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Pensamiento, Estado español :: 26/08/2019

Cuando nació 'El Viejo Topo'. Un recuerdo personal

Francisco Fernández Buey
Hace siete años fallecía Paco Fernández Buey. Luchador incansable contra el cansancio y la catástrofe, comunista libertario, marxista singular

Cuando en 1976 apareció en Barcelona el primer número de El viejo topo sus colaboradores y sus lectores, identificados con la izquierda antifranquista que había protagonizado la mayoría de las movilizaciones socio-políticas de la década, tenían el alma dividida. Por una parte, deseaban y propiciaban una ruptura radical con todo aquello que había representado el régimen de Franco, tanto en el plano político como en el cultural. Por otra parte, temían la reacción inmediata de lo que entonces se llamó el bunker, o sea, de los sectores de ultraderecha directamente vinculados a lo que habían sido el Movimiento Nacional y la Falange. Estos sectores estaban todavía muy presentes en los principales aparatos del Estado, en el ejército, en la policía y en la Administración y, al amparo de ellos, habían protagonizado numerosos actos de violencia contra librerías, publicaciones, personas y organizaciones de la izquierda política y sindical. De manera que el deseo de una ruptura radical se veía obstaculizado por la presencia activa de una reacción que aducía, una y otra vez, el espectro de la guerra civil.

¿Qué era entonces la izquierda antifranquista surgida de las luchas obreras, estudiantiles y ciudadanas de las décadas anteriores? En lo sustancial, un conjunto de fuerzas organizadas en torno al ideal comunista. La gran mayoría de las organizaciones que habían estado protagonizando las movilizaciones en las fábricas, en las universidades e institutos y en los barrios de las ciudades de la España de aquellos años llevaban en sus siglas la palabra comunismo o tenían el comunismo como horizonte. Es el caso del PCE y del PSUC, durante años la fuerza socio-política más organizada con mucho. Y es el caso también de toda una serie de organizaciones que habían surgido a su izquierda: el Partido del Trabajo (PTE), la Liga Comunista Revolucionaria (LCR), la Organización de Izquierda Comunista (OIC), la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT) y la Organización Comunista de España-Bandera Roja (OCE-BR).

Más diluida, pero en fase de reorganización, estaba entonces la tradición anarquista. De hecho, la aparición de los primeros números de El viejo topo coincidió con una cierta resurrección del anarquismo en España, potenciada tanto por la CNT como por la pujante implantación de toda una serie de grupos y organizaciones libertarias que, desde 1968, se venían manifestando activamente en las principales universidades, en algunas fábricas importantes y, sobre todo, a través de publicaciones, clandestinas o semi-legales, que habían alcanzado ya cierta difusión en ambientes intelectuales. Hacia 1976 este ámbito difuso estaba en eclosión. Incluía desde la reaparición del viejo sindicalismo de raíz anarquista hasta la formación de agrupaciones anarco-comunistas de nuevo tipo, pasando por varias manifestaciones de la contracultura en campos como el de la música popular, el comic y la sátira. Además de la crítica tradicional del Estado y del Poder (de todo Estado y de todo Poder) y de la consiguiente crítica a toda forma de reformismo, el anarquismo libertario de aquel momento priorizaba asuntos pre-políticos, culturales o político-sociales escasamente atendidos u olvidados por la tradición comunista en sus distintas variantes. Por ejemplo: el tipo de control social dominante no sólo en el régimen franquista sino, más en general, en las llamadas democracias; la situación en las cárceles; los horizontes que estaba abriendo el desarrollo de la antipsiquiatría; el papel de las drogas en la cultura juvenil. El hilo rojo que vino a unir todo eso seguramente fue la reivindicación de la autonomía obrera.

