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Cuba, Cuba :: 06/06/2018

¿Bombas de tiempo millonarias en Cuba?

Luis Toledo Sande
Hay quienes en Cuba no toleraban oír hablar de la propiedad privada, y ahora estiman desatinado hacer críticas

O expresar preocupaciones, por leves que sean, sobre peligros que podrían darse o se dan en ella. Alguien ayer abanderado, sin matices, de la propiedad social, puede hoy abogar apasionadamente por el fomento de la privada para eliminar escollos asociables con la prolongación de la Ofensiva Revolucionaria de 1968.

Tales reacciones no salen del aire. Restablecer formas de propiedad privada como las interrumpidas aquel año, y acaso otras, se ha considerado insoslayable para evitar el agotamiento de una centralización que se había valorado como necesaria. La economía reclama mayor dinamismo, eficiencia, pero sin entregar el país a las leyes del mercado. Estas, dejadas de la mano, conducirían a un tipo de sociedad que ni de lejos sería la equitativa por la que Cuba ha hecho grandes esfuerzos y sacrificios.

Todo eso estará claro en el pensamiento con que —Partido, Estado, participación popular mediante— la nación se ha planteado alcanzar la solvencia necesaria para que el país sea vivible y no se asfixie en una resistencia sin salida. No obstante, si se pone el oído a la vida, se perciben señales o pruebas de que alcanzar ese logro vital sin sucumbir al pragmatismo economicista del capitalismo puede ser un deseo mayoritario, pero no necesariamente unánime, ni tendría por qué serlo.

El asunto es complejo, y Cuba no puede ni ha de aislarse del mundo; pero ¿debe por eso confiar el futuro socialista que busca a formas de capitalismo de Estado o del modo de producción asiático? En el nombre del primero el núcleo es capitalismo, y el segundo, aunque se actualice, es tan ajeno a la cultura del país como la realidad sueca u otras marcadas por una socialdemocracia que se concibió para cerrar puertas al socialismo que parecía erigirse en la euroasiática URSS y en algunos territorios europeos.

Acaso conceptos claros y controles eficaces no sean suficientes, pero sí indispensables si se quiere edificar un socialismo plenamente participativo, con el pueblo en el centro de las decisiones, para no perder el rumbo de una Revolución cuya esencia radica en haber sido y ser hecha por los humildes, con los humildes y para los humildes. Las excepciones pueden ser luminosas, pero son minoritarias.

Que lo planeado como una cooperativa municipal pase a ser una empresa privada con sucursales desde Guantánamo hasta Pinar del Río puede acarrear males de difícil reversión, o sin retorno. La influencia del despropósito aumenta si la entidad no produce presillas para tendederas, sino algo tan vital como viviendas, tarea con serios déficits acumulados y de la cual el Estado no debe desentenderse. Siempre serán útiles las rectificaciones necesarias. Pero frente a males mayúsculos poco valdrían autocríticas y lamentaciones. El dueño de la exitosa empresa se las arreglaría, y recursos no le faltarán, para tener testaferros que, enmascarados como presidentes de cooperativas territoriales más o menos “modestas”, den la cara por él.

¿Es fácil lograr controles perfectos, invulnerables, e impedir que surjan millonarios? Cabe suponer que no lo es. Por eso mismo se requiere aplicar las medidas prácticas más eficaces, no solo para que no surjan monstruos, sino incluso para que también los réditos de las entidades que cumplan las leyes se reviertan de veras en la sociedad, según lo establecido. Con ese fin se ha creado un sistema de impuestos que seguramente podrá perfeccionarse. Pero sería ingenuo imaginar que quienes se hagan de negocios particulares estarán pensando primordialmente en asegurar la construcción del socialismo, y no en fomentar sus ingresos personales, o familiares.

Como en otros tiempos, en el nuevo sector privado puede haber y habrá patriotas que no han renunciado ni renunciarán a los grandes ideales de la Revolución, y estén dispuestos a seguir defendiéndola hasta con las armas si fuera necesario. Ahora bien, no hace falta negar esa posibilidad, o realidad, para saber que la base del proyecto socialista radica en la propiedad social bien entendida, ni para saber por qué el imperio como sistema —no solo un “mago” suyo como el “encantador” Barack Obama— apuesta por ese sector y proclama que únicamente en él tiene Cuba personas emprendedoras, y soluciones.

