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Anti Patriarcado :: 10/01/2021

Por un feminismo múltiple que abraza la lucha trans

Maite Arraiza
El sujeto del feminismo ha emergido con fuerza renovada en los últimos años: quién tiene o no derecho y legitimidad para formar parte, y hablar, desde este.

 Esta cuestión ha provocado actitudes discriminatorias y excluyentes hacia las corporalidades-subjetividades trans*1/ por parte de ciertas posturas dentro del feminismo. Ejemplo de ello es la irrupción de un grupo de lesbianas feministas2/ en la London Pride de 2018, que se tumbó en el suelo portando pancartas con el lema “el transactivismo borra a las lesbianas” (Southwell, 2018; Necati, 2018). Este grupo repartió un panfleto en el que se reivindicaba la separación de las lesbianas del “transgenerismo”, el movimiento queer y la comunidad LGTBIQ+, se catalogaba de “absurda” la noción “identidad de género” y se afirmaba la necesidad de restablecer las definiciones de los términos “lesbiana” y “mujer”, ya que “un pene nunca podrá ser femenino” (Gabbatiss, 2018).

El contexto del Estado español ofrece también recientes ejemplos, como el intento de boicot de la manifestación del 8 de marzo de 2020 de Madrid por parte de un grupo de feministas abolicionistas y trans-excluyentes (Comisión 8M Madrid, 2020; Rebelión Feminista, 2020)3/. Este grupo intentó llegar al escenario principal y encabezar la manifestación, en contra de lo acordado por la asamblea del 8 de marzo de Madrid, y abucheó a la cantautora trans* Alicia Ramos mientras leía parte del manifiesto. “No somos tránsfobas, pensamos que son dos luchas distintas, nosotras no discriminamos a nadie”, o “criticar las leyes de autodeterminación de género, o decir que no se puede definir a las mujeres por su subjetividad no es transfobia”, son algunas de las declaraciones realizadas por la Asamblea Abolicionista a El Salto (2020).

El 9 de junio de 2020, el PSOE envió a sus cargos internos un documento titulado “Argumentos contra las teorías que niegan la realidad de las mujeres”, firmado, entre otras, por la Secretaria de Igualdad. Este argumentario reaviva la vieja dicotomía sexo/género, certera y profundamente debilitada por buena parte del feminismo, en su afirmación de que “el género es la construcción social del sexo biológico con el que se nace” (PSOE, 2020). Desde la premisa del dimorfismo sexo-genérico, el argumentario denuncia el supuesto desdibujamiento de la desigualdad estructural de las mujeres por parte del activismo queer, debido a la sustitución de la noción “sexo” por la de “género”, y reivindica la abolición del género para lograr la emancipación de las mujeres: “a las mujeres las matan por nacer mujeres (…) por nacer mujeres las asignan socialmente la responsabilidad de los cuidados (…) Si se niega el sexo, se niega la desigualdad que se mide y se construye en base a este hecho biológico” (PSOE, 2020). En su opinión, la teoría queer, mediante el uso de la noción “identidad de género”, está poniendo en riesgo la noción jurídica y el sujeto político “mujer”, así como los logros del movimiento feminista.

En esta misma línea, la recién creada Alianza Contra el Borrado de las Mujeres, que tiene como objeto “eliminar todas las formas de discriminación contra mujeres y niñas que resultan de la sustitución de la categoría ‘sexo’ por la de ‘identidad de género’”, critica la teoría queer por “contraria al feminismo” y rechaza “las categorías inestables, permeables y fluidas” (2020a, 2020b). Si el escrito del PSOE niega la racionalidad jurídica del principio de autodeterminación de género y exige, para contar con efectos jurídicos plenos, “una situación estable de transexualidad debidamente acreditada” (PSOE, 2020), la Alianza Contra el Borrado de las Mujeres va más allá al afirmar que la idea de autodeterminación de género tiene “nefastas” consecuencias para los derechos de las mujeres (Alianza Contra el Borrado de las Mujeres, 2020a).

Todos estos ejemplos, aun con sus particularidades y matices, tienen en común dos elementos: a nivel político, emanan del miedo y/o enfado provocado por la pérdida de visibilidad y representatividad y, en algunos casos, del deseo de mantener e imponer el poder. A nivel epistemológico, responden a asunciones biologicistas, deterministas y esencialistas: comparten una noción natural, esencial e innata del sexo. “Ser mujer” es simplemente un hecho biológico. Sin embargo, la naturaleza de esta feminidad pura, esencial, innata, exclusivamente biológica de las mujeres*4/ cis que algunas privilegian es altamente problemática, porque omite el carácter múltiple, relacional y en devenir del sexo, y también del género; es decir, la multiplicidad de elementos discursivos, sociales, políticos, tecnológicos y materiales de otra índole que, junto a los biológicos, participan en los procesos de constitución de nuestras corporalidades-subjetividades sexo-generizadas. Estas miradas esencialistas y biologicistas implican una comprensión del sexo como algo dado, universal, ahistórico y acultural.

El carácter relacional, múltiple y en devenir del sexo-género

Son muchos los planteamientos que desde el feminismo, y fuera de él, han cuestionado el carácter puramente biológico, dado y esencial del sexo, y problematizado la estricta dicotomía entre el sexo, entendido como biológico y natural, y el género, a modo de construcción social y cultural. Thomas Laqueur, en su ya clásico Making Sex. Body and Gender from the Greeks to Freud (1990)realiza una genealogía del sexo en la tradición occidental y afirma que el sexo, en tanto que entidad biológica, y con ello, la lógica del dimorfismo sexual, emergieron en los siglos XVIII-XIX. En la Antigua Grecia, por ejemplo, en palabras de Laqueur, existía un modelo monosexual, según el cual el sexo femenino era entendido como una copia débil e interiorizada del único sexo que tenía estatus ontológico: el sexo masculino (1990, 28-35). Más allá de la aparición de las nuevas ciencias, para Laqueur, las causas del surgimiento de esta nueva episteme, que no desplazó ni inmediatamente ni del todo a la anterior, son de índole política: cuando las razones esgrimidas hasta entonces para legitimar la inferioridad de las mujeres* empezaron a ser cuestionadas, la batalla se trasladó a la naturaleza. Dos sexos completamente diferenciados y opuestos anatómica y fisiológicamente fueron inventados para relegitimar la vieja jerarquía de género (Laqueur, 1990, 150, 152) –si bien el concepto “género” no había aparecido todavía–. Pero Laqueur insiste en que el sexo, sea cual sea el modelo o lógica desde la que se interpreta o construye, no es susceptible de comprobación empírica, porque el lenguaje de la ciencia incorpora ya lenguaje de género, de manera que algunas de las llamadas “diferencias de sexo” son en última instancia diferencias de género (1990, 13); es decir, tanto el modelo monosexual como el dimorfismo sexual son productos culturales y añade, explicables solo en el contexto de las batallas sobre el género y el poder (1990, 11, 153).

