elevadísimos niveles de eutrofización, amenazan gravemente la estabilidad biológica del río.
Pero además, esos caudales, que algunos siguen pensando que "se pierden en el mar", aseguran una aportación de nutrientes vitales para multitud de especies, tanto en los deltas como en la plataforma litoral. Recientes investigaciones relacionan los deltas con la procreación de bancos de pesca en los mares, en la medida que tales nutrientes permiten el alevinaje de muchas especies en las proximidades de las desembocaduras, que luego se reparten por las plataformas costeras. Otros estudios relacionan los déficits crecientes de arena en playas turísticas del litoral mediterráneo con esa drástica reducción de aportes sólidos del Ebro en su desembocadura, tras la construcción de los embalses de Mequinenza y Ribarroja.
En síntesis, los deltas son complejos y frágiles ecosistemas, en los que mantener un desarrollo sostenible no sólo es esencial para muchas especies animales y vegetales, sino también para decenas de miles de personas. Para ellas, su base de vida tradicional son los cultivos, la pesca y el marisco, cuya dependencia respecto a los caudales del río, en cantidad y calidad, es total.
Con todo lo expuesto hasta aquí podría deducirse que el valor ambiental de las aguas dulces es solamente apreciable en el contexto de las sociedades más desarrolladas. Pero nada más lejos de la realidad. De hecho, es en los países del llamado Tercer Mundo donde millones de personas han empezado a pagar de forma dramática la factura de los desastres ecológicos causados por la imprudente y prepotente política de corte estructuralista vigente en materia de aguas en nuestro planeta.
El estado actual de los grandes ríos en el mundo hace que podamos identificar el medio hídrico continental, sin duda, como el más impactado, en lo que se podría definir globalmente como una auténtica catástrofe ecológica de las aguas dulces mundial.
En China, el 80% de los ríos tiene niveles de contaminación tan altos que la pesca se ha colapsado o casi ha hecho desparecer el 60% de las especies pescables; en el Mekong la pesca ha disminuido en un 70%; en el río Senegal (en África occidental) la actividad pesquera ha decrecido en un 50%; en el lago Victoria se han extinguido 200 especies, y las 150 restantes están en peligro de extinción; en el río Magdalena (en América del Sur) la pesca ha disminuido, en tan sólo 15 años, un 70%; en el Colorado (América del Norte), de las 49 especies autóctonas de peces se han extinguido (o están en peligro de extinción) 40; en el Mar de Aral (en Asia Central) 20 de las 24 especies de peces han desaparecido, junto con los 60.000 puestos de trabajo que dependían de su pesca (Abramovitz, 1998). Tales impactos se traducen en quiebras económicas para pueblos enteros, acompañadas de dramáticas migraciones.

EL VALOR DE LA CALIDAD DE LAS AGUAS
En la actualidad, no se puede hablar del valor económico de las aguas o de su carestía sin referenciar su calidad. Esta cuestión resulta vital para salvaguardar la salud de las poblaciones y de los ecosistemas fluviales, y además es parte de la disponibilidad del propio recurso en términos de cantidad. En la medida que muchos de los usos no consumen la totalidad del recurso, la clave para poder reutilizar los retornos o para que los rios a los que se vierten las aguas sigan siendo fuentes disponibles de este bien, es necesaria una adecuada depuración.
Nuestros propios ríos, lagunas y embalses son verdaderas depuradoras naturales de las que disponemos gratuitamente, siempre que su salud biológica esté garantizada. Romper tal salud implica, por tanto, no sólo destruir ecosistemas de alto valor, sino además sabotear un patrimonio natural de depuración cuya potencialidad y valor económico es sin duda superior al de todas nuestras plantas depuradoras juntas.
Para valorar económicamente el patrimonio hidrológico español, incluso en sus potencialidades de usos productivos, es imprescindible contabilizar las cantidades disponibles y explicitar sus calidades, pues la productividad depende de los parámetros de calidad fisicoquímica del suministro. La productividad de diversos cultivos en función de la contaminación salina nos ofrece un claro ejemplo de ello (Doorenbos et al., 1986) (ver cuadro 3).
Cuadro 3
Porcentaje aproximado de cosecha perdido 0% 10% 25% 50%
Salinidad del agua de riego en dS/m(*)
Cebada 5,3 6,7 8,7 12
Tomate 1,7 2,3 3,4 5
Maíz 1,1 1,7 2,5 3,9
Cebollas 0,8 1,2 1,8 2,9
Melocotón 1,1 1,4 1,9 2,7
Fuente: Doorenbos et al. (1986)
(*): diecisiemens por metro.