Para impedir descarrilamientos no basta la propaganda enfilada a sustentar valores y a decir que aquí el socialismo —aún en construcción, y con tremendos obstáculos que vencer— es irreversible, y el capitalismo no podrá volver jamás. Aunque todo eso está muy bien como reclamo de rumbo y defensa del deber ser, la experiencia internacional muestra que no cabe confiar en supuestas irreversibilidades como si fueran un hecho fatal, inevitable, designio de dioses. Junto con la propaganda bien intencionada, y sustentaciones de los más altos ideales, se requieren mecanismos que de veras funcionen como se desea y se necesita que hagan.

Lucidez y prevención resultan indispensables, pero estarán inseguras si entre los seres humanos encargados de cuidarlas no priman la ética, la disciplina y la honradez. Sería incauto suponer que estas se hallan del todo garantizadas cuando no faltan indicios de desorden y comportamientos aberrantes, para no hablar de escandalosos actos delictivos probados. Estos, aunque no suela informarse sobre ellos en la prensa tanto como se debería, son la expresión más ostensible de violaciones desarrolladas al amparo de una insuficiente asunción de lo que significa la propiedad social, a veces entendida como una entelequia que no le pertenece a nadie o es patrimonio del Estado, no del pueblo.

Para que la redistribución social de las ganancias se distorsione, o naufrague, basta el relajamiento más o menos generalizado, aunque fuese a bajos niveles, del orden, la convivencia y la legalidad. El mal se agrava si actúan unos cuantos —¿pocos?— inspectores venales y otros agentes del orden que, en lugar de cumplir sus funciones, las supediten al logro de ganancias y prebendas inmorales. Por ese camino proliferan la defraudación del fisco y pueden darse casos en que, si lo establecido y legal es, digamos, la tenencia de un solo restaurante, alguien se las amañe para ser dueño de varios establecimientos de ese tipo, y de otros, como hoteles, y quién sabe cuántos más.

Pensar que no se debe poner límites al enriquecimiento, o al menos controlarlo, supone abogar por una libertad de empresa que no llevaría a tener un sector privado que, además de obtener sus ganancias, sirva al desarrollo del país con afán socialista. Se fomentarían propietarios privados que acabarían teniendo una influencia social y económica contraria al fin de construir el socialismo. Ese es un propósito para el cual no basta que numéricamente la propiedad social sea básica: es indispensable que resulte eficiente y que la privada no le pase por encima ni en los hechos ni a nivel simbólico.

La escasa o nula inclinación de Fidel Castro a la aparición de ricos —no ya de millonarios como los que van surgiendo— no era cuestión de manual, sino voluntad práctica de prevenir males. Uno de ellos, y no el menor, sería la imagen de prosperidad dable a la vía privada en menoscabo de la social, vistos los hechos desde el egoísmo. A lo que el desequilibrio representaría simbólicamente, se añadiría en los hechos el influjo deformante de lo que puede recibir distintos nombres, pero equivaldría a comprar conciencias, por los “favores” que el rico puede prestar a quienes le rodean, y por el deseo de emularle que su nivel de vida incentive en otros que no han llegado a ser ricos, pero lo añoran.
Máxime si los salarios en el sector social son insolventes.

Hace poco, de visita el autor de este artículo en un pueblo de cuyo nombre sí quiere acordarse, pero no viene al caso mencionarlo porque tal vez no sería un caso aislado, los candidatos a diputados por el territorio al Poder Popular fueron recibidos con cordialidad, esperanzas y euforia justificadas. La mayor aportación para el recibimiento —un lechón asado— no fue obra del colectivo, sino de un propietario rico que, a su vez, es delegado de su circunscripción. No hay por qué negarle el derecho a serlo, y llevar a cabo en ello una buena labor, ni escatimarle el reconocimiento de buenas intenciones; pero hechos e imágenes tienen su propio valor en la realidad, en la vida.