Esta misma opinión es compartida por Judith Butler, quien denuncia la lógica de la inversión a través de la cual primero se inventó el género y luego el sexo, como natural, para legitimar al género sobre la base de la naturalidad del sexo. Es a través de su sedimentación en el tiempo que la cultura hace aparecer sus creaciones como naturales (Butler, 1999, 139, 178). Para la teoría de la performatividad, el género es performativo, es decir, produce –más que describe– lo masculino y lo femenino en oposición, y prescribe la heterosexualidad del deseo, y para ello necesita de la reiteración (1990, 22-25). Pero esta necesidad de repetición y, por ende, su inconclusión e inestabilidad implican nuevas posibilidades para su configuración y multiplicación. Del entrelazamiento de la performatividad del género con la materialidad del cuerpo surge la categoría “sexo”. Frente a los planteamientos que afirman el origen biológico y natural de la diferencia sexual5/, para la teoría de la performatividad, las normas regulan el proceso de materialización, es decir, materializan el género y también el sexo, y hacen, o no, al cuerpo inteligible y apto como humano (1993, 3, 8). El sexo es también un efecto del poder. Para Butler, no podemos acceder a la materia si no es a través del discurso, pero esto no implica un borrado de la materia: lenguaje y materialidad se exceden mutuamente desde su mutua dependencia, desde su mutua constitución (1993, 69).

Sexo y género, naturaleza y cultura se constituyen y afectan mutuamente, es decir: la manera que tenemos de entender, interpretar, conceptualizar y, en última instancia, co-crear o co-constituir la naturaleza es cultural, al mismo tiempo que la cultura emana de la naturaleza, es una creación de la misma (Fausto-Sterling, 2000, 2003, 2019; Haraway, 1991, 2003, 2016). Del mismo modo, la forma en la que entendemos, interpretamos, conceptualizamos, cocreamos o coconstituimos la materia corporal, lo que denominamos sexo, es cultural, a la vez que hay algo que emana del cuerpo, que el cuerpo aporta, aunque no podamos acceder a ello de manera directa, sino discursivamente mediada. El cuerpo tampoco es una tabula rasa. Baste el manido ejemplo del caso John/Joan6/. En este sentido, como señalan Staicy Alaimo y Susan Hekman (2008), Rebecca Jordan-Young (2010) o Miquel Missé y Sam Fernández (2018) desde los feminismos materialistas, la ciencia feminista y posiciones transfeministas respectivamente, si no queremos que el terreno sea copado por los discursos misóginos, tránsfobos y homófobos del determinismo biológico, asumidos, a su vez, por parte de los movimientos sociales, nuestros relatos acerca del sexo-género deben abarcar también en su seno explicativo los elementos biológicos.

Para dar cuenta del entrelazamiento, interdependencia y relacionalidad constitutiva de los pares tradicionalmente articulados como dicotómicos, Haraway habla de “naturoculturas” (2003) o de patrones, prácticas, “cosas” “semiótico-materiales” (2016), y Fausto-Sterling de “género-sexo” (2019). Hablar de la complejidad, más allá del pensamiento cartesiano claro y distinto, individualista, atomizador, fragmentador, propio de la hegemonía heteropatriarcal y neoliberal del hombre blanco, que ni da ni sirve para dar cuenta de la relacionalidad material, implica nuevos lenguajes, nuevas formas de pensar, que visibilicen y recojan en su seno esta complejidad.

Un análisis histórico interesante de la evolución del sexo, que muestra la mutua implicación histórica del sexo y el género, nos lo ofrece Geertje Mak en su obra Doubting Sex. Inscriptions, bodies and selves in nineteenth-century hermaphrodite case histories (2012). Mak analiza la evolución del sexo a partir del s. XIX en el marco de la intersexualidad, en el contexto alemán y francés, y advierte la emergencia e intervención de distintas lógicas sexuales: la lógica del sexo como inscripción social, la lógica del sexo como representación del cuerpo y la lógica del sexo como representación del yo interior (2012, 2). De acuerdo con Mak, a pesar de que varias de estas lógicas se han solapado históricamente y han operado de manera simultánea, hacia 1900 se da el paso de la lógica del sexo como representación del cuerpo a la lógica del sexo como yo interior, que cada vez irá adquiriendo mayor trascendencia hasta su completo despliegue a través de su condensación en la noción de género7/.

Si bien algunas autoras, como Mak, sitúan la aparición del concepto género en la década de 1950 de la mano de John Money y John y Joan Hampson, siguiendo a Dreger (1998, 166), el término género aparece por primera vez –en el ámbito de la sexualidad– en el artículo “Hermaphroditism” de William Blair-Bell (1915, 292). En este texto, Blair-Bell cuestiona el criterio gonadal –en lo que Dreger denomina “Edad de las Gónadas” (1871-1915), las gónadas eran el elemento principal, aunque no único, a la hora de establecer el verdadero y único sexo de un cuerpo (1998, 145-150)– y, junto a la relevancia de las secreciones internas, que serán posteriormente denominadas “hormonas”, señala la del sexo psicológico, es decir, del género, en la conformación del sexo de un cuerpo (1915, 289-290). En este artículo, género presenta ya una acepción psicológica, en el sentido de un sentirse o pensarse.

En las décadas de 1920 y 1930, a pesar de que las gónadas perdieron relevancia frente a los genitales, el sexo psicológico y las hormonas8/, el criterio gonadal era todavía empleado por algunas doctoras9/ (Reis, 2009, 98-109). Gónadas, genitales y hormonas convivieron como elementos a amputar, reconstruir o consumir a la hora de reasignar el sexo-género de un cuerpo.

John Money y Joan y John Hampson serán quienes consoliden el concepto de género, en concreto, “rol de género”, en la década de 1950. Analizarán las prácticas quirúrgico-hormonales que venían realizándose y los diversos criterios empleados para ello, y ofrecerán un nuevo y unificado corpus y protocolo de reasignación de sexo para los cuerpos intersexuales, en los que el género designará el sexo psicológico –establecido a través de la crianza–, y presentará una clara dimensión tecnológica: la reconstructibilidad genital será clave a la hora de asignar el género, lo que implicará, a su vez, la necesidad de una morfología genital adecuada (Money, 1955; Money, Hampson y Hampson, 1955, 1957). Mientras que “sexo” hará referencia al sexo anatómico, cromosómico u hormonal, “género” indicará el sexo psicosocial.

El concepto género siguió desarrollándose, de la mano, entre otras, de Robert Stoller, quien acuñó la noción “identidad de género” y ahondó en la recién establecida dicotomía sexo/género (1964, 1968). Diversas autoras feministas de las décadas 1960-1980 asumieron y reprodujeron esta dicotomía, a saber, el sexo entendido como biológico y natural, y el género, como construcción social y cultural sobre la base de la diferencia sexual, en su denuncia de la opresión de las mujeres*.

