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Mundo :: 17/08/2020

Onetti y el arte de la derrota

Carlos A. Ricciardelli
A 70 años de la publicación de 'La vida breve' de Juan Carlos Onetti, recordamos esta novela que se anticipó al boom latinoamericano

Juan María Brausen es el protagonista agónico de esta aventura llamada a ser la piedra basal de su obra.

«Nunca escribí para pocos o muchos; siempre escribí para mi dulce vicio que no castiga el código penal»
(Juan Carlos Onetti)

La vida breve (1950) de Juan Carlos Onetti es un curso magistral de literatura. A diferencias de muchos otros escritores, el “Gran Oriental” nunca escribió siquiera un apunte de cómo debía hacerse literatura. Mucho menos un decálogo o paper académico en donde –con precisión de ingeniero- se dedicara a descular “la forma literaria”. En cambio, en muchas de sus obras, puede verse –aguzando la lectura- la tensión del oficio más viejo del mundo. O acaso, ¿hay alguna otra actividad del hombre que precede a la de sentarse al calor de un fogón prehistórico a contarse historias?

En 1939 aparece en Montevideo su primer libro, El pozo, novela breve en donde Eladio Linacero, solo y a punto de cumplir los cuarenta años, se encuentra en una pieza de hotel, sin vidrios en la puerta, con viejos diarios tostados por el sol clavados en la ventana. Solo y sin tabaco, se dispone a escribir sus memorias –dice- porque está por cumplir los cuarenta y es lo que un hombre debe hacer, según leyó en no recuerda dónde.

Aquí nomás, en su primer libro, aparecen las primeras pistas sobre el oficio más antiguo y su oficiante: “No sé escribir, pero escribo de mí mismo”. Una confesión que siempre me recuerda la frase que se adjudica al filósofo Sócrates: «Sólo sé que no sé nada». Para agregar que lo difícil es encontrar el punto de partida. “Estoy resuelto a no poner nada de la infancia”, dice. Entonces contará un recuerdo, difícil, duro de su juventud. Y volverá a contarlo cambiando espacios y detalles, mintiéndolo: “Hace horas que escribo y estoy contento porque no me canso ni me aburro. No sé si esto es interesante, tampoco me importa”. Otra confesión y en esta le creo, a pie juntillas.

Pero dejemos por ahora El pozo y no profundicemos en “el olvido de la academia” que aún no reconoce el lugar que ocupa Onetti entre los mejores escritores de lengua castellana del siglo XX, y vayamos por un rato, unas líneas nomás, hacia La vida breve, obra que provocó el exabrupto de un borracho amigo: “Qué Macondo ni realismo mágico…” gritó, cuando me devolvió el libro publicado por Sudamericana en 1950. 

La vida breve, como dije al inicio, es un curso magistral de literatura. A cada paso, en cada nuevo capítulo nos acercamos cada vez más a la vida de Juan María Brausen, protagonista agónico de esta aventura llamada a ser la piedra basal de la obra onettiana. Aquí nace Santa María, la ciudad provincial uruguaya que albergará al médico Díaz Grey, al joven Malabia, a Inés, al comisario Medina y a Larsen, Juntacadáveres, entre muchos otros perdedores devenidos en héroes trágicos porque, como también dijo otro pensador urbano, “vivir sólo cuesta vida”. A partir de ese momento la mayoría de las ficciones de Juan Carlos Onetti habitarán la naciente Santa María. 

Es justamente Brausen quien va narrando su historia en La vida breve y con ella las dificultades para escribir –a pedido del viejo Macleod- el guion para una película, ni muy bueno ni muy malo, según el consejo de su amigo Stein.

Onetti en Madrid.

Brausen, insomne ante la enfermedad de su mujer, afirma que tiene algo, tiene a un médico en la ventana de su consultorio, asomándose hacia el río, viendo llegar la balsa una vez al día. Al médico lo llamará Díaz Grey y lo describe apenas: casi cincuenta años, anteojos gruesos, un cuerpo pequeño, pelo escaso, canoso y un pasado previsible, pero desconocido. Enseguida, en la misma escena, ve a una mujer: la idea de la mujer que entraba una mañana, cerca del mediodía, en el consultorio y se deslizaba detrás del biombo para desnudarse… que llamará Elena Sala.

La vida de Brausen avanza con sus miedos, dudas y certezas hasta que al guion, apenas esbozado, le falta un personaje, el tercero –aparentemente en discordia y anunciado con anticipación- : el marido de Elena, Lagos.

“Estaría salvado si empezaba a escribir el argumento para Stein, si terminaba dos páginas, o una, siquiera, si lograba que la mujer entrara en el consultorio de Díaz Grey. Entonces empieza a construir a Lagos: “Y aunque me era posible” –dice Brausen / Onetti sobre cómo estructura al personaje- arrimar a los vidrios de la puerta del consultorio un rostro cambiante y aunque no respondiera a ninguna estatura determinada, siete u ocho caras que podían convenir al marido () mientras pensaba en dinero, Gertrudis, propaganda, me empecinaba en colocar entre la mujer y Díaz Grey la materia inflexible del marido, tantas veces esfumado, tantas veces sólo a un paso, un detalle, una expiración del instante de su nacimiento”. 

De su nacimiento como personaje literario, si hace falta aclarar. “Así, sin que yo tuviera que intervenir, ni pudiera evitarlo. Porque yo necesitaba encontrar el marido exacto, insustituible, para escribir de un tirón, en una sola noche, el argumento de cine y colocar dinero entre mí y mis preocupaciones. (…) Era muy difícil encontrarlo” –vuelve a confesarnos Onetti / Braussen, el escritor- “porque aquel hombre, fuera como fuese, sólo podía ser conocido en la intimidad”.

Y es así, como pasarán dudas y desconsuelo ante la falta de construir al marido ideal. Sólo tiempo después aparecerá “el marido buscado”, construido entre sueños, desvelos y apuros de escritor en su oficio por realizar una historia creíble. Ni muy buena, ni muy mala –como aconsejaba Stein- pero que sirviese para ganar unos pesos y combatir el hambre.

La novela seguirá su rumbo en un ir y venir entre la vida de Braussen / Arce en Buenos Aires con Gertrudis y la Queca y el incesante crecimiento de Santa María con sus personajes y desdichas. Estará la noche porteña con sus boliches y el alcohol. Sobrevendrán conflictos, malentendidos, el abandono de Gertrudis y el asesinato de la Queca para entonces sí, emprender junto a Ernesto –el amante/asesino de la Queca- la huida final: escapar de Buenos Aires y la policía para llegar a Santa María y sentirse libre, “ser irresponsable ante los demás, conquistarme sin esfuerzo en una verdadera soledad”.

 Así, entonces, poder continuar con el dulce vicio de contar historias para su pasión y desgracia.

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