Había también otras fuerzas antifranquistas no-comunistas: socialistas, nacionalistas, democráticas sin adjetivar, cristianas, etc. Pero en 1976 estas otras fuerzas antifranquistas eran minoritarias y estaban mucho menos organizadas. O al menos así lo parecía viendo lo que ocurría en las calles, fábricas, instituciones universitarias y publicaciones diversas que en la época eran todavía semiclandestinas. El PSOE apenas contaba todavía, aunque quienes conocían los intríngulis de la política internacional, puestos en marcha por la muerte del general Franco, presentían que iba a contar. La derecha reformista estaba en el Estado pero no tenía aún partido propio. Los grupos nacionalistas más activos en Euskadi, Cataluña, Galicia, Canarias y Valencia juntaban, por lo general, en sus siglas o en sus programas la reivindicación del derecho a la autodeterminación con una definición marxista o explícitamente socialista. Y los grupos nacionalistas que no juntaban esas cosas en sus siglas o en sus programas y que se declaraban social-demócratas o culturalistas, aunque podían tener presencia en plataformas anti-franquistas unitarias, como en Cataluña, habían jugado hasta entonces un papel muy secundario. Venían haciendo declaraciones patrióticas o culturales, en defensa de la lengua, costumbres o tradiciones propias, pero en lo político preferían esperar. Esperaban su momento. Y las organizaciones cristianas de base, no vinculadas a la Iglesia oficial, habían estado tan cerca (y tan dentro) de los principales movimientos socio-políticos de resistencia al franquismo, encabezados por los comunistas, que, aun conociendo su peculiaridad, costaba trabajo verlas como una fuerza independiente, con programa y objetivos propios.

¿Y qué se esperaba cuando en aquellos medios antifranquistas, declaradamente comunistas, se hablaba de ruptura o de ruptura radical? No es posible, desde luego, contestar por todos a esta pregunta porque no todos esperaban lo mismo ni aspiraban a lo mismo. Por debajo de las siglas y de los programas, en los que casi siempre aparecía la aspiración a una sociedad sin clases, había muchas diferencias y una polémica abierta, constante y a veces agria. Esta polémica versaba sobre tres aspectos: a) qué comunismo (o, cuando se hablaba de transición, qué socialismo); b) por qué medios se podía llegar a eso; y c) con quién o quiénes aproximarse al menos a aquello que se propugnaba.

En la discusión sobre estas tres cosas influyó mucho la definición ideológica de partida. En aquellas organizaciones se leía a Marx, a Engels, a Lenin, a Trotsky, a Pannekoek, a Gramsci, a Mao, a Guevara o a Castro, no tanto como clásicos antiguos o contemporáneos de una tradición, sino más bien como fuentes directas de inspiración para postular otro mundo en aquel presente. De ahí que el abanico del área comunista fuera tan amplio. Había entre nosotros comunistas leninistas, comunistas trotskistas, comunistas consejistas y comunistas maoístas. Y, por lo general, había también más discusión acerca de las diferencias históricas entre estas formas de ser comunista que sobre el tipo de Estado y sociedad al que se aspiraba. La controversia sobre esas diferencias parecía entonces tan apremiante que en aquellos medios apenas se dedicaba tiempo a discutir con las otras ideologías que estaban a la derecha del partido comunista y a las que, en general, se solía calificar de burguesas o pequeño-burguesas, sin más matices.

Pero, más allá de estas diferencias, que entonces estaban en primer plano, leyendo lo que se escribía en los papeles y habiendo escuchado lo que se decía en asambleas y reuniones de aquel momento, aún se puede concluir, sin embargo, que había en 1976 una ilusión o una esperanza compartida, a saber: que lo que vendría después de Franco, gracias a la presión de las fuerzas populares, iba a ser -tenía que ser- algo parecido al socialismo. Todavía se puede precisar un poco sobre esta ilusión: para después de Franco y del franquismo se aspiraba a algo más que una democracia "formal", indirecta o representativa.