De regreso a la obra de Mak, esta apunta a una intersección histórica. De acuerdo con la autora, las lógicas del sexo en tanto que representación del cuerpo y representación del yo interior, que aparecen en distintos momentos históricos, llegan a simultanearse entrando a menudo en conflicto, no solo en un determinado momento histórico, sino en muchos cuerpos trans* en la actualidad (Mak, 2012, 13). Para Mak, este conflicto entre el sexo físico y el sexo psicológico se resuelve a favor de la preeminencia y mayor autoridad epistémica de la identidad de género (2012, 157). Es importante señalar que la idea del sexo como yo interior, que devendrá en el género o identidad de género, no es algo exclusivamente ni especialmente ligado a las corporalidades-subjetividades trans*, sino algo que ha pasado a formar parte de los discursos y conceptualizaciones de las corporalidades-subjetividades sexo-generizadas en general. A pesar de lo lejanas que nos podamos sentir –o no–, de esta idea, debido a su esencialismo intrínseco, lo que la convierte en interesante, útil y fructífera en el caso de las corporalidades-subjetividades trans* es que permite desestabilizar la coherencia del género y cuestionar el sexo-género asignado en el nacimiento, por lo que es reivindicada por –y asociada a– diversas colectividades trans*. Es más, paradójicamente, a pesar de este esencialismo, la idea del sexo psicológico, junto a la distinción entre sexo físico y sexo psicológico que trajo consigo, es la que posibilitó la emergencia de las corporalidades-subjetividades trans* en Occidente.

No obstante, más relevante incluso es apuntar que ese “sentir/sentido de ser un hombre o una mujer o algo que se resiste a esos términos” al que alude, por ejemplo, Susan Stryker en Transgender History (2008, 14), presenta también un carácter relacional. Por un lado, una se identifica con las categorías que tiene a mano en un momento histórico concreto en una sociedad determinada, o emprende, colectivamente, la tarea subversiva y creativa de generar nuevas. En ambos casos, estas categorías presentan un carácter social y están sujetas a la historicidad. En este sentido, son también políticas, incluso en el caso de quien no realiza un acto político consciente de elección identitaria, porque las categorías que escoge para expresar ese sentir, anteriores a ese sentir mismo, son fruto de numerosas acciones políticas de diversa índole. Aun así, reivindicar ese sentir adquiere mucha mayor trascendencia cuando la posibilidad vital y existencial de una misma pasan por ello, lo que tiene directamente que ver, y este es otro argumento a favor del carácter relacional del sexo-género, con que el sexo-género es de carácter público. Como señala Preciado, “no hay género (…) más que frente a un público, es decir, como construcción somato-discursiva de carácter colectivo” (2008, 91). De ahí que nuestra inteligibilidad en tanto que cuerpos humanos y nuestra aceptación social se pongan en juego mediante las normas del género. Los niveles de discriminación, precarización y exclusión que viven las personas trans* están claramente relacionados con esto10/.

Además del carácter social, cultural, político, histórico, biológico y discursivo del sexo-género, autoras como Nelly Oudshoorn señalan su carácter artefactual. En su obra Beyond the Natural Body: An Archeology of Sex Hormones (1994), la autora realiza una arqueología de las denominadas “hormonas sexuales”11/ y analiza cómo los hechos científicos que conforman y constituyen los cuerpos, principalmente de las mujeres*, fueron creados en los laboratorios, a la par que convertidos en productos de mercado. Oudshoorn retoma el análisis donde Laqueur lo dejó, a saber, en las décadas de 1920-1930, momento en el que la conceptualización sexo-genérica empezará a pivotar en torno a un nuevo elemento: las hormonas (1994, 9). A pesar de su problematicidad intrínseca para establecer el único sexo-género de un cuerpo, las hormonas sustituyeron a las gónadas como locus del sexo-género, convirtiéndose en su esencia química, hasta el punto de que hoy en día los estrógenos son considerados sinónimos de feminidad y los andrógenos, particularmente la testosterona, sinónimos de masculinidad.

La trascendencia de los productos hormonales en la constitución de la feminidad ha sido reiteradamente subrayada (Watkins, 2007; Langston, 2010; Haraway, 2016). Muchos son los productos hormonales consumidos por las mujeres* y los usos conferidos: amplio surtido de anticonceptivos hormonales, terapias de reemplazo hormonal para la menopausia, tratamientos hormonales de fertilidad, medicamentos hormonales para un correcto funcionamiento del embarazo, píldoras anticonceptivas para perder peso y tratar el hirsutismo (bello facial y corporal en mujeres*) u hormonas para mujeres* trans*. Independientemente de que nuestra opción personal y política sea no consumir productos hormonales, la realidad es que las mujeres* cis han sido las que históricamente más se han hormonado (Watkins, 2007; Preciado, 2008; Ostertag, 2016). El que los cuerpos, el de las mujeres* en particular, incluso aquella feminidad cis supuestamente natural y esencial que algunas privilegian, estén constituidos por las mismas tecnologías hormonales recorta privilegios otorgados sobre la base de esa presunta idea esencial y natural de mujer. Parafraseando a Simone de Beauvoir, una se hace mujer, también hormonalmente (1986 [1949], 247)12/.

Con lo expuesto hasta ahora, lo que queremos poner de manifiesto es la complejidad y multidimensionalidad que presentan ambos conceptos, sexo y género, y la multiplicidad de sus materializaciones en diversos contextos y a través de distintas prácticas, discursos, relaciones y tecnologías. Ambos conceptos o ideas se implican y afectan mutuamente, tanto desde una perspectiva histórica como corporal. Por un lado, el sexo emana del género: qué es el sexo, dónde está el sexo, qué elementos lo conforman, cómo se relacionan, cuántos sexos hay y cuál es la relación entre ellos es algo que viene determinado por la concepción de género y por sus normas –en tanto que normas, pueden transgredirse–. A las múltiples diferencias corporales, a la morfología y materialidad corporal se les adscribe sexo, a través de las normas de género –el debate acerca de si hay diferencias que son más relevantes que otras remite irremediablemente a un marco evaluativo discursivo-político–. Al mismo tiempo, el sexo es el elemento principal tenido en cuenta a la hora de asignar un género.

Por otro lado, la noción de sexo en tanto que entidad biológica y, con ello, el dimorfismo sexual, son producto de la concepción de género. A su vez, la noción “género” es el resultado de la evolución histórica de la idea de sexo, que fue concebida como entidad biológica y natural, que sirvió al mismo tiempo para inscribir y designar la posición social de un cuerpo y que pasó a tener una dimensión tecnológica a finales del s. XIX, a través de la reconstrucción quirúrgica y, posteriormente, también hormonal de los cuerpos. A esta dimensión tecnológica del sexo se une la dimensión psicológica: el sexo empezará a ser racionalizado como representación de un yo interior, lo que desembocará en los conceptos género e identidad de género.

