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Anti Patriarcado :: 07/01/2007

El mundo se perdió por una mujer. El sufragio universal en la 2a. República y la victoria de las derechas en 1933

Mila de Frutos
En la 2a. República, Clara Campoamor, abogando por el sufragio femenino, cuestionaba la supuesta inferioridad social de la mujer, y rompía con ello el principio de la supremacía masculina. El patriarcado se desquita luego con la forja de una leyenda negra sobre la incidencia del voto femenino en la victoria de las derechas (1933), idea ésta muy bien cribada por la autora del artículo.

Decía Federica Montseny en una entrevista publicada por la revista "Tiempo de Historia" en 1977, poco antes de su regreso del exilio en Toulouse, que la CNT se limitó a propagar el abstencionismo en las elecciones de 1933 y que esa decisión política dio el triunfo a las derechas, pero que los anarquistas no se consideraban responsables de esa victoria por tratarse de la consecuencia lógica de una situación creada por otros. Nada acerca de la incidencia en esos resultados del sufragio femenino, que se ejercía por primera vez en España en aquellas elecciones. Claro que los procesos históricos no pueden ser analizados únicamente por las declaraciones de los dirigentes políticos, pero tampoco pueden ser desdeñadas a la ligera.

A diferencia de Federica Montseny, buena parte de la prensa de izquierdas y ciertos representantes de partidos políticos también de izquierdas, pronunciaron efusivos discursos y redactaron lapidarios artículos culpando al género femenino del triunfo de las derechas aquel fatídico año de 1933, incluyendo peticiones de suspensión o restricción del voto femenino hasta que ese género ingrato adquiriese la necesaria comprensión de la realidad y la capacidad suficiente para el correcto uso de los derechos políticos, que generosa pero inmerecidamente le fueron otorgados por la República.

"El mundo se perdió por una mujer" fue el título de uno de aquellos artículos lapidarios. Se refería a Clara Campoamor (la defensora del sufragio universal en la Constitución de 1931), brindando a la posteridad un memorable símil entre esta moderna pecadora y aquella otra de la mitología bíblica que hipotecó gravemente el paraíso terrenal, aquella Eva de la manzana del conocimiento cuya desobediente osadía sentenció a toda la especie humana (o al menos a la parte cristiana) a padecer para siempre los tormentos del trabajo.

Pero sobrevolemos el año 1931 y hagamos introspección en el diario de sesiones del Congreso de los diputados donde se recogen los debates sobre el sufragio universal en la Constitución de la República celebrados los días 30 de septiembre y 1 de octubre de ese año que fue emblemático por múltiples razones.

Clara Campoamor fue elegida diputada por el Partido Radical en las elecciones a Cortes Constituyentes de junio de 1931 y formó parte de la comisión encargada de redactar el proyecto constitucional. En estas sesiones hizo una formidable defensa del sufragio universal en términos estrictamente democráticos, propiciando (inesperadamente puesto que el derecho al voto femenino no era considerado a priori uno de los temas conflictivos) las más acaloradas y apasionadas discusiones dentro y fuera del Parlamento, logrando desmontar magistralmente cuantos razonamientos fueron expuestos contra el derecho al voto femenino.

Otra diputada salió también elegida en aquellas elecciones en que las mujeres fueron elegibles pero no electoras: Victoria Kent, del Partido Radical-Socialista, que votó en contra del sufragio femenino. Y poco después se incorporó al Congreso, tras la renuncia de un diputado de su partido, Margarita Nelken, del Partido Socialista, que votó finalmente a favor aunque se había mostrado contraria al voto femenino por razones de oportunidad política. Tres mujeres en unas Cortes de 470 miembros. Menos es nada.

En esas elecciones a Cortes constituyentes en que sólo votaron los varones, la abstención alcanzó el 35 por ciento, presumiblemente porque las derechas llegaron desarticuladas y profundamente desprestigiadas tras los desastres de la dictadura y la caída de la monarquía. Ese 35 por ciento de varones abstencionistas nunca fue responsabilizado de poner en peligro el régimen republicano ni se pidió la restricción de sus derechos políticos. Tampoco se pretendió castigar a ninguno de los cientos de miles de hombres que dieron su voto a los partidos monárquicos y reaccionarios.