Todos los documentos redactados por las organizaciones mencionadas, que -insisto- constituían en aquel momento la vanguardia anti-franquista organizada, apuntaban hacia ese algo más. Se hablaba de una democracia avanzada en lo social y en lo económico (más avanzada, por tanto, que las democracias entonces realmente existentes en el mundo occidental). Se postulaba, según los casos, un socialismo autogestionado, una democracia socialista basada en los consejos (obreros, de fábrica, populares, etc.), una república federal y popular de signo socialista, un tipo de socialismo parecido al que entonces existía en la China de Mao, o en la Cuba de Castro, o semejante al que había existido en los inicios de la revolución rusa. En sus propuestas económico-sociales todos aquellos partidos y organizaciones venían a decir (o decían explícitamente) que el llamado Estado de bienestar era sólo una prolongación del capitalismo denominado "tardío" (nada que tuviera que ver, por tanto, con la propuesta socialista); y lo que se estaba haciendo en Suecia, paradigma de la socialdemocracia de entonces, se calificaba significativamente de "modelo sueco de la explotación" (nada que tuviera que ver, por tanto, con la aspiración a acabar con la explotación clasista).

Cuando nació El viejo topo nadie, en esos ambientes, decía querer una monarquía para España. Por una razón muy sencilla: la monarquía era una imposición de Franco para perpetuar lo que había representado el franquismo. Y eso estaba por detrás incluso de lo que se criticaba como algo insuficiente para suceder al franquismo: las democracias representativas realmente existentes. Hubo, ciertamente, diferencias de acento. Algunas organizaciones pensaban entonces que la disyuntiva entre monarquía y república, en tanto que formas de Estado, tenía que ser la clave de toda discusión política, como lo fue en la Italia de 1945. Otras, en cambio, pensaron que, siendo importante la definición sobre la forma del Estado, era aún más importante la clarificación del signo social y económico del Estado del futuro. Dicho con otras palabras: la opción socialista (en cualquiera de sus variantes) se consideraba más importante que la definición republicana, la cual -se decía- podía darse por supuesta en gentes que se consideraban comunistas o socialistas revolucionarios. Que yo recuerde sólo había entonces un grupo, entre los que se definían como comunistas, que hizo bandera de la lucha por la República en aquella hora: lo que quedó de la Organización Comunista-Bandera Roja después de que una parte importante de sus dirigentes se fusionaran con el PSUC y el PCE. Los demás daban por supuesta la adscripción republicana o tendían a poner el acento en otras cosas.

Estas otras cosas venían a ser: la preparación de una huelga general o de una acción cívica de las masas que acabara con los restos del régimen de Franco y abriera el camino a una democracia socialista; la exigencia de una amnistía general que sacara de las cárceles a todas las personas que durante décadas habían luchado contra la dictadura; la reivindicación de la descentralización del Estado, entonces concretada en la petición de autonomía y/o la restauración de las instituciones propias de las nacionalidades que existieron durante la II República; la disolución de todos los cuerpos represivos creados por la dictadura, y en particular de la policía política y de los tribunales de orden público, que habían tenido un papel central en la represión de los opositores; y en algunos casos (FRAP, GRAPO, ETA), la creación de frentes, brazos o grupos armados para oponerse a las fuerzas armadas del franquismo. En las manifestaciones de aquellos años en que se creyó posible la ruptura, junto a la consigna el pueblo unido jamás será vencido (heredada de las manifestaciones chilenas), muchas veces se escuchaba esta otra: el pueblo armado jamás será derrotado. Por supuesto, este último grito era minoritario incluso en las manifestaciones. Pero también estaba ahí. Y en no pocas reuniones de los grupos de vanguardia se seguía discutiendo seriamente acerca de si lo correcto, para pasar al socialismo que se postulaba, era la "vía armada" o la "vía pacífica y parlamentaria".

