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Mundo, Anti Patriarcado :: 13/03/2019

La "ideología de género"

Diana Maffía
Desde que la perspectiva de género comenzó a disputar la hegemonía conservadora, cambiaron el lenguaje y las estrategias

La primera vez que escuché hablar de la “ideología de género” fue en los meses previos al encuentro de Beijing de 1995. Desde el Vaticano se hacían advertencias alarmantes acerca de que allí acechaba un gran peligro, porque las feministas violentábamos la naturaleza hablando de cinco géneros. Un par de años antes, Anne Fausto-Sterling había revuelto el avispero con su artículo “The five sexes: Why male and female are not enough” (Los cinco sexos: por qué masculino y femenino no son suficientes), que introdujo en el feminismo una reflexión poderosa de gran impacto en la alianza con los movimientos por la diversidad sexual.

La reflexión sobre la intersexualidad, los genitales ambiguos, los cuerpos que no son nítidamente macho o hembra desmentía la afirmación de que los cuerpos binarios forzaban géneros binarios por naturaleza, para poner del lado de la ideología la lectura misma de los cuerpos, la biología misma. El destino que la medicina reservaba a esos cuerpos, intervenciones quirúrgicas mutilantes e irreversibles en nombre de la “normalidad” incluso estética, mostraba el grado de tortura al que es capaz de someter el dogmatismo para hacer desaparecer aquello que lo desmiente.

La autoridad de la medicina y su incidencia social llevan su mandato mucho más allá de un sesgo epistémico. Al salir –como la religión– de los conventos, al confrontarse con los límites de la vida y la muerte, arrastra varios polizones ideológicos en sus concepciones sobre los cuerpos sexuados y sus destinos. Una agenda no necesariamente explícita de la ciencia, pero cuya eficacia no necesita de la intencionalidad (porque tiene enorme efecto político aunque el interés inicial de las y los científicos no haya sido ese), tiene que ver con la clasificación de los sexos y las sexualidades, las marcas de la “normalidad” y el desplazamiento de lo que queda arbitrariamente fuera de la norma. Un desplazamiento que lejos de ser descriptivo se torna punitivo, moralista y estigmatizante. Lo que queda fuera de la norma del discurso del poder, sobre todo médico y psiquiátrico, no sólo será calificado como perverso o desviado, sino que caerá en la mira de los poderes del Estado para su reforma, encierro, regulación, reconversión, cura, registro, mutilación y tortura.

Además de los criterios biológicos, filogenéticos y psiquiátricos, la “normalidad” y sus respectivos desplazamientos se han fijado por criterios morales, legales, religiosos o sociales, incluso basados en estadísticas que estipulan las medidas y aspecto “aceptables” de los genitales femeninos o masculinos.

En Argentina, el creador y encargado del primer departamento sexológico del país fue el doctor José Opizzo. Lo inauguró en 1953, y diez años después publicó (en edición de autor) el libro Alteraciones sexuales. Diagnóstico y orientación del enfermo sexual,en el que describe su experiencia clínica y las observaciones normativas respecto de salud y enfermedad. El intento por definir el terreno médico de la sexualidad pretende separarlo de la religión y la moral, pero curiosamente arriba a las mismas conclusiones. Con una norma que aparece implícita en la naturaleza, arriesga una definición de “normalidad sexual” que, pretendiendo ser científica, asegura los límites establecidos por la religión para el fin específicamente reproductivo de la sexualidad: “El acto sexual realizado por una pareja formada por un varón y una mujer, cualesquiera sean las prácticas puestas en juego, no ingresa en la patología sexual cuando las superficies en contacto como epílogo del mismo sean las establecidas por la naturaleza para lograr la concepción del ser humano, y la patología comienza cuando en el acto se remplaza a una de las partes de la pareja con un ser del mismo sexo, con un objeto o con un ser vivo no humano, animal o vegetal, o cuando la conjunción concluye fuera de la vía natural”.

Este criterio de “normalidad sexual” implica muchas cosas. Una de ellas, explícita, es que la regla es la heterosexualidad. Pero menos obvia es la normativa que impone sobre los cuerpos. Si la única práctica que el nuevo agente normativo (“la naturaleza”) acepta es el coito vaginal, sólo serán considerados “normales” los cuerpos cuyos genitales se adapten a esa práctica sexual. Si no es así, se deberán corregir los cuerpos, no la definición. Esto justifica oponerse a las prácticas sexuales no reproductivas, los cuerpos no hegemónicos (mucho más si son no binarios), las parejas homosexuales y todo tipo de “desvíos” de la sexualidad (parafilias). Se aconsejaba no recurrir a la policía para reprimirlo, sino a la ciencia para modificarlo y recuperarlo para la sociedad.

Nos encontramos entonces con una construcción de pensamiento muy fuerte y de gran autoridad, que en el último cuarto de siglo viene siendo amenazado por avances políticos como el matrimonio igualitario, la ley de identidad de género, la permisividad social en cuanto a prácticas sexuales, la legalización del aborto, la no intervención en los cuerpos intersexuales, la protección y reconocimiento de las infancias trans y sus experiencias, y por supuesto el feminismo, la demanda de igualdad y la ruptura de estereotipos sobre la feminidad, sus lugares sociales asignados, sus características esperables, y los consecuentes impactos sobre las masculinidades. Y más allá de las muertes, la lucha contra el sistema de violencia femicida. Todo esto marca una agenda internacional que ha recibido un contragolpe orquestado muy explícito por las religiones patriarcales y sus lugartenientes, y que tiene bastante desorientados a los varones progresistas.

Desde que la perspectiva de género comenzó a disputar la hegemonía conservadora, cambiaron el lenguaje y las estrategias para lograr frenar el avance de las democracias garantistas. Hubo una apropiación del discurso de los derechos humanos (para sostener que el derecho a la vida es absoluto, y por lo tanto la prohibición del aborto también debe serlo), una apropiación del lenguaje de género (para afirmar que mujeres y varones somos diferentes y complementarios, y por naturaleza las mujeres tendemos a la maternidad y la familia), una apropiación de los intentos de construir nuevas masculinidades (para agrupar padres separados de sus hijos por abuso o violencia, y reclamar su derecho a ejercer la paternidad e incluso denunciar por obstrucción de vínculo a las madres protectoras), una apropiación de las estrategias legales (recursos de amparo para impedir el acceso a políticas sexuales y para mantener bajo tutela patriarcal a la familia como un todo y no los derechos de cada uno de sus integrantes) y una fuerte militancia en los ámbitos legislativos, docentes y de comunicación social.

Mientras tanto, a la izquierda le cuesta tanto adherir a la consigna antipatriarcal del feminismo anticapitalista y decolonial, que conformar un fuerte paradigma emancipatorio en América Latina choca todavía con la consideración de que la política es neutral y el feminismo distrae de las contradicciones principales. Renunciar a los privilegios de género es más difícil que renunciar a los de clase.

Diana Maffía. Doctora en filosofía. Directora del Observatorio de Género en la Justicia del Consejo de la Magistratura de Buenos Aires.
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