Cuba: La trampa de la equidistancia


La reciente participación de Israel Rojas, líder del dúo Buena Fe, en el programa La sobremesa de la plataforma digital derechista La Joven Cuba ha despertado un interesante debate en los márgenes de la intelectualidad revolucionaria cubana. Su presencia, educada pero firme, honesta y serena, ha sido celebrada por muchos como un gesto de apertura y valentía. Y sin duda lo es. Pero ese reconocimiento no puede llevarnos a soslayar el terreno donde se produce el intercambio. Porque en política --y especialmente en la batalla cultural-- el escenario importa tanto como la palabra, y no hay diálogo inocente cuando el guion lo escribe el adversario.
La escena se presenta como un diálogo entre diferentes, una sobremesa cubana en clave plural. Pero es una puesta en escena perfectamente calculada: un espacio diseñado para erosionar la legitimidad simbólica del proyecto revolucionario desde dentro, bajo la máscara del periodismo "crítico" o "independiente". La clave está, precisamente, en esa palabra: independiente. ¿Independiente de qué? ¿De quién? ¿Y con qué recursos?
La cuestión no es menor. En tiempos de guerra cultural y asedio híbrido, donde el adversario no solo bombardea con misiles económicos sino con discursos aparentemente neutros, la elección del espacio importa tanto como el contenido del mensaje. La Joven Cuba no es un foro cualquiera: es una plataforma que ha recibido apoyo financiero de la Embajada de Noruega en La Habana, cuyas líneas de cooperación han priorizado desde hace más de una década el fomento de un ecosistema mediático "alternativo" en la Isla. Pero, ¿alternativo a qué? A los medios públicos cubanos, sí. Pero también --y más gravemente-- alternativo al propio proyecto revolucionario, al que presenta como anacronismo o autoritarismo disfrazado de legitimidad histórica.
La estrategia no es nueva. En 2011, bajo el segundo mandato de Obama, se reformuló abiertamente la política de "cambio de régimen" hacia Cuba a través de una sofisticada ingeniería del consenso. En lugar de apostar por la confrontación directa, la Casa Blanca impulsó una "sociedad civil" cultivada artificialmente, con apoyo logístico y financiero de la USAID, la NED y distintas embajadas europeas aliadas. En ese marco se multiplicaron proyectos académicos, culturales y periodísticos que, bajo la retórica de los derechos humanos, la diversidad de voces o la modernización del Estado, promovían en realidad una mutación ideológica: vaciar de contenido revolucionario el espacio público, y reemplazarlo por una falsa equidistancia entre víctima y victimario, entre asediado y agresor.
Desde luego, el problema no es Israel Rojas. Su presencia en el espacio ha permitido introducir, en un entorno muchas veces refractario al debate honesto, la voz de la Cuba que resiste. Pero también ha servido, involuntariamente, a la escenificación de un falso pluralismo: una conversación "entre iguales" que iguala artificiosamente al defensor de un proyecto revolucionario con sus adversarios estratégicos. Y eso, en un país bajo sitio económico, financiero, político y mediático, no es neutral: es un acto con consecuencias.
La guerra cultural y la contrarrevolución blanda: La trampa de la equidistancia
La política exterior de EEUU hacia Cuba cambió sustancialmente con Obama, no en sus objetivos, sino en sus métodos. Ya no se trataba de tumbar la Revolución con marines o asfixia directa, sino de fomentar una "sociedad civil" alternativa que, en nombre de la apertura, introdujera los valores del liberalismo burgués --el individualismo, la meritocracia, el pluralismo abstracto-- en el tejido ideológico cubano. Es lo que Joseph Nye llamaría poder blando: no imponer desde fuera, sino hacer que la dominación parezca deseable desde dentro. Lo que Antonio Gramsci analizó, desde coordenadas materialistas, como hegemonía cultural.
Para ello, se activó toda una red de financiamiento y apoyo institucional a proyectos mediáticos, académicos y artísticos que, sin declararse abiertamente contrarrevolucionarios, ponían en duda la legitimidad del Estado socialista, cuestionaban el rol del Partido Comunista y proponían una refundación democrática en clave liberal. Uno de los frutos más evidentes de esta estrategia ha sido la proliferación de medios digitales como La Joven Cuba, cuyo nombre, por cierto, constituye una apropiación simbólica del legado de Antonio Guiteras --un revolucionario profundamente antimperialista que jamás hubiera aceptado financiación extranjera para su causa.
Aquí se impone una distinción esencial: una cosa es la crítica desde dentro del proceso revolucionario, como forma dialéctica de su perfeccionamiento, y otra muy distinta es la crítica funcional al desmontaje del proyecto socialista, financiada y validada por quienes desean su fin. Esa crítica no es tal, es contrarrevolución blanda, con rostro amable y modales académicos.