Así éramos en 1976. Y conviene recordarlo. Puede ser que, al leer esto treinta años después de los hechos, quienes no los vivieron y sólo tienen noticia de la época por otras cosas que hayan leído, piensen que cuando escribo la palabra "ilusión" la estoy empleando en su acepción más negativa, como mera expresión de una ensoñación o desvarío y que, a partir de ahí, lleguen a la conclusión de que la mayoría de aquella gente que militó en las organizaciones comunistas de la época y escribió o leyó los primeros números de El viejo topo había perdido el sentido de la realidad. Pues es verdad que en pocos años, entre 1976 y 1982, todo aquello, todas aquellas ilusiones, se habían ido al traste. El triunfo de la reforma política o la "ruptura pactada", como se llamó a la transición desde el franquismo a lo que ahora conocemos, parece invitar a pensar no que aquellas gentes tenían ilusiones, sino que eran unos ilusos.

No descarto que algunos de los que escribíamos hace treinta años en los primeros números de El viejo topo y algunos de los lectores de la revista, que fueron muchos, hubiéramos perdido momentáneamente el sentido de la realidad a la muerte del Dictador. Algunas de las personas que vivieron aquellos años con uso de razón política han tenido el coraje de reconocerlo así. Por ejemplo, Félix Novales, en El tazón de hierro (Crítica, 1985), que es un testimonio tremendo y conmovedor de eso que digo: por la veracidad de su relato y por su rectificación también. Y he empleado aquí el plural, en el que me incluyo, para que nadie piense que pretendo volver a emplear la palabra autocrítica en el sentido perverso que casi siempre ha tenido en los ambientes en que me moví y acusar así de insania a otros y librarme yo. Para que no quede duda al respecto: creo que cuando empezamos El viejo topo quienes compartimos aquel proyecto estábamos mal informados en algunas cosas importantes, pero que, en general, se puede mantener -frente a lo que viene diciendo la historiografía oficial y se suele repetir un día tras otro en los medios de comunicación actuales- que lo que escribimos e hicimos no responde a un caso de obnubilación colectiva de la conciencia o de pérdida absoluta del sentido de la realidad. Dicho de otro modo: había entonces, hacia 1976, ilusiones fundadas.

¿De dónde nos venían aquellas ilusiones? Cuando apareció la primera entrega de El viejo topo todos los que allí escribimos teníamos en la cabeza algunos hechos transcendentes que luego han quedado minimizados por otros que ocurrieron desde el inicio de la década de los ochenta. Esos hechos eran, entre otros, los siguientes. En primer lugar, el final de la guerra de Vietnam con la victoria de un pequeño pueblo resistente sobre el Gran Poder de la segunda mitad del siglo XX; cosa que sólo se pudo lograr por la combinación de varias fuerzas e ilusiones: no sólo de las existentes en Vietnam sino en el mundo entero. En segundo lugar, observábamos las vacilaciones y dificultades del gobierno norteamericano, en la época del Presidente Carter, y no sólo de aquel gobierno, para recomponer la hegemonía del gran capital. Parecía como si el Imperio hubiera salido noqueado de la guerra en Vietnam. Y esto se percibía, no sin razón, como indicio de una crisis del sistema capitalista que estaba afectando también a sus manifestaciones culturales.

La revolución de los claveles en Portugal y la emancipación de las colonias portuguesas en África, particularmente lo que estaba ocurriendo en Mozambique, ampliaba las esperanzas de todas las personas que tenían convicciones internacionalistas. Independientemente de las preferencias maoístas, trotskistas, consejistas, libertarias o "eurocomunistas", la forma en que se habían producido los cambios en Vietnam, Portugal y Mozambique invitaba a pensar, sin haber perdido la cabeza, en el viejo asunto de las armas y en cómo hacerlas frente. La palabra "revolución" no era un flatus vocis entonces. Tenía sentido. Y los más, en aquellos ambientes, lo captaban. Lo ocurrido en Chile y luego en Argentina, donde los militares se hicieron con el poder sacando a la calle a los ejércitos y liquidando a todos los partidos políticos de oposición era entonces objeto de interpretaciones diversas, pero, para los más, incluso eso operaba en la misma dirección a la hora de pensar en la liberación también aquí. Y ahí entra la otra gran atracción del momento: Italia. Las expectativas que en 1976 suscitaba la evolución italiana, con un partido comunista distinto de los otros, a punto de entrar en el gobierno, eran enormes.