Esta mutua implicación, que problematiza hondamente la articulación dicotómica de sexo y género, es decir, su interpretación a modo de dos ámbitos totalmente diferenciados y separados entre sí, tampoco permite establecer una sinonimia completa entre ambos, ya que sexo y género, como muestran las corporalidades-subjetividades trans*, entre otras, pueden articularse en los cuerpos subvirtiendo la coherencia de género. Es decir, en contra de lo afirmado por el grupo de lesbianas feministas que irrumpió en la London Pride, sí, se puede ser mujer y tener pene. No obstante, modificar el sexo también afecta o puede afectar a cómo el género es expresado y producido.

Es por ello que el sexo-género presenta un carácter eminentemente relacional, que surge como efecto de y abarca en su seno las dimensiones mutuamente no excluyentes de lo social, lo cultural, lo discursivo, lo biológico, lo tecnológico y lo material. Hablar de sexo-género es una estrategia útil que permite visibilizar esta relacionalidad e implicación mutua. Por la misma razón empleamos la expresión “corporalidades-subjetividades sexo-generizadas” –desde la idea de que la subjetividad es corporal y la corporalidad implica subjetividad–, porque el proceso de sexo-generización comprende ambas dimensiones en su entrelazamiento. Esta expresión indica que el sexo-género no es una cuestión exclusivamente psicológica o identitaria, como denuncian el argumentario del PSOE y la Alianza Contra el Borrado de las Mujeres, sino que entraña, del mismo modo, corporalidad, materialidad, biologicidad. Pero tampoco es una cuestión meramente biológica, y menos todavía esencial, natural, innata, un atributo o característica que simplemente presenta el cuerpo, sino que hay un conjunto de acciones de diversa índole que lo producen de forma relacional. Es, relevantemente, socio-cultural, político e histórico y está entrelazado con otras diferencias y ejes de opresión como la raza o etnia, la clase, la sexualidad, la edad, la capacidad, etc.

El debate esencialismo/constructivismo, o todo es biología/todo es cultura, llevó al feminismo a un callejón sin salida. Escapar de este callejón, así como del pensamiento dicotómico moderno, racista y heteropatriarcal implica nuevas formas de pensamiento y escritura que abracen la complejidad, la relacionalidad, la multiplicidad, la maraña, los nudos, los entrelazamientos y las intersecciones.

Pero hay otro elemento relevante que caracteriza el sexo-género, no solo a nivel histórico, sino también corporal: su carácter de proceso o devenir. Butler muestra que la materialización del sexo-género es un proceso continuo que necesita de la reiteración. Fausto-Sterling y otras autoras, por su parte, analizan el desarrollo sexo-generizado desde los tres primeros meses de vida en adelante y muestran cómo, desde múltiples diferencias corporales no generizadas y preferencias comunes, las normas y expectativas de género van siendo incorporadas hasta el sistema nervioso central, almacenadas en la memoria y ligadas al desarrollo emocional, a través de la interacción entre la/s cuidadora/s principales y la/el/ niña/o, es decir, mediante la vocalización, el tacto, el movimiento, la expresión facial, el afecto y los colores, juguetes, ropas13/, etc. (Fausto-Sterling, 2019; Sung et al., 2013; Fausto-Sterling et al., 2015). Por ejemplo, en los casos analizados –que eran más bien familias cis heterosexuales– la motricidad y el movimiento se estimulaban más en los considerados niños que en las consideradas niñas. La mayoría de niñas y niños afirman una identidad sexo-genérica entre los 2 y 5 años y la idea de la constancia de género aparece hacia los 7 años (Kohlberg, 1966; Fausto-Sterling, 2012; 2019). No todas las niñas aceptan las expectativas sexo-genéricas, pero eso no implica que su sexo-generización no se de en forma de proceso. Y muchas corporalidades-subjetividades trans* subvierten la idea de constancia de género.

El desarrollo de la materialidad e identidad sexo-genérica continúa a lo largo de toda la vida, con mayor o menor estabilidad dependiendo de las subjetividades-corporalidades, en un proceso de interacción en el que lo socio-cultural se funde con lo biológico. Los elementos corporales sexo-generizados, como las hormonas, los fluidos –menstruación y esperma–, el deseo y vigor sexual, el vello, las mamas, incluso los genitales cambian y evolucionan a lo largo de toda la vida. A pesar de que las hormonas, por ejemplo, influencian el desarrollo neuronal, la neuronas, sus conexiones y las propias hormonas cambian y se desarrollan solo a través de la interacción del cuerpo con el mundo, en un proceso de por vida (Jordan-Young, 2010; Fausto-Sterling, 2012). En algunos casos, como en el de muchas corporalidades-subjetividades trans*, los cambios corporales son mayores y cambia también la identidad de género o la categoría empleada para designarla. En muchos casos, cambian las prácticas sexuales y el deseo y, con ello, las categorías empleadas para nombrarlas. En muchas ocasiones, la categoría empleada para designar la identidad sexo-genérica y/o la sexualidad se mantiene constante a lo largo de toda la vida. Es decir, dependiendo de las corporalidades-subjetividades, hay más o menos fluidez y variabilidad sexo-genérica. Cabe preguntarse cuánto aumentarían la multiplicidad y fluidez en una sociedad en la que, en vez de penalizarlas, las abrazara y promoviera.

De cualquier manera, nuestras concepciones sexo-genéricas tienen que ser capaces de abarcar los distintos grados de variabilidad/estabilidad, posibilitando y abrazando el hecho de que hay quienes desean y experimentan poca movilidad y hay quienes desean y experimentan mucha, pero sin imponer ninguna de las dos. No obstante, incluso en los casos en los que se mantiene constante la categoría empleada para designar la identidad sexo-genérica y/o sexualidad, acontecen cambios morfológicos, anatómicos, fisiológicos y cambios en la manera en la que las normas o mandatos de género se intersectan con ellos, lo que afecta a su vez a la subjetividad. En vez de como esencia, rasgo, atributo o característica permanente, natural e innata, el sexo-género se caracteriza mejor como proceso dinámico en devenir abierto al medio14/en cuya co-constitución participan una multiplicidad de elementos y dimensiones.

La garantía última de nuestras concepciones sexual-sexo-genéricas no debería ser la biología, que no es equivalente a que no deban contemplar la dimensión biológica, sino el grado de bienestar y felicidad que generan en la gente, su capacidad de satisfacer los deseos y necesidades de los cuerpos que habitamos el presente. Mientras llegue el todavía utópico momento de decidir colectivamente si queremos una sociedad estructurada desde sus niveles más profundos hasta sus niveles más superficiales por categorías sexo-genéricas, y qué categorías, cómo y para qué queremos poner a disposición, incluso en ese utópico momento, el carácter relacional, procesual y múltiple de nuestras diferentes subjetividades-corporalidades debe ser tenido en cuenta.

