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EE.UU., EE.UU. :: 24/05/2024

Las máscaras del racismo

Jorge Majfud
En la violencia contra los manifestantes pro-palestinos, junto con las turbas pro-sionistas había activistas de la extrema derecha antijudía

Todo evento histórico se expresa en situaciones concretas, nunca abstractas, lo que produce la ilusión de la especificidad de las fuerzas que lo generan. Nadie ama y odia en abstracto, aunque el objeto de ese amor (una bandera, un símbolo) y de ese odio (otra bandera, otro símbolo) sea el resultado de la afiebrada imaginación tribal y el resultado de una lucha social por los “campos semánticos” y sus valoraciones éticas. Esto ya lo analizamos en el libro La narración de lo invisible, 2004.

El odio produce odio y lo distribuye convenientemente hasta lograr confundir a un racista con un indignado. Nadie odia en abstracto. Nadie mata en abstracto. No hay odio sin una víctima concreta. Incluso los pilotos que ven la realidad como un videojuego o los operadores de drones a miles de kilómetros de distancia matan seres humanos concretos y sus perpetuadores son seres humanos concretos que luego se ocultan en mentiras concretas, más allá del guion escrito, como lo hemos visto desde hace por lo menos tres décadas.

Sin embargo, si echamos una mirada lo más amplia posible a la historia y tratamos de abstraer esas fuerzas, esos factores comunes en nuestro tiempo y en tiempos de Poncio Pilatos, veremos algo más que lo eventual y específico. Esta idea platónica (la verdad está más allá del caos de las apariencias visibles) no deja de ser la base de cualquier reflexión científica. No otra cosa ha sido la filosofía, de las ciencias y protociencias, desde la caótica economía hasta la física cuántica. Como decía un personaje de Ernesto Sábato, la gracia está en entender que una piedra que cae y la luna que no cae son el mismo fenómeno.

Contrario a las apariencias, no existe el racismo contra un grupo específico. No existe el racismo específico e inclusivo. Los racistas no odian sólo a una raza, a una etnia o a un pueblo. Esta confusión es otra de las clásicas confusiones estratégicas que le sirven al racista para lograr alianzas temporales en favor de su causa. Puede existir el racismo blanco y el racismo negro, el racismo semita y el racismo antisemita, pero un racista es un enfermo de cuerpo y alma y odia a todo aquel que no pertenece a su raza o a su etnia, esas cosas imaginarias que, como todo lo imaginario suele ser más poderoso que la realidad. Un racista odia de forma democrática e indiscriminada, aunque cada tanto se concentre, distraiga y finalmente logre descargar todo su odio en otra etnia específica. Un nazi no odia sólo a los judíos. Un supremacista del Ku Klux Klan no odia solo a los negros. Un antisemita no odia solo a los semitas. Un sionista supremacista no odia solo a los palestinos. Esto no es solo una observación teórica o una definición lingüística. Es algo observable en la historia y en el presente. Si alguien defiende al grupo objeto de su odio, pasa a ser un enemigo y objeto de su odio sin ninguna reserva.

Recientemente, el New York Times y CNN identificaron a los promotores de la violencia contra los manifestantes pro-palestinos en las universidades de EEUU. Junto con las turbas pro-sionistas había activistas de la extrema derecha antijudía y al menos un conocido antisemita identificado, repartiendo palo a los estudiantes contra la masacre en Palestina, entre ellos estudiantes y profesores judíos. Ejemplos similares sobran. No tengo aquí el espacio para mencionar ni una mínima fracción de esa larga lista.

No, un racista no odia sólo a un grupo específico, aunque la confusión estratégica insista en presentarlo de esa forma. Si el grupo que representa el odio del racista desapareciera de la faz de la Tierra, en cuestión de horas pasaría a descargar su enfermedad sobre otro grupo. A nadie le viene diarrea súbita por pasar por un determinado baño. Cualquier baño le sirve para descargar su incontinencia.

El racismo es, probablemente, una patología evolutiva (tal vez, con algún componente genético individual no estudiado como tal, como la psicopatía) que se potencia y se enquista en una cultura con elaboraciones, justificaciones y racionalizaciones. En el siglo XIX esas racionalizaciones supremacistas fueron teorías raciales pseudocientíficas (genética colectiva), para justificar el colonialismo, el expolio y las masacres globales de las pulcras democracias noroccidentales. En el siglo XXI, como hace cinco mil años, se trata de una justificación religiosa, articulada por la fantasía mesiánica de cada grupo y liderada por sus miembros más patológicos, que son quienes el sistema político suele seleccionar, casi siempre de forma democrática—aunque nunca libre.

Pero la historia también muestra que, si bien el racismo es una maldición universal, no todos los pueblos lo han ejercido en la misma escala ni con la misma pasión. Aunque no libre de terribles masacres promovidas y justificadas por el racismo, África también provee de muchos ejemplos históricos donde la raza era un detalle irrelevante. Lo mismo podemos decir de varios pueblos nativos americanos. Todos salvajes y subdesarrollados… Nada comparable con el suprematismo genocida que los imperios noroccidentales practicaron a escala industrial. Hubo culturas, hay culturas más enfermas que otras y todas, religiosas o no, son antihumanistas.

Otro capítulo es a quién beneficia el racismo. No es difícil observar, también en la historia y en el presente, que el racismo, como las religiones, son instrumentos de poder de las clases, de las elites en el poder. Es más difícil esclavizar al resto de la sociedad, de la humanidad, si primero no nos convencemos de que somos superiores por nacimiento, que tenemos derechos especiales (a la tierra, a los capitales, a la vida) y que, por lo tanto, exterminar o esclavizar al otro es una “defensa legítima” de ese derecho. Es más difícil esclavizar al resto de la sociedad, de la humanidad si, además, el resto de la humanidad no acepta, de forma explícita o implícita, la superioridad del colono, del opresor, de la clase superior: los poderosos, los impunes, son más inteligentes, más hermosos, más buenos y, a la larga, se sacrifican por nuestra prosperidad, como bien lo definió el poema de Rudyard Kipling, “La pesada carga del hombre blanco” que promovió Theodore Roosevelt y se la creyeron casi todos los colonizados. Casi todos, menos los peligrosos rebeldes que fueron perseguidos y crucificados por los soldados de la oligarquía criolla colonial.

Una última. Otra funcionalidad del racismo, como del sexismo, es que, a pesar de ser un instrumento imperial de dominación, tiene la virtud de distraer a sus detractores con reivindicaciones legítimas. La “guerra cultural” (La narración de lo invisible) ha silenciado el cuestionamiento al mismo orden al que sirve el racismo. Esto ha sido probado en EEUU primero y luego en otros países: en el siglo XXI, las marchas y protestas contra la violencia racial acallaron la conciencia de los años sesenta: la mayor expresión de racismo es el imperialismo, que es la mayor expresión del sistema global de dominación a través del dios más abstracto que existe, el dinero, cuya religión es el capitalismo.

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