No es casual que, con independencia de lo que unos y otros pensáramos de la orientación del partido comunista italiano, la discusión acerca de lo que estaba a punto de pasar en Italia permeara la reflexión de casi todos los grupos del momento, desde la izquierda socialista hasta los partidarios de la autonomía obrera y desde aquellos que, en el interior de los partidos comunistas, se llamaban a sí mismo "eurocomunistas" hasta trotskistas, maoístas y consejistas de varia condición. Todos, o casi todos, habíamos leído el célebre informe, propiciado por la Trilateral (una especie de consejo de administración ideológico del gran capital) sobre "la ingobernabilidad de las democracias". Y aquel informe advertía con toda claridad de lo que el gran capital consideraba peligro principal en el mundo del momento, a saber: que el partido comunista italiano llegara a gobernar; y que por extensión y contagio, algo así llegara a ocurrir en otros países del sur de Europa (Grecia, Portugal y España).

Lo que veíamos y sufríamos entonces en España, en Montejurra y en Vitoria primero, y en Madrid, con la terrible matanza de Atocha, poco después de que apareciera el primer número de El viejo topo, eran también acontecimientos que obligaban a poner en relación las armas de crítica y la crítica de las armas. Personas tan sensatas como los militares disidentes organizados en la UMD, que conocían bien, y desde dentro, lo que era el ejército español de entonces y que tenían noticia directa de cómo se había producido la revolución de los claveles en Portugal, nos invitaban a pensar en un asunto -¿cómo hacerlo? ¿cómo acabar de verdad con una dictadura?- que en aquellas circunstancias no tenía nada de ilusorio ni de truculento. La orientación misma de la revolución portuguesa en curso y las declaraciones inequívocamente socialistas de varios de sus protagonistas (Vasco Gonzalves y Otelo Saraiva de Carvalho) dejaba en el aire esta pregunta: ¿Acaso se va a poder acabar con los aparatos represivos de un estado fascista por la vía de los acuerdos y los pactos por arriba, entre fuerzas que aún eran ilegales y los antiguos dirigentes del Movimiento Nacional? Y ahí estaba, por último, el potente viento del este que llegaba de China, inspirador de tantos y tantos ditirambos en la intelectualidad europea del momento.

La discusión sobre todos esos temas fue cosa frecuente en la pléyade de revistas comunistas, social-revolucionarias y anarquistas que florecieron en España entre 1976 y 1980. La lista de estas revistas es larga y no voy a reproducirla aquí. Jordi Mir, que se ha encargado de la presente antología, está haciendo un análisis de lo que fueron y representaron y cuando ese análisis esté terminado podremos juzgar sobre su papel. Pero sí se puede adelantar aquí que El viejo topo de la primera época tuvo algunas particularidades que la distinguen de estas otras revistas y que seguramente explican por qué llegó a tirar cincuenta mil ejemplares, por qué duró más que las otras y por qué existe todavía.

La primera peculiaridad, y lo que llamó más la atención desde el momento mismo en que apareció el primer número, fue su estética. Y en eso el mérito no es sólo de sus fundadores (Claudi Montañá, Josep Sarret y Miguel Riera) sino principalmente de su diseñador: Julio Vivas. El diseño de la revista apenas tenía nada que ver con lo que entonces era habitual en los ambientes que he mencionado, en los cuales la letra o, a lo sumo, la preocupación por la tipografía, lo dominaba todo. La elección de autores y artículos para los primeros números tuvo sin duda su importancia, pero sin Julio Vivas El viejo topo no hubiera sido lo que fue. Recuerdo que hubo mucha discusión entre nosotros sobre esta particularidad. Y división de opiniones. Algunos pensaban que la incorporación del color y la combinación de texto e imagen contrastaba demasiado con la estética queridamente pobre, que era lo acostumbrado cuando se trataba en la época de temas políticos o político-sociales. Y desconfiaban de las intenciones de la revista. La estética de El viejo topo no era precisamente del gusto de muchas personas formadas en la tradición comunista. Aquello les sonaba a "burguesía radical" o, lo que es peor, a frivolidad pequeño-burguesa. Los más benevolentes de ese lugar político solían decir: "Lee lo que dicen y sáltate los cromos". Muchos empezaron a leer El viejo topo así.