Política de alianzas: sujeto múltiple en devenir

Una vez que hemos argumentado porqué nuestras concepciones sexo-genéricas no pueden reducirse al discurso biológico, o científico en general, ni asumirlo como autoridad y justificación últimas, abordaremos la cuestión del sujeto del feminismo. Para ello, interpeladas por nuestra propia historia genealógica y por consideraciones de tipo epistémico –¿qué es lo que hemos aprendido?– o de tipo ético-político –¿queremos reproducir las mismas exclusiones, jerarquizaciones y dominaciones de las que hemos sido objeto?–, problematizaremos la visión que fundamenta el sujeto del feminismo exclusivamente en la biología, y argumentaremos a favor de un feminismo múltiple de alianzas, conformado por sujetos múltiples en devenir.

El primer argumento que problematiza la necesidad e idoneidad de basar el sujeto político del feminismo únicamente en instancias biológicas es que no parece que acudir a las instancias fundantes de la concepción que nos oprime ofrezca demasiadas posibilidades para la emancipación y transformación. Recordemos que, como nos cuenta Laqueur, la lógica del dimorfismo sexual, de dos únicos sexos completamente diferenciados, e incluso la idea del sexo como entidad biológica, surgen en un momento histórico en el que la jerarquía de género estaba siendo cuestionada y era preciso relegitimarla. Si bien debemos intentar generar relatos acerca del sexo-género que contemplen en su seno los elementos biológicos y den cuenta de las diferencias materiales corporales, entre las que se encuentran la capacidad de gestar de ciertos cuerpos, conceptualizados mayoritariamente –aunque no solo–, como mujeres*, emplear el mismo marco epistemológico dualista y dicotómico que nos oprime para liberarnos, como lo hicieron diversas feministas en las décadas de 1960-1980 y lo hacen actualmente las feministas del PSOE y de la Alianza Contra el Borrado de las Mujeres, nos condena a quedarnos atrapadas en él.

Más allá de los beneficios que haya podido aportar este marco, el problema con la visión del sexo en tanto que biológico, innato y natural sobre el que se construye el género es que reproduce el marco epistemológico sexo-genérico que pretende cuestionar15/; es decir: o bien es posible construir diferentes géneros sobre la base del mismo sexo –lo que no parecen defender las feministas del PSOE, ya que afirman que el sexo “se refiere a las características corporales, biológicas y fisiológicas que definen y diferencian a los humanos como hombres y mujeres” (2020, énfasis añadido)–, o bien el género es resultado causal del sexo. Y este es el pequeño inconveniente que presenta este marco a la hora de intentar reivindicar la emancipación de las mujeres* desde su seno: que en su defensa del sexo y del dimorfismo sexual biológico e innato, reproduce una relación causal entre el sexo y el género, entre el dimorfismo sexual y el dimorfismo de género, dejando la puerta demasiado abierta, e incluso pavimentando, los discursos científicos del determinismo biológico.

La idea del dimorfismo sexual innato e inmutable es compartida por los discursos científicos del determinismo biológico, que defienden el carácter biológico, natural, innato e inmutable de la orientación sexual y de la identidad de género, lo que comprende las distintas habilidades y comportamientos de hombres y mujeres*, a saber, la programación cerebral de los hombres para lo técnico y sistemático y su mayor agresividad, y la programación cerebral de las mujeres* para la empatía y los cuidados16/. Estos mismos discursos conceptualizar las subjetividades-corporalidades trans* como trastorno, fallo o anomalía17/. Con todo ello, ofrecen una base biológica para la división sexual del trabajo y la inferioridad de las mujeres* y de las corporalidades-subjetividades no normativas. No es un detalle menor señalar en este punto que el dimorfismo sexual cerebral era empleado ya en el s. XIX para justificar la inferioridad de las mujeres*, precisamente en el periodo histórico en el que, como relata Laqueur, dos sexos completamente distintos estaban construyéndose como legitimación para la jerarquía de género. John Stuart Mill, por ejemplo, en su obra de 1869 The Subjection of Women, critica la idea de diferencias anatómicas entre el cerebro de hombres y mujeres* –el menor tamaño o peso cerebral de estas– empleada para justificar sus diferencias sociales (1879, 120-121).

A la luz de estas consideraciones, retomemos las afirmaciones del PSOE: “a las mujeres las matan por nacer mujeres (…) por nacer mujeres las asignan socialmente la responsabilidad de los cuidados (…) Si se niega el sexo, se niega la desigualdad que se mide y se construye en base a este hecho biológico” (2020, énfasis añadido). Más bien, si se asume el sexo, como algo ahistórico, acultural, esencial, puramente biológico e innato, es decir, si se asume que ser mujer es un hecho biológico connatural, se acepta y legitima la desigualdad que se mide y se construye en base a este hecho biológico. Como señalábamos en el apartado anterior, no se trata de borrar cuerpos, subjetividades, ni categorías. Se trata de intentar reconocer, visibilizar y abrazar al máximo, de una manera no jerárquica, las diferencias y la multiplicidad, e intentar diseñar estrategias que nos sean útiles para ello. Poner en duda el carácter puramente biológico e innato del sexo como base para el género, desde una visión que da cuenta de su mutua constitución y entrelazamiento, no implica negar la utilidad y funcionalidad de todas las posibilidades sociales que ofrece la categoría sexo.

De cualquier manera, tener visiones y concepciones diferentes acerca del sexo-género y de la sexualidad, desde posiciones no hegemónicas, no es motivo suficiente para excluir a nadie del movimiento feminista. ¿Acaso alguien ha excluido del movimiento feminista a esas mujeres* que defienden la idea natural y biológica del sexo, aun pensado que es inservible e incluso perjudicial para los propios intereses del feminismo? Una cosa es criticar o discrepar acerca de posicionamientos, discursos, postulados, estrategias, visiones, concepciones, etc. y otra bien distinta es excluir y negar cuerpos, vidas, subjetividades que, además, comparten la misma opresión, aun con sus especificidades, pero desde su entrelazamiento. Si algo ha caracterizado históricamente al feminismo es su carácter múltiple, es decir, los diferentes feminismos que, a pesar de sus discrepancias –radicales en determinadas cuestiones–, conforman ese cuerpo político al que a menudo nos referimos como “feminismo”.

Esto nos lleva al segundo argumento en contra de basar el sujeto del feminismo en la biología, y es que no hay un único mujeres*, ni un único sujeto del feminismo. No es solo que esa idea natural, esencial, biológica de mujeres que defienden el PSOE y la Alianza Contra el Borrado de las Mujeres como sujeto del feminismo se presenta como ineficaz para emancipar a las propias mujeres* que la reivindican, sino que ejerce sus propias exclusiones y dominaciones, cuando se afirma como único mujeres posible, única categoría posible, único sujeto posible para el feminismo. Muchos son los colectivos feministas y feministas que durante décadas han problematizado esa idea de mujer homogénea, natural, esencial, cerrada en sí misma, blanca, de clase media, con determinadas capacidades y heterosexual, por sus exclusiones y opresiones constitutivas. Pero sigue siendo relevante insistir, recuperando las palabras de la cofundadora de Black Lives Matter Alicia Garza (2017), en que seguimos sin tomarnos en serio el “entrelazamiento de los sistemas de opresión” (Combahee River Collective, 1979).

