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Medio Oriente :: 20/09/2021

Beguin y Sharon, premios Nobel de la Muerte

Gabriel García Márquez
Texto del escritor colombiano a propósito de la invasión sionista al Líbano en 1982 y las masacres de Sabra y Chatila

Lo más increíble de todo es que Menájem Beguin sea premio Nobel de la Paz. Pero lo es sin remedio -aunque ahora cueste trabajo creerlo- desde que le fue concedido en 1978, al mismo tiempo que a Anwar el Sadat, entonces presidente de Egipto, por haber suscrito un acuerdo de paz separada en Camp David.

Aquella determinación espectacular le costó a Sadat el repudio inmediato de la comunidad árabe, y más tarde le costó la vida. A Beguin, en cambio, le ha permitido la ejecución metódica de un proyecto estratégico que aún no ha culminado. Pero que hace pocos días propició la masacre bárbara de más de un millar de refugiados palestinos en un campamento de Beirut. Si existiera el Premio Nobel de la Muerte, este año lo tendrían asegurado sin rivales el mismo Menájem Beguin y su asesino profesional Ariel Sharon.

En efecto, vistos ahora, los acuerdos de Camp David no tendrían para Beguin otra finalidad que la de cubrirse las espaldas para exterminar, primero, a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), y establecer luego nuevos asentamientos israelíes en Samaria y Judea. Para quienes tenemos una edad que nos permite recordar las consignas de los nazis, estos dos propósitos de Beguin suscitan reminiscencias espantosas: la teoría del espacio vital, con la que Hitler se propuso extender su imperio a medio mundo, y lo que él mismo llamó la solución final del problema judío, que condujo a los campos de exterminio a más de seis millones de seres humanos inocentes.

La ampliación del espacio vital del Estado de Israel y la solución final del problema palestino -tal como las concibe hoy el premio Nobel de la Paz de 1978- se iniciaron, en la noche del 5 de junio pasado, con la invasión de Líbano por fuerzas militares israelíes especializadas en la ciencia de la demolición y el exterminio. Menájem Beguin trató de justificar esta expedición sangrienta con dos argumentos falsos. El primero fue la tentativa de asesinato del embajador de Israel en Londres, Shlomo Argov, a finales de mayo. El segundo fue el supuesto bombardeo de Galilea por la OLP, refugiada en Líbano.

Beguin acusó del atentado de Londres a la resistencia palestina y amenazó con represalias inmediatas. Pero Scotland Yard reveló más tarde que los verdaderos autores habían sido miembros de la organización disidente de Abou Nidal, que en los meses anteriores había asesinado inclusive a varios dirigentes de la OLP. En cuanto al segundo argumento, se comprobó muy pronto que los palestinos sólo dispararon dos o tres veces contra Galilea y causaron un muerto. Los disparos fueron hechos como represalia por los bombardeos de Israel contra los campos de refugiados palestinos, que dieron muerte a varios centenares de civiles (las masacres de Sabra y Chatila).

En realidad, la guerra sin corazón desatada por Beguin con base en aquellos dos pretextos no era nada nuevo para los lectores del semanario israelí Haclam Haze, que había anunciado con todos sus pormenores desde septiembre de 1981. Es decir, nueve meses antes. Contra el refrán según el cual una guerra avisada no mata a nadie, las tropas israelíes -que se consideran entre las más eficaces y las más preparadas del mundo- mataron en las primeras dos semanas a casi 30.000 civiles palestinos y libaneses y convirtieron en escombros a media ciudad. Sus pérdidas en el mismo período no habían pasado de trescientas.

Ahora la estrategia de Beguin es muy clara. Al destruir a la OLP ha tratado de eliminar al único interlocutor palestino que parecía capaz de negociar una paz fundada sobre la base de la instalación de un Estado palestino independiente en Cisjordania y Gaza, que el propio Beguin ha proclamado como territorios ancestrales del pueblo judío. Ese acuerdo estaba al alcance de la mano desde el 4 de julio pasado, cuando Yasir Arafat, presidente de la OLP, aceptó el principio de un reconocimiento recíproco de los pueblos de Israel y Palestina, en una entrevista publicada por Le Monde, de París, en aquella fecha. Pero Beguin ignoró esa declaración, que entorpecia sus proyectos expansionistas ya en pleno desarrollo, y prosiguió con el establecimiento de un cinturón de seguridad en torno de Israel. Un cambio de Gobierno en Siria podría ser el paso inmediato, con la extensión consiguiente de una guerra desigual y sin cuartel, cuyas consecuencias finales son imprevisibles.