Israel Rojas, como artista comprometido con el destino colectivo de su país, ha defendido siempre la Revolución desde una posición popular, crítica y creativa. Su presencia en La sobremesa no desdice esa trayectoria. Pero es necesario advertir sobre el marco. Al entrar en ese plató, incluso con la mejor de las intenciones, Israel se convierte --queriéndolo o no-- en un elemento legitimador del dispositivo.
El programa no busca simplemente conversar. Busca escenificar un diálogo de "pares" entre la Revolución y quienes, con sonrisa moderada, propugnan su desmontaje. Lo que se presenta como pluralismo es, en realidad, una estrategia de normalización de la contrarrevolución bajo el envoltorio de la diversidad. El problema no es debatir: es aceptar como interlocutor legítimo a quien recibe fondos del extranjero para socavar el orden constitucional cubano, especialmente cuando esos fondos provienen de embajadas como la de Noruega, que lleva años financiando proyectos audiovisuales, artísticos y periodísticos vinculados a los sectores más activos en la agenda restauradora camuflados bajo la etiqueta de "sociedad civil".
Gramsci advertía sobre el uso del concepto de "sociedad civil" como disfraz del poder burgués, capaz de absorber las energías intelectuales y morales del adversario para neutralizarlas dentro de los límites del sistema. En Cuba, esa lógica se reproduce mediante la creación de espacios híbridos, que aparentan ser plurales, críticos y modernos, pero que operan como dispositivos de legitimación de una restauración capitalista travestida de ciudadanía crítica. Se trata de la cara amable de la contrarrevolución.
En ese sentido, no se puede soslayar el vínculo entre estas operaciones culturales y fenómenos como el 27N, el Movimiento San Isidro o la campaña de 'influencers' digitales que, en medio de la crisis económica derivada del recrudecimiento del bloqueo y la pandemia, buscaron capitalizar el descontento popular para desencadenar una ruptura institucional.
No hay simetría ante el asedio
La elección del nombre La Joven Cuba no es un gesto inocente. Pretende trazar una falsa continuidad entre el legado heroico de Antonio Guiteras --caído en combate contra el imperialismo yanqui y sus títeres locales-- y un espacio que, en lugar de luchar contra el poder global, se financia con sus migajas. Como ha recordado Carlos Fernández de Cossío, la oposición a la Revolución es contrarrevolución, tenga el apellido que tenga. Y el fundador de La Joven Cuba original no necesitó ni hubiera aceptado jamás ayuda extranjera para emprender su lucha.
Gramsci insistía en que la batalla por la hegemonía no se libraba solo en los parlamentos o en las fábricas, sino en las escuelas, los periódicos, las universidades, los teatros. Hoy, podríamos decir, también en las redes sociales, los podcasts y los medios digitales. Y Cuba, bajo sitio permanente, no tiene el lujo de conceder neutralidad a esos frentes. No cuando la libertad de prensa, como advirtió Rafael Correa, sigue siendo la voluntad del dueño de la imprenta. Y el dueño, en este caso, no es cubano.
Lo que está en juego no es un debate académico ni una conversación postmoderna entre sensibilidades ideológicas. Lo que está en juego es la capacidad de un país bloqueado, atacado y criminalizado para defender su soberanía política, su modelo social y su legitimidad histórica. En ese contexto, cualquier espacio que pretenda situar en el mismo plano a la Revolución y a sus adversarios financiados, no es un espacio de diálogo: es una trampa semiótica, una escena cuidadosamente montada para desplazar el eje del sentido común hacia el consenso liberal.
Participar en esa escena no es solo hablar: es contribuir a la producción de un nuevo guion, donde la Revolución aparece como una entre muchas opciones posibles, desprovista de excepcionalidad moral e histórica. Y ahí reside el peligro.
Defender la Revolución Cubana hoy implica no solo resistir los ataques económicos, sino también leer con claridad los signos del momento. En la guerra cultural, las formas importan: el espacio, el lenguaje, la interlocución, el financiamiento. No se trata de rechazar el debate, sino de no regalar el terreno. No se trata de censurar, sino de desenmascarar. Y no se trata de atacar a quien participa desde la honestidad, sino de denunciar la arquitectura que permite al adversario disfrazarse de moderado.
La defensa del proyecto socialista exige inteligencia, sutileza y coraje. Y también exige no olvidar que en política, como en la dramaturgia, el escenario nunca es neutral. A veces, incluso el monólogo mejor interpretado puede terminar legitimando la obra equivocada.
A veces, participar no es dialogar, sino validar. Y validar al adversario en su terreno, con sus reglas, es ceder una batalla más en esta guerra prolongada por la conciencia de los pueblos.
* Responsable de Comunicación de Izquierda Unida asturiana
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