Aquí emerge la cuestión del poder que mencionábamos en la introducción. Como apunta Fernández, “lo que trae de vueltas al feminismo clásico se llama interseccionalidad y lo que lo desborda son los nuevos sujetos que emergen desde dentro del movimiento feminista sin solicitar permiso para hablar” (2018). En este sentido hablaba Missé en las recientes jornadas El melón trans. Una política trans y feminista es posible, cuando se refería a la cuestión trans como uno más de los conflictos y tensiones que abonan la lucha feminista. Desde el reconocimiento a las críticas constructivas de ciertos feminismos que han ayudado a afinar y repensar algunas de las reivindicaciones trans, para Missé, la cuestión trans, como la cuestión de la prostitución y alguna otra, más que suponer el problema o la pugna real, está siendo instrumentalizada como campo de batalla en el que algunos feminismos se disputan la hegemonía (Missé y Fernández, 2020). Hay cierta posición feminista clásica, que ve amenazada su cuota de poder, representatividad y visibilidad por una multiplicidad de cuerpos y sujetos, y se resiste a perderla, tratando a esos cuerpos y sujetos como si fueran menos dignos, autorizados, conocedores y aptos que otros para hablar desde el feminismo. Ciertas mujeres* se otorgan a sí mismas un lugar de opresión y enunciación privilegiado, desde el que ningunean, invalidan, infravaloran e incluso desprecian la opresión, las reivindicaciones, los deseos y las necesidades de otras corporalidades-subjetividades, igual o más oprimidas que ellas, las mujeres* cis o, empleando la expresión de Ruth Toledano, las “mujeres mujeres” (2020). Y no se trata aquí de realizar ningún campeonato de la opresión, se trata de comprender, de una vez por todas, que en el feminismo no hay, o no debería haber, ningún lugar de enunciación privilegiado.

Esto no implica que la categoría mujeres* no sea una categoría políticamente válida. Muy al contrario, sigue siendo necesaria y efectiva como herramienta política de lucha y, para quien así lo desee, como categoría identitaria. Lo que significa es que: 1) Hay múltiples corporalidades-subjetividades que se autodesignan mujeres* y conforman la colectividad mujeres*, independientemente del sexo que les fue asignado en el nacimiento. 2) Basar esta categoría y, por tanto, el sujeto político exclusivamente en instancias biológicas compromete de manera irremediable nuestro deseo y la posibilidad misma de nuestra emancipación colectiva. 3) Hay otros sujetos del feminismo que se autodesignan a través de otras categorías, como lesbiana o bollera, trans*, de género no binario, etc.

Desde la noción de mujer como hecho biológico que constituye el sujeto del feminismo, otra de las ideas clave del argumentario del PSOE y de la Alianza Contra el Borrado de las Mujeres es que el concepto de autodeterminación de género carece de racionalidad jurídica y tiene “nefastas” consecuencias para los derechos de las mujeres. Es, cuanto menos, paradójico, por no decir que reproduce las mismas opresiones de las que hemos sido y seguimos siendo objeto, que el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos y subjetividades, cuándo y cómo queremos ser madres, o si queremos serlo o no, sin que, además, tenga que ser una decisión estable de por vida, se lo neguemos a otros cuerpos y subjetividades. ¿Quiénes son las mujeres* cis o las mujeres-mujeres para dictaminar qué corporalidades-subjetividades tienen derecho o no a decidir sobre sus corporalidades-subjetividades? ¿Sobre qué fundamento se niegan a otras derechos que se reivindican para sí mismas? ¿Sobre la base de que es necesario abolir el género? Por un lado, si se reivindica la abolición del género, debe reivindicarse para todo el mundo, no solo para la gente trans*. En este sentido, las mujeres* que reivindican esta abolición actúan a lo largo de sus vidas conforme a o influenciadas por el género, por unos roles e identidad de género, los subviertan mucho o poco. Como señalábamos en el apartado anterior, por muy alejadas que nos sintamos, tanto a nivel teórico como práctico, de la idea de identidad de género, esta constituye, en este momento histórico, las corporalidades-subjetividades occidentales en general, incluidas las mujeres* cis. Por otro, como también hemos apuntado, sexo y género, desde su mutua implicación y entrelazamiento, permiten en la actualidad visibilizar, reconocer y abrazar diferencias subjetivo-corporales que son enriquecedoras e incluso vitales. A este respecto, la opresión de género y la imposición de unos roles e identidad de género no son lo mismo que la posibilidad de expresar diferencias a través del género.

Retomando la analogía entre la autodeterminación de sexo-género y el derecho al aborto –que, por cierto, se materializa principalmente a través de medicamentos hormonales como la píldora abortiva– uno de los logros del movimiento feminista en la batalla contra el anteproyecto de ley del entonces ministro Alberto Ruiz Gallardón fue, precisamente, que el debate social se centró en el derecho de las mujeres* a decidir sobre sus cuerpos, y no en la vida o no vida del nonato. Más allá del debate acerca de abolir o no el género, abolir o no el sexo, en lo que respecta al presente inmediato, si estamos a favor de la soberanía corporal, del derecho a decidir sobre nuestros cuerpos, este derecho debe ser aplicable a todos los cuerpos. Lo contrario implica defender que hay unas mujeres* que tienen más derechos que otras y que otras corporalidades-subjetividades no hegemónicas.

La teoría queer no está poniendo en riesgo los logros del movimiento feminista, ni la noción identidad de género está poniendo en riesgo la noción jurídica y el sujeto político mujer. El que tengamos a disposición diferentes categorías político-identitarias y relatos acerca de nuestra constitución sexo-genérica es un signo de mayor apertura, madurez y libertad. Los feminismos, la teoría queer y el movimiento trans* se entrelazan: desde el comienzo hubo un feminismo queer, y el movimiento trans* aprende de los feminismos, del mismo modo que los feminismos aprenden del movimiento trans*. El transfeminismo forma parte del feminismo, como otros muchos feminismos. No estamos disputándonos un espacio político, estamos, desde nuestras diferencias, creándolo juntas. La cantidad de artículos e iniciativas de apoyo a nuestras compañeras trans* y rechazo al argumentario del PSOE y a la acción de la London Pride son una buena muestra de ello.