La segunda peculiaridad de El viejo topo, tan sorprendente para la época como la otra, es que la revista pagaba los artículos que solicitaba. Y, además, pagaba bien. Esto era realmente una novedad. Quienes allí escribíamos estábamos acostumbrados a otra regla: cobrar por trabajo hecho cuando el encargo era académico, o de alguna editorial o medio de comunicación con posibles, y trabajar gratis et amore cuando había que escribir para revistas de los nuestros (casi siempre clandestinamente, por cierto). De manera que aquello era otro trato. Y ese trato hizo posible una tercera peculiaridad: El viejo topo podía permitirse el lujo de prescindir de un comité de redacción propiamente dicho, con una línea programática definida, y encargar artículos sobre temas muy diversos a personas de un espectro ideológico muy amplio. También eso era nuevo en el panorama de las revistas de entonces, casi todas ellas vinculadas a alguna de las organizaciones políticas antes mencionadas y con una definición meridiana de la línea de la redacción o, a lo sumo, en la intersección crítica de un par de organizaciones. Recuerdo que en los primeros tiempos hubo algún intento de constituir un consejo de redacción permanente, del que habían de formar parte los primeros colaboradores, y que, viendo el problema que eso iba a significar para la continuidad de El viejo topo, los fundadores, con buen acuerdo, renunciaron. Como se vio después, fue un acierto.

Pero tal vez la peculiaridad más relevante de El viejo topo, junto a la novedad del diseño, fue que enseguida iba a convertirse, no sé si en este caso por voluntad de los fundadores o por la fuerza de las cosas, en lugar de encuentro de opiniones diversas y divergentes. Cuando se hace repaso de las personas que colaboraron en los números de El viejo topo publicados entre 1976 y 1980 hay algo que llama inmediatamente la atención: todos o casi todos escribíamos en otras revistas en cuyos consejos de redacción estábamos (Materiales, Zona Abierta, Argumentos, El cárabo, Negaciones, Saida, Revista Mensual, Ajoblanco, Taula de canvi, Teoría y práctica y otras), pero sólo coincidíamos aquí, en las páginas de El viejo topo, para dialogar, discutir o polemizar. No fue aquello mera superposición de opiniones, sino diálogo o controversia, debate propiamente dicho. Y en aquellas circunstancias también eso tuvo su mérito, pues eran tiempos en que los partidos de la extrema izquierda empezaban a salir a la luz pública y pugnaban, por tanto, por afirmar sus propios programas. En ese lugar de encuentro se pudo discutir sobre el socialismo del futuro, sobre eurocomunismo, sobre el Estado, sobre anarquismo y libertarismo, sobre la situación italiana y sobre la situación en China, sobre feminismo y ecologismo, sobre las cárceles, sobre antipsiquiatría y, naturalmente, sobre posfranquismo. Y se pudo discutir y polemizar, por lo general, en igualdad de condiciones.