En lo que respecta a las aguas urbanoindustriales, la reducción en costes directos e indirectos que supondría disponer de aguas de calidad puede ser más que notable: ahorro en mantenimiento de instalaciones (calderas, lavadoras, lavavajillas, maquinaria industrial, etc.), pero también en el uso de detergentes y otros productos, con la correspondiente disminución de la contaminación.
Pero es en el campo de la salud donde el problema de la calidad de aguas urbanas debe ser absolutamente prioritario. De hecho, el simple esfuerzo potabilizador para paliar muchos efectos contaminadores repercute en la factura del agua, que se eleva de la peseta o las 2 ptas/m3 que paga el usuario agrícola en España como promedio, a las 100 o 150 ptas/m3 que se empiezan a pagar en las principales capitales de nuestro país.
La propia Unión Europea, en su proyecto de Directiva en política de aguas, destina un párrafo sumamente ilustrativo respecto al tremendo valor que concedemos ya en nuestra sociedad a la calidad del agua: "Si por razones de una menor confianza en la calidad del agua del grifo, 50 millones de europeos compraran un litro diario de agua embotellada a un precio de 0,5 ecus por litro, el gasto anual supondría aproximadamente 10.000 millones de ecus". 10.000 millones de ecus al año representan la friolera de más de un billón y medio de pesetas. Nótese que en realidad con ese precio estamos pagando unas 80.000 ptas/m3 por aguas de calidad.
Por todo ello, a la hora de plantear un sistema contable de los usos del agua, sea cual sea la política de precios que se estipule, es ineludible tomar en consideración, no sólo los aspectos cuantitativos, sino también los cualitativos. Entre éstos deberían considerarse tanto las cualidades de pureza o calidad química, como las de cota (energía potencial disponible) que se comprometen en cada uso. En este sentido, hablar de usos que consumen mucho, como los agrarios, frente a otros "que no gastan" como por ejemplo los hidroeléctricos, considerándolos no productores de coste alguno sobre los caudales, es falaz. Como lo es, asismismo, afirmar que los usos urbanoindustriales, en la medida que sólo cubren, en un balance final de retornos, en torno a un 20% de las demandas "mayoritariamente no gastan".
De hecho, la central hidroeléctrica que turbina caudales previamente regulados, consume en dicho proceso una cualidad de éstos: la de su energía potencial de cota, que podría tener otros usos alternativos (costes de oportunidad). Así, por ejemplo, podrían transportarse esos caudales utilizando simplemente la ley de la gravedad, a través de canales, a otros puntos donde satisfacer eventualmente otras demandas. Respecto a los usos urbanos e industriales, la cualidad que se consume es otra, incluso en ese 80% de retornos: la de su pureza y calidad, a menos que haya una depuración adecuada.
En este sentido, es muy razonable y sugestivo el trabajo de Naredo (Naredo, 1996), en el que se propone un nuevo modelo de contabilidad de los recursos hídricos en un nivel nacional, y se sugiere el seguimiento de costes en términos energéticos, tanto en calidad como en cantidad, de las aguas usadas en las diversas concesiones. Obviamente, las cualidades de cota tienen una fácil medida en energía, pero incluso la contaminación salina, de gran trascendencia en España, tendría su traducción energética en términos de energía osmótica. Como es sabido, un método cada vez más utilizado para depurar aguas es el de la "osmósis inversa" que, mediante membranas llamadas "semipermeables" y con la adecuada presión, permite pasar sólo el agua pura, sin las sales. Pues bién, la energía precisa para realizar esta presión, que permite depurar aguas salinizadas, en definitiva refleja en valor en términos energéticos un proceso de contaminación salina.