Del mismo modo que el reconocimiento de los derechos trans no implica la negación de los derechos de las mujeres*, el transactivismo no borra a las lesbianas. Asistimos a un momento histórico complejo en el que el rígido régimen heteronormativo binario convive con otros movimientos hacia la apertura y la multiplicidad. En este contexto capitalista y heteropatriarcal, hay intereses que promueven las modificaciones subjetivo-corporales a través de tecnologías hormonales y quirúrgicas, pero esto no acontece solo en el caso de las corporalidades-subjetividades trans*, sino en el de todas las corporalidades-subjetividades en general, con mayor peso sobre las mujeres* y ciertos cuerpos no normativos. En este sentido, diversas voces desde el movimiento trans*, movimiento que por otra parte ha realizado un cuestionamiento radical y profundo del binarismo y esencialismo sexo-genérico heteropatriarcal, han iniciado ya una revisión crítica de las hormonas y señalado que, más allá de las modificaciones corporales, el problema de fondo es estructural. Hay una gran multiplicidad de corporalidades-subjetividades que se siente asfixiada por el dimorfismo sexo-genérico y lo excede y desborda. Esta multiplicidad subjetivo-corporal tiene el mismo derecho a ser/hacer y a expresarse que todas las demás, y los diversos medios y estrategias que emplea para ello dependen también del contexto histórico y social. Paul Galofre, por ejemplo, desde el reconocimiento al gran trabajo realizado por el feminismo y el movimiento lésbico para que los cuerpos conceptualizados e identificados como mujeres* puedan expresar la masculinidad, observa con preocupación y criticismo cierto trasvase de la categoría “butch” a la categoría “trans*” de la mano de la hormonación, propiciado por un refuerzo de la coherencia impuesta por la ideología del género binario (2018). No obstante, si bien la existencia y visibilidad lésbica tienen que seguir siendo reivindicadas y materializadas, sin que impliquen necesariamente ningún tipo de modificación corporal, no parece que atacar y excluir a las corporalidades-subjetividades y al movimiento trans* sea una estrategia política ética y efectiva a seguir ante los fenómenos descritos.

Del mismo modo, los postulados de cierto sector trans*, como muestran algunas manifestaciones públicas de la Asociación de Familias de Menores Trans* Chrysallis18/, que replican las teorías del determinismo biológico y afirman que la identidad de género se encuentra en el cerebro, son problemáticos e incluso perjudiciales, no solo para la emancipación de las propias corporalidades-subjetividades trans*, también para la de las lesbianas, las mujeres* y todos sus entrelazamientos; igual que lo es la idea esencialista y biologicista de mujer de las feministas del PSOE. Pero eso no implica que el movimiento trans* vaya en contra de las lesbianas ni en contra de las mujeres*. Muy al contrario, la historia nos recuerda que las mujeres trans* han puesto sus cuerpos en primera línea en las luchas lésbicas y feministas ya desde la Revuelta de Stonewall de 1969 en Nueva York. Habitamos un régimen heteropatriarcal cimentado y vertebrado por relatos esencialistas y biologicistas acerca del sexo-género y el deseo, y este esencialismo y biologicismo permean muy diversos movimientos, incluidos el feminismo del aparato del PSOE, algunos colectivos lésbicos y parte del movimiento trans*. Cuestionar los relatos esencialistas y biologicistas que apuntalan la norma heteropatriarcal binaria todavía imperante en nuestra sociedad es una de las tareas políticas urgentes y necesarias. Pero el enemigo no son nuestras hermanas y compañeras. Lo que tiene nefastas consecuencias para las mujeres*, trans*, lesbianas, todas sus intersecciones y todas las corporalidades-subjetividades atravesadas por el heteropatriarcado es, precisamente, el propio heteropatriarcado. Y de lo que se trata es de articular colectivamente estrategias políticas de resistencia, subversión y transformación. Lo contrario no hace sino reforzarlo.

De aquí se deduce el tercer argumento en contra de sostenernos colectivamente en la biología, para reivindicar nuestra liberación y luchar por la transformación del sistema heteropatriarcal capitalista, colonialista y capacitista. No es solo y relevantemente que ese único sujeto “mujer/es” genera exclusiones y opresiones, es que, desde un punto de vista estratégico, no parece muy inteligente ni fructífero reducir en vez de ampliar la fuerza. El heteropatriarcado capitalista, colonialista y capacitista ejerce sus prácticas de exclusión y dominación sobre una multiplicidad de corporalidades-subjetividades entrelazadas: bolleras, trans*, transexual*s, mujeres*, indígenas, negras, prostitutas, no binarias, latinas, mujeres migradas, obreras, travestis, campesinas, precarizadas, jubiladas, trabajadoras del hogar, no gender, funcionalmente diversas, etc. No tiene sentido luchar contra unos sistemas de opresión entrelazados excluyendo a parte de los sujetos y colectividades que están oprimidas por esos mismos sistemas de opresión.

Como alternativa a la fundamentación del sujeto político en la biología, puede que un camino más eficaz, deseable y fructífero sea analizar las opresiones que nos atraviesan o los modos, prácticas, discursos y tecnologías de constitución, dominación y exclusión, específicos y compartidos. A saber, generar la acción, no a partir de la identificación de supuestas esencias biológicas, sino de las constituciones y opresiones que desde su especificidad y entrelazamiento nos unen, lo que redunda en la conformación de sujetos políticos provisionales, abiertos, múltiples y cambiantes. Los sujetos políticos están también expuestos al devenir histórico, político, social, es decir, van evolucionando dependiendo de las estructuras sociales y de las configuraciones particulares del poder, la tecnología, la economía, de las categorías y concepciones de mundos disponibles, etc. en cada momento histórico. Por todo ello, reivindicamos un feminismo de sujetos múltiples en devenir, articulados a través de alianzas que se gestan en luchas concretas, con demandas, objetivos y reivindicaciones concretas19/.

La idoneidad y efectividad de una política de alianzas reside en que, por un lado, hila lo que se presenta como separado, fragmentado y aislado, es decir, consigue ampliar la fuerza a través de la conexión de lo múltiple. Por otro, articula la lucha en torno a fines y reivindicaciones concretas, lo que le permite afinar mejor y adecuarse a los cambios, a las necesidades, demandas y particularidades del momento. Finalmente, se articula teniendo en cuenta las diferencias y las especificidades de cada opresión, generando la unión sin homogeneización ni exclusión. El reto es hacerlo sin jerarquización. No hay colectividad sin multiplicidad. No hay un sujeto único, y esa es la fuerza, riqueza y capacidad subversiva de los feminismos: articular las diferencias de una manera, no biológicamente determinista, sino radical, transversal y profundamente transformadora.

Un buen ejemplo de la fuerza de un feminismo de alianzas es la Huelga Feminista Internacional, de la que formó parte la Huelga Feminista de Euskal Herria en 2018 y 2019. Como señala Verónica Gago, la huelga feminista, que es un proceso, una conjunción de procesos, al mismo tiempo que un evento histórico, es un ejemplo de que la subjetividad y, por ende, los sujetos, se hacen en la lucha (Sandá, 2019). Podríamos afirmar que hay una relación de coconstitución e interdependencia entre los sujetos y las luchas: los sujetos son efectos de los procesos de resistencia, subversión y transformación, al mismo tiempo que estos procesos son activados, materializados y encarnados en y por sujetos. Lo mismo sucede respecto a las opresiones y los sujetos: las opresiones conforman sujetos, al mismo tiempo que los sujetos conforman y transforman las opresiones. Las luchas y los sujetos devienen en sus procesos de mutua constitución. Por eso los sujetos no están previamente determinados, ni son cerrados ni definitivos; son relacionales, es decir, efecto de relaciones políticas, materiales, discursivas, tecnológicas, al mismo tiempo que generadores constantes de nuevas relaciones, por tanto, en devenir.