Resultan muy elocuentes algunos discursos pronunciados sin recato en aquellas esperanzadoras Cortes constituyentes de la Segunda República española. Un diputado del Partido Radical proponía establecer una diferenciación por sexos en la edad necesaria para el uso del sufragio, que debería fijarse, según este insigne diputado, en 23 años para el varón y 45 para la mujer, edad en que éstas alcanzan el equilibrio psíquico, la madurez mental y el control de la voluntad. Si bien es cierto que esta propuesta fue tomada un poco a broma por el Parlamento (aunque el eminente diputado la formuló completamente en serio y por el bien de la República) no lo es menos que la mayoría de los argumentos esgrimidos a favor y en contra del sufragio universal partían de una concepción de las mujeres profundamente paternalista, arbitraria, despectiva o sesgada, producto de unos prejuicios muy arraigados en la sociedad española y de una sistemática exclusión forzada de todos los espacios públicos y ámbitos de decisión.
Se referían a ellas como si no formasen parte de la sociedad, como si no tuvieran presencia en el país ni fuesen interlocutoras, como si se tratara de unos seres extraterrestres recién llegados al planeta, ignorantes de las leyes físicas reguladoras de la vida terrestre, desentendidas de un pasado y un presente en el que no habían existido, no aptas para la comprensión de los conflictos de intereses de la sociedad. Hablaban de las mujeres como si éstas, por sí mismas, no pudiesen pensar, decidir, sacar conclusiones, tomar partido. Como si conformasen un todo homogéneo caracterizado por un idéntico atraso cultural y político y una taimada capacidad de discernir, además de compartir un mismo talante conservador y clerical. No encontraban diferencias entre las mujeres de distintas clases sociales, y los "pecados" de la aburrida clase media eran generalizados al conjunto del género femenino.

Hubo intervenciones que afirmaban que el voto de la mujer casada llevaría perturbaciones a los hogares; otras sostuvieron que sólo la obrera y la intelectual están preparadas para ejercer el derecho al voto (no explica por qué los hombres sí están preparados aunque no sean obreros ni intelectuales). También se pudo escuchar que, mientras los varones son una garantía para el régimen republicano, pues a ellos se debe su instauración, las mujeres representan la posibilidad contraria (no explica si habría que restringir el sufragio a los dos millones de varones que no fueron partidarios de la República). Hubo también quien propuso unas normas por las que se graduase la participación femenina hasta que el gobierno tuviese la certeza de que la mujer votaría sin la influencia de la Iglesia (no dice si esa certeza debería constatarse respecto de la totalidad de las mujeres, de una mayoría simple o cualificada, de las de una clase social determinada o sin distinción de clase, de las mujeres del campo o de las ciudades, ni tampoco qué ocurriría con los centenares de miles de varones que también estaban influenciados por la Iglesia).

Victoria Kent planteó que "para que la mujer se encariñe con un ideal, lo defienda, es preciso que conviva con él durante un tiempo y vea sus resultados prácticos" (más parece referirse a un matrimonio de conveniencia que a un derecho político; y tampoco explica por qué los varones se encariñan con los ideales, al parecer, más deprisa que las mujeres). En general, afirmaban que la mujer española merecía toda clase de respeto dentro del hogar, como ama de casa y como educadora de sus hijos, pero que dejaba mucho que desear como ciudadana depositaria de todos los derechos políticos, y que el complejo y delicado momento político aconsejaba posponer el ejercicio de ese derecho, que nadie cuestionaba teóricamente, para un futuro de mayor estabilidad.

Este tipo de razonamientos abunda en la historia de la lucha por el sufragio universal, y lejos de constituir una excepción achacable a las delicadas circunstancias históricas de la II República, se repiten sistemáticamente en términos muy parecidos en los distintos estados en que se plantea el derecho de las mujeres al voto, limitándose a matizar los mismos reiterados argumentos: el estigma de la falta de capacidad de las mujeres y los probables conflictos familiares generados por la enorme contradicción de igualar políticamente a un género que debe servir al otro. Y así llegamos al quid de la cuestión patriarcal: si dos personas tienen la misma inteligencia, la misma capacidad mental, los mismos derechos y las mismas obligaciones, carecerá de toda posible justificación que una de ellas deba servir a la otra, y la supremacía masculina resultará insostenible.

El discurso histórico se construye a partir de unos mecanismos mentales socialmente predeterminados que conforman la mentalidad de la época, discurso que se va perpetuando en virtud de la hegemonía alcanzada por una determinada clase social, nación o género sobre el resto. Y un sistema de valores particular y en conflicto con otros se constituye en el sistema general. En el caso de las relaciones conflictivas entre mujeres y hombres a lo largo de la Historia, ese discurso ha sido construido a partir de la exclusión y el menosprecio de las mujeres en dicho discurso histórico.