Este encabalgamiento de opiniones y autores de diverso pelaje, en una publicación que se quería "plural y proliferante", fue interpretado a veces como una ratificación de la sospecha sobre el carácter ecléctico de la revista. En tiempos de definiciones y aclaraciones a veces demasiado puntillosas, el eclecticismo no estaba precisamente bien visto. Los fundadores de El viejo topo supieron tomarse eso con buen humor, una muestra del cual es el "Aviso" con que se abría la segunda entrega, en el cual se ironizaba sobre las posibles querencias de la publicación, a propósito del maoísmo, el trostkismo, el anarquismo o las tendencias contraculturales, para acabar pidiendo tiempo al lector interesado. Desde el punto de vista de las ideas políticas, lo más relevante para mí es que, como lugar de encuentro, El viejo topo de la primera época propició algo que estaba en el ambiente y que no llegó a cuajar en ninguna otra publicación de la época, que yo sepa: un interesante diálogo entre marxismo y libertarismo, del cual quien quiso aprender pudo aprender para el futuro. No era nada fácil ese diálogo en aquellas condiciones y parece que sigue sin serlo todavía hoy. Pero si algún día alguien quiere tomarse en serio aquello, tantas veces repetido, de que hay que volver a empezar, hará bien repasando las páginas de El viejo topo (y algunas de Materiales y de mientras tanto).

De ese diálogo hay una parte que fue tema explícito de varios artículos incluidos en esta antología, artículos que recogían y reelaboraban algunas ideas que aparecieron, por cierto, en dos de los eventos más interesantes de aquellos meses: las Primeras Jornadas Libertarias y el I Encuentro convocado por la propia revista en el Pueblo Español de Barcelona. En su momento aquellos dos encuentros parecían representar dos líneas paralelas que, a tenor de lo dicho por la mayoría de los participantes en un lugar y en otro, sólo iban a encontrarse, si es que se encontraban, saliéndose por la tangente. Pues bien: El viejo topo, que significativamente acogió en sus páginas a algunas personas que estuvieron en los dos sitios, pudo haber sido esa tangente si unos y otros hubiéramos estado más por la labor. Me baso, al decir esto, en lo que les oí decir por entonces a Claudi Montañá, a Josep Sarret y a Miguel Riera. Pero también me baso en otra cosa: no tan explícita, en lo que había de ser otra dimensión interesantísima de El viejo topo, que diferencia a la revista de la mayoría de las que, con intención sólo política o preferentemente política, se publicaban entonces. Me refiero a la atención que El viejo topo prestó a las manifestaciones culturales y artísticas en curso.

Es posible que esta atención a las manifestaciones culturales y artísticas nuevas haya dado a El viejo topo de la primera época más lectores que lo que fue su dimensión socio-política. No lo sé con seguridad, pero lo sospecho por algunas conversaciones que al cabo del tiempo he mantenido con antiguos suscriptores que recordaban sus preferencias. En este apartado estuvo muy presente la tradición libertaria. A la tradición libertaria hay que vincular la denuncia en aquellos momentos no sólo de la situación de las cárceles españolas sino, más en general, de lo que significa la cárcel en sí misma, así como el espacio dedicado a la antipsiquiatría y al debate sobre el papel de las drogas. Y a un ámbito que se podría considerar intermedio, entre la revisión del marxismo clásico (que no aceptaba la proclamación de la crisis por Althusser y Colleti) y la revisión del anarquismo (que no aceptaba la vieja limitación a la acción directa), hay que vincular la atención que se empezó a prestar en las páginas de la revista a los problemas ecológicos, al ecologismo y al feminismo.

Por aquel entonces la izquierda comunista organizada apenas prestaba atención al comic, a pesar de que era evidente la existencia de un público amplio que estaba ya siguiendo con mucho interés lo que en ese campo se hacía en Europa, en los EEUU y en España, sobre todo en lo referente al comic underground. El viejo topo rompió en esto con aquella herencia politicista, y en cierto modo elitista, imperante en la mayoría de las organizaciones comunistas de la época. Y, también en este caso, me parece que se puede decir que una parte sustancial de las personas que impulsaron o colaboraron en la revista estaban más cerca de la tradición libertaria que de la tradición marxista. Por último, como se verá en la antología, El viejo topo dio cabida en sus páginas a artículos de autores y autoras que hablaban de poetas, dramaturgos y cineastas que eran por entonces santos de la devoción de muchos de nosotros, más allá, insisto, de las preferencias políticas: desde Erich Fried al Living Theater y desde Alfonso Sastre y Tábano a Dario Fo, desde el Bertolucci de Novecento al Pasolini de Salò y desde Saura a R.M. Fassbinder.