Maite Arraiza Zabalegi, militante feminista dr Iruñea en grupos como Farrukas y la Comision por el aborto. Doctora por la EHU-UPV en Filosofía

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Notas:

1/ Hemos empleado el asterisco unido a “trans”, para indicar que es una colectividad múltiple y heterogénea, siguiendo el uso conferido por parte del movimiento trans*.

2/ Este grupo estaba formado por diferentes colectivos, como Critical Sisters, Mayday4Women, Object! o The Lesbian Rights Alliance.

3/ Para conocer el relato del colectivo abolicionista, véase Asamblea Abolicionista de Madrid (2020).

4/ Hemos empleado el asterisco unido a “mujeres”, siguiendo el uso conferido en la huelga feminista de Euskal Herria, para indicar que es una colectividad múltiple y heterogénea. No lo hemos hecho en la parte correspondiente a los postulados del PSOE y de la Alianza contra el Borrado de las Mujeres, precisamente porque niegan parte de esta multiplicidad.

5/ Rossi Braidotti, por ejemplo, defiende la existencia de la diferencia sexual más allá del marco heteronormativo (2002). No obstante, en relación a la cuestión del género, la sexualidad y la diferencia sexual, Butler reconoce “la permanente dificultad de determinar dónde empieza y dónde termina lo biológico, lo psicológico, lo discursivo y lo social” (2006, 262).

6/ El psicólogo y sexólogo John Money afirmaba que el género podía ser libremente asignado hasta los dos años de edad. Intentó probar su teoría mediante los gemelos David y Brian Reimer, aprovechando que a David le habían destrozado el pene en una circuncisión. Le sometieron a una orquiectomía y a tratamiento de estrógenos y le llamaron Brenda (Colapinto, 2006, 53). David nunca aceptó el sexo-género femenino y a los catorce años, después de un calvario, volvió a su papel masculino. Tras varias operaciones y tratamiento hormonal para revertir la asignación en 1980, acabó suicidándose en 2004 (2006, 181, 183).

7/ Las nuevas tecnologías tuvieron un papel relevante en este paso. Aunque Mak y Alice Domurat Dreger, quien analiza el contexto francés y británico, discrepan sobre el momento exacto de aparición y regularización de las biopsias y laparotomías, coinciden en que, ayudadas por la anestesia, estas técnicas diagnósticas y operaciones quirúrgicas transformaron y configuraron materialidades y subjetividades sexuadas de un modo, en general, hasta entonces desconocido (Dreger, 1998, 91-92; Mak, 2012, 171). La intersexualidad seguirá siendo borrada, como lo era en épocas anteriores, pero ahora tecnológicamente.

8/ El problema con las hormonas es que para 1930-1940, doctoras y científicas encontraron que, tanto las “hormonas sexuales femeninas”, como las “hormonas sexuales masculinas” se hallaban en cuerpos de diversos sexos, por lo que no servían como elemento inequívoco para determinar un único sexo en un cuerpo (Laqueur, 1990, 243; Oudshoorn, 1994, 23-24; Reis, 2009, 195).

9/ Empleamos el femenino genérico donde la autora emplea «*» para abarcar femenino y masculino -autoras y autores, doctoras y doctores- de acuerdo con nuestras normas de edición y con consentimiento de la autora (NdE)

10/ De acuerdo con la European Union Agency for Fundamental Rights (FRA), el 54% de las personas trans* encuestadas había sufrido discriminación, acoso o violencia escolar o laboral el año anterior (2014, 3-4). Según un estudio sobre transexualidad realizado en el Estado español, el 33,3% de las encuestadas tenía ingresos mensuales inferiores a 600 euros y el 15% inferiores a 300 euros; el 35,3% estaba en paro, el 48,2% había ejercido la prostitución y el 55,9% había tenido conflictos laborales por hacer pública su condición (Domínguez Fuentes, García Leiva y Hombrados Mendieta, 2012, 31). Robles et al. reportan que el 76% de las personas trans* participantes en su estudio, realizado en la Ciudad de México, había sufrido algún tipo de discriminación y/o violencia en el transcurso del mismo (2016, 856).

11/ Para una crítica del término “hormonas sexuales” y el uso alternativo de “hormonas esteroides”, véase Fausto-Sterling (2000).

12/ Bob Ostertag, en Sex, Science and Self. A Social History of Estrogen, Testosterone, and Identity (2016)también problematiza la idea de las hormonas como algo eminentemente ligado a las corporalidades-subjetividades trans* y extiende su papel a la constitución sexo-generizada humana en general. Para un análisis del papel de la testosterona en la construcción de la masculinidad cis, véase Hoberman y Yesalis (1995), Bhasin, (2016) o Missé y Fernández (2018).

13/ Los colores y la ropa cambian dependiendo del contexto histórico, geográfico y cultural. Hasta comienzos del siglo XX, el rosa y el azul no eran empleados en Occidente para marcar el género en las niñas (Frassanito y Pettorini, 2008). Mientras que en la actualidad, llevar falda o vestido supone una de las mayores transgresiones de género para un hombre blanco occidental, es algo usual en los hombres de diversos estados asiáticos y africanos. Del mismo modo, la ropa de los hombres del oeste europeo del s. XVII hoy sería considerada femenina (Fausto-Sterling, 2012, 80).

14/ Los factores medioambientales, como la luz solar, el contexto geográfico o la toxicidad, que en este texto hemos englobado bajo la categoría “materiales”, también influyen en el desarrollo sexo-generizado de los cuerpos (Fausto-Sterling, 2005; Jordan-Young, 2010; Langston, 2010).

15/ Véase, entre otros, Gender Trouble (Butler, 1990, 6-7).

16/ Véase, Pinker (2002), Baron-Cohen (2005), Summers (2005), Swaab (2007) o Swaab y Bao (2013).

17/ Véase, por ejemplo, Zhou et al. (1995), Kruijver et al. (2000), Swaab (2007), o Swaab y Bao (2013).

18/ A pesar de esta réplica, Chrysallis es un colectivo pionero que viene realizando una gran y admirable labor a favor de los derechos, la dignidad y felicidad de las niñas y niños trans*. Entre sus diversos méritos está haber conseguido crear un mensaje inteligible para la mayoría de la sociedad, incluidas las niñas y niños.

19/ Sobre el feminismo de alianzas y coaliciones véase, por ejemplo, Butler (1990), Haraway (1991), Mujeres Creando (2020) y Missé y Fernández (2020).

Fuente

 

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