Según Aristóteles, "para hacer grandes cosas es preciso ser tan superior como lo es el hombre a la mujer, el padre a los hijos y el amo a los esclavos". Y esta máxima estaba muy presente en el imaginario colectivo de la sociedad española de los años treinta. De otro modo sería difícilmente explicable que una intelectualidad tan original, fecunda, generosa y prolífica como la de los años 30 en España y unas organizaciones políticas tan coherentes, comprometidas y consagradas a la emancipación de la humanidad, convivieran pacíficamente con una tradición tan retrógrada y una concepción tan grosera del género femenino.

Efectivamente las mujeres de los años treinta en España eran más analfabetas que los hombres, más clericales y más conservadoras que ellos. Su militancia en sindicatos y partidos políticos era escasa y su presencia en las fábricas mucho menor que la masculina (habrá que explicar en otro momento por qué y por quién fueron expulsadas de las fábricas). Pero de esta realidad no puede inferirse que las mujeres fuesen enemigas de la República (¿qué mujeres? ¿cuántas mujeres?). También era muy elevado el número de varones analfabetos, aparte de que habría que demostrar que el analfabetismo vaya necesariamente unido al conservadurismo, lo que de ser verdad habría dificultado enormemente la construcción del país de los soviets por la clase obrera más analfabeta de Europa.

Lo mismo cabe afirmar del clericalismo de las mujeres. Primero porque el inmenso poder de la Iglesia en España no se sustentaba en las mujeres, nunca fue así, aunque éstas engrosaran en mayor medida que los hombres su base militante. Lo cual se explica porque el único lugar público de libre acceso para las mujeres había sido históricamente la Iglesia, espacio exclusivo fuera del hogar que pudieron frecuentar sin tutela ni vigilancia. Companys, en una entrañable intervención a favor del voto femenino, sostenía que ese superior clericalismo de las mujeres se explica "porque en la Iglesia se le concede respeto a sus derechos, porque allí bulle, porque allí se agita, porque allí habla, porque allí discute, porque allí toma iniciativas".

Al menos así era para las mujeres de la aburrida clase media. Para otras mujeres de clases sociales menos aburridas, como las cigarreras, tejedoras, conserveras, planchadoras, lavanderas o costureras, o como las casadas con mineros, jornaleros o trabajadores fabriles, probablemente las ideas clericales tuviesen menos fuerza, tan ocupadas como estaban en lograr alimentos para sus extensísimas proles, buscando tiendas donde comprar fiado, haciendo un trabajito extra cuando podían o enterrando bebés que se les morían por la mala nutrición y la falta de medicinas.

¿Alguien puede creer sinceramente que las mujeres de la clase trabajadora eran sustancial y mayoritariamente incapaces de comprender las razones, grosso modo, por las que sus condiciones de vida y las de sus familias eran tan precarias? ¿Cómo explicar que las mujeres de clase trabajadora votasen a las derechas y después participaran junto a los hombres de sus familias y pueblos en las ocupaciones de fincas abandonadas por los señoritos andaluces o extremeños, en las manifestaciones a favor de la reforma agraria o en las milicias populares con las armas en la mano? Una cosa es evidenciar que el grado de conservadurismo entre las mujeres haya sido superior al de los hombres, precisamente por su exclusión del poder político, económico y social, y por el obligado confinamiento en el espacio doméstico, y otra muy distinta extender a todo el género femenino las características de una parte, injusticia que suele producirse con todas la minorías excluidas del poder político.

Finalmente fue aprobado el artículo 36 de la Constitución de 1931, entre aplausos, abucheos y ¡vivas a la República de las mujeres!, por 161 votos a favor, 121 en contra, y 188 diputados ausentes que no comparecieron pese a las advertencias (o amenazas) de que en esa votación se dilucidaba el ser o no ser de la República, especulación a todas luces exagerada y demagógica como lo prueba ese elevado porcentaje de ausencias a una votación que no había despertado grandes entusiasmos en la sociedad española hasta que ciertos anacrónicos diputados dieron rienda suelta a su delirante misoginia, atemorizados por la previsible pérdida de sus privilegios ancestrales. "Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de 23 años, tendrán los mismos derechos electorales, conforme determinen las leyes".