PERSPECTIVAS DE VALORACIóN DESDE LA UNIóN EUROPEA
La Unión Europea lanzó una primera oleada legislativa en materia de calidad de aguas en la década de los setenta. En una segunda fase de regulación, apareció la Directiva correspondiente al tratamiento de las aguas residuales urbanas (91/271/CEE) y la Directiva relativa a la contaminación por nitratos (91/676/CEE). Es en este segundo embate normativo donde se planteó la articulación definitiva del marco global de gestión de las aguas mediante la "Directiva para establecer un marco comunitario de actuación en el ámbito de la política de aguas" (Comisión de la Unión Europea, 1997). Tres son las líneas esenciales en este documento, sometido hoy a debate desde diversos niveles:
- la protección del medio ambiente;
- la preservación de la calidad en cauces y acuíferos;
- la tarifación del agua a precios de recuperación íntegra de costes.
La tradicional preocupación de la UE por la calidad de las aguas, especialmente las domésticas, se extiende en esta Directiva a todas las aguas, desde un criterio combinado de control de la contaminación en origen, por un lado, y la fijación de objetivos de calidad ecológica en el medio hídrico, por otro. Con ello la contaminación industrial, que hasta ahora se había eludido, tendrá que abordarse. Pero es la claridad con la que se entra en la cuestión económica lo que más puede sorprender. Esto es así porque la Directiva obliga a los Estados miembros a garantizar para el año 2010 la plena recuperación de todos los costes de todos los servicios relacionados con los usos del agua en general, es decir, de la totalidad de los usuarios, y por sector económico, dividiéndose todos los usos del agua en, al menos, los tres sectores económicos siguientes: hogares, industria y agricultura. Esta Directiva obliga además a los Estados miembros a garantizar que, en caso necesario, el precio de los usos del agua también refleje los costes ambientales y los costes de agotamiento de los recursos.
Otro aspecto importante es el de la articulación de precios locales para el agua en función de los costes reales exigidos en cada lugar para generar el suministro. Eso contradice ciertamente la lógica de "una red nacional de aguas" con un "precio único", como ocurre en la red eléctrica, y que justificaría la masiva financiación pública a los grandes trasvases.
"Las diferencias de precios, resultantes de las distintas condiciones naturales de los distritos de cuenca, no deben considerarse falseamientos de la competencia, siempre que reflejen fielmente los costes ambientales y de agotamiento de los recursos implicados" (Comisión Europea, 1997).
Esta línea argumental favorece la consideración del agua como un recurso de todos, pero íntimamente ligado al territorio, lo que permite favorecer del desarrollo de las zonas que dispongan de recursos accesibles (baratos) y de calidad. En este contexto, la Directiva explicita un enfoque claramente dirigido a entroncar con el programa de la UE en pro de un modelo de desarrollo sostenible, dejando una perspectiva difícil para los grandes trasvases, por razones esencialmente ambientales y económicas:
"Estos costes reflejarán las variaciones regionales de disponibilidad de agua (...) y, por tanto, tendrán diferentes grados de incidencia en las distintas zonas (...) Es posible que la consideración del coste ambiental y el coste de agotamiento de recursos provoque cambios permanentes en el modelo de actividad agrícola, a fin de garantizar la sostenibilidad a largo plazo".
Esta Directiva no está aprobada todavía, pero si progresa su tramitación, manteniendo en lo esencial sus directrices, está claro que los tiempos del "estructuralismo hidráulico" tocan a su fin, al igual que ocurrió en EEUU en la década de los setenta, bajo la pinza crítica de la ecología y la economía. Una nueva era, una nueva cultura del agua, bajo el signo de la conservación y la buena gestión del recurso se abre, sin duda alguna, en los albores del nuevo milenio.

CONCLUSIONES
- Es preciso superar la mitificación "productivista" heredada del siglo pasado, para pasar de una interpretación del agua como puro factor productivo, a su consideración como "activo ecosocial público".
- La exigencia de una seria valoración económica de la gestión y planificación del uso de las aguas es inaplazable. De hecho, la UE está proponiendo un proceso de tarifación de las aguas que, en un plazo de diez años, podría llevar a cargar sobre cada sector de usuarios (urbano, industrial y agrícola) íntegramente los costes de sus suministros. Se establecería así un criterio de gestión de la demanda y de responsabilización individual y colectiva por parte de los usuarios. En esta perspectiva, la realidad de la mayor parte de los actuales regadíos de interior apunta a un escenario potencial de grave crisis, dado que apenas si se genera un promedio de 6 ptas/m3 de beneficios. De ahí habrían de salir los recursos para pagar un agua que en los nuevos proyectos de regadío eleva sus costes unitarios cerca de las 35 ptas/m3, lo que exige una reacción rápida y con visión de futuro.
- Es preciso rediseñar la política de regadíos desde criterios de racionalidad económica, social y ecológica, centrando la prioridad esencial en la modernización del regadío existente, y no en planes de nuevos regadíos.
- Al igual que ha ocurrido en el oeste de EEUU durante los últimos veinte años, el valor ambiental del agua está llamado a ser el referente en las próximas décadas y, en este sentido, urge proponer nuevos criterios de gestión y planificación para tener en cuenta esos usos ambientales. Este nuevo factor cuestiona sin duda la mayor parte de las grandes infraestructuras proyectadas (sobre todo grandes embalses) en los entornos naturales más emblemáticos, en los que se prioriza hoy su valor como patrimonio natural por encima de las utilidades planificadas en esos proyectos.
- En la actualidad, el valor de las aguas no se fija tanto desde parámetros cuantitativos como cualitativos. El valor de la calidad es tan esencial que urge incluirlo en los criterios de gestión como elemento fundamental. Por lo pronto, es urgente que la Administración asuma responsablemente sus funciones, haciendo cumplir de forma estricta la legalidad vigente que, sin duda, en los próximos años crecerá en rigor y precisión gracias al impulso legislativo de la UE.
- Es preciso integrar en la planificación las potencialidades de nuestros acuíferos, tanto de cara a nuevos usos, como por sus posibilidades de complementar suministros en tiempos de sequía, y como garantía de calidad. Debe hacerse especial énfasis en la necesidad de preservar sus niveles cuantitativos y de calidad desde una explotación sostenible.
- El giro histórico, desde la tradicional estrategia de "ofertas " que ha fundamentado el estructuralismo hidráulico, hacia una nueva cultura del agua, basada en una estrategia de conservación, buena gestión y recirculación del recurso, es inaplazable. Ciertamente, ese cambio de rumbo que desmitifique tanta inercia histórica preñada de intereses y demagogia exige hoy, ante todo, un esfuerzo enorme de debate social.

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