Yo estaba en París en junio pasado, cuando las tropas de Israel invadieron Líbano. Por casualidad estaba también el año anterior, cuando el general Jaruzelsky implantó el poder militar en Polonia contra la voluntad evidente de la mayoría del pueblo polaco. Y también por casualidad me encontraba allí cuando las tropas argentinas desembarcaron en las islas Malvinas. Las reacciones de los medios de comunicación ante esos tres acontecimientos, así como las de los intelectuales y, la de la opinión pública en general, fueron para mí una lección inquietante.

La crisis de Polonia produjo en Europa una especie de conmoción social. Yo tuve la buena ocasión de agregar mi firma a la de los muy escogidos y muy notables intelectuales y artistas que suscribieron la invitación para un homenaje al heroísmo del pueblo polaco, que se celebró en el teatro de la Opera de París, patrocinado por el Ministerio de Cultura de Francia. Sin embargo, algunos anticomunistas profesionales me acusaron en público de que mi protesta no fuera tan histórica como la de ellos. En aquel clima pasional, toda actitud que no fuera maniqueísta se consideraba ambigua.

En cambio, cuando las tropas de Israel invadieron y ensangrentaron Líbano, el silencio fue casi unánime aun entre los más exaltados Jeremías de Polonia, a pesar de que ni el número de muertos ni el tamaño de los estragos admitían ningún posibilidad de comparación entre la tragedia de los dos países. Más aún: por esas mismas fechas, los argentinos habían recuperado las islas Malvinas, y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no esperó 48 horas para ordenar el retiro de las tropas ni la Comunidad Económica Europea lo pensó demasiado para imponer sanciones comerciales a Argentina.

En cambio, ni ese mismo organismo ni ningún otro de su envergadura ordenó el retiro de las tropas israelíes de Líbano en aquella ocasión. El Gobierno del presidente Reagan, por supuesto, fue el cómplice más servicial de la pandilla sionista. Por último, la prudencia casi inconcebible de la Unión Soviética, y la fragmentación fraternal del mundo árabe acabaron de completar las condiciones propicias para el mesanismo demente de Beguin y la barbarie guerrera del general Sharon. Tengo muchos amigos, cuyas voces fuertes podrían escucharse en medio mundo, que hubieran querido y sin duda siguen queriendo expresar su indignación por este festival de sangre, pero algunos de ellos confiesan en voz baja que no se atreven por temor de ser señalados de antisemitas. No sé si serán conscientes de que están cediendo -al precio de su alma- ante un chantaje inadmisible.

La verdad es que nadie ha estado tan solo como el pueblo judío y el pueblo palestino en medio de tanto horror. Desde el principio de la invasión a Líbano empezaron en Tel Aviv y otras ciudades las manifestaciones populares de protesta que aún no han terminado, y que en el pasado fin de semana habían alcanzado una fuerza emocionante. Eran más de 400.000 israelíes proclamando en las calles que aquella guerra sucia no es la suya porque está muy lejos de ser la de su dios, que durante tantos y tantos siglos se había complacido con la convivencia de palestinos y judíos bajo el mismo cielo. En un país de tres millones de habitantes, una manifestación de 400.000 personas equivaldrían en términos proporcionales a una de casi treinta millones en Washington.

Es con esa protesta interna con la que me siento identificado cada vez que conozco las noticias de las hostilidades de los Beguines y los Sharones en Líbano, y en cualquier parte del mundo, y a ella quiero sumar mi voz de escritor solitario por el gran cariño y la admiración inmensa que siento por un pueblo que no conocí en los periódicos de hoy, sino en la lectura asombrada de la Biblia. No le temo al chantaje del antisemitismo, no le he temido nunca al chantaje del anticomunismo profesional, que andan juntos y a veces revueltos, y siempre haciendo estragos semejantes en este mundo desdichado.

1982. Gabriel Garcia Márquez – ACI.

 

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