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Europa :: 09/12/2025

¿A dónde va Europa?

Álvaro García Linera
Las élites demandan libre mercado y ejecutan el proteccionismo. Reclaman un Consejo Europeo con más poderes, pero les aterra someterlo a la elección popular que legitime esa autoridad

Una sensación general de malestar y abatimiento se está apoderando de Europa. La socialdemocracia y las derechas cosmopolitas que durante 40 años se turnaron rutinariamente en los gobiernos, desde años atrás están siendo desplazadas por derechas autoritarias, antimigrantes, nacionalistas y antiigualitarias. No es un error de los “cordones sanitarios políticos”. Es el síntoma de un estado de la sociedad. O de una parte de ella.

Si nos fijamos en la evolución general del ingreso per cápita de la Unión Europea a lo largo de los últimos 20 años, no presenta pronunciadas caídas. Al contrario, tiene una pendiente de crecimiento estable y sostenida (BM, Estadísticas 2025). Igualmente, el gasto público se ha mantenido entre el 45-55 % respecto del PIB a lo largo de todos estos últimos 25 años (OurWorldinData); lo que explica que, si bien el neoliberalismo desmanteló algunos de los componentes del Estado de bienestar, lo central del régimen de protección social se mantuvo. En general, las sociedades europeas han atravesado un umbral que garantiza que toda su población tenga satisfechas las condiciones básicas e imprescindibles de la vida material. Y sin embargo la sensación colectiva de insatisfacción y enojo ha crecido en los últimos años.

Hay indicadores que ayudan a comprender la desafección. El primero es el declive del crecimiento económico de la UE. Los datos del Banco Mundial muestran a un continente que desde hace más de una década ha entrado en un período de “largo estancamiento”. Si alrededor de los años 2000 la riqueza continental aumentaba entre un 2 al 3 % anual, desde el 2010 hasta hoy, oscila entre el 1 y 1,8 % de crecimiento. Y en el caso de Alemania, de lejos la economía más importante del continente, ya lleva dos años seguidos de recesión.

Un crecimiento raquítico del PIB europeo durante tantos años no arroja a su población al umbral de la pobreza, pero estanca los mecanismos de movilidad social ascendente ya ralentizados por el incremento de la desigualdad continental. En 1980, el 10 % más rico era dueño del 29 % de la renta nacional total; el 2024 lo es del 37% (Wid.World, 2025).

Además de ello, Europa en conjunto está viendo retroceder el estatus general que su población ocupaba en la posición global de ingresos. Como lo muestra B. Milanovic (Jacobin, 2025), el ascenso rápido de las economías asiáticas, especialmente China, está creando una clase empresarial y una clase media oriental que está disputando, y en algunos casos desplazando del sitial jerárquico mundial que durante los últimos 200 años disfrutaron los europeos, incluidas sus clases trabajadoras y medias. Por ello, no es de extrañar que mucha gente experimente la sensación de “pérdida” y retroceso.

Si bien los europeos no practican el consumo compulsivo como un mecanismo de cohesión social, como si lo hacen los norteamericanos, en los últimos 20 años la gradiente ascendente de acceso a nuevos factores materiales de estabilidad y reconocimiento social para las clases medias y trabajadoras europeas se han aplanado, especialmente en la obtención de servicios de salud, de transporte, de vivienda y el ahorro.

Todos estos datos y estados de ánimo colectivos son los síntomas de un modelo de desarrollo continental que, a decir de la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, “está desapareciendo poco a poco”. Claro, el crecimiento y estabilidad europea se sustentó en cuatro pilares: energía de gas abundante y barata; libre circulación de mercancías y capitales que garantizaban superávits de exportación y la externalización eficiente de empresas europeas; sistema bancario europeo como soporte de la globalización financiera; y, por último, la protección militar de los EEUU