A lo largo del país el enriquecimiento de un propietario de finca—terrateniente, aunque no sea latifundista— puede haber venido de tierras otorgadas por el Estado, incluso por la vía de la fundacional Reforma Agraria, que no se concibió para fomentar desigualdades, sino para erradicar o mermar las que existían, y prevenir otras. Además, no todos los ricos se hallan en el sector agrícola, que tampoco se libra forzosamente de las generalidades, y el enriquecimiento puede proceder de varias fuentes, no siempre de la consagración al trabajo y de ganancias bien habidas.

Entre dichas fuentes figura la explotación de unos seres humanos por otros, realidad medularmente opuesta a los ideales socialistas, pero que ocurre siempre que alguien medra con la plusvalía extraída del trabajo ajeno. Eso no lo impide el mero hecho de que alguien entusiasta y bien intencionado quiera suponer que Cuba es un caso tan particular que en ella no funcionan las leyes de la historia y de la economía. Estas son palmarias y actúan aunque no se les quiera tener en cuenta ni se mencione el marxismo. Acaso operen con mayor fuerza cuando se incurre en omisiones tales.

Y hay otras fuentes posibles, o comprobadas, de enriquecimiento. Dos pueden guardar especial relación entre sí: una, aludida ya, es la ineficiencia —que no es inevitable, sino a menudo fruto de errores y desidias— de la propiedad social; otra, la corrupción, las malversaciones, la pérdida de lo que debería llegar al erario público para beneficio ciudadano, y toma otro camino. Como si todo eso fuera poco, nada autoriza a ignorar que entre las vías para hacerse rico en Cuba puede hallarse el dinero recibido del exterior, y no precisamente de un reservorio creado, en Marte, para financiar la equidad en el planeta Tierra.

Vale recordar lo sucedido en lo que fueron la Unión Soviética y el campo socialista europeo. De la corrupción surgieron en esos lares mafias que calzaron fruitivamente —ni siquiera furtivamente en todos los casos, sino quizás ante la vista pública— el desmontaje del socialismo y la suplantación de este, desde dentro, por la maquinaria capitalista. En ningún lugar se debe decretar que tales deformaciones sean imposibles. Tampoco en Cuba, aunque exista el firme propósito de impedir que ocurran.

Este país, que está rodeado por un entorno mundial capitalista, viene de un capitalismo dependiente contra el cual unas décadas de afán socialista pueden no blindar lo bastante el triunfo deseado. Téngase especialmente en cuenta que sus relaciones con el exterior incluyen de manera descollante, y traumática, la hostilidad de una potencia imperialista vecina que apuesta por aplastarlo y borrar de la faz de la tierra el “mal ejemplo” que él viene dando al mundo desde 1959.

Nada de eso puede desconocer Cuba, ni siquiera por la creencia de que esta nación ha tomado un camino del cual no hay fuerza alguna capaz de desviarla. Salvo que, por su excepcionalidad, real o supuesta, le nazcan millonarios y millonarias que, dados con vehemencia a estudiar a fondo El manifiesto comunista, La historia me absolverá y los documentos del Partido, abracen como la pasión de su vida construir el socialismo. Pero ¿hay por qué contar con que así sea? ¿No sería aconsejable más bien tener presente la propia historia de la nación, en caso de que no se quisiera mirar al mundo?

Cuba viene de una trayectoria en la cual el independentismo halló inicialmente líderes surgidos del seno de la opulencia, con mayor o menor grado de crisis, o sin ella, y al final de la Guerra de los Diez Años lo representaban y defendían básicamente patriotas ubicados en sectores de menos recursos económicos, pobres incluso. Así, radicalizándose, llegó esta nación a la gesta de 1895, y a la etapa de luchas que, iniciada en 1953, le abrió en 1959 el rumbo que la ha traído hasta hoy.

Si para la Cuba de su tiempo halló Martí la palabra de pase en crear, José Carlos Mariátegui entendió el socialismo como un acto de creación heroica. Que los toros sean indóciles, no será razón para ignorarlos, sino para agarrarlos por los cuernos y tratar de que no funcionen como bombas de tiempo contra el socialismo.

La Jiribilla

 

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