Recojo, para terminar, un hilo que dejé colgando unos párrafos más arriba: el de nuestras ignorancias y nuestras sospechas en lo que llamé las ilusiones fundadas. Ignorábamos muchas cosas que luego, muchos años más tarde, han salido a la luz, la más importante de las cuales, en mi opinión, fue la intervención internacional en los primeros momentos de la llamada transición. Lo que ha escrito sobre eso Joan Garcés, en su libro Soberanos e intervenidos, a partir de la documentación desclasificada de aquellos años, arroja mucha luz sobre nuestras ignorancias y va, desde luego, mucho más allá de lo que podíamos llegar a sospechar en 1976. Tampoco supimos, obviamente, qué pudo haber dado de sí el "compromiso histórico", que en aquel entonces estaba proponiendo Berlinguer para Italia. El secuestro y asesinato de Aldo Moro desbarató aquella expectativa.

Algunos sospechábamos entonces que detrás de todo lo que estaba ocurriendo en Italia durante aquellos meses tenía que haber fuerzas ocultas, interesadas en desestabilizar una situación inédita, cargada de futuro. Después de la derrota, nuevos filósofos ha habido que hicieron de la crítica de la sospecha una filosofía, como diciendo: los ilusos lo atribuyen todo a conspiraciones. Pero, como suele ocurrir, justo cuando una parte de los intelectuales que habían tenido ilusiones en 1976 llegaban a la conclusión de que, efectivamente, como decían los filósofos del pensamiento débil, habían sido unos ilusos al sospechar de la Gran Mano Negra, empezaron a llegar las revelaciones. Se desclasificaron documentos de aquel momento histórico y se empezó a conocer otra verdad, la que liga el informe sobre la "ingobernabilidad" de aquellos países en los cuales el comunismo, el otro comunismo, tenía alguna posibilidad con la intervención de los servicios secretos norteamericanos e italianos.

Por desgracia, la verdad a destiempo es siempre una verdad inservible para los que tuvieron ilusiones. Utilísima, en cambio, para los que mandan en el mundo. Pues, al decir la verdad a destiempo, además de haber logrado el objetivo que importaba en el pasado (que todo siga igual) se hace una contribución impagable a la desmoralización definitiva de quienes no querían que todo siguiera igual. Psicológicamente, eso es siempre un choque. El que desde abajo tuvo ilusiones tiende a pensar primero que sus sospechas fueron patológicas y luego, en el momento de las revelaciones, que fue un tonto incapaz de sospechar todo lo que había que haber sospechado, o sea, que se había quedado corto en la formulación de sus sospechas. Así es como se descubre que hay algo peor que sospechar de la Gran Mano Negra que mueve el mundo de la política internacional: sospechar que, en ese ámbito, no vale la pena ni sospechar, que nada es verdad ni es mentira, etc., etc. De ahí, y de otras cosas, claro, ha salido el cinismo conservador de las últimas décadas, el que todavía hoy ciega cualquier mirada independiente y libre sobre las ilusiones fundadas de aquellos primeros años de la primera época de El viejo topo. Varios de los fundadores y colaboradores de la revista han muerto ya. No eran ilusos, tenían ilusiones: querían un país y un mundo muy distintos de los que hoy conocemos. Sirvan estas páginas también para honrar su memoria. Se lo merecen.

Fuente: Prólogo de Francisco Fernández Buey a EL VIEJO TOPO. TREINTA AÑOS DESPUÉS, 2006. Antología facsímil a cargo de Jordi Mir de textos publicados entre 1976 y 1982. www.elviejotopo.com

 

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