Resulta que ahora esas cuatro cosas ya no están más. El gas ruso que garantizó una energía barata para todas las actividades, en promedio 3-5 dólares el MBTU (millón de unidades térmicas británicas), tras la invasión rusa a Ucrania, ha sido sustituido por gas, en gran parte estadounidense, a 11,5 dólares el MBTU. La libre circulación global de mercancías ha dado paso a las guerras arancelarias. EEUU ha impuesto aranceles del 15 % a las importaciones europeas, en el caso de la industria siderúrgica del 50%. A su vez, la UE ha establecido aranceles del 25-45% a la importación de automóviles chinos; y, ahora, habrá impuestos a los millones de paquetes que llegan de Shein y Temu.

En lo que respecta a los nodos que garantizaron la globalización financiera, al 2008, los bancos europeos llegaron a administrar el 62% de esos flujos. En el 2021 se hacen cargo solo del 35%, en tanto que los bancos asiáticos ya acaparan el 43 % (BIS, 2023). Finalmente, el paraguas militar norteamericano correspondía a su indiscutible liderazgo económico y político global. Pero eso también ha cambiado. Ya no hay el gran hegemón que ordena, vertical y generosamente la disciplina del mundo. Hay múltiples potencias hegemónicas lanzadas todas a disputar su nueva jerarquía en un planeta policéntrico y geofragmentado.

Según La Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial, para el 2030, China producirá el 45% de la actividad industrial, en tanto que EEUU solo el 11 % y Europa entre el 6-7% (UNIDO, Database, 2025). Por eso, el “America first” de Trump es la consigna de una potencia que solo se preocupará por ella en su disputa con China y que deja en manos de cada país que se proteja como pueda de un mundo brutal y en plena reconfiguración geopolítica.

Ciertamente, las actuales elites políticas europeas son sensibles al cambio global, pero adolecen de carácter para afrontar con firmeza y audacia el reto de construir el nuevo orden de acumulación económica y de legitimación política. Han tomado medidas para reforzar una cohesión continental como el Next Generation EU, para apoyar la reconversión económica; el “Plan Industrial del Pacto Verde” para reducir la importación de combustibles fósiles; la “Ley Europea de Chips” para duplicar la participación en la producción de semiconductores, etc.

Cada uno de estas iniciativas propugnan una ligera “política industrial” regional. Sin embargo, y a contramano de todo ello, validan un tipo de capitalismo vasallo al someterse a invertir 600.00 millones de dólares en EEUU y a comprar 750.000 millones de dólares en combustibles los siguientes tres años, para reforzar, claro, la industria norteamericana.

Proclama la defensa del libre comercio en el Foro de Davos, pero no dudan en desatar una guerra de aranceles con China. Von der Leyen habla de que “Europa debe defenderse sola”, pero Rutte, el secretario general de la OTAN, en un gesto de vergonzosa servidumbre, le llama “daddy” a Trump para que mantenga “la seguridad de Europa”. Quiere un orden mundial “basado en reglas” iguales para todos, pero las entierran a la hora de aceptar el genocidio del pueblo palestino o apoyar el neofascismo en Ucrania.

En general, hoy las elites europeas apuestan a todo a la vez, pero no se comprometen con nada de ese todo. Demandan libre mercado y ejecutan el proteccionismo. Reclaman un Consejo Europeo con más poderes ejecutivos, pero les aterra someterlo a la elección popular que legitime esa autoridad. Quieren reforzar su propio sistema financiero para apalancar la inversión de sus empresas, pero no mueven un pelo para frenar el drenaje de los ahorros que se van a EEUU porque allí la rentabilidad es cinco veces superior. Quieren actuar como un solo cuerpo político, pero cada inversión requiere armonizar con 27 reglamentos de 27 países distintos.

¿A dónde va Europa? Por ahora, a ningún lado. Da señas de querer ir a todas partes, pero en verdad sus elites carecen de la convicción y la fuerza moral para ir realmente a algún destino. ¿Cambiará eso algún rato? Por ahora, no.

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