Votó a favor del sufragio universal buena parte de la derecha (oportunistamente, puesto que su ideología era contraria a la emancipación de las mujeres, esperando beneficiarse del presunto conservadurismo femenino, como sostenía buena parte de la izquierda) y votó a favor el Partido Socialista, cuyo compromiso ideológico con la liberación femenina estorbaba otras posibles consideraciones. Pero la disciplina de partido fue rota en casi todas las formaciones políticas. De los 116 diputados del PSOE, 82 votaron a favor, uno en contra y el resto no compareció. Ocho diputados de Esquerra Republicana votaron a favor del sufragio universal y 4 en contra. El Partido Radical decidió en el último momento votar en contra, pero Clara Campoamor, obviamente, tenía que votar a favor. El Partido Radical-Socialista también votó en contra, excepto dos de sus diputados que lo hicieron a favor. 17 diputados de Acción Republicana votaron en contra y tres a favor. Trece diputados del ultra-facha Partido Agrario votaron a favor y 4 en contra. Y en este plan. Indalecio Prieto (del Partido Socialista) calificó la decisión parlamentaria como una puñalada trapera a la República. Toda la tensión emanada del histórico conflicto entre géneros parecía sustanciarse en una votación atípica en más de un sentido. Y es que los parámetros de la lucha contra el patriarcado no coinciden exactamente con los de la lucha de clases y no se puede reducir una cuestión a la otra.

Puede que Federica Montseny sobredimensionara la trascendencia del abstencionismo anarquista en las elecciones de 1933, pero es indudable que ese factor incidió enormemente en el resultado (probablemente más que el voto de las mujeres) puesto que el legendario sindicato anarquista contaba con un millón de afiliados y un extenso ámbito de influencia laboral y familiar. Otros factores habría que tomar en consideración para esquivar el esquematismo político, tan dañino como frecuente en la interpretación de la historia: la derecha se presentaba a las elecciones formando una compacta coalición entorno a la CEDA y la izquierda llegaba dividida, desgastada por los dos años de gobierno y desprestigiada por sucesos como los de Casas Viejas. Y las clases medias se iban escorando hacia la derecha ante el avance de las posiciones revolucionarias de las organizaciones obreras en auge, a las que comenzaban a ver definitivamente con temor.

Por último debemos subrayar que la CEDA hizo una sinuosa, torticera y apocalíptica campaña electoral antimarxista, muy agresiva, dirigida a las mujeres y basada en los valores de la familia, el trabajo y el orden. Dio mítines y conferencias, impartió cursillos electorales y organizó grupos de mujeres que repartían propaganda por la calle y por las casas, puerta a puerta, ofreciendo dinero y especie a las más pobres a cambio del voto, y puede que averiguando los nombres de las mujeres censadas que habían muerto para poder votar luego por ellas, según denunció la izquierda. Por parte de las organizaciones de la izquierda, únicamente el PSOE incorporó propaganda, discurso y mítines de contenido feminista. Las demás organizaciones ignoraron los intereses de las mujeres en su campaña o pidieron la abstención (es el caso de la CNT).

Tres años después cambiaron sustancialmente las circunstancias históricas y se produjo el mítico triunfo del Frente Popular en febrero de 1936. Ahora era la derecha la que se presentaba dividida y desgastada por los dos años de gobierno negro y los 30.000 obreros presos tras el intento insurreccional de 1934, con sus familias y partidos exigiendo libertad. Ahora también votaban las mujeres y sin embargo venció la coalición de izquierdas. Ahora la CNT pedía el voto para el Frente Popular. Ahora cada mujer y cada hombre presagiaban la más feroz confrontación entre clases que ha conocido este país, y el miedo al levantamiento militar fascista empujaba a todo el mundo. Ahora las mujeres (junto a los hombres) tomaban la calle para defender las conquistas del pueblo, y ocupaban fincas, y se alistaban en las milicias populares (¡no pasarán!), y organizaban la producción en las fábricas, y levantaban barricadas (¡no hay repliegue!), y bajaban a los frentes a pie porque faltaban camiones (¡Madrid resiste!), y empuñaban las armas hasta perder el brazo porque una granada en mal estado explotaba antes de tiempo. La España trabajadora y revolucionaria luchó hasta la extenuación y la muerte, pero las fuerzas reaccionarias lograron finalmente la victoria, y las mujeres y los hombres de las clases populares lloraban por igual mientras partían al exilio, buscaban a sus desaparecidos, o ingresaban en la cárcel oscura y fría.

Fuente: FAHRENHEIT 451
http://www.corrienteroja.net/articulo.php?p=3040&more=1&c=1

 

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